21.

—¡Este es el invierno más frío que recuerdo! —protestó la menuda Gisabel arrebujándose en el manto.

El fuerte viento que había acompañado a los de Lubich desde la casa hasta la iglesia de Tiles terminaba de arrastrar y diluir la débil capa de nieve caída la noche anterior, convirtiendo los campos y caminos en una blanda y húmeda superficie.

—No es cierto —la contradijo Brianda—. Eso es que lo notas más porque estás encinta.

—No sé… —Gisabel apoyó una mano sobre su vientre y pensó de nuevo con tristeza en su marido, quien para cuando regresara de herbajear el ganado en la tierra baja la encontraría ya en un avanzado estado—. Pero solo de pensar que vamos a estar ahí dentro tanto tiempo me entran ganas de fingir que me desmayo para volver a Lubich.

—¡Y yo te acompañaré bien a gusto! —terció Cecilia soplando sobre sus manos, en las que le había aparecido algún sabañón.

Brianda les hizo un gesto para que callaran, pero no pudo evitar soltar una risita:

—¡Como nos oiga fray Guillem…!

El último sermón del religioso por Navidad había sido tan largo y repetitivo que cada noche, antes de dormirse, Brianda seguía escuchando en su mente la larga serie de advertencias sobre todos los delitos imaginables que acechaban a cualquier hombre o mujer, niño o anciano. Fray Guillem les hablaba de las amenazas de las herejías judías, musulmanas y luteranas y, más concretamente, de los hugonotes de la tan cercana Francia; de la maldad diabólica de la magia, el sortilegio, la brujería y las supersticiones populares; del pecado del orgullo, la codicia y la lujuria; y de las terribles consecuencias de las ofensas morales y actitudes hostiles hacia la Iglesia y la Inquisición, las blasfemias, las obscenidades de palabra y las afirmaciones sobre la simple fornicación. A Brianda le asombraba que hubiera crecido entre tanto peligro y lo ignorara, pues el único peligro que ella consideraba real en su entorno era el conflicto entre los reales y los condales.

Tras Johan y Elvira, las muchachas cruzaron el pequeño cementerio procurando pisar las esquinas de las losas sobre las tumbas para no mancharse de barro y entraron en la oscura y húmeda iglesia, que ya estaba llena de gente. Como una de las familias más importantes del condado, la de Johan se dirigió hacia la capilla lateral derecha, próxima al altar. Brianda aprovechó el trayecto para echar un vistazo a los asistentes porque luego, desde el banco de la capilla, solo tendría acceso visual a los primeros bancos. Con un leve gesto de la cabeza, imitando a sus padres, saludó a varios vecinos de Tiles. Luego saludó también a Marquo y a sus familiares y otros vecinos de Besalduch, entre los que se encontraba una joven ojerosa de tez pálida y cabello castaño que giró el rostro después de lanzarle una mirada torva.

—¿Te has fijado en la cara de Alodia? —le preguntó a Gisabel en un susurro cuando ocuparon sus asientos—. No recuerdo haber hecho nada que la haya ofendido…

—Habéis hecho lo peor para ella: comprometeros con Marquo.

—¿Y yo qué sabía de que ella se hubiera hecho ilusiones con él?

—Tampoco hubiera cambiado nada. Alodia es la heredera de su casa, pero vos seguís siendo mejor elección. —Se encogió de hombros—. Tendrá que buscarse otro. Ya se le pasará…

Brianda se quedó pensativa unos instantes, compadeciéndose de Alodia, cuya situación no era fácil porque no había muchos solteros como Marquo —de buen ver y de buena familia— en toda la zona alta de Orrun. Unos ruidos llamaron su atención y se percató de que Nunilo y Leonor ocupaban la capilla de enfrente, seguidos de varios de su casa, entre los que distinguió a Corso, a quien no había visto en semanas. Sabía por las conversaciones de sus padres que seguía en casa de Nunilo, algo incomprensible para Elvira, que no entendía que Leonor le hubiese tomado tanto afecto a un completo desconocido; pero ni por un segundo se le había podido pasar por la imaginación verlo en aquella iglesia.

