26.
—Parece una maldición —dijo Neli tras analizar detenidamente el papelito que le mostraba Brianda—. ¿Dónde la has encontrado?
Ambas estaban en la cocina de la casa de Neli, adonde habían acudido Isolina, Mihaela y ella para pasar la tarde del sábado.
—Ordenando en el despacho de Colau.
Brianda no le había hablado del anillo. Dudaba que fuera capaz de contárselo a nadie. Su vida se estaba llenando de secretos. Primero su infidelidad con Corso y después, la sustracción de la joya. No podía rehuir la culpabilidad que la acompañaba a todas horas, pero había en todo ello un aura de inevitabilidad.
Neli frunció el ceño.
—¿Y esa cara? —Brianda se estremeció—. Solo son palabras…
—El alma de una persona puede operar sobre el cuerpo y el alma de otra. El mal origina mal sobre aquello con lo que está en contacto. —Neli señaló el papel—. El alma de quien dijo esto estaba cargada de odio. El destinatario solo podía esperar la desdicha.
—Eso son chorradas. —Nerviosa, Brianda comenzó a disponer las delicadas tazas de porcelana con motivos florales sobre sus platos en la bandeja que había preparado Neli—. Conjuros, hechizos, maldiciones… ¿Quién cree en ellos hoy en día?
Recordó los saquitos de buena suerte que Neli había preparado para ella y se dio cuenta de que alguien como su amiga lo hacía.
—Cualquiera que crea en la fuerza de los deseos… —murmuró Neli—. No subestimes su poder. —Rellenó la tetera de agua caliente, le pidió a Brianda que llevara la bandeja y se encaminó al salón, donde estaban Isolina y Mihaela. Allí terminó de servir las infusiones—. Me alegra mucho que hayáis venido. Con tanta lluvia, los días se hacen muy largos.
Desde el funeral de Colau no había parado de llover. Los días amanecían ya con un color plomizo y obstinado que continuaba hasta que caía la tarde sobre los prados, empapados. Las semillas sembradas en el jardín corrían el riesgo de pudrirse y las flores trasplantadas permanecían encogidas a la espera del calor de los rayos de sol que las motivara a estirar sus tallos.
También Brianda se había contagiado de ese resignado espíritu de inacción, que soportaba gracias a la esperanza puesta en la creencia de que algo tenía que suceder, de manera inminente. Un día u otro, Corso regresaría y allí estaría ella, con el permanente sentimiento de culpa a cuestas por no dedicar sus pensamientos a Esteban, pero también con la necesidad de un revulsivo que alterara su monotonía. ¿Y por qué no?, tal vez un día apareciera, como por arte de magia, alguna pista que aportara luz a las deducciones incompletas de los documentos de su tío, a los que ahora tenía que añadir una inquietante maldición. Mientras tanto, solo cabía aguardar, cual Perséfone, a que se cumpliera su tiempo anual en las profundidades del frío y gris inframundo antes de regresar a la tierra y provocar con ello el reverdecer de los campos, el florecimiento de las cosechas y el aleteo de las mariposas.
Como Isolina y Mihaela no eran muy habladoras, Brianda, aunque tenía otras cosas en la cabeza, decidió echar una mano a Neli, que era la única que se esforzaba por animar la conversación.
—¿Qué tal te va con la restauración del retablo del altar mayor? —preguntó. Sabía del encargo porque acompañaba a Isolina en sus frecuentes visitas a la iglesia para rezar por Colau—. Con los andamios no se aprecia bien.
—Es un trabajo lento y minucioso, así que genial porque me durará bastantes meses —respondió Neli—. Espero que quede perfecto para no dar más que hablar a los de aquí…
A Brianda le extrañó ese comentario. Por un momento pensó que podría referirse a la religión pagana de la mujer. ¿Se habrían enterado? Ella, desde luego, no lo había comentado con nadie. La miró fijamente, conteniendo sus deseos de preguntarle directamente debido a la presencia de Isolina y Mihaela. Formuló, en cambio, una pregunta cauta:
—¿Ha pasado algo en estos meses?
