14.
Año 1585
Brianda cruzó el patio empedrado hacia el gran portalón de entrada con intención de pasear hasta los prados más altos. Había oído decir que se esperaba el regreso de Nunilo esa mañana y estaba impaciente. Cuando Nunilo o su padre iban a Francia siempre le traían algo bonito. Se llevó una mano al cuello y acarició la joya que le había regalado Johan, su padre, la pasada primavera, por su decimosexto cumpleaños: un valioso y delicado estuchito de cristal y plata con los bordes sutilmente grabados cuyo interior guardaba unas flores de nieve secas, con forma de estrellas aterciopeladas. Johan las había cogido para ella en las cumbres y luego había encargado que las inmortalizaran en una joyería de Tolosa.
Se detuvo un instante junto al improvisado cercado que evitaba que las vacas se desviasen y ocupasen el patio principal y observó divertida cómo un enorme toro corneaba a varias gallinas atolondradas antes de retomar su andar pesado hacia el establo. Después de la libertad de la que habían gozado en los pastos de la montaña, las reses pronto tendrían que resignarse a la hierba seca, aunque a diferencia de otros sitios allí al menos no podrían quejarse de hambre. Deslizó la mirada con orgullo por las edificaciones que rodeaban su casa, la más grande del valle, rodeada por una muralla, protegida por el foso natural de un precipicio en la parte posterior y guardada por una torre.
Había sido un año magnífico para Casa Lubich.
A esas alturas de septiembre, en los pajares no cabía una brizna más de forraje; la cantidad de trigo almacenado garantizaba la abundancia de harina hasta la siguiente cosecha; los cerdos comenzaban a caminar con dificultad; la leche se escurría de las ubres de las vacas y las yeguas habían parido muchas mulas. Hasta los palomos, con sus buches llenos, parecían zurear con dificultad y pasaban el día aletargados en los alféizares de piedra.
Brianda respiró hondo, llenando sus pulmones del aire ebrio de actividad de esos días mientras tomaba el camino que conducía primero a los campos y luego a los bosques. Unos criados guiaban a los bueyes para labrar la tierra que no se dedicaba a los cereales de invierno; dos pastores y varios perros vigilaban los cientos de ovejas que ocupaban los alrededores; y, tras terminar con la siega, los jornaleros contratados en Tiles habían comenzado a podar y recoger leña.
La única que no tenía nada concreto que hacer era ella. Como única heredera del vasto patrimonio de Johan de Lubich, su principal tarea consistía en observar y aprender. Algún día ella sería la propietaria de un lugar tan antiguo, sólido e inquebrantable como Lubich, luciría con honor el anillo con la gran esmeralda del primer amo que ahora llevaba su padre en el dedo meñique, y todos sus antepasados se sentirían orgullosos de ella, desde el primer Johan —cuyo nombre estaba tallado en el dintel de la puerta desde 1322— hasta su propio padre. Ningún sentimiento en su vida podría ser tan intenso como el de pertenencia a ese lugar, a esa casa, a la familia de Lubich, a una misma sangre. Durante casi tres siglos, Lubich había resistido gloriosa el paso del tiempo en manos de buenos amos y el único deseo de Brianda era que continuara así cuando le tocara a ella conservarlo para las siguientes generaciones.
Absorta en sus pensamientos anduvo un buen rato hasta que llegó al límite superior del prado más grande al norte de Lubich y se adentró en el bosque, que conocía bien porque solía pasear por allí con frecuencia. Todavía podría caminar media legua por el sombrío camino antes de que este se diluyera entre los árboles. En algún lugar más allá de ese punto comenzaba la ascensión a las montañas y el paso a tierras francesas. Tal vez algún día su padre la llevara. Johan nunca hablaba abiertamente de ese negocio que completaba la economía de Lubich, pero hacía tiempo que ella lo sabía. Cada cierto tiempo Nunilo y Johan se turnaban para cruzar a Francia con buenos caballos y regresaban con mulas de cría que luego vendían en las ferias de la tierra baja, donde adquirían nuevos caballos. Una vez los escuchó a escondidas y comprendió por qué guardaban tanto secreto. La Inquisición no se andaba con tonterías al perseguir el contrabando de caballos. Cualquier contacto con Francia y sus hugonotes equivalía a tratar con el mismo diablo, que acechaba por el norte para colarse en España; de ahí que la trata de caballos fuera considerada un delito religioso. Recordó cómo su padre se estremecía al evocar los interrogatorios a los que habían sido sometidos Nunilo y él antes de que ella naciera. Si no hubiera sido por la intervención del monarca, que entonces necesitaba contar con el personal al servicio de esos dos señores de la montaña, con toda probabilidad ambos habrían terminado ahorcados. Ahora las cosas habían cambiado, había dicho Nunilo. Dudaban que el rey los defendiera de nuevo. Y ese comentario había extrañado a Brianda. ¿Por qué no iba el rey a defender a uno de sus nobles?
