17.

Un buen rato antes de la hora a la que el conde había enviado aviso de que acudiría con el documento del rey a la casa donde se alojaban los señores de Orrun, Pere de Aiscle salió a la calle para esperarle. Impaciente, miraba alternativamente a ambos lados de la larga y estrecha calle, desierta por culpa del intenso calor de la tarde. Por fin, las figuras de dos hombres se dibujaron a lo lejos y Pere no pudo ocultar su sorpresa al reconocer a su hermano, aunque Johan ya le había contado que andaba por la villa con el nombre de Surano.

Pere caminó hacia él con paso ligero, sin prestar apenas atención a su acompañante. En lo más profundo de su ser sentía alegría por verlo después de tres años, pero su instinto le decía que su hermano volvía a estar metido en algún lío. Estrechó su mano con fuerza a la par que le urgía a satisfacer su curiosidad:

—Hemos sabido de ti por la hija de Johan. ¿Qué haces aquí? ¿Necesitas más dinero? Espero que sea eso, aunque suponga una merma para mi hacienda. Ya tengo bastantes problemas como para sumar otro más.

Surano observó a su hermano con afecto. Lo encontró cambiado, más delgado y envejecido. Tampoco era de extrañar, pues entre ambos existía una diferencia de edad de catorce años, la cual se hacía evidente no solo en el aspecto físico, sino también en los caracteres. Pere siempre había sido más un benévolo padre que un hermano para él, intercediendo con su carácter reflexivo y moderado en todas las ocasiones —y habían sido muchas— en las que Surano se había metido en problemas.

—Te aseguro que no tendrás que enviarme más dinero. —Los gastos de una compañía corrían a cargo del bolsillo del capitán, de ahí que Surano hubiera recurrido también a la generosidad de la casa de su hermano para continuar por el buen camino en los últimos años—. Eso se acabó.

—¿Se acabó? —preguntó Pere con preocupación—. ¿Qué quieres decir exactamente?

—Obtuve permiso real para ir a Roma a solicitar el perdón del papa, que me fue concedido. Me acompañó uno de mis soldados. —Señaló a Corso—. Entonces pedí que me trasladaran a Flandes a la espera de un ascenso que no llegó y allí estuve un tiempo. Regresamos a España, pero una tormenta nos arrastró a Las Azores y nos vimos obligados a quedarnos hasta que una escuadra española que regresaba de las Indias nos recogió. De camino a Portugal, una nueva tormenta desarboló la nave del capitán al mando de la flota. Intentamos socorrerlos, pero nada pudimos hacer por ellos y regresamos a Lisboa. Cuando dimos parte de lo sucedido, fuimos acusados de no prestar auxilio y condenados a tres meses de prisión y a una multa. Fue injusto. —Hizo una pausa y soltó—: Me fugué. Abandoné la milicia. —Señaló a Corso, quien seguía la conversación en silencio—. Él también. Declaró a mi favor. Antes yo le había salvado la vida. Luego él me la salvó a mí. En fin, ahora los dos somos desertores.

Pere se quedó pensativo un largo rato. Conocía a Surano lo suficiente como para saber que no mentía. Nunca había sido un hombre dócil, todo lo contrario, pero era la mala suerte la que se interponía en el camino de su hermano de nuevo. Quizás no debería haber sido tan impulsivo. Si hubiera cumplido la condena, podría haber mantenido su ocupación en el ejército. Eso es lo que él hubiera hecho, pero ya no tenía sentido mirar atrás.

—¿Y ahora qué harás? —preguntó por fin—. ¿Qué haremos?

Comprendiendo que su hermano no lo iba a sermonear, Surano se apresuró a responder:

—¿Instalarme en las montañas? ¿Criar ganado? ¿Casarme y sentar cabeza? —El recuerdo de una mujer surgió en su mente y sintió una punzada de curiosidad en el pecho. ¿Lo habría esperado Lida como se habían prometido? Claro que entonces ambos no podían saber ni que tardaría tanto en regresar ni que lo haría como un desertor—. Con un poco de suerte, Lida aún me estará esperando…

Pere negó con la cabeza.

—Me temo que llegas tarde. Y me extraña que preguntes por ella. Alguien como tú… —No concluyó la frase. Al fin y al cabo, ¿quién era él para juzgar el corazón de su hermano?

Surano apretó las mandíbulas. Aún tardó en preguntar:

—¿Con quién se ha casado?

—Con Medardo.

Surano elevó el tono de voz:

—¡Con ese traidor…!

