15.

La profunda reverencia se le hizo eterna. Por fin, cuando el movimiento de Johan a su lado le indicó que podía incorporarse, Brianda pudo conocer al rey Felipe II de España y I de Aragón. Esa figura vestida de negro de arriba abajo que transmitía cansancio y cierto tedio los miraba con el ceño fruncido desde su asiento, irritado porque esos rudos hombres hubieran irrumpido en las Cortes con sus modales poco civilizados, sus amplias ropas, sus cabellos y barbas largas y sus pieles curtidas. El rey tenía el semblante pálido, como si estuviera enfermo, pero la gravedad y seriedad de su expresión, pensó Brianda, solo podían ser consecuencia de muchos años de mesura y compostura. El pelo corto y cano, el rostro alargado, la frente extremadamente ancha y la barbilla afilada configuraban la imagen de un hombre que infundía temor. Las rodillas comenzaron a temblarle y deseó poder esconderse tras la espalda de su padre.

A su lado, Johan mantuvo los hombros erguidos y una perceptible impavidez aun cuando uno de los secretarios, de cabello escaso y corto, que lucía perilla y bigotes con las puntas levantadas hasta sus carnosas mejillas, se dirigió a él con aire contrariado:

—¿Quiénes os creéis que sois para presentaros de esta manera?

—Soy Johan de Lubich, del lugar de Tiles, en el norte del condado de Orrun. Me acompañan Nunilo de Anels y Bringuer de Besalduch con su hijo Marquo. Debo exponer a su majestad la realidad en la que vivimos. Los síndicos del pueblo se han apoderado del gobierno, jurisdicción y rentas del condado. Con el tiempo se han enseñoreado de tal manera que tienen escuadra y lacayos y allí no se hace sino lo que ellos quieren, hasta el extremo de cometer viles agravios y afrentas como la que ayer tuvo que soportar mi hija y que ella misma os narrará.

Apoyando su mano en la espalda de su hija, Johan le indicó que se adelantara y hablara. Brianda sintió los ojos de todos los hombres que había allí clavados en su espalda, atentos a sus palabras, pero no pensaba ni arredrarse ni ofrecer una imagen lastimosa que avergonzara a su padre. Respiró hondo mientras se repetía que el miedo no existía en las conversaciones de Lubich y se concentró en exponer los hechos de manera clara y concisa. Cuando terminó, una leve presión en el brazo le aseguró que Johan la felicitaba por haberlo hecho bien.

—Su majestad tiene asuntos más importantes en estas Cortes que escuchar los disgustos de vuestra hija —comentó el secretario en tono jocoso.

—¡Majestad! —interrumpió entonces Nunilo—. ¡Los sublevados no son sino bandidos que defienden sus actos por los privilegios reales que dicen tener y pretender defender con las armas!

El rey se irguió en su silla mientras el secretario replicaba con el rostro encendido:

—¡Medid vuestras palabras! ¿Os atrevéis a acusar a su majestad de connivencia?

—¡Preguntadle al conde don Fernando! —exigió Bringuer en voz alta.

El secretario miró al rey y este hizo un gesto de asentimiento con la mano. Un murmullo se extendió por la iglesia mientras todos esperaban a que el conde de Orrun se acercara al altar.

Brianda había visto a don Fernando en Lubich cuando era pequeña. Lo recordaba delgado, de nariz grande y labios gruesos. Había tenido unas palabras para ella que ahora cobraban un nuevo sentido:

«¿Tú eres la hija de Johan? Si no fuera por la sangre de gente como él… Espero que nunca tengas que lamentar haber nacido en Lubich».

El conde se acercó por el pasillo central y saludó a los hombres de la montaña con afecto, pero también con el distanciamiento propio de su posición, acentuado por las ricas y elegantes ropas que llevaba en comparación con aquellos. Vestía un jubón negro guateado de cuello alto con una pequeña gorguera y un cinturón adornado con granates. Como la mayoría de los presentes, también lucía el cabello corto y un arreglado bigote. Le acompañaba Pere de Aiscle, un hombre alto, delgado y rubio de aspecto serio y cansado.

Pere se acercó a Johan y le susurró con un tono levemente recriminatorio:

—Has sido osado, Johan. El conde lleva esperando días a que lo atienda.

—Debería estarme agradecido, entonces. —La expresión de Johan se ensombreció—. Si hubieran querido ultrajar a su hija, él también habría adelantado la visita.

—¿Quién es el secretario del rey? —preguntó Nunilo, también en voz baja.

—Diego Fernández de Cabrera, conde de Chinchón… —respondió Pere.

Nunilo resopló mientras Johan comentaba:

—Mal asunto.

