36.
Al comienzo del tiempo de Navidad, Brianda decoró el zaguán y la sala de Casa Anels con ramitas de pino y acebo y Corso encendió un grueso tronco de fresno en el hogar que quemó lentamente hasta la fiesta de Epifanía. El pequeño Johan demostró una alegría desbordante y triunfal cuando golpeó el madero con un palo y recibió como recompensa un puñado de dulces. Como los demás niños de las tierras altas de Orrun, vivía ajeno a las preocupaciones de los mayores, cuyos ánimos no mostraron ese año la alegría reposada y sonriente de otros tiempos en las celebraciones de la encarnación de Dios en el infante Jesús, ni en las fiestas de despedida de salida y entrada de año que fray Guillem había recargado de ayunos, letanías y oraciones de penitencia en expiación de todos los pecados posibles.
Una mañana de mediados de enero de 1592, las campanas de la iglesia de Tiles repicaron con insistencia en señal de aviso. Ni para los llamamientos a las tres misas de Navidad y a los oficios de maitines y laudes habían causado tanto estrépito. El apremiante tañido se extendió por los campos y el sonido reverberó en el valle a los pies del monte Beles y en las mentes de los vecinos durante mucho rato.
—¿Qué habrá pasado? —se preguntó Brianda en voz alta asomándose a la ventana de su cuarto—. No se ve humo y el día está tranquilo.
Corso se levantó de la cama y comenzó a vestirse.
—Viene alguien a caballo —anunció entonces Brianda. Cerró la ventana y buscó sus ropas—. Seguro que trae noticias.
El jinete era Remon, el marido de Gisabel.
—Tengo órdenes del bayle de llamar y convocar a Concejo en la iglesia de Tiles —dijo sin aliento, mientras tomaba un vaso de agua en la cocina—. Deben asistir los amos de cada casa de Aiscle, Tiles y Besalduch. Solo los hombres. Empezará al mediodía.
—El Concejo general se celebra siempre el día de San Vicente en Aiscle —comentó Brianda—. No entiendo por qué convocan otro ahora y aquí. ¿Tú sabes algo?
Remon negó con la cabeza y se marchó.
La mañana transcurrió entre conjeturas. Brianda quería asistir al Concejo, pero Corso insistió en que no lo hiciera. Remon había sido preciso al decir que la convocatoria solo incluía a los hombres y Corso no quería que ella tuviera que pasar por el mismo bochorno sufrido en las Cortes de Monçón, cuando la echaron de malas maneras. Por fin, Corso pidió que ensillaran su caballo y se fue a la iglesia. Cuando llegó, todos los bancos centrales estaban ya ocupados y Jayme, Pere y Marquo terminaban de tomar asiento de frente al público, tras una rudimentaria mesa de madera ubicada ante el altar. Corso se dirigió a la capilla de los de Anels y se sentó solo. Deslizó la mirada por los asistentes y se sorprendió al ver a Alodia en el primer banco. Se preguntó por qué a ella sí la habían dejado asistir a ese Concejo extraordinario.
Jayme fue el primero en tomar la palabra. Sostenía en sus manos un fajo de papeles que ojeaba de vez en cuando.
—Hace tiempo que fray Guillem lleva advirtiéndonos de que un terrible mal se ha extendido entre nosotros. Nuestras plegarias han resultado ser insuficientes, de modo que somos nosotros ahora, como responsables de la jurisdicción civil y criminal, quienes debemos actuar de inmediato para atajarlo. —Señaló a un hombre bien vestido de mediana estatura, aspecto serio y cejas llamativamente pobladas que Corso reconoció como el notario que los había guiado inicialmente en la demanda por la herencia de Lubich—. Arpayón, el notario y procurador de este justiciado, y yo hemos trabajado varios días en la redacción de unos estatutos de desafuero según lo hecho en otros lugares preocupados por las mismas desgracias…
Pere se incorporó en su silla alarmado.
