32.
Las horas dejaron de existir en aquella habitación que la había visto crecer y que ahora se había convertido en su prisión. Brianda no sabía si habían sido dos o tres las veces que la luna había desaparecido para volver a salir y ceder de nuevo su lugar en el cielo a un sol pálido que alumbraba un mundo silencioso y helado. Junto a la puerta, había una bandeja con algo de pan y queso que no había probado. Intentó recordar cuándo se la habían llevado. Tal vez hubieran aprovechado algún momento en que su abatimiento se había convertido en sopor para deslizarla sigilosamente.
Se levantó de la cama, caminó vacilante hacia la ventana que daba al sur y observó su reflejo borroso en uno de los vidrios empañados por el frío. Estaba pálida y ojerosa y su cabello enredado y destrenzado le hacía parecer una de esas viejas campesinas viudas y solitarias a cuyo paso la gente se apartaba. Apoyó una mejilla sobre la helada ventana y emitió un profundo suspiro. La felicidad era un estado de ánimo escurridizo para ella.
De pronto, oyó un estrépito abajo en el patio. Frotó con la mano la fina y húmeda capa que emborronaba su visión y distinguió a una docena de hombres a caballo, de cuyos hocicos y ollares salía un denso e intermitente vaho, terminando de cruzar el portón de entrada. A la cabeza, un hombre envuelto en una capa negra se inclinaba ligeramente sobre la cruz de un frisón negro. El corazón le dio un vuelco. Era Corso.
Abrió la ventana y gritó su nombre. Corso alzó la vista unos instantes y con un gesto de la mano le indicó que permaneciera tranquila. Su atención se centró entonces en otra persona. Jayme de Cuyls apareció abrochándose el jubón y maldiciendo contra los criados de Lubich por haber permitido el paso a los otros.
—¡Pero si son los hombres del difunto Nunilo! —protestó Remon—. ¡Nunca se les ha prohibido la entrada a esta casa!
—¡Soy yo quien decide quién puede entrar aquí y quién no! —le gritó Jayme mientras se acercaba a Corso—. ¿Eres tú el cabecilla de este grupo? Tu rostro me resulta familiar. ¿A qué se debe esta inesperada visita a estas horas de la mañana?
Corso lo observó. Recordaba a Jayme de Cuyls del día que Surano le pidió que lo espiara, a él y a Medardo, en las Cortes de Monçón y se percató de que no apartaba la vista de Johan de Lubich. Después habían coincidido en el regreso a Tiles, cuando Brianda cayó enferma. También lo había visto en la iglesia la misma mañana en la que sus partidarios frustraron la celebración del Concejo en Aiscle antes de matar a Nunilo. Pero nunca había hablado con él directamente. Así que ese era el hombre que deseaba arrebatarle Lubich a Brianda… Controló el impulso de desenvainar su espada y atravesar su corazón. Ahora que ya no tenía razones para huir, un asesinato lo conduciría directamente a la horca.
—Soy el señor de Anels y vengo en busca de mi esposa —respondió con toda la calma de la que fue capaz.
Jayme echó un paso atrás sorprendido. Lo miró con detenimiento y reconoció a aquel compañero de Surano de Aiscle.
—Corso… —Frunció el entrecejo—. Ya mandamos aviso con uno de los criados de que Brianda deseaba quedarse un tiempo en su casa.
—Su casa está donde estoy yo. ¿Acaso no os ha dicho que estamos casados?
—¡Ese matrimonio no tiene validez! —dijo Elvira saliendo del patio interior, donde había estado escuchando, y acercándose a ambos—. ¿Cómo pudiste pensar ni por un instante que consentiría que mi hija se casara con alguien como tú?
Corso introdujo la mano en su jubón y extrajo un documento.
—Tengo copia del papel que guarda el abad de Besalduch con todas las bendiciones. Si queréis, podéis hablar con él, pero no me iré de aquí sin Brianda.
—Ella no desea saber nada de ti —adujo Elvira con obstinación—. Regresó porque se dio cuenta de su error enseguida. La vergüenza le impide enfrentarse a ti.
Corso soltó una carcajada.
—Me gustaría escuchar eso de sus labios. —Alzó la vista hacia la ventana desde donde ella le había llamado y gritó—: ¡Brianda! ¿Por qué no bajas? ¿Tal vez no deseas venir conmigo a Anels?
—¡Corso! —Brianda se asomó peligrosamente—. ¡Estoy encerrada! ¡Sácame de aquí!
El rostro de Corso se ensombreció. Agachó la cabeza, apretó los dientes para controlar su ira, respiró hondo y saltó de su caballo mientras desenvainaba su espada para empuñarla contra el pecho de Jayme. Antes de que nadie pudiera reaccionar, sus hombres lo imitaron y rodearon a los criados de Lubich, con quienes tantas peleas habían compartido.
—Subid a por ella —ordenó Corso a Elvira—, si no queréis perder también a este hombre. —Con un gesto indicó a un par de los suyos que la siguieran.
