28.
Ninguno de los tres pronunció una sola palabra.
Brianda entreabrió los ojos y se centró en las botas de cuero de Corso, que no se había movido del quicio de la puerta. Aunque no podía ver su rostro, ella sentía que la miraba atónito y enfadado. Alzó la vista ligeramente por sus tejanos hasta la cintura y luego por su camisa hasta el pecho. A medida que ascendía por ese cuerpo que tanto había echado de menos, su vergüenza aumentaba. Pero no se atrevía a mirarlo a los ojos.
No podía sentirse más abochornada. Intentaba encontrar una excusa que explicase su actuación, pero no se le ocurría ninguna. Dudaba si lanzarse y contarle la verdad, pero aparte de su intuición inspirada en ideas esotéricas no tenía otros argumentos que esgrimir. De todos modos, ni siquiera la prueba palpable de que su presentimiento había resultado ser cierto podía justificar el allanamiento de una morada ajena. ¿Por qué él no decía algo? ¿Por qué no mostraba su mal humor o su decepción al descubrirlas? Tenía todos los motivos del mundo para ello. Recordó la última vez que lo vio desde la ventana de su habitación, a lomos de su caballo, con la lluvia golpeando su rostro crispado. No se habían despedido y ahora tampoco se saludaban. Se había imaginado cientos de maneras novelescas de reencontrarse con él y, en todas, sus miradas convergían al instante, sus corazones latían desbocados y ambos se apresuraban a fundirse en un largo, cálido y silencioso abrazo antes de borrar con caricias los reproches por la larga separación. Sin embargo, la realidad no podía ser más diferente de la fabulación. Contuvo las ganas de echarse a llorar por no parecerle más estúpida e infantil todavía y maldijo su suerte. De todos sus sueños, Corso era el dorado, y pensar que tendría que retenerlo en el mundo de la representación fantástica le produjo una terrible desazón.
Dirigió la vista hacia Neli, murmuró un «lo siento» y huyó de allí. Necesitaba alejarse de ese despacho, y no solo por cobardía o vergüenza, como probablemente pensarían los otros, sino también por eludir la atenazadora angustia que comenzaba a oprimir su pecho. Pasó junto a Corso procurando no rozarle, cruzó el vestíbulo, salió al patio, giró a la izquierda y se dirigió a la parte trasera de la torre. Sin dudar, caminó en la oscuridad por un estrecho sendero, como si sus pies hubieran pisado mil veces esas piedras del suelo y sus manos se hubieran apoyado otras tantas en las de las paredes.
Cuando el ruidito seco e intermitente de un guijarro se alejó de ella hacia abajo y no hacia adelante, se detuvo. Entonces, una sensación de vacío en el estómago le indicó que se encontraba al borde de las fauces de un precipicio.
Dentro de la casa, Neli decidió enfrentarse a la embarazosa situación, ya que Brianda no se había atrevido. La reacción de su amiga había sido desmesurada, pero podía imaginarse cuáles eran sus sentimientos: una mezcla de bochorno, frustración y temor a haber defraudado a Corso.
—No esperábamos que vinieras de noche… —comenzó a decir. No tenía muy claro cómo plantear el tema, pero según fuera respondiendo Corso le daría más o menos información.
—Siento mucho estropear vuestros planes —repuso él con ironía—. Entráis a oscuras, mi escritorio está abierto, ocultas algo a tu espalda y Brianda ha huido. Me cuesta creer que estéis robando, pero solo el hecho de que curioseen entre mis cosas sin permiso me resulta irritante.
—Antes de que saques conclusiones equivocadas —dijo Neli con calma—, deja que te explique. A raíz de unos datos aparecidos en unos documentos hemos seguido una pista que conduce hasta este mueble.
—¿Es alguna gimcana nocturna o algún juego de esos de rol? —Corso se acercó y mantuvo el tono sarcástico.
Neli dio un paso atrás, intimidada por la envergadura del hombre y la visión de la agresiva cicatriz a la que todavía no se había acostumbrado, mientras pensaba en las regresiones de Brianda en las que revivía a una joven del siglo XVI. Decidió aprovechar la comparación: al fin y al cabo, en los juegos de rol, los jugadores desempeñaban una determinada personalidad, interpretando un personaje que normalmente no hacían.
