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La Laguna, sábado. 04:00 horas.

La oscura silueta de la enorme torre de piedra negra de la iglesia de La Concepción se erguía amenazadora, recortándose sobre un cielo sin luna tachonado de estrellas. Los ventanales y balcones de sus siete pisos de altura observaban con desinterés a Marta Herrero y Pedro Hernández, que esperaban en la base la llegada del cura de la parroquia. Hacía frío. Una ligera brisa y la alta humedad empeoraban la sensación térmica a cada minuto que pasaba. De vez en cuando, las luces de algún coche solitario rompían la tenue penumbra que la sombra de la torre derramaba por la calle. Marta y Pedro se balanceaban sobre sus pies en un inútil esfuerzo por entrar en calor. A lo lejos, una figura oscura caminaba deprisa en su dirección. Pedro reconoció la delgada silueta de don Cosme, el párroco de La Concepción. En un par de minutos llegó a la altura de ellos.

—Buenas noches, Pedro —el cura no manifestaba, contrariamente a lo que esperaban, fastidio por la hora.

—Buenas noches, don Cosme —Pedro habló en el tono más conciliador que le fue posible—. Perdone la hora, pero ya le expliqué qué que era algo urgente. Le presento a Marta Herrero, profesora de arqueología de la Universidad.

El sacerdote asintió con la cabeza hacia Marta, en un gesto de reconocimiento.

—Encantado, señorita. Amigo Pedro, la verdad es que cuesta bastante levantarse a una hora tan intempestiva como ésta. Pero lo cierto es que ya estaba despierto cuando me llamaste. Recibí, apenas un par de minutos antes, una llamada de la Policía Local, y un agente me pidió exactamente lo mismo que tú. Que abriera La Concepción para una inspección. Me temo que no fui con él lo amable que debiera haber sido. En fin, como tú has llegado primero, tendrás la iglesia para ti solo hasta que acuda la policía.

—Muchas gracias, padre —respondió Pedro, haciendo con el brazo un ademán de invitación al movimiento—, entremos pues.

Don Cosme les llevó por la pared lateral del gran edificio de la iglesia, dobló la esquina y abrió con una de sus llaves una pequeña puerta lateral que daba acceso a las estancias de la sacristía. Después de recorrer dos pasillos y una escalera, entraron en la iglesia, que se encontraba a oscuras. El templo vacío era imponente y el silencio total. En la negrura, destacaba intensamente el olor a barniz y cera. Las siluetas de las dos filas de gigantescas columnas que se remataban en arcos de medio punto destacaban sobre la penumbra reinante. El cura caminó con seguridad hasta un cuadro eléctrico y comenzó a encender las luces. Las sombras desaparecieron al instante bajo las incontables bombillas de los enormes candelabros colgados del techo por larguísimas cadenas. Detrás del altar principal, los dorados que rodeaban la imagen de la Virgen contrastaban con el negro mate profundo del sillar del coro que se abría a sus pies.

—¿Por dónde empezamos? —Preguntó Marta—. ¿Hay alguna parte más antigua que otra?

—Esta iglesia, como la mayoría de las existentes en la isla, es fruto de una sucesión de construcciones y reconstrucciones. —Marta notó que Pedro comenzaba uno de sus habituales discursos. Se preparó mentalmente—. Fundada inmediatamente después de la conquista, en los últimos años del siglo XV, su emplazamiento se localizaba un poco más al oeste, aunque en 1511 se trasladó a este lugar. De su inicio constó de tres naves, aunque a mediados del siglo XVIII fue reformada tal como ahora la vemos. La obra no se hizo bien y a comienzos del siglo XIX hubo que derribar una parte y levantarla de nuevo. También se amplió el presbiterio, es decir, la zona del altar, a costa de unas casas anexas. El arquitecto Diego Nicolás Eduardo, que fue quien terminó la catedral de Las Palmas, se hizo cargo de los planos de La Concepción, que debido a los problemas políticos de la época de Fernando VII, no se terminó hasta 1820, aproximadamente. Todavía cincuenta años después hubo que reparar los techos —Pedro se tomó un breve respiro—. La orientación del templo se ajusta a la liturgia, o sea, el altar hacia el naciente y al poniente la puerta principal de acceso…

—Pero las puertas son laterales, no veo ninguna enfrente del altar —interrumpió Marta.