—¿Estatutos de desafuero? ¿Pretendéis renunciar temporalmente a los derechos forales que amparan a los ciudadanos del Reino de Aragón? ¿A qué fin?
—Nuestra situación es tan delicada que no podemos esperar a que la justicia ordinaria resuelva. —Jayme lanzó una rápida mirada a Corso y este comprendió que aludía veladamente a la demora en la resolución de la herencia de su mujer—. El retraso en la aplicación de sus sentencias es de sobra conocido. No podemos esperar más.
—¿Puedo saber qué os mueve a tanta celeridad? —preguntó Pere.
Jayme hizo un gesto a Alodia para que se levantara y se acercara a la mesa. La mujer de Marquo ofrecía un aspecto lastimoso. El cabello recogido en un moño resaltaba la palidez de su rostro y su extremada delgadez. Con los hombros encogidos y las manos apretadas contra su vientre parecía una anciana prematura.
—Nuestros temores —dijo Jayme incluyendo con un gesto de la mano a Marquo, al notario Arpayón y a fray Guillem— se confirmaron en cuanto escuchamos el testimonio de Alodia que ahora compartirá con vosotros. —La conminó a que hablara con la mirada y un leve movimiento de la cabeza.
Alodia miró a su marido y luego a la audiencia y comenzó:
—Mi hijo nació el mismo día de Navidad. Para mí y los de mi casa fue un regalo de Dios que viniera al mundo cuando celebramos el nacimiento de Cristo. Estaba la criatura sana y buena y hace cuatro días amaneció muerta. —Le costaba un gran esfuerzo hablar. Visiblemente nerviosa y con voz temblorosa, añadió—: Tenía la punta de la nariz vuelta y pegada a la cara, la boquita abierta y en los pulsos marcas y pizcos de haber sido agarrada por alguien. —Entonces rompió a llorar—. Mi único consuelo es que fue bautizado nada más nacer. —Sus lloros se intensificaron—. El día de antes mi hijo estaba bueno y las brujas me lo mataron por la noche.
—¡Brujas! —Un murmullo se extendió por la iglesia. Desde donde se encontraba, Corso observó cómo los vecinos cuchicheaban entre sí y hacían gestos de asentimiento con la cabeza, como si por fin hubiera sido nombrado el maligno con aquella palabra que lo hacía cercano y conocido y, por tanto, combatible e incluso vencible.
Jayme esperó pacientemente a que el silencio retornara y entonces preguntó, pronunciando cada palabra con lentitud:
—¿Dirías, Alodia, que alguien te ha mirado mal y que eres víctima de un aojamiento?
La mujer asintió moviendo la cabeza breve y repetidamente de arriba abajo.
—No te preguntaremos que digas su nombre públicamente, porque tal como recogemos en estos estatutos… —Jayme buscó en los papeles y leyó en voz alta—: «Contra tales delincuentes serán hábiles para testificar cualquier hombre o mujer, aunque sean consortes, consocios y conreos del mismo crimen, puesto que este crimen se perpetra ocultamente y con sugestión diabólica. Se procederá contra los delitos sobredichos, no solo por los que de aquí en adelante se cometerán, sino también por los cometidos antes de la confección y publicación de la presente ordenación y estatutos y para ello tomaremos juramento de todos los hombres y mujeres de este lugar, casados y casadas, viudos y viudas para que digan todo lo que saben sobre cualquier persona y acerca de los que resulten acusados de ponzoñería y brujería. También estatuimos y ordenamos que quienes se quieran defender por sí o su procurador lo puedan hacer y si demandaran copia de todo el proceso les sea dada empero sin los nombres de los testigos a fin de evitar escándalos y enemistades…». —Alzó la vista y miró fijamente a todos los vecinos, uno por uno, mientras añadía—: Los delitos de brujería y hechicería son tan enormes y ofensivos contra Dios Nuestro Señor y hacen tan notable daño a las gentes que deben ser castigados de la forma más rápida posible para poder vivir con paz y sosiego. Alodia ha sido valiente al avisarnos de su agresión. Me resulta difícil de creer que nadie más de los aquí presentes haya sido testigo de la acción de brujas y hechiceras…
