40.

Había acudido tanta gente al juicio que los miembros del Concejo decidieron que nadie se moviera de la iglesia mientras ellos salían al exterior a deliberar. Brianda se acercó a Corso y se refugió entre sus brazos ante la atenta mirada de los guardias y de los vecinos de Tiles, que alternaban cuchicheos con silencios que aprovechaban algunos para persignarse o mover la cabeza con exagerada y falsa consternación.

—Sé que no tardarán, Corso —le susurró ella, aferrándose con las uñas a su pecho—. Júrame que tomarás mi mano y me mirarás cuando llegue la hora. Prométeme que estarás a mi lado en el momento final.

La respiración de Corso se convertía en un gruñido en su garganta. Miró de reojo a los guardias y una idea cruzó su mente. Brianda acarició su mejilla.

—Podrías quitarle la espada y matar fácilmente a los dos. Y luego, ¿qué? Te matarían. Debes vivir. Hazlo por mí y por Johan.

Corso apretó la mano de ella contra su mejilla, entrecerró los ojos y masculló con obstinación:

—He hecho siempre lo que me has pedido. Tomaré tu mano y estaré a tu lado si así ha de ser y cuidaré de nuestro hijo. Pero no me pidas que viva sin ti, porque eso es imposible, Brianda. No podré. No sabré hacerlo. —Sus ojos, húmedos, centellearon—. ¿Qué clase de vida me espera si tú…?

Un revuelo interrumpió su conversación. Los miembros del Concejo entraban en la iglesia y caminaban con determinación hacia el altar. Marquo fue el encargado de dar a conocer el veredicto. Con voz apagada, dijo:

—Nos, Marquo de Besalduch, infanzón, ciudadano, justicia y juez ordinario del distrito del valle de Tiles, territorio y jurisdicción de Aiscle. Atendidos y considerados los méritos del presente proceso y las declaraciones hechas en él por Brianda de Anels, presa y acusada y teniendo a Nuestro Señor Dios delante de nuestros ojos, del cual todo recto juicio procede, pronunciamos, sentenciamos y por esta, nuestra definitiva sentencia, condenamos a la dicha Brianda de Anels a muerte corporal, de tal manera que sus días naturales fenezcan en la horca.

—¡No podéis ahorcarla! —gritó Corso sobre el murmullo que se había extendido por la iglesia—. ¡Está embarazada!

Sus palabras fueron repetidas de banco en banco con asombro hasta que llegaron a la última fila y se hizo el silencio.

—Dirías y harías cualquier cosa con tal de salvarla, ¿no es así? —dijo Jayme.

—Digo la verdad —repuso Corso—. Si la ahorcáis, la criatura de su vientre morirá como homicidio.

Jayme miró entre el público y señaló a una anciana calva y encogida.

—Tú, la de Darquas. ¿No has sido comadrona? Ven y palpa a esta mujer.

La mujer se acercó con dificultad. Puso sus huesudas manos sobre el vientre de Brianda y luego presionó sus pechos.

—Está muy delgada —dijo—. No puedo saberlo.

Jayme se dirigió a los miembros del consejo:

—¿Qué es peor: el riesgo de seguir sufriendo las malas artes de esta bruja o el de equivocarnos en lo que no parece sino una argucia para retrasar su muerte? —Dando el asunto por zanjado, indicó a los lacayos que la llevaran afuera.

—¡Esperad! —gritó Corso—. ¡El Concejo no se ha pronunciado! ¿Estáis todos de acuerdo? ¿Pere? ¿Marquo…? —Uno por uno fueron bajando la cabeza mientras él pronunciaba sus nombres—. ¡Malditos seáis todos!

Varias voces increparon sus juramentos desde el público. Jayme le lanzó una mirada torva.

—No tomamos en cuenta tu actitud porque sabemos que es obra del maléfico influjo del demonio de tu esposa —dijo—. Algún día, cuando todo esto haya pasado, nos darás las gracias por haberte salvado.

Brianda tomó la mano de Corso y la apretó con fuerza. Tiró de él y comenzó a caminar hacia el exterior con los ojos nublados por las lágrimas. Necesitaba salir de ese asfixiante edificio, apartarse de esos hombres mezquinos a los que veía como monstruos deformes. Deseaba tener un espacio de tiempo, aunque fuera breve, para caminar con Corso de la mano por última vez por esa tierra helada sobre la que sus corazones habían ardido; para deslizar su mirada por el valle donde había nacido, crecido, amado y odiado y donde moriría a los veinticuatro años de edad por culpa de la peor de las enfermedades. Ni la peste podía ser tan destructora como la venganza, la sinrazón y el miedo, que se habían extendido como una plaga por las mentes y los corazones de las gentes de Tiles, cegando sus ojos, abriendo sus oídos ávidamente a los rumores que luego transmitirían a otros envueltos en sus propios juicios y conclusiones, y acostumbrando sus olfatos a la podredumbre de la indignidad. Si realmente existía la brujería, ella estaba contemplando el mayor de los hechizos. A pesar del horror, ella veía ante sí el mismo paisaje, abierto, fresco, quieto, a los pies del inmóvil, regio, imperturbable monte Beles que recordaba de su infancia, cuando vivía con su padre y su madre en su adorada Lubich.

