41.
—¡Neli, ven, por favor! —suplicó la voz de Isolina al otro lado del teléfono—. ¡Brianda! ¡Qué desgracia, Dios mío!
—¿Qué ha pasado, Isolina? —preguntó Neli asustada—. ¡Intenta calmarte!
—¡No respira! ¡La llamo y no reacciona!
Neli tuvo que hacer un esfuerzo para no contagiarse de la histeria de Isolina. Había visto a Brianda por última vez hacía un par de días y se encontraba perfectamente, tal vez un poco ensimismada y pensativa, pero nada más. Sabía que se pasaba las horas dándole vueltas a ese diario que habían encontrado oculto en la arquimesa de la casa de Corso y que ella le había ido transcribiendo…
De pronto, tuvo un terrible presentimiento.
—¡Déjala! —le gritó a Isolina—. ¡No la toques! ¡Estoy ahí enseguida…!
Neli colgó nerviosa. Subió al dormitorio y entró en el baño, donde Jonás se estaba duchando, y le pidió que se hiciera cargo de los niños, explicándole a toda prisa que Isolina la necesitaba. Cogió las llaves del coche de la mesa del recibidor y salió disparada. Un estruendo de agua estrellándose contra las piedras del suelo la recibió en la plaza. No recordaba la última vez que había llovido tanto, ni siquiera aquel día que una súbita tormenta las había echado a ella, a Isolina y a Brianda del cementerio. Cuando entró en el coche, aparcado a apenas unos pasos de la puerta de la casa, ya estaba empapada. Puso el motor en marcha y accionó el mando del parabrisas. Ni funcionando a toda velocidad conseguía el dispositivo mantener la visibilidad frontal más allá de un instante y las ventanillas eran un chorro constante de agua.
Como conocía bien el camino, no tuvo problemas para orientarse, pero hubo de concentrarse para no salirse de la estrecha carretera que unía la parte baja de Tiles con el desvío del camino a Anels. Eran las diez de la mañana y parecía que se acercara la noche. En algún lugar tras las oscuras, cerradas y bajas nubes se ocultaba el monte Beles. El resto del paisaje se había convertido en un boceto borroso donde las paredes de piedra escupían agua que caía sobre la tierra trazando surcos de barro en los campos y los caminos. El trayecto se le hizo eterno.
Pasó por fin delante del antiguo lavadero y la fuente. Estaba a punto de llegar a Anels cuando, de repente, una figura surgió en medio de la lluvia torrencial y se plantó frente al vehículo. Neli soltó un grito y frenó en seco. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Había estado a punto de atropellar a un hombre. Lo miró, deseando salir del coche e increparle a gritos su imprudencia, pero al reconocerlo, cambió de idea. Completamente empapado, Corso se apoyó en el coche. Su largo cabello oscuro caía sobre sus hombros en pesados mechones y su rostro marcado mostraba una expresión extraña, una mezcla de miedo y estupor.
—¡Corso! —exclamó Neli, abriendo parcialmente la ventanilla—. ¿No me has visto? ¡Casi te atropello!
Él se acercó y apoyó los dedos en el hueco en el borde del cristal.
—Pensé que eras el médico —balbuceó aturdido—. ¡Es demasiado tarde!
—¿Qué dices? —gritó ella perpleja.
—¡La he visto! ¡Brianda está muerta!
—¡Sube al coche! —le ordenó Neli.
Corso no se movió. Mantenía la vista fija en algún punto del suelo, permitiendo que el agua del cielo golpease su cuerpo en actitud de humillación, como si recibiese un merecido castigo.
Neli bajó más la ventanilla, agarró la solapa de su cazadora, lo zarandeó levemente y le repitió:
—¡¡Sube al coche!!
Corso la miró con extrañeza, pero obedeció.
—¿Cómo es que la has visto? —preguntó ella, ansiosa, poniendo una marcha para continuar.