—Sí. Se parece a un juego de rol.
—¿Y qué papel juega Brianda?
Neli se sonrió al darse cuenta de que solo le interesaba la información que tuviera que ver con Brianda.
—Mejor que te lo cuente ella.
—¿Y habéis encontrado lo que buscabais?
—No estamos seguras.
—¿Quieres decir que os he interrumpido?
—Más o menos.
—¿Y quién os ha organizado esta aventura en concreto?
—Todavía no lo sabemos.
Corso soltó una carcajada y Neli supo que no se había creído ni una sola palabra de lo que le estaba contando, por mucho que se hubiera esforzado por que su rostro no mostrara ningún signo de que estuviera mintiendo, entrecerrando los ojos antes de emitir las enigmáticas y vagas respuestas. Sin embargo, por lo que fuera, Corso parecía decidido a seguirle el juego.
—Solo tu marido tiene las llaves de esta casa, luego solo puede haber sido él, a no ser que se las preste a cualquiera…
Neli se puso seria.
—Te doy mi palabra de que Jonás vigila bien Lubich. Cogí las llaves sin que se diera cuenta. Te pido que no le digas nada. —Sonrió brevemente—. En teoría estamos en el bar.
—No diré nada —la tranquilizó Corso—. Entonces, ¿no me vas a decir qué son esos papeles que escondes detrás de ti?
—Las instrucciones para continuar —improvisó Neli.
—De acuerdo. —Corso levantó las palmas de las manos fingiendo una actitud de derrota—. No quiero que desveles ningún secreto que impida que gane tu equipo. Pero dime una cosa… ¿Estaba actuando Brianda cuando salió de aquí como si hubiera visto al mismo diablo?
Neli se quedó pensativa unos segundos, al cabo de los cuales respondió con firmeza:
—Ve con ella. Tal vez me meta donde no me llaman, pero contigo ella es incapaz de actuar. Contigo siempre está la verdadera Brianda.
Las luces del exterior se encendieron y Brianda oyó que Corso la llamaba a lo lejos, pero no respondió. Su voz se hizo más potente a medida que se acercaba por el pasadizo que ella había atravesado unos minutos antes, y más insistente cuanto más se aproximaba por el estrecho sendero que bordeaba la base de la torre.
—Te empeñas en alejarte de mí sin despedirte —dijo Corso cuando distinguió la figura de Brianda en el tenue cerco de luz de una farola de forja. Se acercó despacio y la observó unos instantes en silencio.
Brianda sintió sus ojos recorriendo su cuerpo, desde su cabello hasta sus pies, como si la evaluara después de tantos meses sin verse. Se preguntó si aprobaría el examen. Se giró por fin y lo miró, consciente de que sus ojos y su nariz mostraban restos de llanto.
—Lamento mucho esta situación. Me duele suponer lo que habrás pensado. No deberíamos haber venido. La idea fue mía. —Como si hubiera ensayado lo que tenía que decir, habló de corrido, con las mandíbulas apretadas para controlar el temblor de su voz.
Corso se entretuvo deslizando su mirada por su rostro con lentitud antes de responder:
—Todavía no sé qué tengo que pensar. Si deseabas ver la casa otra vez con mayor detenimiento, solo tenías que pedírmelo…
Brianda se sonrojó. No sabía si en las palabras de Corso había una invitación verdadera o una alusión al primer encuentro en Lubich.
—Neli me ha explicado algo de un juego de rol, pero no me ha querido decir cuál es tu papel —añadió él al ver que ella no decía nada.
Las cejas de Brianda se arquearon ligeramente. El tono de Corso ya no era ni irónico ni resentido; tal vez ligeramente escéptico. Agradeció mentalmente la habilidad de su amiga para que ambas salieran airosas de la situación. Podía no mentir sin decir abiertamente la verdad. Se irguió y dijo:
—Soy una joven de finales del siglo XVI. A mi padre lo acaban de asesinar los enemigos del conde para vengarse de él por la muerte del líder de los rebeldes. —Hizo una pausa—: Ahora yo soy la heredera de Lubich.
Corso se inclinó sobre ella.