Al poco, Brianda salió de la casa seguida de su madre y corrió hacia el frisón, conteniendo las ganas de lanzarse a los brazos de Corso. Antes de montar se detuvo.
—¡Cecilia! ¡No puedo marcharme sin ella! —Si no había acudido a verla es porque la tenían encerrada otra vez.
Regresó a la casa, bajó a la bodega y la liberó, pidiéndole que fuera rápidamente a por sus cosas. De nuevo en el exterior, Brianda le dijo a Corso:
—Quiero mis arcas con mis pertenencias. Está todo preparado en mi cuarto.
Corso miró a Elvira.
—¿Mandáis a por ellas o preferís que vuelva otro día?
Elvira hizo un gesto con la cabeza y los mismos criados escoltados por los hombres de Corso hicieron varios viajes mientras otros aparejaban unas mulas. Cuando todo estuvo preparado y Brianda ya había subido a su caballo, Corso apartó la espada del pecho de Jayme y montó tras ella. Aún se acercó a Jayme y a Elvira una última vez y les dijo:
—Tened una cosa bien clara: Brianda es ahora la esposa de Corso de Anels y como tal tendrá mi apoyo en todo lo que desee. Cualquiera que la moleste, sea quien sea, pagará por ello.
Cubrió a Brianda con su capa, hincó los talones en los costados del caballo y partió al galope. Abrazada a su cuello, Brianda solo tuvo unos instantes para intercambiar una mirada con su madre antes de que Lubich se convirtiera en una mancha gris en el horizonte. Sentía alivio por irse de allí, por estar de nuevo con Corso, pero también una gran pena porque las cosas tuvieran que ser de esa manera. Seguía sin comprender qué se había apoderado de Elvira para permitir la entrada en Lubich y en su vida de uno de los cabecillas rebeldes causantes de la muerte de su padre. Le costaba creer que el miedo a la soledad de una viuda fuera tan fuerte como para enterrar los siglos de honor y gloria de las generaciones de Lubich.
Continuaron al galope hasta el desvío que conducía a Anels. Allí, Corso redujo la velocidad y enterró la cara en el cuello de ella.
—Tres noches, maldita sea —masculló—. Te dije que nunca más pasaría una sin tu compañía…
—Entonces, ¿por qué tardaste tanto? —intentó bromear ella. Posó su mano sobre la herida y él hizo un gesto de dolor—. Recaerás por mi culpa…
—Una y mil veces. —Corso se incorporó para mirarla con ojos centelleantes y luego se inclinó para besarla con voracidad, como si temiera que pudiera desaparecer antes de saciarse de su sabor.
Brianda se apretó contra él y disfrutó del calor que comenzó a recorrer su piel hasta que él se apartó bruscamente.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Un grupo de jinetes.
Ella se giró y distinguió a media distancia una tela carmesí y oro ondeando sobre un asta. Unos destellos surgían de las picas y mosquetes que portaban los hombres.
—¿Soldados?
—Del rey. —El rostro de Corso reflejó preocupación.
Brianda ahogó un gemido. Su esposo seguía siendo un desertor del ejército de su majestad. Era imposible que hubieran subido hasta las montañas a por él, pero se sintió inquieta.
—Retrocedamos hasta juntarnos con los nuestros —propuso rápidamente.
Corso tiró de las riendas y deshizo el camino. Enseguida se toparon con los de Anels y las mulas cargadas. Brianda le pidió a Corso que se cambiara de caballo y se hiciera pasar por uno de los lacayos.
—Yo hablaré con ellos —dijo peinándose el cabello con las manos y recogiéndoselo en una trenza para ofrecer un mejor aspecto que el que sabía que tenía después del encierro.
Continuaron adelante hasta que se encontraron frente a frente con un grupo de unos veinticinco soldados vestidos con casacas forradas con paño sobre sus jubones, polainas abotonadas hasta la rodilla y caras enrojecidas por el frío. Los capotillos con las mangas abiertas con las aspas de la cruz de Borgoña cruzándoles el pecho y la espalda no dejaban lugar a dudas: eran soldados reales. Brianda se preguntó qué hacían por esas tierras. Uno de ellos se adelantó. Su cara era alargada y lucía una barba castaña recortada en punta. Llevaba una vestimenta de cuero grueso de color marrón bajo un coselete completo y un morrión con penacho de plumas rojas. Su caballo era el único adornado con una rica manta y otro penacho de plumas en lo alto de la coraza que recubría su cabeza.
—Soy el capitán Vardán.
—Y yo Brianda de Lubich. —Adoptó una pose altiva—. ¿A quién buscáis?
El capitán la observó con atención. Por sus ropas, su montura, sus modales y su compañía, dedujo que la joven pertenecía a la nobleza de esos lugares.
—Tenemos órdenes de su majestad de vigilar los pasos con Francia.
—Sois pocos para tanta montaña.
Vardán esbozó una sonrisa.
