7.
Brianda sintió una punzada de dolor en el pecho. Cogió las bebidas y regresó rápidamente a la mesa. Las mejillas le ardían, el corazón le latía con una energía desconocida y las manos le temblaban. Primero, la inscripción en latín; luego, la visión en la iglesia; y ahora, ese hombre al que había estado a punto de llamar por su nombre, como si lo conociera de toda la vida.
Corso.
Apostaría todo lo que tenía a que se llamaba así: Corso.
La infrecuente palabra había brotado en algún lugar de su mente para apropiarse de todo su pensamiento, como si siempre hubiera estado escondida y ahora reclamara su espacio. Pero no lo conocía de nada, de eso estaba segura. Jamás hubiera olvidado un rostro así.
—¿Estás cansada? —preguntó Isolina al ver su expresión—. ¿Quieres que nos vayamos?
Brianda se encogió de hombros mientras balbucía una débil negativa. Realmente no sabía qué hacer. Por un lado, deseaba salir corriendo de la cercanía de esa presencia que sentía observándola desde el otro extremo del local. Por otro, su corazón era presa de una necesidad inexplicable de quedarse donde estaba.
—¿No te apetece quedarte? —preguntó Neli—. Podemos cenar algo…
—Por mí no dudes —añadió Isolina para facilitarle la decisión—. Seguro que agradeces la compañía de gente de tu edad. Petra y Bernardo pueden llevarme.
Las dudas de Brianda no tenían tanto que ver con la consideración hacia su tía como con la inquietud y curiosidad que sentía hacia el desconocido. Finalmente aceptó quedarse.
Los mayores fueron abandonando el local. A la mesa se sumaron Jonás y el joven de las cartas, Zacarías. Cada poco rato, Brianda se descubría a sí misma aprovechando la ocasión para girarse levemente y mirar de reojo hacia la entrada. El hombre seguía allí. A veces conversaba con el dueño; otras con algún que otro vecino. Pero la mayor parte del tiempo alternaba los sorbos de su bebida con miradas hacia la mesa de Brianda. Ella percibía que era así. La miraba. Por un momento se sintió tentada de levantarse y entablar una conversación con él, pero se arrepintió al segundo. No sabría qué decirle. Y tampoco quería que pensase que intentaba flirtear con él.
—No sé si pedirle que se siente con nosotros… —dijo Jonás.
Brianda se puso tensa. Estaba claro a quién se refería.
—Cuando viene siempre hace lo mismo —comentó Berta—. Se queda cerca de la puerta, toma algo, comenta alguna cosa con mi marido y se va.
Zacarías interrumpió momentáneamente su conversación con Mihaela para intervenir:
—Mi padre le está haciendo toda la albañilería. Dice que es muy trabajador, pero mal conversador. —Se dirigió a Jonás—. Tú también trabajas con él. ¿Qué te parece?
—A mí no me cae mal —dio Jonás—. Simplemente es solitario.
—Antes habéis comentado que era italiano… —comenzó a decir Brianda.
—Pero por lo visto habla muy bien castellano —la interrumpió Zacarías—. Mi padre dice que es poco sociable porque se avergüenza de su rostro. ¿Lo habéis visto de cerca?
Brianda sintió un escalofrío. Ella lo acababa de ver. Cerró los ojos y visualizó su propia mano deslizándose por la profunda cicatriz que surcaba la mejilla de ese hombre, desde el ojo derecho hasta la barbilla, como si un río de lágrimas de lava hubiera abierto un surco en su carne.
—La verdad es que impone bastante… —reconoció Neli—. Y encima es nuevo aquí. Alguna vez hemos comentado con Jonás que podríamos ser un poco más amables con él…
—Pero a mí no me gusta mezclar el trabajo con las copas —añadió Jonás—. Al fin y al cabo, ahora es mi jefe. Quizás más adelante…
—Pues sí, tendrá que ser otro día… —anunció Zacarías— porque se acaba de marchar.