—Su hermano no paró hasta que lo consiguió… —añadió Pere—. Medardo es un hombre bastante influyente ahora y Jayme siempre ha querido arrimarse al sol que más calienta.

—Jayme de Cuyls… —silabeó Surano entre dientes—. ¡Ese bastardo, muerto de hambre, envidioso…! —Recordó a los tres hombres cuya conversación había escuchado Corso. La rabia lo consumía—. ¡Ahora comprendo por qué hablaba con Medardo y el secretario del rey!

—Sabemos que conoces el contenido de la conversación. —Pere señaló hacia el interior de la casa—. Don Fernando no tardará en llegar con la respuesta escrita de su majestad. Esperamos que nos informes. Después, decidiremos.

Surano, todavía enfurecido por las noticias que acababa de recibir, inspiró hondo y soltó un gruñido. El rebelde Medardo no solo había ganado terreno para su causa durante su ausencia, sino que se había casado con la mujer que él deseaba. Se mesó el cabello y trató de recuperar su expresión retadora. Se giró entonces hacia Corso, en cuyo semblante no se reflejaba ninguna emoción, y masculló:

—Por si no te lo había dicho antes, amigo Corso, la gente de la montaña es semejante a la tierra donde se cría, robusta y de mucho trabajo, dada a inquietudes y revueltas, pero implacable en sus iras y venganzas. Si vas a acompañarme en este viaje, no lo olvides.

Corso se mantuvo impasible. Había visto demasiada sangre derramada en su vida como para sorprenderse por nada, y mucho menos para temer las disputas entre los habitantes de un pequeño lugar alejado del mundo.

En la sala, y a petición de su padre, Brianda permanecía de pie en silencio junto a la puerta que daba al patio para poder seguir la conversación cuando llegara el conde mientras vigilaba que nadie de la casa se acercara a curiosear.

La puerta se abrió y entró Pere seguido de Surano y Corso. Pere indicó a su hermano que se sentara a su lado en uno de los asientos vacíos alrededor de la mesa y a Corso que se apostara junto a la puerta del patio.

Corso obedeció y caminó hacia donde estaba Brianda. Las miradas de ambos se encontraron y en la de él surgió un destello de admiración.

Sobre las prendas interiores de lienzo fino, Brianda se había puesto una saya de color calabaza adornada con varias tiras de terciopelo negro y sobre esta una basquiña oscura del mismo brocatel que el justillo que ceñía su pecho y su cintura, resaltando así sus caderas. Llevaba el cabello suelto, con unos mechones recogidos en la parte posterior que enmarcaban su gracioso rostro. Desde luego, esa muchacha era mucho más apetecible que todas las mujeres con las que él había estado, pensó. La de la noche anterior no estaba mal, pero, comparada con Brianda, a quien no se había podido sacar de la cabeza ni después de varias jarras de vino, era un saco de paja seca y áspera.

Corso se situó tan cerca de ella que Brianda se alejó un par de pies. No podía evitarlo: ese hombre provocaba en ella una inexplicable sensación de alarma y además, ahora, olía a sucio. La manera en que la miraba la obligaba a apartar la vista, algo que no le había sucedido con ningún hombre, ni siquiera con Marquo. Temía que si tuviera que hablarle, tartamudearía; si tuviera que escucharle, se abstraería con el roce de sus labios sobre sus dientes; si tuviera que tocarle, temblaría; si tuviera que besarle…

¿Sería como besar a Marquo…?

Detuvo sus ridículos pensamientos de inmediato. Pero ¿qué demonios le estaba sucediendo? De la inminente reunión dependía el futuro de su tierra, y ahí estaba ella, centrando toda su atención en un turbio desconocido.

De pronto, el conde de Orrun entró en la sala con el mal humor reflejado en su rostro y en sus gestos. Sin el preámbulo de los saludos, tomó asiento, agarró una jarra de vino y la vació de un trago. Extrajo un papel enrollado, lo extendió y comenzó a leer con voz airada:

—«… que el conde de Orrun sea puesto en la posesión del condado de manera que los del condado entiendan que es la voluntad de su majestad que se la den pacíficamente y le obedezcan y respondan de sus rentas y le tengan por señor hasta tanto que por justicia sea declarado el derecho que su majestad tiene en dicho condado; que pueda el conde poner ministros y oficiales en el condado que ejerciten jurisdicción y administren justicia…».

Hizo una pausa y pidió que rellenaran su jarra.