Los miembros del Consejo salieron de la iglesia y caminaron hacia la entrada del cementerio. Los lacayos indicaron a Brianda y Corso que debían seguirlos. Tras ellos cruzaron la pequeña verja, giraron a la derecha, bordearon el cementerio y la iglesia por un sendero rocoso y salieron a un pequeño prado donde habían construido un simple armazón de madera. Cerca de él, divisó varios agujeros cavados en el suelo y unos montículos alargados de tierra. Enseguida supo que eran tumbas y que allí reposaban los restos de las otras ajusticiadas, incluida su querida Cecilia. ¿En qué temibles seres se habían convertido a los ojos de sus vecinos que ni siquiera podían enterrarlas en tierra sagrada?

Los asistentes al juicio y muchos curiosos que no habían podido entrar en la iglesia se sumaron al cortejo y fueron ocupando posiciones en el lugar para contemplar la ejecución. Brianda se percató de que había muchos niños, algunos de la edad de Johan, y sintió una punzada de desesperación al ser nuevamente consciente de cuánto lo echaba de menos.

—Le ha valido la pena al verdugo venir de Jaca —escuchó que decía alguien—. Con esta ya van catorce ejecuciones…

Las rodillas le flaquearon y se sujetó al brazo de Corso para no caer. Él la cogió por la cintura y la atrajo hacia sí. No se separó de ella hasta que llegaron a la horca, donde esperaba con los brazos cruzados y las piernas separadas el verdugo, un desconocido fornido de rostro arrugado e inexpresivo. De pie, hincadas en la tierra, había dos vigas unidas en su parte superior por otra viga horizontal sobre ellas. Unos improvisados maderos hacían de escalones para acceder a una pequeña y rudimentaria plataforma de madera que al soltarla dejaba los cuerpos suspendidos en el aire.

Fray Guillem se acercó a ella portando una cajita que abrió. Extrajo una hostia consagrada y se la ofreció diciendo:

—Que el cuerpo y la sangre de Cristo te guarden para la vida eterna.

Ella recibió el pan sagrado en la punta de la lengua y sintió que le abrasaba. Sintió deseos de escupirla, pues en nombre de lo que representaba se estaba cometiendo aquella injusticia que le impediría un buen morir en paz, pero se detuvo. Si rechazara la hostia, su gesto se convertiría en una pública confesión de su culpabilidad. Permitió que se disolviera en su boca y la tragó. Miró a Corso y susurró:

—Tú me guardarás para la vida eterna…

Jayme pidió al verdugo en voz alta que procediera con la ejecución. Brianda lo miró y se dio cuenta de que jugueteaba con algo entre sus manos: era su anillo de oro con la esmeralda. La sangre le hirvió en las venas y un latigazo de ira recorrió su cuerpo. Lo miró a los ojos y, como si hubiera ensayado sus palabras durante mucho tiempo, le dijo:

—Como bruja acabas con mi vida, creyendo que así te quedarás con Lubich para siempre. Pues escucha mis palabras, Jayme de Cuyls. Lo que me haces no es nada comparado con lo que yo te deseo. No te librarás de mí. Los de Cuyls procrearéis para morir y solo uno de cada generación sobrevivirá para conservar tu estirpe hasta el día de su completa aniquilación, cuando la sangre de tu casa arderá y desaparecerá en el infierno. Y el último sabrá, tan cierto como que la muerte no aplaca la sed de venganza, que habré sido yo, Brianda de Lubich, quien haya vuelto para recuperar lo mío.

Se produjo un profundo silencio. Impaciente, Jayme le hizo un gesto con la mano al verdugo y este cogió del brazo a Brianda para que subiera sobre la plataforma. Corso le dio un empujón.

—¡Yo lo haré! —aulló. Luego tomó su mano, la acarició y la sujetó como si fuera una reina para que ascendiera sobre él.

El verdugo pasó la áspera soga por la cabeza de Brianda y la ajustó a la medida de su cuello.