Oyó un ruido de cascos de caballo y sonrió. Seguro que eran Nunilo y sus lacayos. En medio del camino, esperó distinguir el cabello y la barba canos del amo de Casa Anels. Ese hombre alto y grueso de nariz afilada era como su segundo padre, aunque para ser de la misma edad, parecía mucho mayor que Johan. Qué pena que no tuviera hijos, pensó. Hubiera sido un padre bondadoso.
De pronto, se vio rodeada de media docena de jinetes que no conocía y su primera reacción fue de extrañeza. Que ella supiera, por allí nunca pasaban extraños; de otro modo, su padre ya le hubiera prohibido pasear sola. El condado estaba alterado por bandoleros, pero jamás se habían atrevido a llegar a las tierras altas de Tiles, y mucho menos adentrarse en los bosques propiedad de Lubich. Por un momento temió que fueran espías de la Inquisición esperando atrapar a Nunilo. El corazón le dio un vuelco al observarlos más detenidamente y presentir que estaba en un aprieto. Los hombres mostraban un aspecto desagradable. Sus rostros estaban sudorosos y sus ropas sucias y desgastadas. El súbito miedo hizo que todos le parecieran iguales.
—Tú eres la hija de Johan de Lubich —afirmó uno de ellos, arrimando los ollares de su montura a la cara de Brianda—. ¿Cómo es que te deja andar sola por el bosque? ¿Acaso no sabe de sus peligros?
—Los lobos nunca salen de día por aquí —dijo ella intentando aparentar una actitud firme.
—Algunos sí —dijo otro, de pelo muy rubio, desmontando de su caballo y acercándose a ella con un extraño y repulsivo brillo en los ojos. Se dirigió a los demás—: No podíamos haber deseado un botín mejor.
Los sentidos de Brianda se pusieron en alerta. Podía escurrirse bajo el lomo de uno de los caballos y echar a correr, pero no llegaría muy lejos. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Nunca en su vida la habían agredido. Nadie en su sano juicio en esa tierra osaría tocar a la hija de Johan de Lubich.
—Déjala —dijo otro—. Tenemos órdenes claras de Medardo. De momento, algo de pillaje y nada más.
—Pues eso… —El rubio la cogió de un brazo y la atrajo hacia sí, apoyando la otra mano en su cintura y recorriendo su cuerpo con sus ojos—. Ya que no podemos entrar en Lubich…
Brianda comprendió sus palabras y el miedo se convirtió en asco. Los hombres intercambiaron unas miradas taimadas y ella supo que ninguno acudiría en su defensa. Soltó un grito de rabia y de un empujón consiguió zafarse un instante, pero con una carcajada el hombre la sujetó con más fuerza. Ella se retorció empleando su brazo libre y sus piernas para golpearle y darle patadas, pero solo consiguió que el hombre riera más y más hasta que una bofetada la tumbó en el suelo.
—Sujétame el caballo —oyó, aturdida, que le ordenaba a otro—. Yo abriré camino para vosotros en esta emboscada…
La cogió de una muñeca y la arrastró hacia el bosque como si fuera un trofeo de caza al que abrir las entrañas. Las piedras y las ramas secas del suelo se clavaron en la piel de sus brazos y de sus piernas. El cielo era una claridad intermitente sobre las copas de los árboles. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sabía qué sucedería a continuación, y nada ni nadie podrían evitarlo. Las últimas y plácidas imágenes de Lubich le vinieron a la mente, como si quisiera despedirse de su hogar. Después de aquello solo querría morir, si ese animal no la mataba antes. Sintió que con un movimiento brusco él soltaba su muñeca y vio cómo se desabrochaba la cuerda que sujetaba sus calzones para lanzarse sobre ella.
Brianda hizo acopio de fuerzas y se echó a un lado. Comenzó a gritar con una ira hasta entonces desconocida en ella mientras se alejaba arrastrándose, esperando ese segundo en el que pudiera ponerse en pie y correr. El hombre fue más rápido y la sujetó por un tobillo. Ella arañó la tierra hasta que sus uñas sangraron, pero toda su energía era insuficiente para contrarrestar la potencia del otro.