A no ser que estuviera allí por ella…

Un agradable calor recorrió su cuerpo. Corso estaba magnífico, con un jubón nuevo de terciopelo granate oscuro y el pelo negro y brillante recogido con una tira de cuero, de modo que sus facciones, normalmente ocultas, pero que ella conocía tan bien —la nariz recta, algo afilada, las arrugas del ceño, la fuerte mandíbula—, se distinguían ahora a la perfección. La miraba de frente, sin ningún recato, como si allí no hubiera nadie más que ellos, como si ese no fuera un lugar sagrado… Y ella resistió la mirada de él, penetrante, insondable y sombría, hasta que fray Guillem, de camino al altar, se interpuso entre ambos.

Fray Guillem se alegró de ver lo concurrida que estaba la iglesia ese domingo. Poco a poco, una vez vencida la hostilidad inicial a que un extraño a lomos de una mula se entrometiera en sus vidas, los habitantes del valle iban abriendo sus casas a sus visitas, pero sería más prudente no cantar victoria. En esa comunidad todavía había gentes que no sabían ni santiguarse ni rezar bien el avemaría; o quien renegaba con toda naturalidad en cualquier momento o criticaba los diezmos del obispado, incluso en su presencia; o quien, como Leonor, se resistía a acudir a misa todos los domingos con el débil argumento de que el sermón era demasiado largo y también el domingo había faena por hacer; o quienes, como Johan o Nunilo, dudaban sobre la presencia de Cristo en el sacramento del pan y el vino o sobre la virginidad de María. ¿Y qué decir de la encomiable labor de la Inquisición del Santo Oficio y su vigilia por la verdadera fe y la salvación de las almas? Algunos ni siquiera la conocían. ¿Pues no le había dicho el carpintero que la misión de La Suprema era la de perseguir a contrabandistas y bandoleros? Y Medardo de Aiscle, ¿no le había dicho que no creía que existiese ni paraíso ni purgatorio ni infierno, sino que todos, buenos y malos, acababan bajo la misma tierra? Y el otro joven, Marquo de Besalduch, ¿no le había insistido en que el trato carnal voluntario entre dos adultos solteros no era pecado…?

Con alguna excepción, realmente encontraba una gran diferencia entre los habitantes de Aiscle, que habían crecido alrededor de una gran iglesia colegial y recibido las enseñanzas del correspondiente presbítero, vicario o racionero, y los habitantes de esas aldeas dispersas por los valles altos y las montañas, gentes rústicas e ignorantes, de poca capacidad de entendimiento, que emitían esos comentarios sacrílegos más por pura torpeza e ignorancia que por ofender. No era culpa de ellos si las visitas oficiales del Santo Oficio llegaban, como mucho, una vez al año a Aiscle, por ser el lugar de mayor población. No creía que hubiera muchos lugares en todo el Reino con un acceso tan difícil. Pero ya se encargaría él de no dar licencias de matrimonio sin que los futuros cónyuges, como Marquo y Brianda, estuvieran suficientemente instruidos en religión; les enseñaría que la simple fornicación sí era pecado, porque implicaba una falta de respeto al santo sacramento del matrimonio; le haría comprender a Gisabel que esa tradición de presentar en la iglesia ofrendas de la naturaleza no tenía ningún sentido; y les repetiría las oraciones mil veces hasta que todos recitaran el padrenuestro, el avemaría, el credo, el Salve Regina y los diez mandamientos sin dudar.

—Estad atentos en vuestras conversaciones diarias —concluyó después de un sermón de hora y media—. Tened cuidado con las discusiones. Detrás de vuestras palabras se esconde una intención dañina contra la fe y la moral. Las palabras os atan y delatan.

Guardó unos minutos de silencio y entonces cogió un pequeño pliego de papeles, desanudó el cordel y se lo entregó a un joven del primer banco abierto en una página donde había una ilustración de un hombre con cara de tormento en un lecho escoltado por figuras demoníacas.