De nuevo las voces de los presentes rompieron el silencio, pero esta vez de manera desordenada. Las intervenciones de los vecinos se solapaban. Corso escuchó que hablaban de enfermedades y angustias, de discusiones entre vecinos, de viejas que paseaban por la noche, de unos que hablaban mal de la Cuaresma, las bulas y el clero, de otros que sin trabajar se encontraban el trabajo hecho y el pan abundante y caliente porque se lo había proporcionado el diablo, de cantos que escuchaban por la noche, de conocidos que se habían levantado por las mañanas llenos de pellizcos y moratones, del aumento de gatos negros en lugar de los comunes blancos y grises, de los continuos robos que sufrían, de niños que morían con el cuerpo lleno de cardenales, de personas que no olían a cristianas, de unas que habían rehusado ayudar a otras y luego habían abortado y de otras que se habían negado a hacer la señal de la cruz sobre la tierra junto al lavadero…
—¿Cuántos vecinos conocemos que han muerto tan secos como leños o que han rabiado como perros antes de morir? —Jayme se puso en pie y elevó el tono de voz—. ¿No son cada vez más los fatigados y los que andan de mala gana? ¿Cuántos no sentís una mano pesada que se os pone sobre el corazón por las noches? ¿Cuántos no sentís de día el desasosiego, la obnubilación y la irritabilidad por las visiones terroríficas de la noche?
—Muchos de nosotros, Jayme —respondió Pere gritando para hacerse oír—. Llevamos años de alteraciones y escasez, pero lo que proponéis excede nuestro conocimiento. ¿Cómo vamos a erigirnos nosotros mismos en jueces de nosotros mismos?
—Tenemos el consejo de fray Guillem y nos ponemos bajo la protección de su real majestad y del muy ilustre y reverendísimo señor obispo de Barbastro señor nuestro para actuar en su nombre. —Jayme lo miró con una expresión extraña—. Mueren los hombres, los niños y los animales. Las cosechas se pudren y las tormentas, el frío y el granizo destruyen los frutos de los árboles, los trigos, los prados y los pastos. Las mujeres no se preñan y las que lo logran pierden a sus hijos en el parto o a las semanas, como le ha sucedido a Alodia. Un terrible mal se ha extendido entre nosotros, Pere, ¿y vos sugerís que no actuemos para atajarlo…? Las garantías que ofrece el derecho foral al que apeláis convertirían los procesos contra brujas en un largo procedimiento cuando aquí necesitamos una actuación rápida.
Varios vecinos aplaudieron su intervención. Satisfecho, Jayme concluyó:
—Marquo leerá estos estatutos y desafueros, necesarios para la prisión y el castigo de las personas maléficas, y útiles y provechosos para el bien de este justiciado por cuanto se otorgan para acabar con el daño y la ruina que hay en estos lugares y castigar a quienes ofenden a Dios nuestro Señor, en cuyo servicio actuaremos. Nombraremos dos vecinos de entre vosotros para formar parte de este Concejo y el notario Arpayón firmará y ratificará el documento.
Corso escuchó con atención la lectura del documento por parte de Marquo. Quería conocer con absoluta precisión la naturaleza de ese enemigo contra el que a partir de ese día debería proteger a él y a su familia. En ningún momento lo visualizó como un monstruo con rabo y cuernos y por eso mismo la inquietud creció en su pecho. A cualquier animal de las profundidades del infierno lo podría atravesar con su espada. Sin embargo, a ese ser intangible engendrado del miedo, el resentimiento, la desconfianza, el hartazgo y la envidia, difícilmente podría mirarlo directamente a los ojos para calcular su próximo movimiento. Escurridizo, ladino y hábil, como el peor de los traidores, mostraría su rostro cuando ya fuera demasiado tarde para reaccionar. Las palabras que salían de la boca de Marquo, anunciadas por Jayme, eran más peligrosas que todas las batallas juntas en las que él había tomado parte.