—Dadas las circunstancias, señor, es lo mejor que podía suceder —dijo Pere—. Al menos ganáis tiempo y, hasta ahora, la justicia siempre ha estado de vuestra parte. Confiaremos en ella.

—No os adelantéis, amigo Pere —dijo el conde—, que ahora viene lo peor. —Volvió la vista al documento y continuó—: «Que el conde trate bien a sus vasallos sin tener memoria de las cosas pasadas, y que se suspenda la ejecución de las sentencias y condenaciones contra ellos dadas…».

—¡Perdonar a los rebeldes! —exclamó Marquo escandalizado—. Pero ¿esto qué es? ¡No me digáis que pretende librar a Medardo!

El conde pasó el documento a Nunilo, quien leyó en silencio con expresión sombría antes de resumir en voz alta:

—Su majestad dará en breve tiempo al conde la posesión del condado de Orrun, pero a cambio le exige que hasta que otra cosa le mande suspenda las sentencias de muerte dadas contra Medardo y sus cómplices, y que quede al real fisco el derecho a proseguir el pleito de Orrun. —Soltó un resoplido.

—¡Perdonar a Medardo! —repitió Pere—. Surano, cuéntanos lo que tu amigo escuchó ayer.

Surano repitió la conversación en la que el conde de Chinchón pedía paciencia a Medardo y a Jayme.

—Dijo que todo continuaría así hasta que os cansarais y estuvierais dispuestos a vender el condado a un buen precio.

Un largo silencio se instaló entre ellos. Brianda se preguntó si todos los demás pensarían lo mismo que ella: ¿Sería capaz don Fernando de vender el condado? ¿Acaso no sería lo más cómodo para él, recibir un dinero y olvidarse de los problemas?

—Solo la presencia del indeseable de Medardo en las Cortes ya es una provocación… —masculló Bringuer—. ¿Cómo podemos confiar en la palabra del rey si él mismo favorece a los rebeldes y sus ministros agasajan a ladrones y hombres facinerosos?

—No todos son ladrones —apuntó Johan—. La compañía de Jayme es un punto a su favor. Tiene sangre noble. De cara a los suyos, si un noble se pone de su parte, pueden hacerlo otros.

—Johan tiene razón —dijo Nunilo—. Intentarán sobornarnos. A todos.

El conde los miró uno por uno, buscando en las expresiones de sus viejos amigos la confirmación de que allí solo había hombres leales a su causa.

—Según el documento —intervino Surano—, ¿cuándo seréis puesto de nuevo en posesión de lo que es vuestro?

—Una vez terminadas las Cortes —respondió Nunilo—. El conde recibirá una credencial del rey dirigida al Concejo General de Orrun que se celebrará en enero.

—Muy bien, pues —dijo Surano—. Esperaremos entonces hasta enero… —Lanzó una mirada a su hermano—. Veo que ahora mis servicios pueden ser más necesarios aquí que en ningún otro lugar. —Enseguida se dirigió al conde—: En mi amigo Corso y en mí tenéis a dos valientes soldados con instrucción militar. Si hago caso a mis conocimientos y a mi instinto, esto no ha hecho más que comenzar. Yo no creo en la palabra del rey. Nunca renunciará a estas tierras. Lo de continuar el pleito es solo una argucia para ganar tiempo y desgastar vuestras lealtades. Ni el rey, ni el virrey, ni otra autoridad tomarán disposición sobre vuestros asuntos. Debéis prepararos para luchar.

Al oír a Surano, Brianda tuvo sentimientos encontrados. Por un lado, temía el significado de sus palabras, de las que se deducía que inevitablemente irían a la guerra. El Concejo ya había rechazado las pretensiones del conde una vez, ¿por qué habría de ser esta diferente? Por otro lado, si Surano se instalaba en las montañas, también lo haría su compañero Corso. Y fuera de Aiscle, ¿dónde se reunían todos cuando había que decidir algo? En Lubich. Lo vería con cierta frecuencia. Lo tendría cerca… ¿Sería tan fiero e intratable como aparentaba?

