18.
Surano y Corso abandonaron la villa enseguida, tras convenir con Pere que esperarían a los demás en los alrededores de Fons. Una vez conocida la decisión del conde, nada les retenía ya en Monçón, y resultaba más prudente marcharse al atardecer, aprovechando el trasiego de labriegos hacia sus casas, la salida de mercaderes en busca de nuevas mercancías y el desfile de mulas a por nuevas cargas de leña. Los señores de Orrun ordenaron a sus criados y lacayos que reunieran los caballos que habían comprado y empezaron el viaje de regreso a las tierras altas. Cuando pretendían cruzar la misma puerta de la muralla por la que habían entrado al galope a su llegada, dos soldados los detuvieron y les pidieron la documentación.
Johan les entregó los papeles que acreditaban la compraventa de animales con el consiguiente pago de los tributos correspondientes, pero los soldados no parecían convencidos.
—Tendremos que contar las cabezas —dijo el más joven.
Brianda se fijó en que Johan y Nunilo, que lideraban el grupo, intercambiaban una significativa mirada, y comprendió con preocupación que las cifras de los papeles no coincidirían con las reales. Recordó que la Inquisición penaba el tráfico de caballos y se asustó. Se giró para localizar a Cecilia, pero como era la primera vez que subía a lomos de un caballo, su atención se centraba en mantener el equilibrio y sujetar las riendas. Entonces se percató de que Bringuer, Marquo y sus lacayos apoyaban las manos en las empuñaduras de sus espadas.
Pere les hizo un gesto con la mano para que mantuvieran la calma.
—Nos alcanzarían antes de haber recorrido una legua —susurró—. Dejadme a mí.
Se acercó a los soldados y les dijo:
—Nos esperan en el hospital de Santo Tomás. —Señaló al otro lado del río—. Llevamos retraso.
—¿Y quién os espera? —preguntó el mismo soldado con desconfianza.
—El sobrino del recién fallecido obispo de Barbastro. Podéis acompañarme a comprobarlo.
El soldado alzó una ceja y, después de mirar al otro en busca de aprobación, hizo un gesto de asentimiento. Dudar de la firme palabra de ese hombre podía ponerles en un aprieto justo cuando se acercaba el cambio de guardia. Devolvió los papeles a Johan y les indicó que continuaran.
—¿Es eso cierto? —le preguntó Brianda a su padre nada más cruzar el puente.
—Sí —respondió simplemente.
Se detuvieron ante el gran edificio que Brianda reconoció como el hospital en cuyo letrero se había fijado la mañana de su llegada a la villa. Azmet le había contado que en la ciudad había otros, pero allí se curaban solamente los criados del rey mientras durasen las Cortes.
Brianda oyó cómo Pere y su padre organizaban el viaje. Un criado acercó un caballo ensillado y ató las riendas en una argolla del muro.
—Adelantaos sin mí —dijo Johan—. No me llevará mucho.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó Brianda presa de la curiosidad.
—No es lugar para una muchacha.
—Entonces te esperaré aquí con Marquo y Cecilia.
Marquo le lanzó una mirada de fastidio porque no le hubiera consultado antes pero obedeció. Johan entró en el edificio y el grupo se puso en marcha. Brianda desmontó del caballo y ató el suyo y el de la gitana a otras anillas de hierro. Cecilia, agradecida por el temprano descanso, se deslizó hábilmente por el lomo del caballo hasta el suelo. Su rostro, todavía húmedo por las lágrimas que había derramado al despedirse de Azmet, reflejaba una mezcla de tristeza por la separación, de expectación ante su nuevo destino y de miedo a cabalgar sobre un animal tan alto. Brianda sonrió mientras la otra curioseaba por las rendijas de las contraventanas cerradas del edificio. Se sentía feliz porque Johan hubiera accedido a llevarse a la joven gitana con ellos a las montañas, donde podría llevar una vida segura y tranquila. Además, siempre había lamentado no tener una hermana con la que jugar y entretenerse durante las largas tardes de invierno y, aunque le costaría trabajo convencerla de que abandonase su actitud un tanto descarada y su inclinación al hurto, sospechaba que había encontrado en Cecilia una cariñosa y fiel compañía. Se encargaría de enseñarle a montar bien a caballo y muchas cosas más, como leer, bordar, poner cepos, distinguir a los pájaros por sus trinos, cuidar cachorros, comer con delicadeza, combinar flores, desenvainar judías…
Los minutos pasaban y Johan no regresaba. Brianda comenzó a impacientarse y se acercó a la puerta.
—Ya has escuchado a tu padre, Brianda —le advirtió Marquo—. Ni se te ocurra entrar.