En cuanto el justicia terminó de leer, Corso se levantó y se marchó con paso ágil, ajeno a las miradas de reproche que se clavaron en su espalda.
Ya en Casa Anels, Corso ordenó que Leonor y Brianda se reunieran con él en la sala. Cuando ellas acudieron, cerró las puertas con llave y las hizo sentar a su lado cerca del fuego para contarles en voz baja el contenido de la reunión. Quería asegurarse de que nadie escuchaba la conversación.
—Han acusado a las hechiceras, brujas, maléficas o sortílegas de todas las desgracias del valle con sus malas artes, hechicerías, polvos ponzoñosos y ungüentos venenosos que emplean por orden del diablo. Para poner remedio, el Concejo ha aprobado un estatuto de desafuero por el cual cualquiera puede ser sospechoso y legítimamente acusado de brujería, sin necesidad de otra información. El justicia podrá capturar a cualquiera en cualquier momento y con mayor rapidez en caso de sospecha de fuga por su mero oficio, sin observar ninguna solemnidad judicial o foral del Reino de Aragón.
—¿Marquo…? —Brianda no podía imaginarse al joven deteniendo a cualquier vecino del valle por una cuestión tan poco consistente como una acusación por brujería lanzada por cualquier persona—. ¿Y él está de acuerdo con su nuevo trabajo?
—El documento lo han redactado Jayme, el notario y él mismo, luego está de acuerdo con todo. Y no solo eso. Se encargará de los procesos e interrogatorios de acusados y testigos y dictará sentencia aunque sea de muerte, aconsejado por el Concejo. También recomendará el género de tormento que le parezca. Han nombrado a dos síndicos, Domingo el carpintero y Remon de Lubich, para formar parte del tribunal y no han rehusado. —Corso soltó un resoplido—. ¿Cómo iban a hacerlo? Si lo hacen incurren en pena de doscientos sueldos jaqueses por cada vez que rehúsen.
—¡Cielo santo! —exclamó Leonor—. ¿Y nadie ha protestado?
—Después de escuchar a Alodia, ha habido una especie de reconocimiento conjunto de lo que antes solo era una sospecha de la que nadie hablaba abiertamente.
—¿Y qué hacía Alodia allí? —preguntó Brianda.
—La han llevado para que contara cómo las brujas habían matado a su hijo recién nacido.
—¡Las brujas! —soltó Leonor enfadada—. Aldonsa me contó que una de las criadas de Alodia le había dicho que el niño había muerto asfixiado bajo sus pechos. Si no bebiera tanto vino estaría más alerta. ¡Vaya excusa ha buscado para explicar su insensatez!
—Me temo que ahora nadie creería otra versión —dijo Corso—. Ha encendido una mecha peligrosa.
—Te veo intranquilo, Corso. —Brianda lo miró con el ceño fruncido—. ¿Qué debemos temer nosotros si nuestra conducta es correcta?
Corso tomó su mano.
—Brianda… Las que son buenas acciones y razones para uno son cuestionadas por otros. ¿Hice bien en huir con Surano del ejército de su majestad? Sí, porque esa decisión me llevó a ti. Pero siempre seré un desertor. ¿Podrías asegurarme que nadie te ha mirado nunca mal? ¿Seguro que tú nunca has mirado con odio a alguien? Además, con lo que han dicho esta mañana, no es necesario que los delitos se hayan consumado. Basta con que existan rumores sobre ellos.
Un escalofrío recorrió la espalda de la joven.
—¿Y qué podemos hacer contra eso? ¿Encerrarnos en casa? ¿Dejarnos de hablar con nuestros vecinos?