Brianda hubiera querido preguntarle a su padre qué quería decir con aquello, pero el conde de Chinchón llamó su atención con ironía:

—Si habéis terminado con los saludos, su majestad desearía escuchar qué tiene que decir el conde de Orrun. Pero antes, Johan de Lubich, haced el favor de llevaros de aquí a vuestra hija.

Johan dio un paso al frente, apoyando temerariamente un pie sobre las escaleras del altar. Dos soldados se apresuraron a acercarse.

—Mi hija se queda conmigo —dijo con firmeza—. Algún día será ella quien tendrá que defender los intereses de Lubich.

Pere lo sujetó del brazo.

—El rey está teniendo mucha paciencia, Johan, dadas las circunstancias. Le diré a uno de mis criados que la acompañe a la casa donde me alojo.

—Si ella se va, nos iremos todos —aseveró Nunilo—. Tal vez el conde prefiera seguir solo…

El rey zanjó la cuestión saludando al conde con familiaridad y recordando públicamente la amistad que había disfrutado con su padre cuando, siendo príncipe, lo había acompañado en sus visitas a Inglaterra, Francia, Italia y Flandes. Recordó también que, por sus méritos en hazañas de guerra y otros servicios, había recibido diversas compensaciones. Por fin, con un gesto de la mano, lo invitó a que hablara.

—Sobre el condado de Orrun —comenzó el conde— hay pleito entre vuestra majestad y mi persona. Hace más de veinte años requeristeis formalmente a mi padre, el entonces conde, que no se entrometiera más en dicho feudo ni entrase en él, y que los de allí no le pagasen los frutos y rentas sino a vuestra majestad. De manera inesperada e injustificada desposeísteis a mi padre del condado, incorporándolo a la Corona con sus fortalezas, jurisdicción y rentas, alegando simplemente que el feudo original había expirado.

—Su majestad conoce estos datos, don Fernando —interrumpió el conde de Chinchón—. Os ruego brevedad.

Se oyó un nuevo murmullo y el secretario pidió silencio. Don Fernando respiró hondo y continuó:

—Mi padre recurrió entonces para hacer valer sus derechos y sabéis tan bien como yo que el tribunal de justicia dictó sentencia a su favor. Desde entonces, esta disparidad de criterios no ha servido sino para mantener la tierra en constante batalla. Cuando murió mi padre, hace cuatro años, y yo heredé el título, pedí al virrey de Aragón que me diese la investidura y posesión del condado, admitiéndome todos los homenajes de príncipe feudatario. Solo recibí excusas. Acudí a vos de nuevo hace tres años…

El rey, impaciente, le interrumpió por primera vez:

—¿Excusas, decís? ¿Acaso no pedí información a mis ministros y a los abades de esta tierra?

—Majestad, la realidad es la que os ha narrado Johan de Lubich. Allí no hay oficiales reales que osen subir ni a informarse ni a ejecutar provisiones de ninguna audiencia, pues los que lo han hecho han sido maltratados y los que todavía no, han sido avisados de que no subiesen. Los pleitos que tenéis con el condado de Orrun no hacen sino dar alas a los que no quieren ningún señor.

El conde de Chinchón contraatacó:

—¿Y qué me decís de vuestra actitud? ¿Desconocéis la acusación de que vuestros partidarios explotan a los pueblos y a los particulares con exacciones abusivas? ¿Y qué hacéis vos? ¡Nada! Cuando no se cumplen las peticiones del pueblo, ¿qué esperáis sino que la gente más inquieta apele a las armas?

—¡Nosotros no cometemos ningún abuso! —saltó Nunilo—. ¡Son ellos quienes quebrantan los derechos de nuestra tierra al impedir la reunión de nuestro Concejo General! ¿Por qué razón queréis acabar ahora con nuestros derechos? ¿Acaso no hemos servido siempre a nuestro conde y él a vuestra majestad?

—¡Su majestad respeta nuestra legalidad de usos, fueros, libertades, derechos y privilegios! —bramó el conde de Chinchón—. ¡Pero debe velar también por todos y cada uno de sus súbditos! ¿Cómo queréis que frene la tendencia de los pueblos a emanciparse de sus señores? La legalidad de un condado no reconoce la perpetuidad de feudos y señoríos. No vemos qué interés pueden tener los habitantes de Orrun de seguiros a vos si pueden servir directamente a su rey…

Otro murmullo, esta vez más fuerte, interrumpió la discusión. El secretario pidió silencio varias veces, pero el público no le hizo caso. Por fin, un hombre vestido con un hábito morado gritó desde el primer banco de la parte del Evangelio, donde se sentaban los prelados y eclesiásticos de los reinos de Aragón y Valencia:

—¡Majestad, detened este despropósito de inmediato! —El murmullo cesó y todos escucharon con atención—. Primero entran aquí sin ser citados y después nos obligan a aceptar la presencia de mujeres en estas Cortes. ¿Cuántas hay como ella, herederas de sus casas? ¿Debemos entonces admitirlas a todas? ¡O la echáis o nos vamos!