Brianda se giró como movida por un resorte para comprobar que era cierto. «Maldita sea», pensó. Se preguntó cuándo volvería a verlo. Tiles no era muy grande, así que existían probabilidades de que fuera pronto, pero el tiempo jugaba en su contra. Había viajado al campo para disfrutar de unos días de descanso y ya había transcurrido una semana. Pronto tendría que regresar a Madrid. Como mucho podía alargar su estancia hasta el siguiente fin de semana y confiar en que él acudiera otra vez al bar. Una punzada de alarma se clavó en su pecho. ¿Y si no lo hacía? ¿Y si no se movía de su misteriosa casa?
No se reconocía. Lo acababa de conocer y ya estaba ansiosa por verlo de nuevo. Se frotó la frente, presa de una angustia nueva. Temió estar más enferma de lo que creía. Todas esas cosas raras que sucedían a su alrededor, dentro y fuera de ella… Tal vez nunca debería haber subido a Tiles.
Cada vez estaba peor.
Algo no funcionaba bien en su cabeza.
Brianda regresó a Casa Anels. A los pocos metros ya se había arrepentido de no haberse marchado antes con Isolina. Reinaba la más absoluta oscuridad, solo interrumpida por los haces de luz de los faros delanteros. Más allá de ellos y a ambos lados, nada. La noche era tan negra que le transmitía una desasosegante sensación de sobrecogimiento.
Cuando tomó el desvío hacia la parte alta del valle, apretó el acelerador para terminar cuanto antes con la distancia que la separaba de la seguridad de su casa. Para su sorpresa, el pedal llegó hasta el fondo con demasiada facilidad sin que el vehículo aumentara la velocidad. Por el contrario, emitió unos espasmos que indicaban que el motor se estaba ahogando; anduvo a trompicones unos metros más y se detuvo.
Brianda maldijo en voz alta mientras golpeaba el volante repetidamente con ambas manos. Probó con el contacto, pero no sirvió de nada. Soltó el freno para que el coche se desplazara unos metros hacia atrás y giró la llave. Tampoco funcionó. Ni siquiera se encendía la lucecita indicadora del contacto bajo el velocímetro y las revoluciones. Accionó el freno de mano, puso la primera marcha y se echó a llorar de rabia. No se lo podía creer. El coche la había dejado tirada en medio de la noche. En un camino perdido por el que no creía que pasara nadie a esas horas. A pocos metros del cementerio…
Un fugaz rayo de lucidez le indicó que no era para tanto. Lo más lógico era llamar a su tía para que la fuera a buscar. Cogió el bolso y rebuscó en su interior, pero no acertaba a encontrar el móvil. Vació el contenido en el asiento contiguo y entre pañuelos de papel, barras de pintalabios, una cajita de polvos cosméticos, bolígrafos, llaves y otros objetos, apareció un saquito de hilo blanco que no reconoció como suyo. Se preguntó cómo habría llegado eso ahí. La urgencia por resolver su situación hizo que se olvidara de la bolsita. Cogió el teléfono y tecleó el código para desbloquearlo, pero no tardó ni cinco segundos en darse cuenta de que Neli había hablado en serio cuando se conocieron en una situación parecida.
En ese maldito y atrasado lugar no había cobertura…
Nerviosa, limpió el vaho que empañaba el cristal, miró por la ventanilla con el corazón palpitante, como si temiera que alguien o algo fuera a saltar sobre el vehículo, y bloqueó los cierres de las puertas. Al cabo de un buen rato comenzó a plantearse la posibilidad de subir caminando hasta Casa Anels, la cual se encontraría, calculó, a unos quince minutos. Solía llevar una linterna en el maletero, aunque no podría asegurar que las pilas estuviesen cargadas. Esto era lo que tenía que hacer: abrir la puerta, bajar del coche, abrir el maletero, coger la linterna, rogar para que funcionara y empezar a correr. Se repitió las acciones en voz alta para infundirse seguridad y se lanzó.