—Si esto es lo que prefieres… —gruñó el hombre cogiendo su largo cabello, enredándolo en una mano como si fuera una rienda y obligándola a empujar la cabeza hacia atrás mientras le levantaba la saya con la otra.
Brianda volvió a gritar, como si su voz fuera la única arma que pudiera salvarla de aquel ataque inminente, brutal, injusto.
Su vista se nubló y su mente se ennegreció. Entonces, entre las tinieblas que envolvían su alma, creyó percibir el ruido de unos cascos de caballo, unos relinchos, unos gritos y unos pasos. La presión sobre su cuerpo cedió, una hoja de acero silbó en el aire, alguien emitió una exclamación, un líquido rojo y caliente cayó sobre ella y alguien la acunó entre sus brazos.
—Dime que no he llegado demasiado tarde, Brianda… —oyó que se lamentaba una voz conocida.
Brianda abrió los ojos y reconoció a Nunilo. Se abrazó a él con fuerza y rompió a llorar.
Nunilo la levantó y la llevó hasta el camino, donde sus lacayos terminaban de desarmar a los dos malhechores heridos que no habían conseguido huir de todo el grupo.
—¡Llevaos su cuerpo! —les gritó indicando con un gesto de la cabeza hacia el bosque—. ¡Y mostradlo en Aiscle como aviso para quien planee volver a Tiles!
Pidió a un lacayo que le ayudara a acomodar a Brianda sobre su caballo, se sentó tras ella, la cubrió con su larga capa y, al galope, se dirigió a Lubich. Minutos después, entró como una exhalación en el patio, llamando a voces al amo, espantando a todos los animales que se cruzaron en su camino y alertando a los criados, que abandonaron su trabajo y acudieron enseguida, sabedores de que algo terrible tenía que haber sucedido para que el afable señor de Anels actuara de esas maneras.
Johan de Lubich, un hombre alto y fuerte con barba y cabellos largos y oscuros, salió de la vivienda seguido de una mujer alta, delgada, de piel clara y porte altivo. Se acercó a Nunilo y sujetó las riendas de su caballo.
—Ya tenía planeado ir en tu busca —dijo. Brianda, escondida en la capa de Nunilo, se estremeció al escuchar la voz fuerte y firme de su padre—. ¿Ha habido algún problema?
—Nuestro amigo Monsieur Agut acudió al lugar convenido —respondió Nunilo a toda prisa—. Pero ha sucedido algo… —Abrió su capa y mostró a Brianda, encogida y cubierta de sangre.
—¡Brianda! —Johan lanzó los brazos hacia ella y la bajó del caballo. La joven corrió hacia su madre sin dejar de sollozar—. ¿Qué ha pasado?
Nunilo descendió del caballo y se lo contó.
—Brianda me ha confesado que no llegó a… —concluyó en voz baja—. Ya me entiendes.
El rostro de Johan se encendió de ira.
—¡Han sido ellos! —bramó—. La semana pasada intentaron atacar la casa de Bringuer de Besalduch. Al principio creyó que era un grupo de bandoleros, pero estamos convencidos de que eran rebeldes instigados por… —En cuatro zancadas llegó junto a su mujer y su hija—. ¿Los has reconocido? ¿Has oído algún nombre?
—No sé quiénes eran —respondió Brianda temblando entre los brazos de su madre—, pero han nombrado a un tal Medardo.
Johan soltó un rugido.
—¡Se acabó! Medardo cada vez tiene más partidarios y nuestro conde menos. ¿A qué espera el rey para intervenir? —Apretó los dientes, pensativo y rabioso, y luego comenzó a dar órdenes a las docenas de personas que le rodeaban—: Vosotros —dijo a los criados— encargaos de todo mientras esté fuera. Vosotros —señaló a un puñado de lacayos— preparaos para acompañarme. Y vosotras —se dirigió a las criadas que rodeaban a su mujer Elvira—, tened mi equipaje y el de Brianda preparado en una hora.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Elvira con frialdad.
—El rey está celebrando Cortes en Monçón. Pere de Aiscle bajó hace unos días para acompañar al conde don Fernando hasta que el rey atienda sus quejas. Desde hace meses, los rebeldes han desautorizado a Pere como justicia del condado y se niegan a ejecutar sus órdenes como representante del conde. Mientras Aiscle siga siendo el campamento de los insubordinados, aquí nunca habrá paz. ¡Yo ya no pienso esperar más!