—¿No se lo has contado? —Neli se dirigió a Isolina.
—La verdad es que no he tenido ganas de nada —dijo esta.
—Es comprensible —admitió Neli con una sonrisa bondadosa.
—¿Tú sabes algo? —preguntó Brianda a Mihaela forzando un gesto exagerado de intriga.
La joven, que había ganado algo de peso y mostraba un rostro tostado por el aire de la montaña, movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.
—Mejor que te lo explique Neli.
Esta chasqueó la lengua antes de comenzar:
—Ahora resulta que en este lugar hay un increíble potencial turístico que debemos aprovechar y explotar para no perder el tren del progreso.
Brianda captó el tono irónico de su voz.
—Ah, ¿sí? —Se llevó la taza de té a los labios—. ¿Y cuál es?
—Las brujas.
—¿Qué brujas? —La sorpresa hizo que derramara parte del líquido sobre el mantel de lino.
Neli le guiñó un ojo.
—De momento, las del pasado.
—No entiendo nada —murmuró Brianda.
—Todo el mundo conoce ya el contenido de los papeles antiguos que encontró Neli —comenzó a explicar Isolina—. Han sido el comentario favorito de los fines de semana en el bar…
—Y el tema sigue caliente —interrumpió Neli acalorada—. Los numerosos expertos en historia, antropología y sociología que habitan este lugar han elaborado una hipótesis que ya se ha convertido en realidad. Aquí llegó la Inquisición y mataron a veinticuatro mujeres por brujas.
—Pero si no se sabe exactamente qué pasó… —objetó Brianda.
—Por eso mismo nos podemos inventar lo que queramos —repuso Neli—. Ya podemos empezar a diseñar un parque temático, con llaveros, camisetas y hasta un museo de la tortura…
—Calma, Neli. —Isolina sacudió la cabeza—. Te tomas todo este asunto demasiado en serio.
Brianda miró a Neli. Si bien todavía no comprendía el alcance o gravedad de la situación, probablemente fuera la única que supiera por qué su amiga reaccionaba de una manera tan vehemente.
Neli ignoró el comentario.
—La gente ha abierto los baúles de sus recuerdos y ahora resulta que todos tienen antepasados que oyeron gemidos desde el monte Beles en las noches de tormenta y cantos tristes en el ulular del viento; o que supieron por los saltos y silbidos de las cabras que se acercaba una bruja; o que se atemorizaron por el movimiento de hierbas y matorrales sin que hiciera viento; o que sintieron el soplo de espíritus errantes pidiendo tantas misas por el descanso de sus almas como alubias separaban en un plato la noche de Todos los Santos… De alguna manera, un proceso sobre brujería da sentido a todas las supersticiones heredadas, mezclándolo todo. No es simplemente que aquí tuvieran miedo a las brujas, sino que hubo brujas, así que no es de extrañar que hasta hace bien poco se colocaran figuras de piedra como espantabrujas en las losas de las chimeneas, o cántaros con agua bendita sobre los hogares, o dibujaran una cruz en la ceniza…
—La señora de Darquas todos los días hace una cruz en el pan antes de cortarlo —comentó Mihaela.
—O clavaran patas de lobo y cabra, garras de águila y flores secas de cardo en las puertas —continuó Neli—, y pusieran las tijeras y las tenazas del fuego en forma de cruz, y arrojaran sal a las llamas, y llenaran los jarrones de las casas con ramos de boj, romero y olivo…
—Esto último también lo hago yo el Domingo de Ramos después de misa —observó Isolina—. Todo lo que dices es típico de muchos lugares. Eres tú quien lo mezcla todo, Neli. Para que Brianda lo entienda, la cuestión no es el análisis de las supersticiones de la gente, sino tu actitud ante la propuesta planteada en la reunión de vecinos.
Neli se dirigió a Brianda.
