42.
Dos días después dejó de llover, aunque una persistente humedad continuó calando las piedras y los huesos.
Sentada frente al ordenador del despacho de Colau con Luzer a sus pies y una manta en su regazo, Brianda tecleaba con rapidez los últimos párrafos de un documento. Había decidido narrar todo cuanto podía recordar de ese pasado que conocía por el diario de aquella Brianda de Lubich y Anels y por sus propios recuerdos, que permanecían vívidos en su mente. Quería que no se perdiera en el olvido ni un solo detalle.
Como si pudiera olvidarlo algún día, pensó.
Ahora que creía conocer las causas de sus pesadillas, sus sueños recurrentes, sus dolores de cabeza y su malestar existencial, sentía que nunca más sería la misma. Ya no era la joven que había llegado a Tiles en noviembre en busca de tranquilidad para su frágil ánimo, sino otra, mucho más ambiciosa. La paz para seguir adelante sería impensable sin Corso. Su vida ya era insuficiente sin él; cada segundo de separación, una condena. Una crisis de ansiedad no era nada frente a la desesperación que le producía pensar que lo hubiera encontrado en un tiempo en que no pudieran estar juntos. Su deseo más ardiente, su única ambición, no era ahora conseguir la paz y el sosiego, sino acostumbrarse a vivir sin ellos.
El móvil vibró sobre la mesa. Era Esteban. Hacía varios días que no hablaba con él y las anteriores conversaciones no podían haber sido más insustanciales, como si aquella complicidad que los había unido no hacía tanto hubiese desaparecido por completo.
Cogió el teléfono y contestó.
—Echaba de menos tu voz —dijo Esteban—. ¿Cómo estás?
—Bien —respondió ella—. ¿Y tú?
—Ya sabes. Entre semana ocupado, pero llega el viernes y noto la casa demasiado vacía. Pronto hará un mes desde que te fuiste… Me he cogido un par de días para subir a verte.
—Mejor no… —dijo ella débil pero rápidamente.
—¿No? —se extrañó él—. ¿No porque vas a volver ya o no porque no quieres verme?
Brianda guardó un silencio demasiado largo.
—¿Qué pasa? —preguntó Esteban alarmado.
Ella tragó saliva. Sabía que tarde o temprano tendría que sincerarse con él. No podían continuar juntos, de eso estaba segura. Fingir amarle ahora que había comprendido, aceptado y confirmado que el único hombre de su vida era Corso ya no tenía sentido. Su futuro estaba claro: o Corso o nadie. Ante esta disyuntiva, era injusto engañar a Esteban por más tiempo.
—He estado pensando, Esteban, y no puedo continuar contigo. Lo siento. Lo siento de verdad.
Brianda visualizó el rostro de Esteban al otro lado del teléfono. El silencio estaba cargado de asombro, incredulidad, rechazo y enojo.
—¿Por qué? —preguntó él por fin.
Si Esteban conociera las verdaderas razones, pensó ella, creería que definitivamente estaba mal de la cabeza. Por otra parte, como lo conocía tan bien, sabía que nunca se creería cualquier excusa.
—No te amo como debería —respondió ella.
—¿Y has llegado a esa conclusión gracias a la soledad de las montañas o porque has encontrado a otro mejor que yo? —El tono de Esteban se volvió mordaz—. Déjame adivinarlo. El diablo ese a caballo… Me di cuenta que te atraía, pero pensé que sería algo pasajero y confié en ti…
—Está casado —dijo Brianda sin pensar.
—Pues ya solo te queda conseguir que deje a su mujer. —Puesto que ella no había negado su suposición, Esteban comprendió que había acertado. En segundos pasó de la sorpresa al reproche y al rencor—: ¿Y en tan poco tiempo a él sí le amas como deberías?
—Sí —respondió ella con firmeza. No le diría que creía amar a Corso desde hacía siglos porque no lo comprendería. Llegados a ese punto, prefería que Esteban asumiera cuanto antes la realidad a que cuestionara su cordura.