Elvira se plantó frente a él.
—¿No pretenderás llevarte a Brianda? Después de lo que ha pasado, no toleraré que la sometas a un viaje tan largo y pesado.
—Quien ataca a mi heredera ataca a Lubich —repuso él en un tono que no admitía réplica. Miró entonces a su hija y su expresión se dulcificó—. Tienes que venir conmigo y responder ante el ataque. El rey escuchará tu testimonio. Ve, lávate y cámbiate de ropa. Y alza la cabeza. Los de Lubich no se humillan fácilmente.
Nunilo se acercó.
—Uno de mis lacayos va de camino a Besalduch para avisar a Bringuer. Yo voy ahora a Casa Anels a informar a Leonor. Nos encontraremos pasado el molino de Tiles.
—Acabas de llegar de Francia y estarás cansado… —dijo Johan.
—Ya no cabalgo como antes —le interrumpió su amigo—, pero no pienso dejarte solo en esto. Yo también me niego a creer que alguien como Medardo tenga la desvergüenza de decir por ahí que actúa en nombre del rey. Va siendo hora de que nos oigan a los señores de las montañas…
Una hora más tarde, Brianda, nerviosa y excitada, se despidió de Lubich y de su madre. Mientras esperaban a los otros en los límites entre Tiles y Aiscle, deslizó su mirada por los caseríos dispersos a los pies del monte Beles. En cada fuego había una familia que luchaba cada año por sobrevivir con algo de tierra, media docena de vacas, algún ternero, un cerdo, varias gallinas y conejos y un par de mulas; a diferencia de Lubich, donde nunca faltaba de nada. Del mismo modo que Johan pagaba sus rentas al conde, año tras año los campesinos cumplían ante él con sus pagos de gallinas, trigo, vino y aceite por el arriendo de tierras. Comparado con muchos infanzones que señoreaban otros míseros pueblos de las montañas y se encontraban en una situación penosa, incluso al borde de la ruina, los amos de lugares como Lubich o Anels gozaban de buenas rentas. Por primera vez en su vida, Brianda se preguntó cuántos de Tiles se sentirían tentados de escuchar las promesas de ese tal Medardo y cambiar de lealtades. El miedo que había sentido hacía apenas un par de horas le hacía ver las cosas de otra manera. Tiles ya no era un lugar tranquilo, apacible y alegre. No comprendía exactamente a qué se enfrentaban hombres como su padre, pero tenía que ser algo muy importante porque nunca lo había visto así.
Johan, impaciente, obligaba a su caballo a andar y desandar unos pasos. Ni cuando era pequeña y tenía que lanzar la cabeza hacia atrás para mirarle a los ojos le había parecido su padre tan grande y temible. Se había puesto un jubón oscuro, unas calzas anchas y unas botas altas que solo utilizaba cuando tenía algún viaje importante. El cabello negro se enredaba con la esclavina de la capa que levantaba un incipiente viento. Desde que habían abandonado la casa apenas la había mirado, y su ceño permanecía fruncido en un gesto de preocupación y agresividad contenida. En cuanto divisó a los hombres de la casa de Nunilo en el horizonte, espoleó su montura y se lanzó a un galope que los demás siguieron. Brianda se alegró de que, en un territorio por el que los carruajes no podían circular sino con gran dificultad, Johan la hubiera enseñado a cabalgar como un hombre. Por el ritmo que su padre había marcado, iba a necesitar de toda su habilidad para aguantar.
Dieron un largo rodeo para no cruzar Aiscle y evitar así un ataque de los parciales de Medardo, y continuaron sin tregua durante cuatro horas. Entonces descansaron brevemente junto al río y, al caer la tarde, se detuvieron por fin en el estanque de la pequeña villa de Fons, a los pies de unas peñas que miraban al mediodía. Brianda, sonrojada, agotada y dolorida por diez leguas a lomos de su caballo, se acercó a la fuente para refrescarse. Cogió agua entre sus manos y la vertió sobre su largo cabello negro, que había recogido en una apretada trenza, aprovechando el gesto para peinarse. Todavía le duraba el dolor por cómo lo había estirado ese hombre en el bosque. Disimuladamente, aflojó el cordón de su justillo para poder respirar mejor. Hacía tanto calor, a pesar de que el otoño estaba próximo, que la camisa se le pegaba al cuerpo.