—Me negué abiertamente a que se convierta Tiles en un destino cutre de Halloween y me miraron como si estuviera loca. ¡Tendrías que haber estado, Brianda! Hablaron de hacer folletos señalando los corros de brujas como los lugares donde se juntaban las brujas para bailar. Son esos cercos de hierba de color verde intenso que crecen en algunos prados y donde se encuentran setas en primavera… Y propusieron representar una obra de teatro con todo un proceso judicial inventado que terminase con la quema en la hoguera de las acusadas. —Soltó un bufido—. ¡Y qué apropiado que todas fueran mujeres! La asociación brujería y mujer es incuestionable. ¡Es todo tan asquerosamente típico! Puedo imaginarme los diálogos. Seguro que volaban en escobas, mataban a los niños y fornicaban con el diablo en forma de macho cabrío negro, babeante y de ojos brillantes. No puede ser que cuando se hable de brujería se siga con el mismo rollo. Las absurdas supersticiones y miedos de la gente son una cosa; la brujería es otra. Tanta revisión histórica y seguimos con las ollas llenas de sapos hirviendo, los gatos negros, las narices ganchudas, las verrugas y los sombreros en punta.
—Sinceramente, Neli, creo que sacas las cosas de quicio —dijo Isolina—. Tu planteamiento es simplista. Hace años que se ha aceptado que la brujería y los procesos contra ella fueron una autodefensa del poder dominante y que sirvió de chivo expiatorio.
—Por eso mismo, Isolina, más simplista es aceptar lo típico con fines meramente económicos y no analizar lo real.
—¿Y qué es lo real, Neli? —preguntó ahora Brianda, mirando a su amiga fijamente a los ojos. Neli le pedía que creyera en sus regresiones, que buscara una pista del pasado en sus visiones, que aceptara la absurda creencia en vidas anteriores y reencarnaciones. Frente a esto, ¿qué eran unos listados de amuletos y supersticiones? Bagatelas. ¡Si hasta a su propia madre el viento le había susurrado su nombre…!
—Lo real es que por defender mis ideas, ahora no me habla medio pueblo. De ahí a llamarme bruja solo hay un paso…
Brianda fue la única que captó el tono del énfasis que Neli puso en la palabra bruja. De todas las mujeres que conocía, Neli era la única que jamás la tomaría como un insulto, sino como un honor.
—No será para tanto —dijo.
—Pregúntale a Mihaela. —Se dirigió a esta—. ¿Qué te dijo el otro día tu amigo Zacarías?
Mihaela se sonrojó.
—Que en los asuntos del pueblo, los de fuera no deberían opinar —respondió.
—Ahí lo tienes. —El tono de Neli expresó decepción—. Mis hijos han nacido aquí, pero yo sigo siendo de fuera.
—Y yo ni te cuento… —añadió Mihaela con ironía—. Se me ocurrió defender a Neli y me dijo que quién conocería Rumanía sin Drácula.
Brianda se dirigió a su tía.
—¿Qué opinaba Colau? —Se preguntaba si los vecinos habían llegado a saber de ese Jayme de Cuyls que firmaba las ejecuciones. Tenía la impresión de que no.
Isolina tardó en responder.
—A él la parte folclórica no le llamaba lo más mínimo —dijo finalmente—. Le interesaban las fechas, los datos históricos y el porqué de los sucesos.
«Como a mí», pensó Brianda.
Neli se levantó y comenzó a recoger las cosas. Brianda la acompañó hasta la cocina. Una vez allí, le dijo:
—Comprendo tus sentimientos, Neli, pero también coincido con Isolina en que quizás tu reacción sea desproporcionada. ¿Qué más te da que se saque provecho de esta historia? Si sirve para conseguir que venga más gente y este valle apartado se anime un poco…
Por primera vez desde que la conocía, Brianda percibió un brillo furioso en los ojos oscuros de Neli.
—Por favor, Brianda, no me hables como si fuera una conservacionista radical que quiere vivir aislada en un lugar bucólico, porque no se trata de eso. ¿Sabes qué habría que hacer para aprovechar el descubrimiento y utilizarlo como modelo de justicia histórica?
Buscó un papel y un bolígrafo y anotó un nombre que Brianda leyó en voz alta:
—Anna Goeldi. ¿Quién es?
