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La Laguna, sábado. 03:15 horas.
—Lo que usted diga, señor ministro…, sí, señor ministro…, por supuesto señor ministro.
Blázquez colgó el teléfono aliviado. La conversación con el ministro del Interior había sido corta pero intensa. En nombre del presidente del Gobierno de la Nación había dado la orden de movilizar a todos los efectivos municipales, y ya se había encargado de que las fuerzas de seguridad de la isla al completo estuvieran alertadas. Su última instrucción era la de estar atento al teléfono, ya que el mejor negociador de los servicios secretos llamaría en segundos para tratar de ponerse en contacto con el secuestrador.
—¡Ramos! —El jefe de Policía se giró y vio al subinspector apoyado en el quicio de la puerta—, trae aquí a la periodista, y que venga con su portátil.
Un minuto después, Sandra se encontraba sentada frente a Blázquez, con el ordenador apoyado en la parte exterior de la mesa y con el correo abierto. A su lado, Galán esperaba impaciente. En el pasillo, asomados al hueco de la puerta, observaban la escena Marta y Ramos.
—Señor Blázquez —dijo Sandra—, ¿dice usted que un especialista en negociar secuestros se va a poner en contacto con nosotros?
—Efectivamente, señorita —contestó el policía—. Las órdenes son claras: él le dictará lo que tiene que escribir en su correo y usted lo hará al pie de la letra. Ni más ni menos.
Sandra sintió el deseo de cortar al jefe ese tono de aquí-man-do-yo, ella no estaba bajo sus órdenes, pero se lo pensó mejor. No era el momento de crear una tensión innecesaria. En el fondo, le daba igual, les seguiría el juego mientras estuviera en primera fila de los acontecimientos. En realidad, no estaba cubriendo un reportaje, era la protagonista. Y eso le gustaba.
El teléfono sonó un par de veces antes de que el jefe lo descolgara. Tras un breve intercambio de saludos, Blázquez pulsó el botón de manos libres en el interfono, de forma que todos los presentes en el despacho pudieran tener acceso a la conversación. Se escuchó la voz del negociador, un poco distorsionada por la deficiente calidad del altavoz.
—La señorita periodista…, su nombre, por favor.
—Sandra Clavijo —respondió rápidamente—, del Diario de Tenerife.
—Su periódico es irrelevante… —la breve frase disgustó a Sandra y la predispuso de entrada contra el negociador—, escuche atentamente, Sandra. El primer paso es establecer contacto con el secuestrador, y por lo que me han comentado, el único medio es a través del correo electrónico, ¿no es así?
—Sí, así es. —Marta se dio cuenta del tono cortante de Sandra.
—Escriba el siguiente correo: «Las autoridades me comunican que están estudiando su petición a fin de llegar a un acuerdo razonable, pero que es imposible hacer efectivo el pago del rescate en tan corto periodo de tiempo. Por favor, amplíen el plazo al menos hasta que abran los bancos. Repito: amplíen el plazo». Envíelo.
Los dedos de Sandra volaron sobre el teclado. Tardó apenas veinte segundos.
—Ya está —dijo.
—Bien —contestó la voz del interfono—, esperemos unos segundos la respuesta. Del contenido de la misma podremos ahondar en el perfil psicológico del delincuente. Por lo que conocemos hasta este momento, podemos adelantar que se trata de un tipo calculador, que aparenta una gran seguridad en sí mismo, a todas luces falsa, con aires de megalómano. Un caso típico de secuestrador al que estamos acostumbrados.
—¿Y si no contesta? —Sandra notaba que se irritaba inconscientemente.
—Contestará, sé lo que hago.
Galán intercambió una mirada con Sandra. Tranquila, le estaba transmitiendo, estos tipos son así. No hay otra alternativa que aguantarse. O al menos así lo interpretó.
Pasaron cinco minutos. El correo permaneció inmutable.
—Creo que el secuestrador no está al otro lado —dijo Sandra.
—Lo que usted crea es irrelevante… —la metálica voz del negociador comenzaba a convertirse en odiosa—. Esperaremos tres minutos más. Esto indica que el delincuente está dudando, se siente inseguro, es el comienzo del derrumbamiento.
Sandra pensó que aquel listillo tenía más imaginación que un novelista. Los tres minutos pasaron lentamente, y nada ocurrió en la pantalla.
—Es el momento de meter presión —dijo el negociador—, escriba: «Le habla el presidente del Gobierno. Necesitamos que nos vuelva a enviar las instrucciones de pago. Si no lo hace, no podremos hacerlo. Repito: no podremos hacerlo».
Sandra escribió el dictado y envió el correo. Los cinco siguientes minutos se deslizaron a través del espeso muro de silencio que invadía el despacho. Nada ocurrió. Seguro que el secuestrador se está derrumbando, pensó Sandra, divertida.
—Ahora lo pondremos entre la espada y la pared —la voz del especialista carraspeó de nuevo en el altavoz—, escriba: «Debe darnos otro banco de destino. Es imposible contactar con el que ustedes no han facilitado. No está conectado a nuestro sistema interbancario. No podemos efectuar el pago. Repito: no podemos efectuar el pago».
Sandra cumplió su cometido. Pasaron otros tantos minutos interminables. De repente, saltó en la pantalla el anuncio de la llegada de un mensaje.
—¡Ha contestado! —gritó Sandra, entusiasmada—. ¡Es el secuestrador!
—¿Lo ve? —dijo el negociador—, ya se lo dije. Ábralo y léalo.
Sandra leyó mentalmente el mensaje en dos segundos. Después, preparando su voz para pronunciar correctamente cada palabra, lo volvió a leer en voz alta, con sumo deleite.
—«Les quedan dos horas y media. Están perdiendo el tiempo. Envíen a dormir al imbécil del negociador. Repito: al imbécil del negociador».
Las miradas se volvieron al aparato del intercomunicador, que permaneció en silencio. Sólo se escuchó, proveniente de la puerta, un comentario en voz baja, proferido por el subinspector Ramos.
—Hay que joderse.