—Me gusta la idea de que quieras imaginarte como dueña de este lugar —susurró burlón—. Y dime: si yo quisiera jugar…, ¿cuál podría ser mi personaje?
—El soldado extranjero que se convierte finalmente en el señor de Anels.
Brianda contuvo el aliento. Si Corso se acercara un centímetro más, se lanzaría a sus brazos y comenzaría a besarlo.
Corso sonrió astutamente.
—Interesante. ¿Y a qué se debe ese cambio de propiedades? ¿Quién diseña todo este montaje?
—Todavía no lo sé.
—Ya… —El tono de la voz de Corso cambió—. Ahora en serio: me molesta mucho que hayáis entrado en mi casa a escondidas pero si no quieres explicármelo…
—Sí quiero, pero todavía no… —Brianda sopesó cómo continuar, antes de añadir—: Encontramos unos papeles en el escritorio que me interesan mucho.
Corso frunció el ceño.
—¿Los que intentaba ocultar Neli? —preguntó—. Que yo sepa, los cajones de esa arquimesa están vacíos.
—Todos no.
—¿Y por qué te interesan tanto?
—¿Podría responderte después de haberlos leído?
Brianda deseó poder decirle la verdad, pero ni en sueños se atrevería. Le estaba resultando muy difícil conseguir su objetivo sin evitar que la curiosidad de Corso aumentase por momentos. Este entornó los ojos.
—Muy bien —accedió—. Pero primero tendrás que pedírmelos. ¿Qué harías por conseguirlos?
—¡Lo que quieras! —respondió ella, demasiado impulsivamente. Ni por un segundo se le había pasado por la imaginación que tuviera que dejarlos allí.
Los ojos de Corso brillaron.
—Te pido esta noche.
Brianda parpadeó varias veces mientras trataba de normalizar su respiración. Le estaba pidiendo que pasara la noche con él. Eso solo podía significar que había regresado sin aquella mujer. Sabía, desde el momento en que lo había visto acercarse a ella con su camisa azul marino sobre una camiseta blanca, el cabello negro alborotado y los ojos cansados del viaje, que a la menor insinuación, al gesto de acercamiento más insignificante o a la palabra de invitación más sutil, ella se aferraría, se abandonaría, olvidaría su conciencia y enterraría cualquier sentimiento de culpa. Se olvidaría de Esteban y del hecho de que Corso estuviera casado. Sin embargo, ahora que su propuesta era clara, sus miedos y su vergüenza al ser descubierta y su desazón al sospechar la decepción de él se diluían, pero la sensación de estar cometiendo una falta grave no. El deseado momento del largo, cálido y silencioso abrazo podía estar cerca y no serían ni los brazos de Esteban alrededor de ella ni los de su esposa alrededor de él los que se entrelazaran.
Por más que deseara dar rienda suelta a la alegría que embargaba su corazón, aceptó con cautela.
—Me quedaré un rato…
Corso tomó su mano y la sostuvo entre las suyas, jugueteando con sus dedos, antes de susurrarle:
—Suficiente.
Brianda saboreó ese instante de paz al borde del abismo que se abría ante ellos. Lo había echado tanto de menos que aún podía sentir el dolor sufrido en todos esos meses de separación. No sabía cómo continuaría su historia, si es que existía alguna posibilidad de que continuara más allá de ese par de encuentros fugaces, ni si sería capaz algún día de confesarle toda la verdad sobre sus confusas vivencias del pasado, su depresión, su desasosiego, sus miedos e incertidumbres, ni si él querría escucharla. Se extrañó de la velocidad de sus pensamientos. ¡Si apenas se conocían! Y él estaba casado… Una cosa era desear a alguien, idealizarlo, anhelar su posesión en abstracto y deleitarse en la idea concebida aunque fuera solo después de un único encuentro, y otra enfrentarse a la realidad, práctica, cotidiana y convincente en su materialidad. No sabía si su matrimonio era feliz o desgraciado. Y ella estaba con Esteban… Tal vez ambos necesitasen un descanso en un momento de crisis. No. Esa explicación le resultaba insuficiente. Para ella, su atracción por él traspasaba toda racionalidad. Solo deseaba que Corso permaneciera siempre a su lado, comprendiéndola como era, amándola sin cuestionarla y apoyándola en su búsqueda, fuera de la naturaleza que fuese.