—Era. Es largo de explicar y no quiero ser descortés con Isolina y Mihaela. —Su tono seguía siendo airado—. Búscala en Internet y me comprenderás.
Una vez en Casa Anels, Brianda se dirigió al despacho de Colau, convertido ahora en su lugar de trabajo, y tecleó el nombre de la mujer en internet. Pronto comprendió por qué Neli tenía tanto interés en que supiera de ella. Leyó:
Anna Goeldi, también Anna Göldin o Goeldin, conocida como la última bruja de Suiza, fue ejecutada por bruja en junio de 1782, a la edad de cuarenta y ocho años, en el pequeño cantón suizo de Glarus, donde tiene un museo dedicado a su memoria. Los últimos diecisiete años de su vida trabajó como criada para un tal J. J. Tschudi, un magistrado con aspiraciones políticas. Este la acusó de tener poderes sobrenaturales y de poner alfileres en el pan y la leche de una de sus hijas. En 1782 fue detenida y sometida a tortura, tras la cual admitió toda la retahíla de clichés propios de los procesos de brujería, incluido el hecho de haber pactado con el diablo, que se le había aparecido en forma de perro negro. Cuando la tortura terminó, se retractó de su confesión, pero fue torturada de nuevo y sentenciada a muerte por decapitación. Oficialmente fue acusada de envenenamiento en lugar de brujería, aunque la ley de ese tiempo no imponía la pena de muerte por intento de envenenamiento, y la hija del magistrado no había muerto. Durante el juicio, se evitaron las alegaciones de brujería y posteriormente se destruyeron los protocolos judiciales; por lo tanto, la sentencia no podía considerarse como una de juicio por brujería, pero en realidad, por eso la había acusado el tal Tschudi.
Brianda no se sorprendió al conocer la realidad histórica tras la acusación de brujería, pero sí pensó que la verdad solía ser más trivial que las conjeturas. La mujer no había sido asesinada como consecuencia de las supersticiones de un lugar montañoso y aislado, sino por poner en peligro a un infiel representante del poder. Por lo visto, el casado señor Tschudi había tenido un romance con su criada y cuando ella había amenazado con revelar el asunto al ser despedida, él la había denunciado. Entonces el adulterio era un crimen y su carrera y prestigio podían tambalearse. Brianda sintió pena por ella y por el dramático e injusto final de su vida.
Hasta ahí, su historia podía coincidir con la de miles y miles de víctimas de la intolerancia, el miedo o la injusticia. Continuó leyendo más páginas sobre la mujer hasta que entendió por qué Neli quería que conociera su historia. En el año 2007, el Parlamento suizo había decidido reconocer el caso de Anna como un error de la justicia. El representante de Glarus en el Parlamento había pedido la absolución de Anna, que fue otorgada en agosto de 2008 con el argumento de que había sido sometida a un juicio ilegal. Uno de los artículos describía el ambiente vivido en Glarus con motivo de esa «regresión» al pasado, tal como el periodista lo calificaba. Las opiniones habían estado divididas entre los que deseaban borrar esa mancha de su historia y quienes no aceptaban sentirse responsables por algo que había sucedido mucho tiempo atrás. No obstante, el nombre de Anna había sido finalmente rehabilitado.
Oyó unos arañazos en la puerta y se levantó para abrirla. Luzer entró con paso cansado y esperó a que ella se sentara para tumbarse cerca. Después de varios días llevándole la comida y el agua, Brianda se había decidido a soltarlo. Al principio no se movía del cobertizo, pero poco a poco comenzó a mostrar interés por su entorno hasta que una tarde se decidió a acompañarla en un paseo. A partir de ahí, la había aceptado como su nueva dueña.
—Qué mal te juzgué, ¿verdad, Luzer? —Brianda acarició su lomo. Su constancia había dado resultado—. No eras tan fiero como creía…
Aquella noche, como un puente intangible entre el mundo material y el psíquico, la conversación con Neli y las páginas sobre aquella mujer suiza la acompañaron en el lecho hasta que sus sentidos se abandonaron al sueño.