—Cada domingo os contaré una historia verdadera para que comprendáis la importancia de mis palabras. Observad las terribles imágenes del pecador. —Pidió al joven que hiciera circular el pliego—. Fijaos en su cuerpo ennegrecido, amoratado, ajado, consumido, tirado luego en un muladar por quienes creía amigos para ser devorado por los perros. ¿Veis? Es Dios quien lo castiga de ese modo. La justicia divina ha castigado al mal cristiano… Os contaré por qué…

Un caballo relinchó en el exterior, haciendo que varios feligreses dieran un respingo en su asiento. Fray Guillem continuó su historia, pero el caballo no dejaba de piafar, alterando el respetuoso silencio que él necesitaba para que sus palabras lograran el efecto deseado. Con el rabillo del ojo observó que los señores de las casas grandes intercambiaban sus miradas inquietos, y consciente de que ya no volvería a captar toda su atención, decidió dar por terminada la celebración religiosa.

Nunilo y Johan se apresuraron a salir, seguidos de Corso y Marquo. El jinete era Surano.

—¿Qué noticias nos traes? —preguntó Johan, sujetando el caballo mientras el hermano de Pere desmontaba.

Al ver que la gente comenzaba a llenar el pequeño cementerio y les lanzaba miradas cargadas de curiosidad, Surano hizo un gesto para que esperaran y ató las riendas a la rama de un árbol. Cuanta menos gente conociera los planes, mejor. Cuando salió fray Guillem y comprobó que la iglesia estaba vacía, precedió a los señores de Tiles al interior. Brianda hizo ademán de seguirlos, pero su madre se lo impidió con discreción. A regañadientes, aceptó que tendría que esperar para saber qué sucedía.

—Dentro de tres semanas subirá el conde don Fernando a Aiscle para tomar posesión del condado —les comunicó Surano, una vez dentro—. Pere ha convocado el Concejo General para el 22 de enero.

Marquo profirió una exclamación de satisfacción. Por fin se acercaba el momento que todos estaban esperando y, a la vez, tenían días suficientes para prepararse.

—¿Y cómo están los ánimos en Aiscle? —quiso saber Nunilo, más prudente. La posibilidad de una guerra estaba cada vez más cerca…

—Los nuestros siguen encastillados en sus casas por miedo a los de Medardo. —Soltó una risotada—. ¡O esto se anima un poco o me vuelvo con el ejército de su majestad! No recordaba la villa que me vio nacer tan aburrida. Todo el mundo parece a la espera de algo.

—¿Tienes instrucciones para nosotros? —preguntó Johan.

—Si no os digo nada, tenéis que estar al amanecer de ese día con vuestros hombres en la iglesia de Aiscle. Bajad todos juntos. Mientras tanto, disfrutad de vuestras familias por lo que pueda pasar…

Cuando los demás salían al exterior, Surano retuvo a Corso.

—Tienes buen aspecto. Y casi no nos vemos. ¿Qué has encontrado en este lugar?

Corso se encogió de hombros.

—Mientras tú no te muevas, yo tampoco tengo otro sitio adonde ir.

Surano entornó los ojos.

—A mí no me engañas, Corso. La hospitalidad de Nunilo no es motivo suficiente para retenerte. Ojo con lo que sueñas porque los sueños son obra del demonio.

—Desde que me alimento mejor, mis noches son más plácidas. —Corso le lanzó una mirada divertida—. Además, tú me enseñaste a no temer ni al demonio.

Surano le dio una palmada en la espalda.

—Cuando toma forma de mujer, no hay arma que lo venza. Créeme, sé de lo que hablo. ¿Recuerdas a Lida? Me prometió que me esperaría, pero se cansó y se casó con Medardo. Tendrías que ver cómo me mira ahora, con ojos de cordero degollado. La he visto un par de veces al pasar por el lavadero de Aiscle. Me apuesto lo que quieras a que quiere liarme para darle una excusa a su marido para que me mate. Jamás pensé que llegaría el día en que no podría fiarme de ella. Creo que te lo advertí.