—Aquella noche que os descubrí en mi casa, hace más de una semana, dijo que me llamaría, pero no lo hizo. He salido a pasear y me he acercado hasta aquí para preguntar por ella. Su tía ha abierto la puerta y estaba como loca. Me ha llevado hasta su habitación y… —Abrió la boca y dejó caer la cabeza sobre el pecho, como si no se atreviera a repetir, ahora más calmado, lo que había visto—. No lo comprendo. Tan joven. De repente. ¿Por qué pasan estas cosas…?
Neli condujo en silencio el último tramo del camino y aparcó en la era frente a la puerta. El caballo de Corso deambulaba suelto por ahí, bajo la atenta mirada de Luzer, cobijado en el cobertizo. Neli salió del coche y se pegó a la puerta principal para no mojarse más, confiando en que Corso la seguiría, pero no fue así. Regresó al coche, se sentó frente al volante y le preguntó:
—¿No vienes conmigo?
Corso movió la cabeza a ambos lados.
—No puedo verla así.
—¿Así cómo? ¿Estaba rígida? ¿Fría? ¿La has tocado?
—No he tenido que hacerlo. Conozco la expresión de la muerte.
Neli se giró hacia él.
—Acompáñame, Corso. —Apoyó una mano en su brazo—. Hazlo por ella.
Corso frunció el ceño, extrañado, pero algo en la mirada de Neli le movió a acceder.
La puerta estaba abierta. Entraron y Neli llamó a Isolina, que acudió enseguida hecha un manojo de nervios.
—¿Qué le pasa a esta casa? —gimió la mujer—. Primero Colau y ahora ella… —Rompió a llorar—. Y el médico sin venir… ¿Cómo se lo voy a decir a Laura?
—Llévame a su habitación —le pidió Neli—. De momento no llames a nadie ni digas nada.
Isolina la precedió por la escalera y el pasillo de la planta superior hasta la puerta del dormitorio de Brianda. Allí, se apartó para que Neli y Corso entraran antes que ella.
Neli sintió que las lágrimas acudían a sus ojos al ver a Brianda sobre la cama. Vestía un camisón de algodón blanco de manga larga. Su rostro estaba tan pálido y macilento como una envejecida vela de cera y sus labios tenían un ligero color violáceo. Una tenue luz entraba por la ventana, y una extraña quietud dominaba la estancia, como si el sonido de la lluvia no tuviera derecho a invadir ese lugar. Sintió un escalofrío. Parecía que la vida hubiera abandonado el cuerpo de su amiga.
Tomó una silla y la acercó a la cama. Extendió la mano para tocar su pecho y comprobar si respiraba, pero la retiró. No quería que ningún movimiento brusco la alterase, si es que eso todavía era posible. Miró a Corso e Isolina y les hizo un gesto para que se mantuviesen quietos y en silencio.
—Brianda, escúchame —comenzó a decir—. No sé dónde estás, pero quiero que vuelvas conmigo. Voy a contar de diez a cero y entonces despertarás.
Neli pronunció los números muy despacio, pero no sucedió nada. Repitió las mismas palabras y volvió a contar, pero Brianda no se movió. Frustrada y confundida se frotó las sienes. Hubiera jurado que sabía qué le pasaba a Brianda y qué debía hacer.
Corso se acercó.
—Te lo he dicho, Neli —dijo con voz ronca, apoyando una mano en su hombro—. El médico se encargará de lo que haya que hacer en estos casos.
Isolina asintió desde la puerta, dejando escapar un sollozo.
—Ya vale, Neli —dijo con amargura.
Neli frunció el ceño. Una idea surgió en su mente. Se puso en pie e indicó a Corso que ocupara su lugar. Luego se inclinó sobre la joven inmóvil.
—Aquí hay alguien que te está esperando, Brianda —dijo—. Contará de diez a cero y entonces despertarás.
Corso la miró con escepticismo, pero Neli insistió.
—Toma su mano entre las tuyas —le rogó en voz baja—. ¡Por favor! ¡Háblale!
—Diez, nueve, ocho, siete… —comenzó a contar él, sin convicción.
—Muy despacio… —insistió Neli.