—¿Y si le ha pasado algo?
—¡Qué le va a pasar! —replicó él con excesiva irritación.
Todavía estaba sorprendido por el comportamiento de Brianda de la tarde anterior. Defender públicamente a una gitana no era un acto propio de una joven de la nobleza. Ella ya le había advertido de que su padre la había educado de una manera un tanto peculiar al no tener más descendencia. El hecho de verla cabalgar como un hombre, dominando su gran caballo con maestría, le atraía mucho, como también su predisposición a saborear sus besos, o sus ganas de enterarse de las conversaciones de los hombres. Sin embargo, una leve duda nublaba sus sentimientos. De ninguna manera pensaba renunciar a la oportunidad de casarse con ella, pero su ideal de esposa se acercaba más al de una mujer dócil, obediente y disciplinada, como su madre. Y tal vez un poco más delgada que Brianda, quien, comparada con las exquisitas, estilizadas y pálidas damas de la corte del rey Felipe, a veces parecía más una de las criadas de su casa. Soltó un resoplido. Si Johan no hubiera sido tan condescendiente y complaciente con ella, no le tocaría ahora a él tener que enmendar el daño.
Cecilia se acercó a Brianda.
—Yo solo sé que quienes entran en un lugar como este nunca salen —dijo en voz baja.
—No seas tonta —dijo Marquo—. Esos son los enfermos.
—Hay enfermedades que aparecen en segundos —rebatió Cecilia con convicción—. Estás bien y al momento te mueres. Una vez vi a un hombre que tenía vermes en las tripas y no lo sabía, porque normalmente son huéspedes pacíficos hasta que algo les molesta y empiezan a procrear y a roerte el estómago por dentro. Estaba hablando y, de pronto, se tiró al suelo y comenzó a retorcerse de dolor, como si estuviera poseído por el demonio o bajo alguna hechicería. Al poco le empezaron a salir los gusanos por la boca y se murió.
—¡Te lo acabas de inventar! —le gritó Marquo—. ¡Mira la cara de Brianda! ¡La has asustado!
—Pues yo lo vi —insistió Cecilia mirando a Brianda a los ojos para que la creyera—. Y se murió. Os lo aseguro. —Ladeó la cabeza, altanera, hacia Marquo, tal como le había enseñado su nueva ama, y le dijo—: Y yo no miento nunca.
—¡A saber si no le habrías echado tú un mal de ojo, gitana! —dijo Marquo despectivamente.
Brianda sintió un escalofrío. Que ella supiera, las lombrices intestinales no eran mortales, pero no podía saber si el cuento de Cecilia era verdad o mentira. Eso sí; su manera de relatarlo la había inquietado. Solo imaginar que podía no volver a ver a su padre con vida le producía un temor indescriptible.
Dio media vuelta y decidió entrar en el edificio antes de que los otros tuvieran tiempo de reaccionar y la detuvieran.
La primera estancia, pequeña y cuadrada, estaba vacía y desnuda de muebles. Un penetrante y desagradable olor la detuvo unos segundos. Brianda sacó un pañuelo de la faltriquera y se lo llevó a la nariz, pero decidió continuar por la única puerta a la vista, que conducía a otra sala mayor que parecía un oscuro distribuidor para acceder a otras habitaciones. Varias figuras cruzaron la sala en diferentes direcciones sin reparar en su presencia, concentrados en las cargadas bandejas, llenas de jarras y trapos, que portaban. El olor allí era más repulsivo: le recordó a la carnicería de Tiles en una tarde calurosa de julio. Sintió una arcada y retrocedió un paso con intención de marcharse de allí, pero, por otro lado, las ganas de encontrar a Johan la impulsaron a seguir.
Se asomó al primer cuarto y lo que vio la paralizó.
Había visto mendigos, harapientos, hambrientos, seres deformes y algún que otro moribundo en su vida, pero uno a uno y en diferentes contextos no le habían producido el mismo efecto helador sobre el espíritu que esa imagen que sus ojos se sentían incapaces de asimilar ahora.
Repartidos por el suelo en jergones de paja, los pellejos débiles y resecos de seres afligidos, crispados y atormentados por el dolor gemían con la mirada vacía. Algunos movían sus dedos como si buscasen una mano en la que asirse; otros entreabrían los labios nada más escuchar al enjuto monje al cargo introducir la escudilla en el cubo de agua. Los más desafortunados no tenían ni fuerzas para espantar las moscas que se pegaban a sus llagas.