Corso recordó entonces cuando conoció a Brianda, tratando de zafarse de unos ladronzuelos a las puertas de la iglesia de Monçón. Parecía que habían pasado siglos en lugar de semanas. Surano le había dicho que las mujeres de su tierra eran hermosas, pero que no debería fiarse de sus lágrimas. Luego había añadido algo sobre la sangre de Lubich que corría por sus venas; la sangre que le impedía ser libre para estar con él. Si de algo estaba seguro era de que no conocería a otra mujer más digna de confianza que Brianda, capaz de hablarle con franqueza y de renunciar a sus sentimientos por cumplir con su obligación. ¿Cómo no iba a comprenderla si él no había hecho otra cosa en toda su vida que acatar órdenes? En lugar de dudar de ella, como hacía Surano, él estaría siempre cerca, esperando que ese Dios tan misericordioso del que hablaba fray Guillem, o todas las hechicerías y sortilegios del mundo juntos —a él qué más le daba—, cambiaran el rumbo de los destinos de ambos.

—Por lo que dices, tu miedo a morir en manos de Medardo es más fuerte que tu fe en ella.

Surano se rascó la barbilla, un tanto perplejo por el comentario, viniendo de alguien tan hosco como Corso, pero enseguida recuperó su talante jovial.

—Digamos que no sé si merece la pena el riesgo. Además, me resulta difícil desear a la mujer de un enemigo después de saberlo entre sus piernas… —Pretendiendo establecer una ejemplarizante comparación entre su situación y la de su amigo, añadió—: Me he enterado de que la hija de Johan se va a casar con el hijo de Bringuer. Veo que ambos tenemos mala suerte. Bueno, yo he tenido mala suerte, tú simplemente has apuntado demasiado alto. En fin, ya me has escuchado antes… Igual deberíamos alejarnos de aquí. Aguanto porque confío en que el conde pagará bien nuestros servicios. Pere es un hombre generoso, pero no me gusta seguir dependiendo de mi hermano. Llegado el caso, cuento con que vendrás conmigo.

Corso no respondió, pero rogó para sus adentros que nunca llegara el momento en que tuviera que alejarse de la tierra, fría pero frondosa, áspera pero paciente, donde habitaba Brianda.

Para mantenerse ágiles y diestros, los señores de Tiles y Besalduch y sus soldados se ejercitaron con sus espadas en las eras hasta que las intensas nieves de enero los empujaron a los pajares llenos de hierba seca. Mientras, los criados y mozos se encargaban de los animales, las cuadras y la leña; las mujeres, de las ropas y del prudente racionamiento de los adobos, legumbres y harina hasta la primavera; y Brianda, de contener su expectación y aburrimiento por no poder formar parte de la instrucción militar ni contribuir en nada a los preparativos del gran día. ¿Cómo podría ella defender Lubich, llegado el caso, si ni siquiera le dejaban practicar unos simples disparos con el arcabuz?

Una fría pero soleada mañana, Johan decidió sorprender a Brianda con intención de animarla y le pidió que fuera con él a Tiles, a casa del carpintero. Acompañados de Gisabel y Cecilia, cogieron unas mulas y tomaron el húmedo y sombrío camino que unía Lubich con la iglesia antes de descender a la parte más baja de Tiles.

—¿Por qué llevas otra mula sin carga, padre? —quiso saber Brianda—. ¿Vamos a recoger a alguien?

Johan negó con la cabeza, pero no disipó sus dudas.

Cuando llegaron al taller, un desvencijado cuarto junto a las cuadras de una pequeña casa con vigas de madera de la que colgaban cuerdas y herramientas, encontraron a un hombre bajo y de piel arrugada en actitud pensativa, dándole vueltas a un tronco de madera de un brazo de longitud. Saludó a Johan cordialmente y le explicó:

—De este trozo de nogal tengo que sacar una virgen para fray Guillem. Nunca había tenido un encargo tan difícil.

—¿Ni siquiera el mío?