—Seis, cinco, cuatro… —continuó él— tres… dos… uno… cero…
Entonces, un trueno retumbó sobre la casa. Sonó primero como un estallido rotundo y ensordecedor y vibró luego en el aire durante un largo rato en el que los cristales de las ventanas no dejaron de temblar. La tenue luz del exterior se debilitó todavía más y la habitación se sumió en la oscuridad.
—Corso… —susurró una voz.
Los tres contuvieron el aliento. Isolina se sujetó al quicio de la puerta. Neli se sentó en la cama junto a Brianda y se llevó la mano a la boca. Corso clavó su mirada en el rostro de Brianda, donde creyó percibir un leve cambio. Un color rosáceo comenzó a teñir las mejillas de la joven, que entreabrió los labios.
Con el rostro desencajado por la incredulidad y el estupor, Corso se inclinó sobre ella.
—¿Brianda? —preguntó indeciso.
Brianda percibió que aquella voz grave, penetrante y familiar volvía a intervenir en sus pensamientos. Levemente comenzó a tomar conciencia de su entorno. Notó los puntos de apoyo de su cuerpo sobre el lugar blando y cómodo donde estaba tumbada. Sintió sensibilidad en los dedos de los pies y de las manos; en las piernas y en los brazos; en el tronco y en la cabeza. Y podía oír a Corso. No le dolía el cuello. No tenía miedo. No estaba muerta.
Parpadeó ligeramente. Luego, abrió los ojos, lo miró y esbozó una sonrisa.
—Te prometí que volvería —susurró apretando la mano que él sujetaba todavía—. Tanto tiempo separados, Corso, y ahora me parece que ha sido un sueño: rápido porque ha terminado, pero insoportablemente incesante mientras ha durado.
Aturdido, Corso miró a Neli. Ella se acercó y le susurró unas palabras al oído, pidiéndole que las repitiera en voz alta.
—Ha terminado, Brianda —dijo él con voz ronca—. Vuelves a estar aquí.
Brianda amplió la sonrisa. Liberó su mano, se desperezó y bostezó, como si despertara de una placentera siesta.
—Estás en tu habitación de Casa Anels —intervino entonces Neli—. Te acompañamos tu tía Isolina, Corso y yo, Neli.
Brianda la miró con extrañeza, como si algo en su interior rechazara esa información o intentase comprenderla. Cerró los ojos y, por un instante, Neli temió que volviera a sumirse en las sombras de las que acababa de salir.
—Está lloviendo mucho, Brianda —dijo con intención de ubicarla poco a poco en su nueva realidad—. Toda la semana ha lloviznado, pero lo de hoy es un auténtico diluvio. ¿Qué te parece si te levantas, nos tomamos una infusión y charlamos un rato?
Brianda tardó en responder. Deslizó la mirada por la habitación y en sus ojos apareció una pincelada de comprensión y reconocimiento. Cerró los ojos, meditó unos instantes y los volvió a abrir.
—Neli… ¡Si supieras lo que he vivido!
—Lo sé. —Neli le dio unas palmaditas en la mano—. No sabes cuánto deseo que me lo cuentes. Pero prométeme que no volverás a hacerte una regresión tú sola.
—¿Cómo te lo podría explicar? —dijo Brianda incorporándose con gran excitación—. Fue sin darme cuenta. Estaba releyendo ese diario, me dejé ir y debí de dormirme… —Su rostro se contrajo al recordar lo que había revivido—. ¡Pobre Brianda! ¡Fue terrible!
—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —intervino Isolina, acercándose, un tanto enfadada—. ¿Acaso no es la primera vez que te pasa? ¡Me has dado un susto de muerte!
—No lo comprendo… —murmuró entonces Corso, poniéndose en pie—. Juraría que…
Brianda cayó en la cuenta entonces de la presencia de ambos y enrojeció de vergüenza por haber sido tan explícita. Sin saber qué decir, agachó la cabeza. Neli acudió en su ayuda.
—Simplemente, ha entrado en un profundo trance hipnótico. Eso es todo.
—Eso es todo… —repitió Corso perplejo.
En ese momento sonó su móvil. Miró quién era y respondió.
—Sei già qui? Non ti aspettavo prima di venerdì. Ora vengo[1].
Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, donde se detuvo para mirar primero a Brianda y luego a Neli. Murmuró algo entre dientes y se marchó.
—¡Corso! —lo llamó Brianda saltando de la cama con intención de correr tras él.
—Déjalo, Brianda —dijo Neli sujetándola por el brazo—. Encontrarás el momento.
—Pero ¿has visto su expresión, Neli? Me ha mirado con compasión, como si estuviera loca…
Neli hizo un gesto negativo con la cabeza, aunque ella también se había dado cuenta de la reacción de Corso. Cualquiera habría apreciado algo verdaderamente extraño en aquella escena.
—A mí no me lo ha parecido… —dijo con serenidad, intentando aportar algo de calma al estado alterado de Brianda.
Isolina se sentó en la silla junto a la cama y miró a Brianda fijamente. Luego, rompió a llorar. Brianda la abrazó.
—No sé qué os he hecho, pero lo siento mucho.
Isolina dejó escapar una risa nerviosa.
—Un trance hipnótico… —balbuceó—. Subí a despertarte y te encontré como muerta. Tan convencida estaba que me siento igual de perpleja que si hubieras resucitado…
—Entonces deja de llorar ya, Isolina, porque he vuelto a la vida… —Secó las lágrimas que surcaban las mejillas de su tía y añadió en tono jovial—: ¿Qué tal si me preparas un café para despejarme y algo de comer? Neli se quedará conmigo mientras me ducho y me visto.
Isolina accedió y las dejó solas. Brianda procedió a contarle todo lo que había vivido en su regresión y Neli la escuchó con mucha atención no solo por toda la información que respondía a los interrogantes planteados por la lectura de los documentos incompletos sobre aquellas ejecuciones por brujería en el valle, sino por la certeza de que, a veces, la verdad podía complicar mucho más la vida que las conjeturas.
—¿Y ahora qué, Neli? —preguntó Brianda afligida cuando terminó de hablar y de recorrer varias veces la habitación—. Sé que lo he encontrado. —Se llevó la mano al pecho—. Lo siento aquí dentro, en mi corazón. —Se tocó la frente—. Lo acepta mi mente como cierto. —Se llevó ambas manos a las mejillas—. Lo reconocen todos los nervios de mi cuerpo y todas las células de mi piel… —La miró, desesperada, y añadió—: Pero Corso no lo sabe. Debería haberme tomado en sus brazos. Debería haberme dicho que llevaba siglos esperándome. Y no solo no me reconoce, sino que a partir de ahora evitará encontrarse conmigo. —Rompió a llorar—. Seguro que cree que soy una desquiciada que después de un buen polvo se quedó colgada emocionalmente de él… —Su voz se volvió rabiosa—. Ojalá nunca hubiera venido a Tiles ni te hubiera conocido, Neli. Ojalá mi verdadera alma siguiera vagando por esos mundos… Sufría sin ella en este mundo, pero perderle otra vez me hará desear la condenación eterna en el infierno…
—No digas eso —trató de consolarla Neli—. Dale tiempo… Tú lo necesitaste antes de saber qué te pasaba.
Brianda se acercó a la ventana y la abrió. El agua de la intensa lluvia la mojó, pero no se apartó. Deseaba contemplar ese valle desde una nueva perspectiva. Tenía tan reciente en su mente y sus sentidos la última vez que había salido de esa habitación para dirigirse a la antigua iglesia de Tiles, ahora derruida junto al cementerio, para no volver, que necesitaba reconciliarse con esa tierra a la que cada día se sentía más unida. Deslizó la mirada hacia el este, allí donde la maleza ocultaba los restos de Casa Cuyls, y se preguntó si algún día se atrevería a acercarse, ahora que conocía las atrocidades que habían tenido lugar tras sus muros. Giró entonces el rostro hacia el oeste y dejó que sus pensamientos vagaran hasta su querida y añorada Lubich.
¿Qué tendría que ocurrir para que su actual dueño volviera a mirarla con el deseo en sus ojos?, se preguntó angustiada, aunque era otra la incertidumbre que más temía:
¿Y si eso ya nunca sucedía?