Una gran ovación acompañó sus palabras. El conde de Chinchón, el rey y otros secretarios intercambiaron unas miradas indecisas, pero antes de que pudieran decidir cómo resolver el asunto, un grupo de hombres se acercó al altar en actitud amenazadora. Asustada, Brianda se agarró al brazo de su padre.

Bringuer ordenó a su hijo:

—¡Llévala a la calle y espéranos allí con ella!

Marquo miró a Johan, que asintió con la cabeza. Tomó a Brianda de la mano y la condujo hacia uno de los laterales, abarrotado de hombres que se habían levantado de sus bancos ocupando los espacios libres y dificultando la circulación.

De pronto, Brianda notó que la presión de la mano de Marquo cedía y que decenas de brazos la zarandeaban, desplazándola como si fuera un saco mugriento del que se quisieran liberar. Los gritos e insultos la aturdían. El calor y el mal olor la asfixiaban. Sin saber cómo, un último empujón la impulsó fuera de la iglesia. Cayó al suelo del rellano del que partían las escaleras que poco antes había ascendido orgullosa del brazo de su padre y, antes de que tuviera tiempo a reaccionar, las puertas se cerraron con un golpe sordo que le resultó insultante. Unas risas llamaron su atención y se dio cuenta de que la gente congregada en la plaza estaba disfrutando del espectáculo que ella había protagonizado sobre la escalinata de la iglesia muy a su pesar. Miró a su alrededor sin saber qué hacer ni adónde ir y los ojos se le llenaron de lágrimas. Algún día, ella tendría que hacerse cargo de las tierras y de las rentas de Lubich y defender sus derechos como si fuera un hombre, así que ¿por qué no podía disfrutar del privilegio de enterarse de los asuntos del condado que la afectaban tan directamente? Recordó entonces las palabras que su padre había pronunciado y se puso en pie, sacudiéndose el polvo de la ropa. Los de Lubich no se humillaban fácilmente.

Tres muchachos desharrapados se escurrieron bajo las lanzas de los guardas y se le acercaron. Brianda se dio cuenta de que uno no apartaba los ojos de la joya de su cuello y trató de ocultarla con la mano, pero ellos no dejaban de aturdirla con un baile de sucias manos para tocarla y una retahíla de frases y risas con aliento pestilente. Le resultaron desagradables, y además parecían enfermos, pues tenían costras negras en la boca y manchas punteadas en la piel. El más insistente extendió una mano hacia su cuello y trató de prender su colgante. Instintivamente ella le asestó un manotazo y salió corriendo escaleras abajo sin poder librarse de las odiosas risas de la gente. Le pareció que los guardias también sonreían. Intentó abrirse paso sin éxito por la barrera humana, seguida a cada paso de los mendigos que no dejaban de molestarla. Solo quería que se callasen y apartasen sus sucias manos de su ropa…

Se dirigió hacia el muro exterior de la iglesia, deseando encontrar un hueco entre la gente por el que escapar de ahí. De pronto, chocó contra algo duro y metálico y las rodillas le flaquearon. Unas fuertes manos atenazaron sus brazos. Alzó la mirada y distinguió un uniforme militar y enseguida un ancho rostro, curtido por el sol, con perilla y bigote de color castaño claro. No conocía a ese hombre, pero juraría que sus facciones le resultaban familiares. Se apretó contra él en busca de asilo, segura de que un militar defendería a una joven de la nobleza.

Entonces, una sombra surgió tras ambos y se deslizó con rapidez hacia sus perseguidores. No dijo nada; simplemente se plantó ante ellos con una mano apoyada en la espada, proyectando una oscura y desafiante figura sobre la tierra. Los otros se detuvieron, frustrados y rabiosos al reconocer que la diversión había terminado, lanzaron varios juramentos y, por fin, se marcharon. También las risas cesaron en la plaza. La sombra se giró y, a medida que se acercaba adonde estaba Brianda, se fue convirtiendo en un hombre alto y fuerte de cabello largo y negro, también vestido de militar, que caminaba ligeramente encorvado, como si no estuviera acostumbrado a levantar la vista del suelo.

El primer hombre dijo con sorna:

—¡Mi pobre amigo italiano! Te has quedado con ganas de probar la nueva espada que ayer te dio su majestad, ¿verdad? Otra vez será.