Con una sonrisa cómplice, el carpintero, que se llamaba Domingo, les indicó que lo acompañaran a otro cuarto un poco mayor. Sobre una mesa, les señaló una pequeña arquilla decorada con figuras geométricas del color de la madera de boj y con asas en los costados. Abrió la tapa frontal y pudieron ver los pequeños compartimentos y cajoncitos de su interior. Era un mueble precioso, delicado y costoso.

—Es para ti, Brianda —anunció Johan.

Brianda se lanzó a sus brazos.

—¡Se parece al tuyo! ¡Pero este es mucho más bonito! ¡Gracias!

—Pensé que te gustaría como regalo de boda. Aunque yo espero vivir muchos años, pronto tendrás que hacerte cargo de tus propias anotaciones sobre Lubich y su administración. Sé que Marquo te ayudará, pero tú tendrás que explicarles a tus hijos muchas cosas, como hemos hecho nosotros contigo. No puedes ni debes empuñar una espada, pero sí gobernar mi patrimonio.

Brianda acarició el mueble una y otra vez y tiró de los pequeños tiradores en forma de avellana de todos los cajones. Mientras, Gisabel y Cecilia se entretuvieron tocando todas las herramientas y pequeñas piezas talladas extendidas por doquier hasta que se detuvieron en una esquina oscura.

—¿Y este armario tan extraño? —preguntó Gisabel.

—El otro encargo del fraile —respondió Domingo—. Un confesionario.

—¿Para guardar sus ropas? —preguntó a su vez Cecilia.

Los demás esbozaron una sonrisa.

Domingo abrió la puerta de celosía, entró y se sentó.

—Fray Guillem desea que a partir de ahora haya una barrera física durante el sacramento de la confesión. Él se sentará aquí y nosotros nos arrodillaremos delante para confesarle nuestros pecados.

—¡Qué incómodo! —exclamó Cecilia.

—Aún no está terminado —añadió Domingo—. Me faltan los adornos.

—¿Y cómo los haces? —preguntó Brianda, todavía admirada del laborioso trabajo de su arquilla.

Domingo cogió un trozo de carbón y dibujó una pequeña hoja de abedul sobre un taco de madera. Luego, golpeó un pequeño cincel con un martillo sobre ella de modo que saltaron pequeñas virutas como sopas de pan entre sus gordos y ajados dedos.

—Puedo ahuecar la hoja o tallar los alrededores si la quiero en relieve —explicó—. No es tan difícil. Solo se requiere paciencia. ¿Queréis probar?

—¡Yo sí! —dijo Gisabel. Cogió un pedazo de carboncillo y dibujó una flor—. ¡Qué horror! ¿Cómo aprendiste a dibujar?

Domingo se encogió de hombros.

—Un día empecé y vi que no se me daba mal.

Cecilia imitó a Gisabel, pero como vio que tampoco lo hacía bien, prefirió probar con el cincel.

—Corso sí que dibuja muy bien… —dijo.

—¿Corso? —Brianda se arrepintió del tono ansioso y sorprendido de su voz, que intentó disimular con un comentario indiferente—. Quién lo diría de alguien como él…

—Lo descubrí cuando estabais enferma en Casa Anels, pero no le gusta que le vean. Me enseñó algún dibujo y me prometió que no se lo diría a nadie. —Cecilia se llevó la mano a la boca—. ¡Lo he hecho! ¡Prometedme que no lo diréis!

—Claro que no, Cecilia —le aseguró Brianda—. ¿Y de qué eran esos dibujos? Dudo que de flores…

—Caballos, bosques, rostros… De todo un poco.

Johan se dirigió a Domingo.

—Si no sabes cómo decorar el confesionario, puedes pedir su ayuda —dijo en tono bromista—. Bueno, nos vamos. ¿Podemos cargar ya el mueble de Brianda?

Domingo asintió y Johan pidió a Gisabel y Cecilia que fueran a buscar unas mantas que había traído con la mula.