—Entonces no hay nada que pueda hacer… —Esteban lo dijo en un tono a medio camino entre la afirmación y la pregunta, la decepción y la esperanza. Permaneció unos segundos en silencio, esperando un comentario de Brianda que no llegó, y colgó.
Brianda permaneció un largo rato con el teléfono en la mano antes de apagarlo. Una mezcla confusa de sentimientos la embargaba. Por un lado, se sentía triste y apenada por la rapidez con la que había sido capaz de dar por terminada una relación de años; por otro, la sensación de libertad y de haber hecho lo correcto le producía alivio.
Isolina abrió la puerta y asomó la cabeza. Al comprobar que Brianda seguía allí, entró en el despacho.
—Ya he vuelto —informó con voz risueña. Isolina, que poco a poco recuperaba su antigua actitud resolutiva, había bajado a Aiscle con Petra. Se acercó hasta la mesa, pero permaneció de pie. Desde la muerte de su marido no le gustaba estar en ese despacho mucho tiempo porque, según decía, lo visualizaba en cada rincón—. ¿Qué haces?
—Pasar al ordenador unas notas de Colau.
—¿Estás bien?
Brianda asintió. Como Isolina había practicado yoga, había comprendido las explicaciones de Neli sobre el estado demasiado profundo de relajación en el que se había sumido su sobrina, pero desde aquel día estaba más pendiente de ella.
—¿Qué tal las compras? —le preguntó Brianda para cambiar de tema. No le apetecía hablar en ese momento de su ruptura con Esteban.
—Bien. Nos hemos encontrado con Corso, que iba con su mujer, muy guapa, por cierto, y me ha preguntado por ti. —Sacudió la cabeza—. No sé cómo puede funcionar esa relación, yendo y viniendo de tan lejos…
Brianda no dijo nada. Isolina añadió:
—Ah, y mañana sábado se van a juntar los vecinos en el bar. Por lo que me ha dicho Petra, lo de montar algo sobre las brujas sigue adelante. Les gustaría tener algo ya para este verano. No sé si decírselo a Neli…
—Yo hablaré con ella —se ofreció Brianda.
Isolina salió y Brianda suspiró, con la cabeza entre las manos. Sus temores no eran infundados. Corso no la había reconocido; incluso la había mirado con lástima al despertar de su regresión. Corso seguía con su mujer.
No tenía ni idea de qué hacer. ¿Para qué le servía todo lo que había descubierto si solo podía compartirlo con Neli?
Centró su atención en la pantalla del ordenador y terminó de repasar lo que había escrito hasta el momento.
Poco después, una idea ocupó su pensamiento.
La noche siguiente, después de cenar, Brianda condujo hasta el bar de Tiles. No había vuelto desde el noviembre anterior. Entonces temía ser el centro de atención de tantos desconocidos y la inquietaba reencontrarse con Neli, poco después de enterarse de que era una bruja moderna. Esa misma noche había visto por primera vez a Corso de espaldas, apostado en la barra. Luego había podido mirarle. Recordó que ya entonces su rostro y su mirada le habían resultado familiares, y su nombre, Corso, había surgido en su mente como si siempre hubiera estado allí dentro.
En esta ocasión, sin embargo, su inquietud tenía que ver con la carpeta que llevaba entre sus brazos. Nada más entrar en el bar, buscó a Neli. Había hablado con ella por teléfono y le había contado sus planes, y ella le había asegurado que estaría a su lado.