—Te agradezco que no me presiones para que te cuente lo que todavía no sé —le dijo—. Espero que no te resulte demasiado extraño.
Corso apretó su mano con más fuerza y tiró de ella para indicarle que regresaran a la casa.
—Si te soy sincero, estoy más que intrigado —dijo—. Pero lo que me parece verdaderamente increíble es que hayas llegado hasta aquí sin matarte en la oscuridad. Todo lo demás, hoy no importa.
Una nota sobre la mesa donde Brianda echó de menos las llaves de su coche los avisó de que Neli se había marchado. Mentalmente, Brianda agradeció la intuición y discreción de su amiga.
—Los papeles no están —dijo Corso—. ¿Por qué se los ha llevado Neli?
—Tiene que transcribirlos para mí. Están en dialecto antiguo.
Corso hizo un gesto de curiosidad, pero no hizo ningún comentario sobre ello. La informó de que iba a por una botella de vino y la dejó sola unos minutos. Brianda aprovechó para cerrar el compartimento secreto de la arquimesa. Desplegó las paredes del pequeño habitáculo e intentó sacar la llave, pero no pudo. Repitió la acción varias veces, aplicando algo de fuerza y golpes secos, con el mismo resultado.
—Ten cuidado —le pidió Corso desde la puerta—. Es una pieza frágil.
Dejó las copas y la botella en una mesita junto a un mullido sofá tapizado en color burdeos y se acercó.
—Quería dejarlo como estaba, pero no puedo —explicó Brianda.
Corso metió la mano en el compartimento, que encontró diferente. El pequeño espacio parecía mucho mayor y entre las nuevas paredes y el hueco palpaba unas pequeñas persianas verticales plegadas a tramos. Frunció el ceño.
—Vaya, no sabía que hubiera un escondite secreto. ¿Cómo lo has abierto?
—Con esta llave… —Brianda guio su mano— que ahora no quiere salir.
—¿Y dónde estaba la llave?
Brianda se ruborizó. Se sintió tentada de mentirle, pero eso sería un mal comienzo.
—¿Recuerdas el día que me enseñaste la casa?
Corso asintió.
—Noté una pequeña muesca en el interior del escritorio —continuó ella—, como una pequeña cerradura. Por casualidad, el otro día en la iglesia me fijé en que la llave que cuelga de la talla de la virgen podría encajar y así ha sido. Supongo que estos cierres antiguos se abren con cualquier cosa…
—Es posible, sí —accedió Corso—. Entonces, aquí encontraste esos documentos… —Perplejo, sacudió la cabeza—. ¿Quién los pondría allí?
Brianda se encogió de hombros. Una respuesta descabellada cruzó su mente. ¿Y si hubiera sido ella misma, cuatro siglos atrás?
Corso se inclinó hacia el mueble y forcejeó con las paredes del lugar secreto de su interior, pero estas se negaban a retornar a su posición original. Deslizó su mano por los contornos y topó con un obstáculo.
—Parece que hay algo enganchado en uno de los rieles. —Tiró de un extremo y oyó un débil sonido metálico—. Es como una cadena. —Cogió un abrecartas de un cubilete que había sobre la mesa y lo empleó para hacer palanca—. ¡Ya sale! —El objeto arañó la madera con pereza antes de que Corso lo cogiera y anunciara—: Parece un colgante.
Brianda tuvo que esforzarse por contener un grito. Corso abrió la mano y ante ellos apareció una delicada joya ovalada de cristal enmarcado en plata oscurecida.
—Un relicario. —Corso se lo acercó a los ojos para estudiarlo—. Es precioso. ¡Y muy antiguo! Su propietario tenía buen gusto. Pero no veo ninguna imagen sagrada. En realidad son…
—Flores de nieve… —musitó Brianda.
Corso clavó su mirada en ella.
—¿Cómo lo sabes?
Ella no respondió. Alzó la mano y cogió la joya con ternura. En silencio se deleitó contemplando su belleza extraña y sosegada, olvidada durante siglos en la oscuridad del tiempo. Cerró los ojos e imaginó a una joven muchacha vistiéndose con sus sayas y su jubón, recogiéndose el largo cabello en una trenza y adornándose con unos pendientes antes de colocar el relicario sobre su pecho.