—Hay más en Aiscle. Pronto seremos tres mil para aquietar este territorio. Espero que eso os alivie.
Brianda se esforzó para no mostrar ningún signo de alarma y no delatar sus sentimientos. Ni todos los hombres del condado juntos podrían hacer frente a un ejército real de ese tamaño.
—¿Acaso se ha resuelto ya el pleito por la posesión del condado de Orrun? —preguntó con cierta indiferencia.
—¿Os agradaría que así fuera? —El capitán entornó los ojos y Brianda supuso que calibraba en qué bando situarla—. Su majestad ha ordenado que suplamos la incompetencia del conde en limpiar el país de alborotadores franceses y catalanes y terminar con el bandolerismo sin ley.
—Una voluntad digna de agradecimiento —murmuró Brianda con toda la convicción de la que fue capaz, pues por dentro se sentía desanimada. El rey ordenaba apagar el fuego que él mismo había encendido. Las muertes de Nunilo y Johan no habían servido para nada.
El capitán permaneció unos segundos en silencio, recorriendo con su mirada el grupo de hombres armados tras Brianda. Temiendo que se fijara en Corso, ella se apresuró a explicar:
—Me dirijo con mis pertenencias a mi nueva casa. Como veis por mi escolta, mi esposo, el señor de Anels, también teme a los bandoleros.
En el rostro de Vardán se dibujó la sorpresa. Introdujo su mano en el jubón y extrajo un documento cerrado con lacre.
—Traigo varios mensajes del rey para los señores de las montañas. Uno de ellos va dirigido al de Anels… Tenía entendido que era un hombre mayor. Me sorprende que haya tomado una esposa tan joven.
—El anterior señor murió. Mi esposo es su hijo. —Brianda señaló al este—. Nuestra casa está allí mismo, pero si queréis yo misma se lo daré. Me honra que su majestad recuerde a aquellos a quienes recibió en las Cortes de Monçón.
El capitán extendió el brazo y se lo entregó.
—Confío en que lo haréis. —Alzó el brazo derecho e indicó a sus hombres que se apartaran—. Una cosa más. ¿Es este el camino a Lubich?
Brianda hizo un gesto de asentimiento.
—Está a media legua. Tened por seguro que allí os recibirán bien.
Ella hubiera jurado que el tono de su voz había sido neutro y no mordaz, pero el capitán arqueó una ceja ligeramente.
—¿Y sabéis dónde no lo harán? —preguntó él.
Brianda se encogió de hombros.
—Averiguar eso es parte de vuestro trabajo…
Destensó las riendas y golpeó con los talones los costados del caballo, que comenzó un paso ligero. Se mantuvo erguida hasta que dejó atrás el lavadero junto a la fuente, donde Aldonsa y otras criadas de Casa Anels llenaban varios cántaros, y llegó a la era de la que sería su casa a partir de entonces. Allí, se apoyó sobre la cruz y lanzó un resoplido. Las manos le temblaban.
Corso llegó a su lado.
—Has sido hábil —le dijo—. ¿Qué te ha dado?
—Una carta del rey para ti. —Se la entregó—. Me ha dicho que trae misivas para varios señores. Temo conocer su contenido, que imagino.
—Tendrás qué decirme qué pone —dijo él devolviéndosela—. No sé leer.
Brianda rompió el lacre, leyó el documento en silencio y chasqueó la lengua.
—Nos avisan de que la resolución del rey de incorporar el condado de Orrun a la Corona es definitiva. Luego nos hacen una oferta generosa para abandonar la causa del conde. —Lo miró a los ojos—. Esta nunca fue tu guerra y es posible que te encuentres en el bando perdedor.
Corso descendió de su caballo, se acercó a ella y le tendió los brazos para ayudarla a hacer lo mismo mientras le decía:
—Ahora podría ser uno de esos soldados que acabas de ver, con ropas desgastadas, mirada apagada y ganas de algo de pillaje con el que mejorar mi situación. Ningún soldado elige por qué lucha, pero por esta guerra te conocí y ahora soy quien soy. —Acarició su cabello oscuro con ambas manos y luego la abrazó—. No puedo sentirme más victorioso.
Brianda levantó la vista al cielo, donde brillaba un sol pálido, casi blanco por la tenue neblina que lo cubría. En esos momentos, su único deseo era entrar en ese edificio y encerrarse allí con él, en el cuarto desde el cual se divisaban, entre los campos desiertos, los tejados humeantes de las casas de Tiles, aparentemente ajenas a los disgustos del tiempo; engañosamente tranquilas ante las decisiones de hombres como el rey, el conde, o el señor a quienes sus habitantes se debían; ilusoriamente satisfechas con su existencia en ese lugar hermoso pero alejado, frío e inhóspito. Se apretó contra él para que su cuerpo frenara el temblor de su inquietud. Solo junto a Corso sentía que nada debía temer.
Él era ahora su porvenir, desconocido, pero amado y deseado.