Esa noche, nadie jugaba a las cartas ni a las máquinas recreativas y la televisión estaba apagada. Habían colocado tres mesas cuadradas frente a una serie de sillas en filas, como si fuera a impartirse una conferencia. De pie junto a las mesas, Brianda reconoció al canoso alcalde, Martín, al joven Zacarías y a Alberto, el corpulento marido de Berta, dueño del bar. Un par de docenas de personas se habían sentado ya en las sillas, con una bebida en la mano. Neli, en compañía de Jonás y Mihaela, estaba en la penúltima fila. Brianda la encontró muy guapa. Se había dejado el largo cabello rojizo suelto, llevaba un vestido largo y se había adornado con varios collares de piedras de colores. Sonrió para sus adentros al darse cuenta de que habían coincidido en elegir algo especial, tirando a hippy, para la ocasión. También ella llevaba un jersey amplio sobre una falda larga, ambos de color crudo, y un pañuelo rosa a modo de chal sobre los hombros. El colgante de flores de nieve que le había dado Corso lucía sobre su pecho. Se preguntó si él se habría arrepentido de entregárselo…
Se sentó junto a Neli mientras Isolina lo hacía en la fila de delante, al lado de Petra y Bernardo.
—No sé cómo se lo tomarán… —le susurró Brianda.
—Si quieres que intervenga —dijo Neli con una sonrisa de excitación—, dímelo en cualquier momento.
El alcalde y los otros dos hombres se sentaron frente al público.
—Veo que la convocatoria ha sido un éxito —comenzó Martín—. Parece que el tema de las brujas resulta atractivo. Bien, como ya hemos hablado del asunto en otras ocasiones, iré al grano. Varios de vosotros me habéis hecho llegar vuestras sugerencias sobre el tipo de cosas que podríamos organizar. Las más rápidas son: marcar esta primavera un sendero en el bosque con paneles informativos generales sobre la brujería y publicitarlo a través de la comarca. El museo de la tortura es más complicado porque dependemos de una subvención para arreglar uno de los bajos del ayuntamiento, y fabricar las réplicas de los instrumentos de madera llevará algún tiempo. Por último, la obra de teatro dependerá de las ganas y el tiempo que tengáis para ensayar, una vez, claro, que alguien escriba la obra. Petra, como presidenta de la asociación cultural, está dispuesta a hacerse cargo de coordinar esto. ¿Voluntarios?
Se oyeron varias risitas y comentarios, pero nadie parecía atreverse a levantar la mano. Entonces, Brianda se puso en pie.
—Me gustaría decir algo… —Los asistentes giraron la cabeza para mirarla y ella sintió que las mejillas comenzaban a arderle—. ¿Puedo acercarme?
—Por supuesto —accedió Martín, invitándola con un gesto a que lo hiciera.
Brianda apretó la carpeta contra su pecho y avanzó por un lateral hasta la primera fila. Allí, situada entre las mesas que hacían de presidencia y los vecinos, recordó las veces que había tenido que hablar en público para tranquilizarse. Su actual nerviosismo, no obstante, nacía del reconocimiento de que aquella escena se parecía demasiado al interrogatorio que había revivido hacía poco.
—¿Tienes alguna propuesta nueva, Brianda? —le preguntó Martín.
Ella asintió.
—Sabéis que a Colau le apasionaba la historia —comenzó—. Cuando Neli descubrió los papeles en la sacristía sobre los ajusticiamientos por brujería, se puso a investigar todo enseguida, pero no pudo terminar su tarea. Lo he hecho yo. —Abrió la carpeta y sacó un fajo de folios grapados en pequeños bloques—. Con toda la información recopilada, he escrito la historia de una de aquellas mujeres ahorcada por bruja.
—¿Ves, Petra? —bromeó el alcalde—. Ya tenemos parte del trabajo hecho.
—Sí y no —dijo Brianda—. Me gustaría que la leyerais antes de continuar adelante con vuestras ideas sobre escenificar la acusación irracional, detención ilegítima, tortura indiscriminada y crimen público y masivo de personas asesinadas salvajemente por creerlas brujas.
Alberto se incorporó en su silla.
—Un momento, ¿tú también opinas, como Neli, que deberíamos olvidarnos de este asunto?
En silencio, los vecinos aguardaron su respuesta. Brianda mantuvo la vista sobre los dibujos del mármol del terrazo del suelo mientras elegía cuidadosamente las palabras correctas para responder. Luego alzó la cabeza y dijo:
—No digo que no se haga nada, sino que se respete al máximo la veracidad de lo que sucedió.