—Fue anulada porque entraba el viento y el agua cuando llovía —Pedro hizo acopio de paciencia y trató de recordar por dónde iba. Se encontraban en ese momento enfrente del altar, en medio de la nave central—. No todos los diseños iniciales son perfectos. Por ello la iglesia tampoco tiene fachada propia. Se trata de un caso excepcional, es rarísimo que una iglesia principal sólo tenga fachadas laterales. Pero qué se le va hacer, es parte del encanto lagunero. Las puertas laterales resguardan mucho mejor de las inclemencias del mal tiempo a que nos tiene acostumbrados esta ciudad en invierno. Como iba diciendo, la sucesión de obras hizo que el edificio no tuviera un estilo definido, aunque tal vez por ello resulte más atractiva. Para colmo de revoltijos, a principios del siglo XX, el párroco Rodríguez Moure, con toda la buena intención del mundo, redistribuyó los altares, diseñando auténticos pastiches aprovechando piezas de distintos retablos, con lo que no sabemos con seguridad qué es original y qué no lo es. El altar mayor no era tal como lo ves ahora, sino mucho más rico, con un gran retablo. Tras la intervención de 1972, año en que se cayeron los techos, la iglesia se amplió hacia el fondo, el altar quedó modificado y el conjunto perdió parte de su majestuosidad.

—¿Hay alguna leyenda o algún caso extraordinario que nos pueda ayudar? —Marta ya empezaba a estar cansada de las explicaciones.

—Pues, sí. Acércate a la izquierda del altar mayor, en la nave colateral. En su fondo se encuentra la capilla del Evangelio. En la pared, arriba, en la hornacina, puedes ver una pintura de san Juan Evangelista, pintada por Cristóbal Ramírez en el siglo XVI. Cuenta la leyenda que el santo que ves representado con el águila a su espalda, lloró o sudó durante la epidemia de peste de landres de 1648. El milagro duró cuarenta días con sus noches.

—¿Una pintura que llora? Es una historia fascinante —replicó Marta, asombrada.

—Bueno, eso es lo que se dice. Desde entonces no lo ha vuelto a hacer. Tal vez sea por los adelantos médicos. Pero no perdamos el tiempo, vayamos a buscar el águila oscura.

Ambos se encaminaron al púlpito. Una barroca escalera de madera de cedro ennegrecida rodeaba una de las columnas de la nave central y terminaba en una tribuna redonda —la taza—, dominada por un techo alto —el baldaquín o tornavoz—. Marta y Pedro se enfrentaron a una escultura de madera oscura que se encontraba en la base de la taza. Un águila con una rama de olivo en el pico desplegaba hacia atrás dos grandes alas. Una garra aferraba una serpiente con la manzana del pecado en la boca, enroscada alrededor de un globo terráqueo. La otra empuñaba una espada flamígera. El conjunto producía un efecto desasosegante al espectador.

Y finaliza en el abrazo del águila oscura —recitó Marta—. El círculo acaba en esta figura. La verdad es que me parece horrorosa.

—Tal vez un poco recargada —respondió Pedro—, es fruto de su tiempo, de 1720, aproximadamente. Busquemos señales, fíjate en la orientación de la espada. Toma nota de que se dirige al sudeste.

—Bien —dijo Marta—, si aquí acaba el círculo, ¿dónde empieza?

—Empieza en la jabalina. ¿Cómo era la frase exactamente?

Marta miró el texto de nuevo.

—Se inicia en la jabalina que busca la cruz. Busquemos una lanza.

Se dividieron en la búsqueda. Marta revisó las capillas y retablos del ala izquierda y Pedro fue por el otro lado. La arqueóloga pasó por delante de un altar dedicado a la Sagrada Familia y de un confesionario. Más allá estaba el baptisterio, y a su izquierda le llamó la atención un cuadro de san Sebastián que dejaba en mal lugar la puntería de sus torturadores. Muchas flechas, pero ninguna lanza. Tampoco en la capilla de la esquina, la de las ánimas. Allí, debajo de un cuadro terrible del cielo y el infierno, cohabitaban algunas pequeñas estatuas de santos. La luz apenas llegaba a ese rincón. Esperó allí a Pedro, que se acercaba a su derecha.

—Nada —dijo, desconsolado—, no he visto ninguna lanza en las capillas y altares del lado sur. Sólo la espada de La Dolorosa, en la capilla del santo Cristo.

Ambos estaban entrando en un estado de abatimiento cuando los distrajo la entrada de un policía local acompañado de dos viejos conocidos, los subinspectores Morales y Ramos. Les vieron y los policías se acercaron.

—No es hora de visitas —dijo Morales, hinchándose como un pavo real, seguramente lo hacía de forma involuntaria, tratando de impresionar—, ¿a qué se debe su presencia en la iglesia, señores?

—Como sabe —intervino Marta—, tenemos licencia del inspector Galán para llevar adelante nuestras investigaciones, siempre que no interfieran con las suyas.

Morales no sabía nada de esas investigaciones. Miró a Ramos, buscando la confirmación de lo que decía la arqueóloga. Ramos sonrió enigmáticamente. Morales no sabía si le sonreía a él por no estar al día de los acontecimientos o sonreía a Marta, algo que siempre hacía cuando se tropezaba con ella. El subinspector prefirió no pasar por desinformado.

—Bien… —aplicó a su voz un tono de autoridad condescendiente—, de acuerdo, ¿dónde están buscando?

—Pues, en los altares y retablos —respondió Pedro.