Brianda soñó que sus manos de adolescente sostenían una pluma que untaba en tinta y deslizaba luego por un pedazo de pergamino junto a la ventana de una habitación de paredes de piedra y suelo cubierto de pieles. Soñó que volcaba en las palabras que arañaban el rugoso papel su desconsuelo por la pérdida de Johan y de Corso y su rabia por las nuevas circunstancias que iban a alterar su vida, impidiéndole mantener el nombre de Lubich vivo. Como un largo lamento, el texto fluía a lo largo de páginas y páginas en el mismo tono lastimoso, afligido y quejoso. De pronto, un súbito golpe de viento arremolinado invadía la estancia, revolviendo los papeles a su paso, zarandeándolos antes de abandonarlos para que cayeran al suelo con la parsimonia de las hojas de los árboles en una tarde tranquila de otoño, y Brianda los recogía y comenzaba a escribir de nuevo. Como en un bucle, la escena se repetía tediosamente a la espera de una variación que nunca llegaba.
Nunca llegaba, pero tenía que llegar.
A la mañana siguiente, domingo, mientras desayunaba con su tía, Brianda pensó en el sueño que había tenido y no logró comprender su significado. Isolina le preguntó si la acompañaba a misa de doce y Brianda accedió, pero le pidió que salieran un poco antes porque quería hablar con Neli.
Brianda condujo el coche de Colau, que ahora empleaba ella, hasta la plaza de la parte baja de Tiles. Mientras Isolina se adelantaba a la iglesia, Brianda fue a casa de Neli. Jonás abrió la puerta y la hizo pasar al jardín, donde Neli, sonrojada, trasplantaba unas flores en compañía de sus hijos aprovechando que la lluvia había dado una tregua.
—Anoche leí sobre Anna Goeldi…
Neli la tomó del brazo y la apartó unos pasos para que no la oyeran los niños.
—Supongo —continuó Brianda— que te planteas conseguir la absolución de las mujeres ejecutadas por brujas aquí. Por lo que hablamos ayer, está claro cómo se posicionarían los vecinos del valle.
—¿Y tú? —le preguntó Neli—. ¿Me apoyarás en la petición al ayuntamiento y demás instituciones?
—¿Yo? No lo tengo claro. Por una parte, entiendo que quieran emplear la historia como gancho de reactivación económica…
Neli la miró con expresión de enfado.
—¡Una de tus antepasadas fue ejecutada injustamente y a ti te da igual…!
—Aquello sucedió hace tanto tiempo que…
Recordó entonces la necesidad de Colau de ocultar el nombre de Jayme de Cuyls. Para él sí tenía importancia en el presente algo que había sucedido cuatrocientos años atrás. Tal vez allí estuviera el origen de la mala fama de los de su casa. Él había vivido toda su vida con una mancha imborrable en su nombre. Recordó la maldición que le había contado Neli: los más viejos decían que por donde pasaba uno de Cuyls se acababa la vida.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Neli preguntó:
—¿Cómo te sentirás cuando veas brujitas de recuerdo con el nombre de Brianda? Nunca más serás Brianda de Anels. Serás Brianda, como la bruja.
Brianda se encogió de hombros.
—Yo no vivo aquí…
—Claro, crees que podrás regresar a Madrid y olvidarte de todo… —El tono de Neli se volvió agrio—. Eso ya no es posible. Lo sabes tan bien como yo.
—¿Y qué quieres que haga? —Brianda se puso a la defensiva.
—Si hay alguien que puede empezar a hacer algo por esas personas, o mucho me equivoco, o esa eres tú, Brianda. Tus sueños o visiones son tan reales como tus pensamientos. Al fin y al cabo, ¿no están dentro de ti? Debes seguir indagando hasta dar con la verdad de lo que sucedió. Dime qué pasó. Después, ya veremos si eres capaz de olvidarte de todos esos nombres.
Neli retomó sus labores de jardinería mientras las campanas comenzaban a tocar el último aviso para la misa. Brianda salió por la verja del jardín y caminó, pensativa, hacia la iglesia.