Entonces oyó el ruido de unos cascos de caballo y, al poco, voces de saludo. Se giró y reconoció a Bringuer de Besalduch, un hombre grueso de mediana estatura y ojos pequeños y vivaces ocultos por unas abultadas bolsas y a su hijo Marquo, a quien encontró tan apuesto como recordaba.
—Daos prisa en refrescaros —les dijo Johan—. Aún quedan dos horas de camino.
—Deberíamos pasar la noche aquí —sugirió Nunilo—. Hasta mañana por la mañana no haremos nada en Monçón.
Johan aceptó a regañadientes. Ordenó a los criados que repartieran algo de pan, queso y tocino y luego que dispusieran mantas en el suelo alrededor de un fuego. Brianda comió con avidez. Sin duda, ese había sido el día más largo y duro de su vida. Cerraba los ojos y recordaba con angustia la agresión sufrida en el bosque, pero el cambio de escenario y el agotamiento la ubicaban en algún momento lejano de su vida, como si no hubiera sucedido aquella misma mañana. Tal vez la energía de su padre y la capacidad de superar cualquier adversidad corrieran también por su sangre. Había dejado los lloros en el regazo de su madre.
Marquo se sentó a su lado. Brianda lo había visto en varias ocasiones en las ferias de la parte alta del condado y cuando se reunían los nobles en Lubich. Era un poco mayor que ella, lo suficiente para que se sintiera avergonzada en su presencia, y le parecía muy guapo, tal vez el que más de su zona, pero altanero. Tenía el pelo castaño y rizado, ojos grandes y expresivos y gestos elegantes y decididos. Su manera de hablar correspondía más al heredero de un señorío que al de segundón, como era él.
Brianda había oído esa semana cómo su padre le decía a su madre que Bringuer protestaba porque le habían nacido los hijos cambiados de orden. Marquo hubiera sido mejor amo que su hermano mayor y, sin embargo, tendría que conformarse con opciones de momento inciertas a menos que consiguiera un buen matrimonio. Brianda recordó el silencio que siguió a esa conversación.
—¿Es la primera vez que sales del valle? —le preguntó Marquo mirándola de frente.
—Sí —respondió Brianda, sin saber qué más añadir.
—Yo no —alardeó él—. Ya he estado en los valles catalanes. Y hace poco mi padre me llevó a Francia. —Hizo una pausa y, de repente, comentó—: Cabalgas muy bien. Es raro en una mujer.
—Mi padre me enseñó —respondió ella con orgullo—. Como no tiene más hijos, me ha enseñado a hacer de todo. También sé leer.
Marquo, ligeramente sorprendido, ladeó la cabeza.
—¿Y bordar? ¿También?
Brianda creyó distinguir un deje de burla en su tono y se sonrojó, pero no se amilanó.
—Mi madre se encargó de ello, pero no me gusta. Prefiero montar a caballo.
Marquo soltó una carcajada ruidosa, abierta y satisfecha que gustó a la joven. Más de una vez su madre le había insistido en que frenara sus impulsos, o de lo contrario no encontraría un buen marido. Entre ellos se encontraba su afición por salir sola al bosque, por ir de caza con su padre o por acompañarle a cobrar las rentas o a las ferias, donde en lugar de fijarse en los brocados de los mercaderes prefería admirar la cualidad de una buena yegua. Brianda le decía a su madre, insolente, que como única heredera de Lubich no tendría que esforzarse por encontrar pretendientes. Un escalofrío recorrió su espalda. Si aquella mañana ese rubio asqueroso hubiera cumplido su propósito, tal vez las cosas fueran diferentes.
—Sé lo que te ha pasado hoy —dijo entonces Marquo en tono serio, mirándola con mayor intensidad—. Me hubiera gustado matar a mí al tipo ese.
—Gracias —respondió ella arrebujándose en su manta.
Marquo se alejó. Brianda le lanzó una última mirada y se acomodó para dormir. A pesar de las razones que la habían llevado hasta allí, el viaje comenzaba a parecerle mucho más prometedor.
En cuanto amaneció, Johan los despertó y les urgió a ponerse de camino. Se lanzaron al galope por el paisaje llano, vasto, poblado de vides, tan diferente a las montañas y bosques de todos los lugares de las montañas del condado de Orrun, de malos caminos y escasos de población. Dejaron atrás acemileros y recuas de mulas cargadas de leña, hortelanos y labradores portando herramientas hacia las fértiles huertas, y mercaderes y artesanos guiando sus carros, y se acercaron a la villa de Monçón, amurallada a los pies de un cerro donde se divisaba un enorme castillo.