Corso la observó. En el rostro de la joven había ahora una expresión de placidez, de alegría contenida pero de complacencia plena, como si se hubiera reencontrado con un ser querido después de una dolorosa ausencia o hubiera logrado un éxito largamente deseado.
Cogió el relicario, extendió el cordón de plata y lo pasó por la cabeza de Brianda.
—Te queda muy bien —dijo lentamente—; como si lo hubieran hecho para ti.
Brianda acarició su mejilla con exquisita dulzura. Por primera vez en mucho tiempo no sintió que las lágrimas quisieran llenar sus ojos ni ninguna opresión en su interior. Por el contrario, su mirada era clara y firme; su respiración, tranquila, y la percepción de sí misma, serena. Supo que esa noche no la pasaría con él, y tal vez tampoco los próximos días, pero una corazonada le decía que todo y cualquier tiempo sería para él. Ahora que había encontrado ese relicario, podía ampliar la franja temporal hasta donde su mente y su corazón la llevasen. Una indefinida sensación de certeza la embargó, impulsándola a verbalizar una decisión que en otras circunstancias sería completamente inexplicable:
—Tengo que marcharme. Hay algo que debo hacer.
Nada podía ser más importante que estar con él. Nada podía haber más urgente que entregarse a él. Sin embargo, algo le decía que si había esperado tanto tiempo a reencontrarse con él, podría soportar un poco más. Tal vez no tuviera otra ocasión como aquella. Tal vez para él ella no fuera sino una aventura pasajera, pero pasara lo que pasase, Brianda sabía que Corso era el hombre de su vida. Ella lo amaría siempre, aunque él no la correspondiera. Sus sentimientos eran mucho más fuertes que la razón y la lógica. Viviría con ello el resto de su vida.
Corso comprendió que su deseo era firme. Asintió con la cabeza y dijo:
—Ensillaré a Santo.
El honor. El mundo de los sueños. El amor eterno que nunca se secará…
La mano de Brianda se aferraba a las flores de nieve de su relicario mientras leía, con Luzer tumbado a sus pies, las transcripciones que le iba entregando Neli puntualmente cada tarde.
Al calor del mismo sol que había dorado los campos de trigo, centeno, cebada y avena durante siglos, Brianda evaluó su percepción del tiempo. ¿Cuándo comenzaba su verdadera vida? ¿Hacía casi treinta y ocho años? ¿Tal vez el verano anterior, cuando las primeras pesadillas habían aparecido para guiarla hasta Tiles? El reloj de su muñeca marcaba la duración de todos los hechos de su pasado; los cambios de estación año tras año hasta la fecha de su cumpleaños, el primer día de mayo; la distancia que separaba la espera del deseo cumplido, el plan del objetivo logrado, la impaciencia de la celebración. El reloj de su corazón, no obstante, le hablaba de perpetuidad sin principio, sucesión ni fin; como si su vida fuera interminable; como si se expandiera a través de siglos y edades; como si pudiera perdurar más allá de la muerte.
Eterna y perpetuamente…
¿Cuántas almas se habrían vendido al diablo a cambio de esas dos palabras?, pensó cuando terminó la lectura al cabo de una semana.
Tal vez Isolina lo habría hecho simplemente por una tarde más con Colau.
¿Y qué no haría ella por la duración indefinida de su vida si le hubiera pasado aquello? Y eso que no lo sabía todo, porque el diario terminaba abruptamente planteándole otros interrogantes…
Pero solo con lo que había leído, tenía claro que haría como la joven que había dejado escritas, sobre páginas de pergamino, pinceladas de sus miedos, sus dudas, sus odios y sus anhelos.
Pensaría las palabras precisas y las pronunciaría con la absoluta convicción de que, traspasando los límites de la razón, del entendimiento, de lo cognoscible y de lo perceptible, hurgaría en mentes ajenas, inquietaría corazones, se apoderaría de cuerpos sanos y los abandonaría descompuestos en un eterno retorno, en una incesante repetición, hasta dar por fin con aquel a quien le anunciaría:
—Regreso a tu piel.