—Te lo dije hace unas semanas, Brianda, pero no te lo tomaste en serio. —Por primera vez desde que lo conocía, Brianda percibió un deje de desesperación en su voz—. Vayámonos…
—¡Irnos! —Brianda se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro de la estancia—. ¿Adónde? Este es nuestro hogar…
—A cualquier lugar donde nadie nos conozca. —Corso se dirigió a Leonor—. ¿Soy el único que siente una amenaza sobre los de esta casa?
—Acabas de decir que actuarán con mayor premura cuando exista sospecha de fuga —respondió Leonor—. Una huida os haría parecer culpables.
—Cuando digo de marcharnos, os incluyo también a vos…
Leonor movió la cabeza a ambos lados.
—Yo no iré a ningún sitio. Que sea la voluntad de Dios. A mi edad, mi único deseo es que cuando llegue mi hora, mis restos descansen junto a los de Nunilo.
Ahora fue Corso quien se levantó impaciente.
—¡No puedo creer lo que oigo! ¿Qué tiene esta tierra que os apegáis a ella con peligrosa devoción? —Se acercó a Brianda y apoyó las manos en su cadera—. Siempre he respetado tus decisiones y te he respaldado, pero te pido, te suplico y te ordeno que te apresures a recoger tus cosas y las del pequeño Johan. Esta noche dormiremos en el monasterio de Besalduch y mañana emprenderemos viaje a tierras catalanas, algo que hacía tiempo que deseábamos hacer para conocer Barcelona, si alguien pregunta. El desafuero no durará siempre. Algún día volveremos.
—Marcharnos de Tiles… —murmuró Brianda.
Miró a Leonor en busca de consejo. Esta sacó un pañuelo de la manga de su jubón y se enjugó los ojos mientras decía:
—Tal vez Corso tenga razón. Yo cuidaré de la casa en vuestra ausencia. Os echaré de menos, sobre todo al pequeño. —Se puso en pie—. Avisaré a Cecilia para que se prepare también. Os la llevaréis para cuidar de Johan.
En cuanto se puso el sol a media tarde, Corso, Brianda y Cecilia se alejaron de Casa Anels. Para poder viajar más rápidamente, habían reducido sus pertenencias a lo que pudiesen llevar cada uno en su caballo y en un cuarto que Corso ató a la silla del suyo. La bolsa de cuero que colgaba de su cinturón contenía suficiente dinero para cubrir sus necesidades durante un año al menos. El pequeño Johan, excitado por la novedad, cabalgó con Cecilia.
Al abad Bartholomeu no le dieron ninguna explicación sobre el verdadero motivo de su viaje, aunque este ya conocía el contenido de la reunión del Concejo por uno de sus frailes, que se había encontrado con el carpintero Domingo. Sin entrar en detalles, Corso le explicó que tenía familia en Barcelona a quien no veía desde que vivía en Tiles. El abad les ofreció alojamiento para esa noche en dos cuartos contiguos en los que hacía el mismo frío que en el exterior.
Abrazada a Corso en un estrecho catre, Brianda rezó para que todo saliera bien. Recordó su viaje a las Cortes de Monçón con nostalgia. Hacía siete años de eso. Siete años en los que todo había cambiado. Entonces había emprendido un viaje con retorno a un mundo que ya nunca sería igual. Ahora se marchaba sin saber cuándo retornaría ni qué se encontraría al regresar en el caso de que pudieran hacerlo. Si no fuera por Corso, ante ella solo vería oscuridad. Junto a él, hasta esa nueva aventura le parecía soportable. Aunque en unas horas tuviera que volver la vista atrás para despedirse del monte Beles…
Al amanecer del día siguiente, el abad Bartholomeu llamó a la puerta de su celda.
—Vestíos y salid —susurró con voz y semblante preocupados por el resquicio cuando Brianda abrió—. Os buscan.