—No has respondido a mi pregunta —insistió Alberto.
Brianda buscó a Neli entre el público y su mirada se encontró con la de la última persona que hubiera esperado ver allí.
Sentado en la última fila, con los brazos cruzados sobre el pecho, Corso tenía la vista clavada en ella. No la miraba de frente, con la atención plácida, normal, o incluso aburrida, de quien escucha a un conferenciante, sino con la cabeza ligeramente ladeada y los ojos entrecerrados, en actitud pensativa, sutilmente ambigua, como si tuviera que descifrar un mensaje oculto tras sus palabras, sus gestos y sus reacciones.
Brianda se preguntó cuánto rato llevaba allí.
Entonces, vio que una mujer se acercaba al oído de Corso y le susurraba algo y él asentía con una breve sonrisa sin desviar la mirada. Brianda reconoció a la deslumbradora esposa que los había interrumpido aquella tarde en la torre de Lubich. Sabía por Isolina que estaba en el valle, pero verla le produjo un repentino y agudo ataque de celos. Comenzó como un pellizco en el estómago que se convirtió en una oleada de desazón, dolor, soledad y traición en su interior, provocándole una rabia intensa. Sintió deseos de gritar que Corso le pertenecía solo a ella, que nadie más tenía derecho a susurrarle al oído, a mirarle con adoración, a besarle o a rozar su piel.
—Si callas, está claro que piensas como Neli —escuchó que decía Alberto—. Tenéis que venir los de fuera para enseñarnos qué debemos hacer o no con nuestras cosas.
«¿Con nuestras cosas?», se repitió mentalmente Brianda irritada. ¿Acaso ella no tenía derecho a opinar sobre Tiles? Si había algo completamente suyo en el universo era su vinculación a ese lugar por el que llevaba siglos sufriendo. Sin apartar la mirada de Corso, replicó en voz alta y clara:
—Coincido plenamente con Neli en que habría que aprovechar el descubrimiento para utilizarlo como modelo de justicia histórica. Creo que deberíamos empezar por conseguir que se reconozca el caso de estas mujeres como un terrible error de la justicia y pedir la exoneración de todas ellas por haber sido sometidas a juicios ilegales. Debemos borrar esta mancha de nuestra historia.
—¡Eso es ridículo! —dijo Zacarías entonces—. ¡Yo no me siento responsable por algo que sucedió hace siglos! —La mayoría de los presentes acompañó su vehemente comentario con gestos de respaldo.
Brianda recordó lo sucedido con Anna Goeldi en su pueblo suizo y esbozó una sonrisa irónica. El mundo podía resultar muy pequeño en ocasiones. A cientos de kilómetros de distancia, se pronunciaban las mismas frases.
—Yo sí, porque fueron nuestros antepasados, con quienes compartimos nuestra sangre, quienes actuaron mal. Solo os pido que leáis lo que he escrito y juzguéis por vosotros mismos. Si luego decidís seguir adelante con esos proyectos, será asunto vuestro, pero yo personalmente me aseguraré de que el nombre de mi antepasada Brianda de Lubich quede rehabilitado. —Percibió que Corso fruncía el ceño ligeramente al escuchar el intencionado énfasis puesto en la palabra Lubich.
El bar se llenó de comentarios en voz alta, muchos de los cuales tenían que ver con el trastorno que suponía frenar lo que ya estaba en marcha después de otras reuniones. El alcalde esperó a que los ánimos se calmaran un poco para reconducir la asamblea. Se percató de que alguien levantaba la mano al fondo y pidió silencio para escucharle. Las cabezas se giraron para mirarlo.
Corso se puso en pie y dijo:
—A mí me gustaría conocer la historia de Brianda. Tal vez no sea mala idea leerla y juntarnos de nuevo otro día.
Martín comentó algo por lo bajo con sus dos compañeros de mesa y concluyó, poniéndose en pie:
—Eso haremos. Ya avisaremos para la próxima reunión.