Con todos los sentidos alerta, se enfrentó al exterior. Respiró hondo y la humedad de la tierra inundó sus pulmones. Por fortuna, la linterna funcionaba. Cerró el coche con el mando y, temblando, comenzó a andar, encogida, como si su único refugio contra el frío y el miedo fuera su delgada bufanda. Concentró su mirada únicamente en el círculo luminoso proyectado contra el suelo para evitar que la mente le jugara una mala pasada dibujando extrañas figuras. También empezó a recitar en voz alta frases de apoyo que le sirvieran de escudo contra el imponente silencio que la rodeaba. Sin embargo, por más que repetía esos mensajes positivos, tal como había leído en un libro sobre cómo controlar el miedo en todas sus facetas —el miedo al futuro, a la muerte, al camino oscuro, a lo desconocido—, unos esporádicos mensajes rebeldes surgían en su imaginación desbordada para tentarla con pensamientos lúgubres, incluso morbosos. No sería capaz de llegar, le decían. Saldría un animal y la atacaría. O un asesino. O un espectro. ¿Tal vez una bruja? No podría hacer nada. La muerte estaba cerca. El dolor. Su sangre sobre la tierra. El fin. El desconsuelo de sus seres queridos…
De pronto, oyó algo y sintió que su corazón daba un vuelco. Era un ruido seco y repetitivo. Se dio la vuelta e instintivamente echó a correr hacia el coche. El ruido iba creciendo en intensidad. Parecía provenir del propio camino. A pesar del esfuerzo físico, el sudor que cubría su cuerpo era helador.
A pocos metros de distancia de su refugio, identificó el sonido claramente como cascos de caballo. Calculó que no llegaría a tiempo para meterse en el vehículo y se detuvo en seco derrotada. El miedo la hacía temblar de manera descontrolada y solo podía respirar gracias a inspiraciones entrecortadas. Escuchó que el galope se convertía en trote y luego en pasos. Un relincho le indicó que el caballo estaba muy cerca, demasiado cerca. Inconscientemente retrocedió hacia el límite del camino con el campo.
—Hola —dijo una voz masculina ronca pero amable—. ¿Problemas con el coche? —Tenía un ligero acento.
Brianda dirigió la luz de la linterna hacia la figura nocturna, primero sobre el caballo y luego sobre el jinete, al que reconoció de inmediato por su camisa roja de cuadros bajo un chaquetón de cuero, y por su complexión, lo cual le produjo una mezcla de alivio y nueva inquietud. Se acercó unos pasos con cautela y respondió:
—El motor se ha calado.
El jinete desmontó. Brianda no podía ver su rostro con claridad, pero lo tenía bien grabado en su mente. La cicatriz. Los ojos negros. La nariz recta, levemente afilada. El ceño parcialmente fruncido. El rictus serio de sus labios. A pesar de la oscuridad creyó percibir en él una reacción de sorpresa al darse cuenta de quién era ella. Se preguntó si a él le pasaría lo mismo; si también tendría el rostro de ella impreso en su pensamiento. Permanecieron unos segundos en silencio, al cabo de los cuales él sugirió:
—¿Puedo probar a ponerlo en marcha?
—Como quieras, pero no creo que funcione. Se ha muerto del todo.
—Si me sujetas el caballo, echaré un vistazo.
—¿Sujetar el caballo?
Brianda iluminó al enorme animal de pelo negro brillante. Tenía la crin larga y ondulada, al igual que el pelo de las manos que cubría parcialmente los cascos y el de la cola, que llegaba prácticamente al suelo. Le resultó un ejemplar magnífico y elegante, pero intimidante. Se mantendría alejada de él.
Se sintió tentada de deslizar también la luz por el hombre, pero se contuvo. Este se acercó un poco más y le tendió las riendas.
—No te muevas y él no lo hará. ¿Me dejas las llaves?
Aturdida por la cercanía del caballo y del dueño, Brianda se las entregó y esperó. Él intentó poner el coche en marcha sin éxito. Luego abrió el capó, observó el motor y lo cerró de nuevo.
—Demasiado sofisticado —dijo—. Tendrás que llevarlo a un taller especializado.
Brianda no se sorprendió por el diagnóstico, aunque por un momento había albergado la esperanza de que él fuera capaz de arreglar la avería para poder volver a casa. Jamás hubiera podido imaginar que deseara tanto llegar a Casa Anels. Ahora estaba en el mismo punto que hacía media hora, pero en compañía de un desconocido al que le gustaba cabalgar en plena noche. No sabía si su situación había mejorado, pero al menos la desagradable sensación de miedo a la soledad nocturna había desaparecido, quizás porque había sido arrinconada en su mente por la tensión y concentración de estar sujetando a ese impresionante caballo.