Brianda sintió un repentino miedo que convulsionó su cuerpo. En unos instantes su corazón dejaría de latir y la sangre se estancaría en sus venas. Sus sentidos se apagarían de golpe, no con la languidez de las brasas del fuego, sino como la llama de una vela con una corriente de aire. A una velocidad vertiginosa, su mente repasó los momentos más importantes de su vida, que había guardado escritos en aquella arquimesa que le regaló su padre, y entonces se acordó de la llavecita que colgaba de la Virgen de Tiles. Había olvidado pedirle a Corso que la recogiera.

Bajó la mirada hacia él. Su ceño estaba tan fruncido y sus labios contraídos en una mueca tan tensa que producía dolor mirarlo. Su respiración era un jadeo convulso. Ella sabía que Corso estaba haciendo un terrible esfuerzo por no desmoronarse y abandonarse a la desesperación. Le había prometido que la acompañaría en el momento del tránsito de la vida a la muerte y cumpliría su promesa aunque sangrara por todos los poros de su piel.

—Al cerrar los ojos para la eternidad solo te veré a ti —le susurró ella—. No sé cómo explicártelo, amor mío, pero siento que este no es nuestro fin. No pongas en mi lápida que descanse en paz porque no lo haré. Te prometo que desafiaré las normas del más allá para estar contigo. Regresaré a ti…

El suelo se abrió bajo sus pies y Brianda sintió a la vez un vuelco en el estómago, un crujido doloroso en el cuello y un vahído en el que aún escuchó un ruido atronador.

Como un gigante salvaje y enloquecido, Corso se abalanzó sobre las vigas de madera que formaban la horca, rugiendo, y comenzó a golpearlas con sus hombros. Al tercer empujón, el madero superior se soltó y cayó sobre él, produciéndole un profundo corte en la mejilla, y provocando que el cuerpo de Brianda llegara al suelo. Corso se arrodilló en la tierra y la tomó entre sus brazos. Su cara y sus labios estaban pálidos.

La sangre de la herida de Corso goteó sobre los labios de ella, coloreándolos, dotándolos de una fugaz apariencia de vida. Corso bramó su nombre y Brianda parpadeó. Separó ligeramente los labios, como si deseara beber aquel líquido y calmar su última sed. Abrió entonces los ojos, lo miró como si lo observara desde muy lejos, y dejó ir su último aliento, con la misma lentitud con la que sus párpados cubrieron su mirada y su cabeza buscaba su último reposo sobre el brazo de él.

Corso permaneció mudo e inmóvil, abrazado a ella con brutal avaricia, hasta que alguien se acercó para indicarle en qué fosa debía depositarla. Como si le hubieran clavado una lanza en el costado, se levantó con ella entre sus brazos, pasó ante los miembros del Concejo, arrojando saliva por la boca como un perro rabioso, cruzó entre la muchedumbre que observaba entre asombrada y acongojada la agresiva desolación que poseía al señor de Anels, llamó a su caballo, se subió a una de las paredes de piedra para poder montar con Brianda sobre el animal y se lanzó al galope por todos los caminos que habían recorrido juntos en los últimos años.

Durante horas le habló como si siguiera viva, recordándole cada rincón donde se habían amado, cada palabra pronunciada de día o de noche, cada gesto cómplice compartido. Cruzó con ella los bosques de Lubich hasta aquel puentecillo que tanto le gustaba, donde lo había salvado del lobo. Subió, ya de noche, por el camino que llevaba hasta cerca de la cima del monte Beles, brillante como nunca bajo la luz de la luna, y le señaló y nombró cada casa, como si nada hubiera pasado, como si le hablara de un mundo feliz, como si en cualquier momento sus ojos pudieran volver a parpadear con la vitalidad de una de esas estrellas del cielo.

La abrigó con su capa para que no tuviera frío. La apretó contra su pecho para poder susurrarle al oído. Y la besó decenas de veces, hasta que su definitiva frialdad le convenció de que Brianda, el sentido de su existencia sobre la tierra, estaba muerta.

Regresó a la parte trasera de la iglesia, eligió la fosa más apartada de todas las que había hechas, saltó dentro y tumbó a Brianda con exquisita delicadeza. Sollozó sobre ella, la besó por última vez, colocó una florecilla azul sobre su pecho y extendió su capa sobre el cuerpo de su amada para que nada lastimara la piel que sus manos habían acariciado insaciables.

Por fin comenzó a cubrirla con tierra, lentamente, mientras juraba en voz alta que esperaría, con toda la paciencia que la locura le permitiera, a que llegara el momento oportuno de vengarse de quienes habían arrebatado sus vidas; y que respiraría solo para esperar a que llegara el día en que ella cumpliera su promesa.

Hasta entonces, tampoco para él existiría el reposo.