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La Laguna, sábado. 04:20 horas.

Galán estaba terminado el segundo café de la noche en su despacho de la comisaría. Había resuelto sus problemas con los horribles vasos de plástico-cartón que expedían las antipáticas máquinas cafeteras, muy pequeños y que dejaban traspasar el calor como si fueran de papel de seda. La solución consistió en traerse de casa una taza grande de cerámica, de las que nunca se usan y ocupan espacio. Miró el mensaje que ocupaba casi toda la blanca superficie: I ♥ Italia. Un recuerdo de un viaje de juventud que no podía ser más irónico en aquellos momentos.

Llevaba varios minutos dándole vueltas al caso. Había desechado volver a enfrentarse al mensaje en clave. Era una sucesión de incoherencias que no hacían sino desviar su atención de lo realmente importante. Tenía que revisar de nuevo los datos que tenía a mano.

—Descolgó el teléfono y marcó el número interno de uno de sus ayudantes.

—Valido —dijo al auricular cuando descolgaron—, ¿sabes algo sobre el informe de la inspección del coche abandonado realizado por la Científica?

—Espera un momento, jefe. Voy a abrir el correo electrónico —contestó el agente—. Sí, ya ha llegado, ¿te lo reenvío?

—No, mejor imprímelo y me lo bajas al aparcamiento, voy a echar otro vistazo.

Galán comprobó que la emisora estaba en el dial adecuado y se la enganchó al cinturón. El móvil también estaba encendido. No quería salir del edificio sin estar plenamente comunicado. Bajó los escalones y salió al parking de la comisaría. La agente de guardia estaba fumando un cigarrillo en la puerta, apoyada en una de las palmeras que la flanqueaban. Más allá, la alta y desgarbada figura de Valido le esperaba en medio del amplio patio, junto al coche abandonado. A aquella hora el aparcamiento estaba más lleno de lo acostumbrado. Se notaba que el jefe había despertado a muchos agentes. No vio ni un solo coche patrulla. Estaban todos fuera.

—Aquí tienes el informe —dijo Valido, exhibiendo una carpetilla de color azul oscuro. Galán lo miró, expectante, y el agente prosiguió—. Al ser un coche de alquiler no es extraño que hayan aparecido múltiples marcas de huellas por todo el coche. Nada menos que de unas trece personas. Desgraciadamente, el volante es de un material plástico que apenas deja impresiones, por lo que no se puede establecer la primacía de unas huellas sobre otras. Las mejores pistas están en el freno de mano y en el tirador de la puerta, aunque hay varias huellas superpuestas. Las hemos catalogado y enviado al registro central y a la INTERPOL.

—¿Algo más aparte de las huellas? —Galán abrió la puerta del conductor y miró dentro mientras hablaba.

—No había colillas en el cenicero —respondió Valido—, tan sólo un par de envoltorios de chicles y chocolatinas. Se cuidaron de no dejar los chicles usados. Nada realmente aprovechable.

El inspector miró en los asientos de atrás. Se agachó para buscar debajo de las butacas delanteras. Valido se asombró de que su colega pudiera ver algo en la penumbra del interior del automóvil. Galán salió de la parte trasera y la rodeó para abrir el maletero. Estaba limpio y la moqueta interna todavía olía a nuevo, algo típico de los coches de alquiler con pocos kilómetros. Valido notó que Galán estaba frustrado. Era la tercera vez que revisaba el coche sin conseguir sacar alguna información útil.

—¿Tenemos algún dato más sobre el coche? —preguntó Galán.

—Ya hemos dado con el rent-a-car que lo alquiló —respondió Valido—, Autos Valle, una pequeña empresa sita en el Puerto de la Cruz, en la zona turística. No hay nadie en la oficina, como era de esperar. Abren a las ocho. ¿Mandamos a alguien?

—Sí, necesitamos una buena descripción de la persona que firmó el contrato.

Galán cerró el maletero sin dejar de mirar el automóvil. Hizo una seña a Valido y comenzaron a regresar al edificio. Tuvieron que sortear un par de turismos y una furgoneta mal aparcados. Otro vehículo llamó la atención del policía.

—¿Qué hace esa moto ahí? —inquirió el inspector. A su derecha permanecía sobre el pedal de apoyo una motocicleta negra de alta cilindrada, totalmente cubierta por una capa de tierra. Era extraño ver una moto de esa calidad tan sucia.

—La han traído los municipales a última hora de la tarde —respondió Valido, quitándole importancia—. El informe está en la mesa de Bencomo, que lo dejó para mañana.

—¿Y por qué nos la traen? ¿No tienen espacio en su depósito?

—Es que, al parecer, y estoy hablando de memoria —Valido expresaba facialmente el esfuerzo de recordar—, el conductor portaba una pistola y la utilizó contra las ruedas de un automóvil. La moto cayó por un terraplén y el ocupante se dio a la fuga.

—Parece que se está convirtiendo en una moda esto de dejar los vehículos tirados en cualquier lugar —comentó Galán, amoscado.

—No me extraña, es lo que ocurre con tanta prohibición de aparcar y con los carísimos precios de los parkings. —Valido se permitió bromear, sabía que el inspector lo pasaría por alto.

—Dices que el motorista disparó contra las ruedas de un coche. Una conducta excesivamente violenta para una discusión de tráfico. ¿La Policía Local tiene algún sospechoso?

—Todavía no —el agente trató de justificar la situación—. Como no era urgente, se ha dejado todo para mañana. Por lo que veo, no te habías enterado del asunto todavía.

—Sabes que hoy yo libraba —respondió Galán, levantando la mirada de la moto. El último detalle era nuevo—. ¿Por qué debería saberlo?

—Es que el coche al que dispararon es de un amigo tuyo —Valido dejó pasar un instante para darle mayor impacto a la frase, había notado que había despertado la curiosidad del inspector—. Se trata del Mercedes de Luis Ariosto. Su chófer, un tal Olegario, fue quien presentó la denuncia. Como los municipales consideraron la posible existencia de un delito, nos enviaron la moto gustosamente. Ya sabes lo atestadas que están las dependencias del ayuntamiento.

Galán se detuvo antes de entrar en la comisaría. Valido hizo lo propio. El automóvil de Ariosto. Una alarma sonó en sus pensamientos. Su amigo había dejado entrever la sospecha de que lo habían vigilado durante los últimos días.

El inspector volvió sobre sus pasos y se acercó a la motocicleta. La examinó con ojos profesionales y se detuvo en la parte posterior. Encima de la matrícula, y debajo de una gruesa capa de polvo y tierra, se vislumbraba el borde de una pegatina. El policía pasó el índice por encima, limpiándola. En la semioscuridad del aparcamiento el color rojo del logotipo de una agencia de alquiler de coches se dejó ver con dificultad.

—Valido, localiza al mando que esté de guardia en el Puerto de la Cruz —el tono de Galán no admitía réplica—. Levanta a quien sea de la cama si hace falta. Que averigüe quiénes trabajan en el rent-a-car y los interrogue a todos. Ahora mismo. Que me traiga aquí a las personas que intervinieron en el alquiler del coche, y, como vemos, también de la moto. Y toda la documentación que tengan.

—¿Crees que están relacionados, jefe? —preguntó el agente.

—No estoy seguro, pero puede que hayamos encontrado algo —respondió el policía, con un brillo en los ojos—. Es la misma agencia de alquiler, y esta noche ya no creo en más coincidencias.