El hombre se situó frente a ella y sujetó al animal por la brida.
—¿Ves? Se ha quedado quieto. Como tú.
—Es que nunca he estado tan cerca de un caballo. —No sabía qué más decir. Para ser un hombre poco sociable, según lo habían descrito en el bar, era él quien llevaba las riendas de la conversación—. ¿Es un frisón? —La palabra le salió sin pensar y ella misma se sorprendió.
—Nunca has estado cerca de un caballo… —respondió él admirado—, pero los conoces.
Brianda no tenía ni idea de caballos. Lo habría leído en algún sitio y había acertado por casualidad, pero no pensaba confesárselo.
—Bueno, tengo que marcharme.
—¿Andando? ¿Sola? Eres valiente…
¿Valiente? Casi se le escapó una carcajada irónica. Si le contara todas sus batallas interiores contra el miedo…
—… pero te acompañaré —propuso él—. ¿Dónde vives?
—Un poco más arriba del desvío de Lubich.
—Muy bien. Te ayudaré a subir al caballo.
—Ah, no. —Brianda volvió a retroceder.
—¿No? —Él se encogió de hombros—. Pues iremos caminando, pero nos costará más. —Frotó suavemente la quijada del frisón y el tono de su voz se volvió oscuro—. No hay nada como cabalgar de noche. Es una sensación única. La perspectiva es diferente. Una mezcla de paz y libertad absoluta.
El caballo respondió a la caricia extendiendo la cabeza, entrecerrando los párpados y moviendo el hocico. Brianda se deleitó con la placentera suavidad que emanaba de esa imagen tan masculina y se sintió inusualmente tranquila. El gesto sosegado con el que el hombre, absorto, rozaba la piel del caballo transmitía una sensación de confinidad. Por un momento deseó formar parte de esa íntima sintonía antes de que la escena se diluyera. Un impulso intrépido la invitó a deslizar su mano por la grupa y el lomo del magnífico animal. Él la contempló de una manera que a ella le resultó enigmática. Retiró la mano rápidamente.
—Si te da miedo tocarlo —dijo él con un deje de decepción en la voz—, no insistiré en que montes.
—En realidad no me da miedo…
Quiso explicarle que tocarlo era una cosa y subirse encima de esa montaña, otra muy diferente. Dudaba que alguien como él entendiera una aclaración sobre los diferentes grados del miedo. Quiso explicarle que le había parecido que a él le había molestado que ella lo acariciara, una idea bastante absurda por otra parte. Se sintió desorientada. Su presencia le imponía de una manera irracional. No conseguía encontrar las palabras adecuadas para expresarle algo tan sencillo como que deseaba saborear la experiencia de subirse a ese ejemplar pero que en el fondo tenía miedo. Admitir el deseo significaba reconocer su cobardía. Pero no había nada malo en eso. Hasta ahora ella siempre había dicho lo que pensaba. Inspiró hondo y optó por decir la verdad:
—Me gustaría mucho intentarlo, pero reconozco que me aterroriza.
—Entonces, iremos poco a poco.
Él se acercó, le quitó la linterna de las manos y la guardó en un bolsillo. Luego, sujetó el estribo y le indicó que apoyara ahí el pie izquierdo. Tomó la mano izquierda de la joven con la suya —grande, fuerte, áspera— y la guio hacia la cruz. Brianda sintió un escalofrío que aumentó de intensidad en cuanto él ejerció una liviana presión con ambas manos sobre su cintura.
—Toma impulso y sube —escuchó que le indicaba.
Brianda se concentró para hacerlo bien a la primera. Era bastante ágil, pero el caballo era muy alto. Contó mentalmente hasta tres, acompañando cada número con una flexión de la rodilla derecha y se impulsó. La presión sobre su cintura aumentó y no cedió hasta que se encontró correctamente sentada sobre la silla. Una inmediata sensación de inestabilidad la empujó a aferrarse con ambas manos al borrén delantero.
—Muy bien —dijo él situándose a un palmo de distancia de los ollares del frisón—. Sujétate fuerte y disfruta.