Aprovechando el jaleo de sillas y personas moviéndose hacia la barra, Corso se acercó a Brianda.
—¿Puedes darme una copia? —le pidió.
Brianda se la entregó con la ilusión aleteando en su interior. Las circunstancias habían permitido que Corso fuera a leer el escrito enseguida.
—También es tu historia… —susurró de manera imperceptible.
Corso se inclinó sobre ella.
—¿Qué has dicho?
—Cuando lo leas, no te extrañes al ver tu nombre. Hubo otro Corso de verdad. No me lo he inventado.
—¿Aquel soldado que acabó convirtiéndose en el señor de Anels?
Brianda asintió emocionada porque él recordase la explicación —entonces convertida en un supuesto juego de rol— que ella le había dado la noche en que él la descubrió cogiendo el diario de la arquimesa con Neli. Instintivamente se llevó la mano al colgante.
—Te queda muy bien —comentó él antes de preguntar—: ¿Y sabes qué relación tenía ese Corso con aquella Brianda?
Brianda volvió a asentir, absorbiendo su mirada con ansia, como si cada segundo que pasase fuera un tiempo perdido que nunca podrían recuperar.
—Era el dueño de su alma —dijo con absoluta convicción—. De su alma inmortal…
Una voz impaciente de mujer con acento extranjero llamó a Corso a unos pasos de distancia. Él se giró y le dijo algo en italiano. Luego volvió a mirar a Brianda. Abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea y se fue con su esposa.
A la mañana siguiente, Brianda se levantó temprano. Abrió los ventanos y comprobó que ese día tampoco luciría el sol, como si el valle se hubiera habituado a una monotonía gris, desapasionada e indiferente. Qué extraña era la naturaleza, pensó. Aunque no lo pareciera, con toda seguridad, en esos momentos, en las entrañas de la tierra y de los cielos burbujeaba un derroche de pasión que acabaría por encontrar una vía por la que deslizarse o escurrirse para invadir la superficie. También en ella, la aparente calma ocultaba un hervidero de emociones, desde la pesadumbre y la aflicción más profundas por tener que acostumbrarse a vivir sin Corso a la vibrante necesidad de retomar el rumbo de su vida.
Necesitaba reanudar su propia vida…
Este pensamiento le hizo reconocer que algo había cambiado en ella en apenas un par de días. El miedo que la había inmovilizado durante meses había desaparecido de la lista de sus emociones y sensaciones negativas. Desde hacía días, una vocecilla interior le decía que saldría adelante, con la misma decisión con la que una débil hierba era capaz de abrirse camino por la áspera tierra; con la misma valentía con la que una suave brisa se atrevía a acariciar las punzantes hojas de los abetos; con la misma entrega con la que unas insignificantes gotas de lluvia podían humedecer una semilla y acompañarla en su crecimiento. Sentía que sus fuerzas iban regresando, poco a poco, para cargar con esas maletas llenas de siglos que la acompañarían siempre hacia el futuro.
Se arregló y bajó a desayunar. Isolina ya estaba en la cocina, sentada a la mesa, con una de las copias que Brianda le había entregado la noche anterior.
—Buenos días, Brianda —le dijo—. Anoche no me acosté hasta que terminé de leer lo que escribiste. —Su rostro, aunque ojeroso, mostraba una expresión serena—. Tengo que preguntarte algo. ¿Sabes si Colau llegó a saberlo todo?
Brianda había temido que a Isolina le molestara lo que había descubierto sobre Jayme de Cuyls. No sabía qué había sucedido con él tras el ahorcamiento de aquella Brianda, pero desde luego, si había alguien detestable en toda esa historia era el antepasado de Colau. Por su culpa, sus descendientes habían estado marcados tanto por la fatalidad como por el rechazo de sus vecinos. De todos modos, en su escrito no había hecho ninguna mención a la maldición de los de Cuyls ni a nada esotérico o misterioso. La historia de las mujeres condenadas por brujas en Tiles tenía que resultar verosímil si quería que prosperara el asunto de su exoneración.