—No me parece un buen lugar para buscar el encierro de un secuestrado, perdonen —Morales habló con la seguridad de la experiencia. Comenzaba a pensar que el archivero y la arqueóloga no estaban muy despiertos aquella noche—. Creo que sería conveniente mirar detrás de los retablos o debajo de ellos. En el suelo, ¿me entienden?

—Puedes empezar por los sepulcros —dijo Ramos, divertido.

A su lado comenzaba una hilera de losas sepulcrales talladas. Morales se acercó a las primeras. En una de ellas aparecían dibujadas una calavera y dos tibias, al estilo pirata: «Esta sepultura es del capitán Andrés Yañes Machado y de sus herederos. Año de 1720».

—Vaya herencia —dijo Morales pensando inadvertidamente en voz alta—, se la regalo a quien la quiera.

Un escalofrío recorrió su columna vertebral ante la sola idea de levantar alguna de aquellas lápidas. Tal vez se molestaran trescientos años de herederos. Y la sepultura de al lado era más antigua. Más gente aún enfadada. Mejor dejarlas como estaban. ¿No decía acaso requiescant in pace? No iba a ser él quien iba a turbar la paz de aquellas tumbas.

—Comprobemos las junturas y así sabremos si alguna ha sido movida recientemente —propuso a Ramos.

Ramos asintió. Menos mal que a Morales no se le había metido entre sus espesas cejas la idea de levantar todas y cada una de las losas, algo que se temía. Por una vez, miró con bondad a su colega.

Mientras los policías se alejaban con la mirada fija en el suelo, Marta y Pedro volvieron a su problema no resuelto.

—Sandra tiene acceso a Internet en su BlackBerry —apuntó Marta—, la llamaremos para que consulte el término jabalina, a ver si aclaramos algo este engorro.

Sandra se encontraba al otro lado de la ciudad, a punto de entrar en la iglesia de San Juan, acompañando a Ariosto. Recibió la petición en su móvil-ordenador en miniatura y tecleó jabalina en la búsqueda del buscador de la web.

—Marta —informó Sandra al otro lado del teléfono—, aquí dice lanza diseñada para ser arrojada. Hay al menos seis tipos diferentes, pero no creo que esto te sirva de algo.

—Teclea jabalinas en iglesias, por favor —pidió Pedro.

Sandra contestó al cabo de unos segundos.

—Aparece la biografía de una militante anarquista española con ese apodo, miembro de las juventudes libertarias. Su relación con las iglesias es que un vecino la denunció al acabar la guerra civil por haber intervenido en la quema de una de ellas. No se demostró la acusación, pero esta y otras denuncias por hechos similares bastaron para que la fusilaran.

—Me parece que por ahí tampoco vamos a ningún lado —repuso Marta.

—Voy a teclear jabalina mira a la cruz —dijo Sandra por el teléfono—. ¡Vaya!, me he equivocado y le he dado a buscar imágenes.

—¿Qué fotos han aparecido en la pantalla? —preguntó Marta.

—Pues veinticuatro fotos de atletas —vaya atletas, por Dios— lanzando jabalinas. Un poco más abajo hay una imagen de una barra de acero que se clava en el suelo y se conecta a un cable de puesta a tierra, y en la foto de al lado aparece una especie de cerdo peludo.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Pedro, sobresaltado.

—Pues un cerdo peludo, bueno, un cerdito, parece una cría —respondió Sandra.

Pedro caviló durante unos segundos. ¿A qué le recordaba aquello?

—Sandra, teclea santo de la jabalina, por favor —pidió el archivero, con cierto nerviosismo.

—Sigo estando en búsqueda de imágenes —replicó Sandra, mientras escribía. Dos segundos después contestó—. ¡Un momento!, aparece la figura de un santo con un cayado en una mano y un libro en la otra rodeado de animales. Veo un perro, un gallo y un cerdo.

—¡Es san Antonio Abad!, el patrón de los animales y de los que tratan con ellos —Pedro estaba exaltado—. La tradición cuenta que una vez se le acercó la hembra de un jabalí —una jabalina— con sus dos jabatos ciegos y él los curó. A partir de ese momento la jabalina no se separó de su lado y le defendió contra todo tipo de alimañas.

—¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? ¿Hay algún san Antonio Abad que nos pueda ayudar en nuestra búsqueda?

—Pues sí —dijo Pedro mientras se le abría una gran sonrisa en el rostro—, justo detrás de ti.

Marta se dio lentamente la vuelta. En el retablo de las ánimas, a la derecha, un poco en alto y en una penumbra constante, aparecía una pequeña estatua del santo con su cayado y su libro, mirando hacia ninguna parte. A sus pies, un lindo cerdito la miraba con una expresión que recordaba una sonrisa maliciosa. Marta tembló cuando se percató de que su cuerpo y su morro estaban alineados claramente al noreste. Sin la más mínima duda.