Con los sentidos desorientados y los ojos llenos de lágrimas, Brianda salió de allí. Entonces, oyó la voz de su padre en el otro extremo de la sala. Sintió una punzada de alivio y estuvo tentada de lanzarse a sus brazos para que la consolara por la pesadilla de enfermedad y muerte de la que acababa de ser testigo, pero la prudencia la detuvo, pues nuevamente lo había desobedecido. ¡Cuánto se arrepintió esta vez! Su padre le había querido evitar la horrible visión del interior de un hospital y la posibilidad de resultar contagiada de ese aire viciado. ¡Si ese era un hospital para los criados del rey, no quería ni imaginarse cómo sería el de los pobres, abandonados y leprosos, como el de Santa Bárbara!
A su lado había una alta alacena labrada y Brianda se pegó a su costado, confiando en que no la viera.
—Terminad vuestra tarea, padre —oyó que decía Johan—. Puedo esperar. Todo el mundo necesita un buen morir.
—No me llevará mucho —dijo el otro—. Si queréis, podéis acompañarme.
Entraron en el cuarto frente a donde se encontraba ella. Por un momento, Brianda temió que la descubrieran. Dejó pasar unos segundos prudenciales y comenzó a caminar rápidamente hacia la salida, pero el sonido de una voz fuerte y perfectamente modulada que provenía del lugar donde habían entrado Johan y su acompañante, cargado con un fardo a sus espaldas, llegó hasta ella:
—Las enfermedades son un camino regio para conducirnos al cielo a gozar de la Divina Esencia. No debemos rehusarlas o lamentarnos de ellas, sino aceptar y soportarlas con santa resignación. Morir tiene su lado bueno, no es algo que temer…
Después de lo que había visto, a Brianda le resultaba difícil creer en esas palabras. La voz firme continuó:
—Habéis de saber que los que están para morir, cuando viene el extremo paso, tienen más grandes tentaciones e instigaciones del demonio que las que tuvieron en toda su vida: de infidelidad, por ser la fe el fundamento de toda salvación; de desesperación, por el rigor de la justicia divina; de vanagloria, por la complacencia en las buenas obras; de impaciencia y desafecto a Dios, por la atrocidad de los dolores; y de avaricia, por el excesivo apego a la familia, la hacienda y los proyectos personales.
Entonces la voz comenzó a leer el relato de la pasión y muerte de Jesucristo. Brianda no había escuchado nunca a nadie leer con la correcta dicción, claridad y agilidad de la que hacía gala ese hombre. La curiosidad pudo con ella y se acercó sigilosamente hasta la puerta, desde cuyo quicio se asomó ligeramente.
En un jergón yacía un hombre de tez cetrina y macilenta. A su derecha, una mujer llorosa enfundada en ricas ropas acariciaba su mano. A su izquierda, un hombre con hábito y tonsura a quien solo podía ver de perfil sostenía un librillo que consultaba para guiar sus palabras. Johan, con la cabeza inclinada hacia el pecho y las manos cruzadas, permanecía unos pasos más atrás en actitud respetuosa. La débil luz del atardecer, proveniente de una abertura desde la que se divisaban las columnas de un patio exterior, tintaba la escena de un color pajizo.
—Es infinitamente mayor el poder de la misericordia divina en perdonar —continuó el monje— que el del hombre en pecar. —Se inclinó hacia el moribundo—. ¿Creéis que por vos murió Jesucristo, nuestro Señor?
Se escuchó un murmullo:
—Creo…
—¿Le dais las gracias por esto de todo corazón?
—Lo… hago…
—¿Creéis que no os podréis salvar si no es por su muerte?
—Creo.
—Pues dadle gracias siempre mientras esté vuestra alma en vuestro cuerpo. Y poned en esta muerte todo vuestro consuelo y fuerza. —Hizo una pausa—. Envolveos todo en esta muerte. —Otra pausa—. Ahora, pues, estad con buen corazón y buena confianza y dad gracias a nuestro Señor Dios porque os encontráis en tan buena disposición. Y creed firmemente y decid y confesad que Aquel solo es toda vuestra ayuda, toda vuestra defensa, todo vuestro remedio, refugio, reparación, redención, remisión, reconciliación y toda vuestra salvación. Y solamente en la Santa Cruz y en la muerte del hijo de Dios esté vuestro corazón, afección y confianza. Repetid conmigo: In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum…
Con la voz entrecortada, la mujer ayudó a su marido a repetir el acto de entrega:
—En tus manos… Señor… encomiendo… mi espíritu…
El fraile se dirigió entonces a ella y le dijo:
—Si me ha respondido afirmativamente con fe verdadera y no fingida, podéis tener absoluta certidumbre de su salvación, si así muriere. En tal caso, aseguraos que se cumple su voluntad sobre sus disposiciones espirituales de enterramiento, misas y donativos. Mientras tanto, rezad a la Santísima Trinidad, a Dios Padre, a Dios Hijo, a la Virgen, a los Ángeles Custodios y a los Santos a quienes vuestro esposo profese mayor devoción.