Dentro, se sentó junto a Isolina al lado de la capilla de la Virgen de Tiles. No pudo prestar atención a la ceremonia porque no podía quitarse de la cabeza las palabras de Neli entremezcladas con la imagen del único retrato conservado de Anna Goeldi, que mostraba a una mujer de facciones bien proporcionadas, mirada triste, pelo oscuro, ojos marrones y piel rosada. Por culpa de un romance, alguien poderoso la quiso apartar de su camino, acusándola de brujería como forma legal de matarla. Qué terrible. ¿Qué pasaría por su mente al ser interrogada por los líderes religiosos y políticos de ese pequeño lugar? Se estremeció al imaginarla colgada de los pulgares y con piedras atadas a sus pies. ¿Qué no confesaría ella si la torturaran?, pensó. ¿Qué sentiría al ponerse de rodillas en la plaza antes de que le cortaran la cabeza con una espada? ¿Cuál sería su último pensamiento? Inevitablemente, intentó comparar la historia de Anna con la de la Brianda de Anels que encabezaba el listado de Tiles y que en su mente se cruzaba con aquella a quien su padre le arrancaba una promesa sobre Lubich. Anna era una criada que había tenido un affair con su amo. Brianda era la hija de Johan de Lubich, dueño de un inmenso patrimonio. Anna era analfabeta…
Sintió un escalofrío.
En su sueño de la noche anterior, la joven Brianda escribía y escribía.
¡Ojalá pudiera leer aquellos escritos! ¡Qué frustrante resultaba percibir una idea como verdad sin pruebas físicas, lógicas y explicables! Qué ironía, además, que del caso de Anna Goeldi se conocieran tantos datos, mientras que del de Tiles, nada. Después de las ejecuciones, los miembros del Concejo del valle se habían limitado a añadir un listado a sus cuestiones cotidianas, como si quisieran pasar de puntillas sobre el tema sin grandes explicaciones. ¿Tan poco valor daban a la muerte de tantas personas? ¿O la vergüenza y el arrepentimiento los habían empujado a registrar simplemente el hecho y los gastos de verdugo? «Hay episodios de la historia que no deberían quedar dormidos», pensó entonces, comprendiendo por primera vez el interés de Neli por conocer lo sucedido. Al contrario; deberían regresar en forma de almas en pena o espíritus errantes hasta conseguir su descanso eterno.
Resopló mentalmente y paseó su mirada por la iglesia. Las mismas personas ocupando los mismos asientos de siempre. El sacerdote ante los andamios del retablo que estaba restaurando Neli. Los santos de las capillas sobre los altares de piedra. La inexpresiva Virgen de Tiles a su izquierda con su niño sin brazo y su diminuta llave oxidada colgando de una tira de cuero de su cuello…
Brianda apoyó la mano sobre el respaldo del asiento de delante y se entretuvo reconociendo con la yema y la uña del dedo índice una pequeña muesca en la madera. Su dedo encajaba perfectamente en el pequeño hueco, que acarició hasta que el corazón le dio un vuelco.
¿Cuándo había hecho eso mismo?
¿Dónde lo había hecho?
Su respiración se aceleró, pero en lugar de sentir temor ante la posibilidad de una nueva visión, como aquella que había sufrido la primera vez que había asistido a una misa en esa misma iglesia; en vez de percibir una desagradable sensación de irrealidad y distanciamiento, supo inmediatamente qué tenía que hacer y adónde ir.
Y comprendió su último sueño. Independientemente de la incógnita sobre las circunstancias que iban a alterar la vida de esa joven y misteriosa Brianda del pasado, había un mensaje claro. Como le sucedía a la tierra en invierno, el más profundo hastío la cubría inmediatamente justo antes de la eclosión de la primavera. El invierno se había apoderado de su espíritu durante meses, pero ahora se sintió ubicada en esa línea invisible que separaba el abatimiento de la revelación. Solo tenía que extender los brazos a ambos lados de su cuerpo para conservar el equilibrio y no caer al vacío, y cualquier paso que diera a partir de entonces, por corto que fuera, sería hacia delante.