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La Laguna, sábado. 02:15 horas.
No hacía más de diez minutos que Galán había conciliado el sueño cuando sonó el timbre de su móvil. Abrió los ojos y por un momento no recordaba dónde estaba. En unos segundos reconoció el dormitorio del piso de Marta, donde había acabado la noche.
Después del incidente con el coche de alquiler, habían cenado en El Jardín del Hada, en la mesa de la esquina, al lado de un enorme árbol inspirado en El bosque animado dibujado en la pared. La cena había transcurrido muy tranquila y agradable, acorde con el local, arropada con un espléndido vino blanco afrutado de Güímar.
Luego, por la insistencia de Marcos, el gerente de El Kastillo, acabaron tomando una copa en el curioso edificio con almenas que destacaba entre las palmeras, al comienzo del Camino Largo. Se festejaba allí la inauguración de una exposición colectiva de fotógrafos locales, y una de los protagonistas del evento era amiga de la arqueóloga.
Aquello estaba lleno. Entre empujones y saludos a los conocidos, pasaron un par de horas en las que el policía, tras un buen Capitán Morgan con cola, tomó como segundas copas varias insulsas tónicas con hielo. Marta, sin mayor problema, dio cuenta de un par de gin-tonics al estilo margarita, con sal y limón en el borde de una copa balón.
Marta se encontró con una amiga de la infancia, Reyes Dorta, una chica morena y simpática que también era su dentista, y se pusieron a parlotear interminablemente de unas conocidas comunes que Galán no recordaba. El policía procuró no abrir la boca, sabía que corría el peligro de recibir algún consejo de ortodoncia, y a su edad ya no le apetecía ponerse aparatos en los dientes. Cuando las mujeres agotaron el repertorio de amistades y la paciencia de Galán, fue el momento en que se acabaron los canapés y la cosa comenzó a decaer. Se despidieron de Reyes y a pesar de la hora, todavía aguantaron un rato más, apoyando a los fotógrafos —que no se iban—, hasta que, en un momento dado, el cansancio pudo más y todos decidieron marcharse.
Del Camino Largo a San Benito —donde vivía la arqueóloga— apenas hay cinco minutos en coche, y Marta propuso tomar la penúltima en su casa, como otras veces.
Y como otras veces, Galán y Marta se dispusieron a recuperar el tiempo perdido desde aquella lejana época de estudiantes en que tuvieron un primer escarceo amoroso que quedó en nada durante muchos años. Sus vidas se volvieron a entrelazar unos meses atrás, a causa del terrible caso del asesino en serie, y el lazo seguía firme desde entonces.
La pasión de los primeros días dio paso a la búsqueda de un romanticismo compartido, sosegado, suave y dulce. Un poco anticuado, pero que satisfacía a ambos. Seguían viviendo por separado, cada uno con su vida, pero haciendo planes continuos para compartir las horas de ocio. Esta vez había tocado en casa de Marta, y aunque a Galán no le terminaba de gustar el mullido colchón del dormitorio —se hundía excesivamente—, no le importaba sacrificarse un poco en aras de la continuidad de la relación.
Galán miró a Marta y admiró su capacidad para seguir durmiendo a pesar del escándalo que producía el insistente timbre de su teléfono portátil —modo clásico, para que sonara más fuerte—. Esperó unos instantes, deseando que el impertinente sujeto que llamaba se cansara. Pero no, el horrible sonido continuaba, por lo que no tuvo más remedio que coger el móvil. Observó la pantalla: Sandra Clavijo 2:15, y no supo cuál de ambos datos le sorprendió más.
—Hola, Sandra —las primeras palabras surgieron trabadas y pastosas, a juego con su estado físico—. Me imagino que tienes una buena razón para llamar a esta hora. —Galán no pudo evitar un ligero tono de irritación. Si hubiera llamado media hora antes, el tono no habría sido tan ligero.
—Buenas noches, Antonio, lamento haberte despertado. —Sandra hizo una pausa—. Estabas dormido, ¿no?, como no oigo a Marta.
—Muy graciosa estás de madrugada. Me imagino que no habrás llamado a mi móvil para hablar con ella.
—No, perdona. Déjala dormir. Ahora sin bromas —la voz de Sandra adquirió una brusca seriedad—, te llamo porque no tengo claro a quién acudir ante una situación que se me escapa de las manos.
Sandra hizo una descripción de lo sucedido con el correo electrónico en apenas minuto y medio. Omitió la falta de interés de su jefe y aumentó el relato de la desidia policial. Galán no pudo evitar que le invadiera el escepticismo ante aquella rocambolesca historia. Sin embargo, sabía que Sandra era buena en su trabajo, y había aprendido a respetar las intuiciones femeninas.
—Por lo que me cuentas —respondió Galán—, es fácil salir de la intriga. Sólo hay que acercarse al obispado y comprobar que el nuncio esté allí.
—Sí, pero no lo veo tan fácil. Me imagino que el que abra la puerta no va a dejar pasar a la primera loca que quiera subir al dormitorio de un cura, y menos si soy yo, que no he ido a la peluquería en toda la semana.
—Te hace falta una placa oficial que al enseñarla te pueda abrir las puertas, ¿no es eso?
—Pues ya que lo dices…, no me parece mala idea. ¿Te parece si nos vemos en el obispado dentro de diez minutos?
—¿Diez minutos? —Galán calculó el tiempo que él tardaría en llegar, más o menos ese lapso, pero a Sandra, estando en Santa Cruz, no lo creía—. ¿Te dará tiempo a llegar?
—Creo que sí, ya estoy en camino —se oyó una débil risita de fondo al acabar la frase.
—¿No estarás hablando por el móvil y conduciendo, verdad?
—No, estoy conduciendo y usando el manos libres. Nos vemos en diez minutos. Hasta luego.
Tras colgar, Galán intentó hacer memoria y no recordaba que Sandra tuviera manos libres en su coche. La verdad es que era incorregible. Se imaginó que a Marta no le importaría que ayudara a Sandra a salir de su inquietud. Se deslizó fuera de la cama, cogió su ropa y entró en el baño, a vestirse. Un minuto después apagó la luz y salió furtivamente, tratando de no hacer ruido.
Galán se sobresaltó cuando vio la cama vacía. Giró la cabeza y descubrió a Marta de pie en la puerta del dormitorio, completamente vestida y preparada para salir.
—¿No pensarías irte sin mí? —preguntó.