Brianda comprendió que el ritual llegaba a su fin y salió al exterior antes de que lo hicieran ellos. En su cabeza resonaban todavía las elaboradas expresiones del fraile. Era la primera vez que escuchaba a un hombre de Dios tomarse tanto tiempo y cuidado en despedir a un moribundo.
Afuera, Cecilia se echó a sus brazos en cuanto la vio lanzándole una pregunta tras otra:
—¿Por qué habéis tardado tanto? ¿Se encuentra bien vuestro padre? ¿Y vuestro rostro? ¿Qué habéis visto ahí adentro?
Marquo, sentado en una piedra, sacaba punta a un palo con el filo de su puñal. Sin levantar la vista, dijo enfadado:
—No deberías acercarte tanto a ella. A saber qué peste ha cogido.
Brianda iba a responderle de malas maneras cuando oyó que Johan salía, acompañado del monje y su fardo de tela de arpillera. Se acercó a Marquo y le cuchicheó:
—Si le dices algo a mi padre, no te besaré en un año.
—Bien mirado, así seguro que no me contagias nada.
—Te advierto que lo cumpliré.
Johan se disculpó por la tardanza y presentó al monje como fray Guillem, el nuevo párroco de Tiles, a quien escoltarían en su primer viaje a las montañas. Era un hombre de poco más de veinte años, no muy alto pero bien parecido, y de aspecto tímido y modesto pero con un sutil rictus de severidad. A juicio de Brianda, la voz que había escuchado encajaba perfectamente con ese aspecto. Vestía una túnica de lino y una esclavina con capucha y de su cinto colgaba un largo rosario.
Montaron en sus caballos y comenzaron a alejarse de Monçón. Después de un largo rato cabalgando en silencio, Johan se dirigió a fray Guillem:
—Pere de Aiscle me ha hablado de vuestra excelente preparación, inusual para alguien tan joven como vos.
—Se lo debo a mi tío, el anterior obispo.
—Espero que no la deis por mal empleada en los pueblos de la montaña…
Fray Guillem le lanzó una mirada extraña, como si intentase dilucidar si Johan hablaba en serio o estaba siendo irónico.
—¿Sabéis cuáles fueron las palabras de mi tío cuando decidió enviarme a Aiscle? Sabiendo de mi deseo de marchar tras los pasos de dominicos ilustres como Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria, me dijo: «No te mando lejos a colonizar y evangelizar, pues aquí mismo hay una tierra que necesita orden y disciplina…». Supongo que conocéis mejor que yo el significado de sus palabras.
Johan asintió levemente. Desde la erección de la catedral y obispado de Barbastro catorce años atrás, habían surgido numerosas disidencias entre la nueva diócesis y el monasterio de Besalduch en cuanto a la adscripción de los pueblos. El fallecido obispo había llevado a cabo una ardua tarea, visitando pueblo por pueblo a espaldas del abad y mostrándoles los documentos que acreditaban los nuevos límites mientras esgrimía los principios y la doctrina canónica establecida por el Concilio de Trento. De este modo había conseguido desmembrar de la influencia del abad de Besalduch y ganar para Barbastro las rentas y la jurisdicción espiritual de Aiscle, Tiles y otros lugares de la parte occidental del condado de Orrun. El abad Bartholomeu y sus monjes se habían opuesto ferozmente a tal ataque a sus derechos antiquísimos, hasta el extremo de renunciar a ejercer sus facultades ministeriales o de recorrer a su vez los mismos pueblos amenazando a sus habitantes con la excomunión si aceptaban que su parroquia pasase a pertenecer al obispado de Barbastro. Se negaba a aceptar que los donativos de los fieles se los llevara otro. Al igual que el pleito del conde con el rey por el condado, el conflicto religioso todavía perduraba. Y los señores de Orrun defendían al conde y al abad. No obstante, prefirió obrar con cautela.
—Los señores de la montaña —comentó— seguiremos pagando nuestras rentas en beneficio de nuestras almas.
—Eso está bien, Johan, pues la salvación de vuestras almas es la única misión que Dios y mis superiores terrenales me han encomendado.
Brianda, que había seguido la conversación con interés, sintió de repente que un escalofrío recorría su cuerpo acongojándola. Pensó que tal vez el ánimo lúgubre que no la había abandonado desde su despedida de Monçón se debiera a la novedosa y terrible sensación de que la vida era resbaladiza.