Entonces, Domingo le hizo señas a Brianda para que se acercara a la arquilla. Sacó de su bolsillo una pequeña llave, abrió la portezuela del compartimento más grande y le pidió que introdujera su mano.

—¿Notáis una pequeña muesca?

Brianda asintió y Domingo le entregó una llave de la longitud de una uña.

—A todos nos gusta tener un lugar que nadie conoce para nuestros secretos —dijo—. Dentro hay un doble fondo.

Brianda sonrió y le dio las gracias. Se quitó una cadena de oro que llevaba al cuello, colgó la llave pequeña en ella y se aseguró de que quedaba oculta bajo su camisa.

—Los secretos de Domingo son difíciles de encontrar —bromeó Johan—. ¿Dónde has puesto tu marca en el mueble de Brianda?

Domingo cogió la tapa y pasó el dedo junto a una de las bisagras.

—Aquí, ¿veis?

Brianda se acercó y se inclinó. Tuvo que fijarse con atención hasta que descubrió una pequeña muesca que tenía la forma de una hojita de boj, el emblema de los partidarios del conde.

—Espero que casi todos tus encargos sean de este bando —comentó Brianda.

Domingo cogió el carboncillo, se agachó y dibujó una pequeña flor de aliaga y una hoja de boj en la parte trasera del confesionario.

—He pensado poner ambos dibujos. —Lanzó una significativa mirada a Johan—. ¿Qué opináis, señor?

Johan frunció el ceño en un gesto de preocupación. A sus años ya había aprendido que algunos cambiaban de bando con el mismo esfuerzo que costaba arrancar una hierba. Tenía fe en su fuerza y en la de los otros seguidores del conde, pero algo en su interior le advertía de que se avecinaban tiempos difíciles y de muchas perturbaciones.

—Haces bien, Domingo —respondió por fin—. Aquí nos arrodillaremos todos y solo Dios conocerá las verdaderas intenciones de cada uno.

Gisabel y Cecilia regresaron con las mantas y ayudaron a Domingo a envolver el delicado escritorio de Brianda y a atarlo con cuerdas sobre la mula. Cuando tomaron el camino de vuelta ya se acercaba la hora de comer.

Brianda cabalgó en silencio. La frase de su padre sobre las verdaderas intenciones de cada uno, que solo Dios podía conocer, se mezclaba en su mente con las enseñanzas del padre Guillem. El día que ella tuviera que rendir cuentas ante el Creador, con toda probabilidad recibiría el más terrible de los castigos. Cuando Domingo le había mostrado el compartimento de doble fondo en el mueble, se había imaginado a sí misma guardando allí sus anotaciones más íntimas, pero enseguida la había invadido el temor: ningún escondite podría ser lo suficientemente seguro como para ocultar su gran secreto. Todos sus pensamientos, desde que amanecía hasta que anochecía, giraban en torno a la única persona a quien deseaba ver, oír y tocar; la única persona con quien mantenía un permanente diálogo interior en todas sus tareas cotidianas. Como si él pudiera escucharla y comprenderla, le explicaba la emoción que sentía cuando los copos de nieve cubrían los tejados y las piedras de las eras de Lubich; le detallaba las puntadas que le faltaban para terminar de bordar su nombre en el suave lino que cubriría el lecho que pronto compartiría con otro; le describía el enternecimiento que le producía el lento ensanchamiento del vientre de Gisabel; le dedicaba los primeros y crujientes mordiscos del pan recién horneado…

Mentía a Marquo, a sus amigas, a sus padres y a Dios porque deseaba a Corso más de lo que nunca hubiera podido imaginar que desearía nada. Había incluso imaginado, en ese momento anterior al sueño nocturno, que Marquo y sus padres morían y Lubich desaparecía y entonces aparecía Corso y se la llevaba lejos; así de desesperado era su anhelo.

Sí. La mentira, la infidelidad hacia Lubich y hacia Marquo y las imágenes del contacto carnal con Corso la condenarían al infierno. Pero…

¿Acaso podía haber una condena peor que la de tener que renunciar a Corso?