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La Laguna, sábado. 03:20 horas.

La comisaría de la calle del Agua era un hervidero de personas entrando y saliendo de ella a la luz de las farolas cuando Olegario detuvo el Mercedes para que Ariosto y Pedro Hernández descendieran. El policía de la entrada tuvo que hacer la oportuna consulta telefónica, tras la cual permitió la entrada a ambos hombres, indicándoles la localización del despacho del inspector Galán. Tras deambular por los anodinos y fríamente iluminados pasillos del edificio se encontraron con que el despacho en cuestión, más pequeño de lo que esperaban, estaba ocupado por Sandra Clavijo y Marta Herrero, que estaban absortas observando la pantalla de un ordenador portátil.

—Ya te echábamos de menos, Luis —dijo Marta, saludándole al percatarse de su presencia—. Como ves, esto está revolucionado.

—Me imagino que no es para menos —respondió Ariosto—. ¿Cómo está, Sandra?

—Pues como todos, desvelada por completo. ¿Cómo se ha tomado el obispo la noticia?

—Por lo poco que pude hablar con él, está deshecho pero compuesto, si es posible emplear juntos estos términos antagónicos.

—¿Y tú, Pedro? ¿Qué haces por aquí? —preguntó Marta.

—Ariosto me ha pedido que le acompañe —respondió Hernández—. Tiene algo importante que contarles.

—Localicemos antes a Galán, por favor —indicó Ariosto.

—Aquí estoy —dijo el inspector, que entraba por la puerta portando un grueso fajo de papeles—. Buenas noches, amigos. Por favor, expliquen el tema que les trae a la comisaría.

Mientras Galán y Hernández tomaban asiento, Ariosto contó en pocas palabras la aparición de la carta y la conclusión preliminar a la que había llegado a partir de la primera línea de su contenido. El nuncio se encontraba retenido en algún lugar del casco histórico de La Laguna.

—Me surgen varias preguntas —dijo Galán—. En primer lugar, dice usted que quien entregó la carta a su tía Adela era una persona de acento italiano. ¿Sabe que existen varias coincidencias de esa nacionalidad en el secuestro? En primer lugar, un coche de alquiler contratado por un italiano y abandonado en pleno centro de la ciudad sin un motivo claro. La persona que habló con Sandra tenía ese acento, igual que la que lo hizo con Adela.

Ariosto explicó en ese momento la historia de los acertijos en latín de su época de estudiante.

—¿Crees que ese tal Maroni pudo haber sobrevivido al accidente y tener algo que ver con todo este asunto? —preguntó Marta.

—No puedo estar seguro, es una mera sospecha que tengo en mente —Ariosto parecía algo atribulado por haberse convertido involuntariamente en protagonista del problema—. El hecho de que se dirigiera a mí directamente es lo que me parece fuera de lo normal y lo que me da pie a pensar así. No se me ocurre otra explicación.

—Si el tal Maroni fue dado por muerto, no hay forma de seguirle la pista —intervino Galán—. Si sobrevivió, ha estado viviendo con una identidad falsa desde entonces. Por lo que nos cuenta, es una especie de competición intelectual a la que le han desafiado. Es algo, pero nos sirve poco de momento. Ariosto, ¿cree usted realmente que en ese enigmático mensaje se halla la clave para encontrar al nuncio?

—Es una posibilidad que planteo a todos los que estamos aquí —respondió—. Debemos intentar descifrarlo.

—Lo siento, Luis —repuso el policía—, no puedo destinar a ninguno de mis hombres a ese trabajo. Pero creo que quienes pueden hacerlo mejor son precisamente las personas que se encuentran en esta sala. No perdemos nada con que lo intenten. Aún siendo cierta la posibilidad de que el nuncio esté en el centro de La Laguna, el operativo policial ha diseminado a todos los efectivos a lo largo del término municipal, que es bastante grande. No obstante, yo permaneceré cerca. Si llegan a alguna conclusión, estaré localizable en el móvil.

En ese instante el aparato mencionado, como sintiéndose aludido, comenzó a sonar. Galán se levantó y salió al pasillo a contestar la llamada. Ariosto aprovechó el momento para acercarse a una enorme fotocopiadora con signos evidentes de haberse amortizado varios años atrás y sacó varias fotocopias de la traducción del mensaje, que distribuyó entre los presentes. Se sentó en la última silla disponible y esperó a que todos leyeran su contenido.