Cerca de ella, varias personas cuchichearon al reconocer al mejor corredor a pie y caballo en la importante carrera de la feria de San Mateo de ese año. Movida por la curiosidad, Brianda se fijó mejor en él. Contempló su rostro y sintió un escalofrío tan intenso que cruzó los brazos sobre su pecho para detener el temblor de su cuerpo. Ningún polvo de árbol, planta, insecto, molusco o piedra podría conseguir la tonalidad negra y rabiosa, como una noche de tormenta, de los ojos del hombre. Ningún escultor jamás podría tallar con acierto la tensión proporcionadamente repartida por su frente, sus mandíbulas y sus labios. Ningún pintor acertaría a captar su expresión incierta, opaca, inescrutable, en la que creyó descubrir un débil destello de expectación. En conjunto las facciones, la envergadura física y los gestos correspondían a un hombre joven, fuerte, agraciado y sano; pero, sin saber por qué, ella percibió el siniestro aliento del desasosiego.

El militar junto a ella preguntó:

—¿Puedes explicarme quién eres y cómo te has metido en este lío?

Brianda le contó lo que había sucedido. Intentó por orgullo no derramar ni una sola lágrima, pero no lo consiguió y terminó el relato sollozando de rabia:

—… me han echado como a una cualquiera…

El hombre soltó una risotada y, dirigiéndose al otro, dijo:

—¿No te he hablado, Corso, de lo hermosas que son las mujeres de mis montañas? Pero no te fíes de sus lágrimas. Si ha heredado una sola gota del carácter de Johan de Lubich…

Brianda no le dejó terminar la frase.

—¿Vuestras montañas? ¿Conocéis a mi padre?

—Me apuesto algo a que hoy le acompaña el señor de Aiscle…

—¿También conocéis a Pere?

—Un poco. Soy su hermano.

Brianda se quedó boquiabierta. ¡Por eso su rostro le había resultado familiar! Había escuchado historias increíbles de ese espía, bandolero y asesino perseguido por la justicia. Estaba hablando con el mismísimo diablo de las montañas, héroe para algunos y villano para otros. No conseguía recordar por qué había estado desaparecido tanto tiempo, pero creía que algo había ocurrido entre él y su hermano.

—Pero… vos… sois…

—Ahora soy Surano, ¿de acuerdo? —le interrumpió él.

Ella asintió con cierto recelo. Si había cambiado su nombre era porque ocultaba algo.

—¿Vais a reuniros con Pere?

—Todavía no sabe que estoy aquí… —Intencionadamente, Surano cambió de tema—: ¿Por qué no me cuentas de qué hablaban ahí adentro?

Brianda le puso al tanto. Con el ceño fruncido, Surano dijo:

—Por lo que veo, de la satisfacción de don Fernando y sus señores dependerá que haya guerra o no. —Se dirigió a su amigo—. Tendremos trabajo.

—¿Qué queréis decir? —Brianda se alarmó. Hasta ahora, ella había vivido con relativa tranquilidad en las altas tierras de Tiles, protegida por sus padres en una casa fortificada. Pero por lo poco que sabía de historia, torres más altas habían caído en cuanto los pueblos cogían las armas en una guerra abierta… No podía imaginarse que Lubich, ella y su familia pudieran correr peligro.

Surano no respondió. Algo había llamado su atención, provocando que girara la cabeza y se apretara contra el muro como si quisiera evitar que lo vieran. Brianda dirigió su mirada en esa dirección y se fijó en dos hombres que subían las escaleras con intención de entrar en la iglesia. El primero era un hombre joven y bien parecido a pesar de su nariz aguileña. El segundo, un poco más alto y de abundante pelo castaño, masticaba una ramita de la que pendían unas pequeñas flores blancas y de vez en cuando esbozaba una sonrisa burlona que confería agresividad a su rostro.

—Por la flor de aliaga deduzco que son del condado, aunque del otro bando —comentó Brianda—, pero nada más. ¿Los conocéis?

Desde que el condado se había dividido en dos y para distinguirse, los partidarios del rey lucían una ramita de aliaga florecida y los del conde, una ramita de boj.

—¿Tú no? —replicó Surano extrañado—. El de la nariz curva es Medardo de Aiscle…

—¡Medardo! —exclamó ella al poner rostro al cabecilla de los rebeldes, al responsable de que el día anterior casi fuera mancillada. Se lo había imaginado como un ser horrible y, sin embargo, a pesar de su nariz, su aspecto era agradable.

—Y el otro es Jayme de Cuyls… —Surano iba a añadir algo más, pero se detuvo. Que la joven no conociera a Medardo era posible, pero a Jayme… Hizo un gesto para que ella se mantuviera en silencio mientras pensaba qué hacer. Entonces se dirigió a Corso—: Entra ahí y no pierdas de vista a esos dos. Acércate a ellos a ver si puedes oír con quién hablan y qué dicen. Si tardas, te esperaré en la parte de atrás.

Corso le obedeció y desapareció. Y Brianda, que hasta entonces había percibido la inmutable presencia del hombre junto a ella con la misma intensidad con que la sentiría si la estuviera aplastando con su peso, aunque en ningún momento la había rozado siquiera, dejó escapar el aliento aliviada.