Durante un rato, Brianda fue incapaz de disfrutar. Estaba completamente alerta a las nuevas sensaciones que estaba descubriendo y que se resumían en una contradicción: sentía miedo y placer al mismo tiempo. Temía que el caballo se encabritara y se pusiera de manos o huyera desbocado. Temía caerse y romperse algún hueso o partirse la espalda y quedarse inválida o matarse. De nuevo las imágenes más retorcidas intentaban vencer a las agradables. Gozaba del cadencioso balanceo, del rítmico chocar de los cascos sobre la tierra pedregosa, de la tensión de los músculos del animal bajo sus muslos. Disfrutaba del silencio y de las sombras que se intuían más allá del espacio que ellos tres ocupaban.
—¿Vas bien? —preguntó él al poco.
—Mejor de lo que pensaba —respondió ella—. Pero, como has dicho antes, a este paso nos costará lo mismo que si fuéramos andando.
—¿Tienes prisa?
—¿Eh? No. Quería decir que no me parece bien que tú vayas caminando.
—¿Quieres bajar ya?
—No es eso… —Brianda no tenía muy claro si él estaba siendo muy complaciente, si la estaba poniendo a prueba o si le estaba tomando el pelo.
—Entonces quieres que suba… —Su voz adoptó un matiz burlón—: Ya no quedan más opciones.
Quedaba una, pensó ella. Que él volviera a ser jinete y ella caminara. Sin duda, a esas alturas de la noche, era la que menos le gustaba.
Él entendió el silencio como una confirmación de su propuesta. Guio al caballo hacia un grupo de piedras y las escaló. Luego indicó a la mujer que soltara los pies de los estribos:
—¿Puedes desplazarte hacia atrás?
Brianda comprendió que tenía que sentarse sobre la grupa para que él pudiera subir al caballo. Tras un salto ágil desde las piedras, él se acomodó sobre la silla.
—Y ahora, agárrate bien fuerte a mí.
Para asegurarse de que ella así lo hacía, cogió las riendas con una mano y apoyó la otra sobre las entrelazadas manos de Brianda, que cerraban el abrazo alrededor de su cintura. Presionó las piernas sobre los costados del caballo y este comenzó suavemente a andar, primero muy despacio y luego un poco más rápido. A los pocos metros, el paso se convirtió en trote.
Entonces Brianda se sujetó aún con más fuerza. No se podía creer lo que estaba sucediendo. En medio de la noche iba a lomos de un negro corcel guiado por un desconocido al que estaba abrazada con todas sus fuerzas, la mejilla y el pecho contra su espalda, los brazos rodeando su cintura. Podía sentir su olor natural a sudor fresco; un aroma que contenía algo elemental, como de fuego, tierra, tormenta y tal vez un sutil recuerdo de tabaco.
Deseó que esos pequeños movimientos continuados que la unían más a él no terminaran nunca. Hacía siglos que no se sentía tan tranquila, tan segura, tan completa. Ahora deseó que Casa Anels estuviera a kilómetros de distancia para que ese viaje inesperado continuara hasta un amanecer infinito.
—¿Esas luces pertenecen a tu casa?
Su jinete se giró y un mechón de su largo cabello oscuro rozó su rostro.
Muy a su pesar, Brianda abrió los ojos y confirmó que entraban en las tierras de la casa de sus tíos. Con un suave tirón de las riendas, el caballo retornó a un paso suave y se detuvo ante la verja del patio. A lo lejos, escuchó los roncos ladridos de Luzer. Él pasó una pierna por encima de la cruz del animal y se deslizó hasta el suelo. Luego ayudó a Brianda a descender.
La tenue luz de las farolas de la fachada principal de Casa Anels permitió que Brianda disfrutara unos últimos segundos de las facciones de él, sobre todo de esa intensa mirada que conseguía desviar la atención de la cicatriz.
—Muchas gracias —consiguió decir por fin—. He tenido suerte de que pasaras por ahí.
—Ha sido un placer —susurró él—. Espero que nos volvamos a ver.
Subió de nuevo al caballo, lo hizo caminar unos pasos y regresó.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Brianda, ¿y tú?
—Corso. Es un nombre italiano.
Lo había sabido desde el primer momento.
Pero ignoraba por qué.