—Las referencias religiosas son continuas —Marta rompió el fuego—. En la segunda línea, «Se inicia en la jabalina que busca la cruz», habla de una cruz y una jabalina ¿Una lanza? ¿Será la lanza de Longinos, el que quiso comprobar si Cristo estaba muerto en la Cruz?

—No lo descartemos, pero creo que tenemos que buscar de una manera más amplia —respondió Ariosto—. Busquemos estructuras en el texto.

—Creo que la primera línea «En el círculo platónico encontrarás al heraldo de Roma», es puramente introductoria, una invitación a resolver el enigma —añadió Pedro Hernández.

—He leído más de veinte veces el texto —continuó Ariosto—, y veo tres estructuras principales. La segunda línea dice «Se inicia en la jabalina» y en la sexta manifiesta «y finaliza en el abrazo del águila». En estos cinco versos hay algo que se inicia y que termina. ¿Qué puede ser?

—¿El heraldo de Roma? Tal vez se trate de referencias a su persona, o a algo que tenga que ver con él —dijo Sandra.

—No, me parece que hace referencia al círculo —Hernández parecía profundamente concentrado, con los ojos cerrados—, eso es. Al círculo platónico. El círculo comienza en la jabalina y acaba en el abrazo del águila.

—Es posible —intervino Marta—, pero yo me quedo igual. Sigo sin entenderlo.

—Volvamos al resto del texto —dijo Ariosto—. Las últimas cuatro líneas están redactadas de forma diferente. Son mandatos al lector: acoge, busca… y hallarás. Parecen unas instrucciones de interpretación del resto del texto. La última es distinta, más bien un colofón.

—¿Y los otros cinco versos del centro? ¿Cómo sabemos que son independientes de los otros grupos de líneas? —preguntó Sandra.

—No lo sabemos, pero al ser distintos al primer y último conjunto de versos, se agrupan solos en sí mismos —respondió Pedro.

—Volvamos al primer quinteto —Ariosto releía una vez más las líneas de la carta—. Hay determinadas palabras que nos invitan a pensar que se trata de un itinerario: donde, dos veces, y pasa por. Si esto es así, el contenido de las estrofas debe referirse a lugares concretos que están representados por esas figuras poéticas o simbólicas. Es decir, «la jabalina que busca la cruz» es un lugar. Al igual que el contenido de los cuatro versos siguientes. Y tal vez ocurra lo mismo con los cinco del segundo grupo. Son pistas de lugares concretos que se encuentran formando el círculo.

—Tal vez el final del círculo sea el lugar donde está secuestrado el nuncio —aventuró Marta.

—Sí, pero ¿dónde empieza? —dijo Sandra—, a mí me está volviendo el dolor de cabeza sólo de pensarlo.

—Pedro —Ariosto interpeló a su amigo—, tú eres uno de los mejores especialistas en simbología urbana. Tienes que darle vueltas al texto.

—Algo sé sobre simbología, pero sólo religiosa —Pedro se sentía halagado y comprendió en ese momento el interés de Ariosto en que lo acompañara—. Necesitamos a una persona que conozca mucho mejor la ciudad que yo. Y se me ocurre sólo una.

—El profesor Lugo —dijo Marta—, el catedrático de Historia Moderna. Pero va a ser difícil despertarle. Tiene fama de tener el sueño muy profundo.

—Pues habrá que hacerlo —respondió Ariosto—. Su intervención en este asunto puede ser imprescindible. Debemos unirlo al grupo sin dilaciones. Vayamos a su casa.

En el momento en que Ariosto se levantaba, pasó por delante de la puerta el subinspector Ramos portando una bandeja de madera abarrotada de vasos de plástico llenos de café.

—¿Qué, amigos? ¿Les apetece un café? Por lo que parece, la noche va a ser muy larga.

—Estimado subinspector —Ariosto miró su reloj y apoyó amistosamente su mano en el hombro del policía—, desgraciadamente, la noche va a ser muy corta, desesperadamente corta, si me permite la expresión.