—Colau sabía que Jayme firmó todas las ejecuciones y creo que se avergonzaba por ello.
Isolina se levantó y se sirvió otro café.
—No fue su culpa si se volvió hosco, taciturno, raro y desconfiado. Él solo quería saber qué había pasado para que los Cuyls fueran tan odiados. ¿Cómo es posible que tú hayas averiguado en meses lo que él no pudo en años?
—Todo se aceleró con los papeles de Neli. Fue una lástima que Colau falleciera tan pronto. En realidad solo he puesto orden en sus notas.
Isolina volvió a sentarse.
—¿Sabes qué me ha sorprendido? Ese Jayme de Cuyls se vengó por amor. Todo lo que hizo fue por Elvira. Si hubieran aprobado su matrimonio cuando eran jóvenes, tal vez nada de todo aquello hubiera sucedido.
Brianda pensó en las palabras de Isolina. Le resultaba imposible justificar las perversas acciones de Jayme en nombre del amor. Sin embargo, una súbita punzada de alarma en el pecho le advirtió de que las grandes pasiones provocaban efectos insospechados allá donde se producían. ¿No había condenado al sufrimiento a todos los Cuyls aquella Brianda? ¿Qué culpa tenía alguien como Colau o su familia de lo que hubiera hecho su antepasado? Como si le hubiera leído el pensamiento, Isolina añadió:
—La vida está llena de misterios. He estado dándole vueltas a algo. ¿Recuerdas que te dije que Colau estaba más extraño de lo normal poco antes de morir? En su mirada había un destello de inevitabilidad…
Brianda se sonrojó levemente. Todavía le quedaba algo por resolver. Todos los días pensaba en ello.
—Ahora vuelvo —dijo.
Subió a su habitación, abrió el armario, localizó el anillo de la esmeralda y regresó a la cocina. Se sentó junto a Isolina y se lo entregó.
—Tiene la inscripción de los Lubich. La misma de la lápida.
Isolina lo observó con admiración.
—¡Ha existido todo este tiempo…! Es precioso… No sabía que lo conservara. ¿Te lo dio él?
—Lo encontré entre sus cosas… —Brianda deseaba con todo su corazón que Isolina no le preguntara cuándo y por qué lo había cogido exactamente. ¿Cómo le podría explicar que su atracción hacia él había sido más fuerte que la razón?
Isolina frunció el ceño y permaneció pensativa unos segundos. Luego tomó la mano derecha de su sobrina y le colocó el anillo en el dedo anular.
—Quédatelo. Yo no lo quiero. Colau lo ocultó porque era la prueba del mal que Jayme infligió a los de Lubich. Tal vez tú puedas darle un nuevo sentido.
Brianda la abrazó en señal de agradecimiento. Deseó decirle cuán importante era para ella poder lucir el anillo en su dedo, verlo a todas horas, saberlo suyo de nuevo… Se levantó y se dispuso a preparar un café para que Isolina no viera que sus ojos se llenaban de lágrimas de emoción.
Ambas permanecieron en silencio hasta que Isolina, como si hubiera esperado hasta encontrar el momento adecuado, dijo:
—Cuando Neli te sacó de ese trance hipnótico, como lo llamó, busqué información en internet. Quería saber qué te había pasado exactamente. Me costó asimilar todo eso de las leyes cósmicas de la retribución del karma y la reencarnación, en la que creen millones de personas en el mundo. Ya sabes que los católicos creemos en la resurrección de nuestra propia carne… —Sacudió una mano en el aire—. Bueno, da igual. La cuestión es que todos, yo la primera, necesitamos creer que la muerte no puede ser el fin. No podemos ser solo cuerpos que se pudren en las tumbas. No podemos aceptar que no volvamos a ver a nuestros seres queridos… —Soltó una risita nerviosa—. Anoche, antes de dormirme, tuve un pensamiento descabellado. A la Brianda de tu historia le ponía tu rostro y no se me ocurría otro Corso que ese al que miras con auténtica devoción.