Pasaron junto a un monasterio de grandes dimensiones fuera de la muralla y, a la altura de un gran edificio con un letrero que indicaba que era un hospital, Johan, sin reducir la velocidad, hizo girar a su caballo y guio a la comitiva por un puente sobre un riachuelo hacia una de las entradas de la ciudad. El ruido de los cascos rompió la tranquilidad de la villa. Los mercaderes, artesanos, cortesanos y curiosos que llenaban las estrechas calles se vieron obligados a apartarse para evitar que esas figuras envueltas en largas capas ondeando al viento los arrollasen.
Brianda pudo distinguir la perplejidad reflejada en los rostros de los lugareños. Al paso de la oscura comitiva, el ambiente festivo y el olor a pan, vino, aceite y miel desaparecían. Con ellos llegaba la ira de las montañas, la ansiedad de la incertidumbre, el miedo a los asesinos a sueldo, el odio a la amenaza constante sobre las familias y las casas que habían tenido que fortificar con torres a la espera de tiempos más tranquilos que nunca llegaban.
Se dirigieron a la Plaza Mayor, donde se encontraba el Palacio Real. Estaba vacía. Johan lanzó una rápida mirada a las galerías arqueadas, también vacías, y comprendió que la comitiva real ya estaría en el lugar donde se celebraban las Cortes. Alzó la mano para indicarles que lo siguieran por una empinada callejuela de casas apretadas entre sí hasta que una barrera humana les cerró el paso.
—¡Johan! —gritó Nunilo—. ¡Debemos parar! ¡La guardia nos detendrá!
Ignorando su advertencia, Johan espoleó a su caballo para que siguiera adelante, acompañando la acción con gritos para que la gente se apartara. Brianda nunca lo había visto así. Su padre era un hombre educado y sereno. Ahora, su expresión agresiva indicaba que nadie impediría que llegase hasta el rey. La masa humana se abrió para dejar pasar al rabioso grupo y llegaron hasta la plaza donde se alzaba la alta torre almenada de estilo mudéjar sobre la sobria iglesia de Santa María. Johan no se detuvo hasta llegar junto al primer peldaño de las amplias escaleras del edificio. Estimulado porque solo unos metros le separasen de su objetivo, Johan saltó de su caballo y entregó las riendas a uno de sus criados. Un profundo silencio se apoderó de la plaza mientras, unos peldaños más arriba, unos soldados cruzaban sus lanzas con intención de impedirle la entrada.
—¡Soy Johan de Lubich, señor de las tierras altas de Orrun, como estos que me acompañan, y debo ver al rey! —dijo en voz alta, apoyando la mano derecha en la empuñadura de su espada, en un gesto claro de que unos pocos soldados no lo detendrían.
Sin esperar respuesta, extendió la mano izquierda en dirección a Brianda para que se situara junto a él y comenzó a subir las escaleras con decisión ante la atenta mirada de cientos de ojos.
—¡Las mujeres no entran en las Cortes! —le gritó uno de los soldados.
—¡La heredera de Lubich sí! —repuso Johan con dureza.
Los soldados intercambiaron unas miradas de duda y finalmente se apartaron.
Brianda se esforzó por caminar erguida junto a su padre. El galope había cesado, pero sentía que todos los músculos de su cuerpo permanecían en tensión, evitando que se desplomara. Cruzaron una alta puerta de madera, seguidos de los otros, y entraron en el edificio. Los ruidos de sus botas sobre las piedras del suelo vibraron por las columnas que trazaban la forma de cruz de la iglesia antes de rebotar contra las bóvedas del alto techo. Un murmullo de sorpresa e indignación los acompañó por el amplio pasillo a cuyos lados se extendían largos bancos ocupados por oficiales reales y hombres de los diferentes reinos organizados según su pertenencia al brazo eclesiástico, noble, militar o repúblico de las ciudades. Por fin, llegaron hasta la zona del altar mayor, engalanada con gran lujo. Sobre un cadalso muy grande con gradas, construido para la ocasión y decorado con ricos y hermosos tapices, estaba el dosel, y bajo este, la silla ocupada por el rey.
Brianda respiró hondo mientras los altos hombres vestidos de negro que la acompañaban, sudorosos y cansados, sin perder ni un ápice del orgullo y altivez que caracterizaba a los señores de las montañas, se hincaban de rodillas.