El conde se puso en pie y cruzó la sala dando grandes zancadas. No podía alejar de su mente y de su corazón los amargos pensamientos que le asaltaban en cualquier momento. Jamás hubiera pensado que una herencia pudiera acarrear consigo tantos sinsabores. ¿Cómo iba a guerrear contra el rey? Su casa siempre le había servido. Ni siquiera se opuso cuando, nueve años atrás, Felipe ordenó recaudar el impuesto del maravedí en el condado para ayudar a soportar los desproporcionados gastos de su política imperialista. Y si así había sido siempre, ¿por qué se empeñaba el monarca en arrebatarle lo que era suyo? La razón podía incluso comprender y justificar los argumentos estratégicos reales: desde Orrun controlaría los pasos a Francia y la adhesión de territorios ampliaba la extensión del Reino. Además, una venta en el momento justo lo liberaría de tantos años de amargura y ganaría el favor del rey para él y su familia durante generaciones. Sin embargo, la sangre de sus antepasados le hervía en las venas. ¿Cómo iba a abandonar a esos hombres que hoy le acompañaban? Debía velar por ellos y recompensar sus esfuerzos con nuevos cargos una vez efectuada la toma de posesión. ¿Qué sería de ellos si renunciaba a su pasado? Serían relegados a sus grandes casas y apartados de las grandes decisiones por personas como Medardo, que ocuparían los puestos de poder en nombre del pueblo. La lealtad a sus hombres era importante, pero en el fondo, él sabía que había algo más. En otras baronías, el rey estaba empleando la misma táctica para acabar con el poder de los nobles rurales. Sin sus títulos, la independencia respecto del poder real se tambaleaba y el dominio de una casa como la suya se reducía, mermando también las posibilidades de satisfacer sus ambiciones políticas.

Se detuvo y apoyó las manos sobre el respaldo de su silla.

—Haremos lo que dice Surano —dijo por fin—. Regresad a vuestras casas y esperad mis instrucciones. Nos prepararemos para tomar Aiscle en enero. Si entran en razón por las buenas, bien, y si no, emplearemos las armas. Yo me quedaré por aquí unos días más. La semana que viene el príncipe Felipe III será jurado por los Grandes del Reino y todo el mundo estará aquí. Veré si puedo encontrar más aliados para mi causa entre los nobles de Aragón.

Los hombres asintieron con la cabeza. El conde Fernando dio la reunión por concluida y se marchó. Después de un breve silencio, Johan verbalizó lo que todos pensaban:

—Espero que no sea tarde. Tantos años de desgobierno no podrán borrarse de golpe.

Justo entonces entró Azmet como una exhalación y, plantándose ante Brianda, sofocado y jadeante, le gritó:

—¡Señora…! ¡Cecilia…! ¡La van a matar!

Brianda, alarmada, salió tras el joven morisco sin esperar la reacción de su padre y sus amigos y Corso partió tras ella.

Azmet los guio hasta una pequeña plaza formada por un círculo de bajas y destartaladas edificaciones desde la que se divisaba con claridad la ermita de Santa Quiteria, en lo alto de un cerro junto al castillo templario. Brianda tuvo dificultades para abrirse paso por entre el gentío, que respondía con gritos e insultos a los empujones de Azmet, quien no se detuvo hasta situarse en primera fila.

Brianda emitió entonces una exclamación de horror ante lo que vio. Dos soldados sujetaban a Cecilia de los brazos y se disponían a atarla a un poste mientras un tercero probaba su látigo contra el suelo. El azote del cuero producía en la tierra un horrible chasquido, seco, violento, lacerante. Sobre la tierna carne de la muchacha, bastarían tres golpes como aquellos para matarla. Cecilia chillaba y se retorcía como una serpiente, para excitación de sus torturadores. Brianda gritó con todas sus fuerzas:

—¡Soltadla!

Pero el ruido a su alrededor era ensordecedor. Algunos aplaudían, otros reían, otros jaleaban a los captores… La mayoría, con ojos ansiosos, esperaba la continuación del entretenimiento.

—¿Qué ha hecho para merecer esto? —volvió a gritar Brianda—. Azmet, ¿sabes qué ha hecho?

Azmet se encogió de hombros. Gruesas lágrimas descendían por sus coloradas mejillas.

Una mujer que portaba a un niño de dos o tres años en brazos le dijo:

—Es gitana. A ver si acaban con esta plaga.

El del látigo detuvo su entrenamiento y mandó callar a la multitud. Entonces, extendió un papel y leyó:

—«Por cuanto que en los Fueros hechos en las Cortes del año 1564, y en otros, bajo el título De exilio Bohemianorum, no está dada bastante forma de castigo para echar y desterrar del Reino a los bohemianos o gitanos, que en él hacen muchos robos e insultos, su majestad, de voluntad de estas Cortes de Monçón, establece y ordena que los gitanos mayores de dieciocho años que fueren hallados por el Reino en hábitos o habla o vida de gitanos o trocando y vendiendo cabalgaduras tengan la pena de galeras; y los menores de dieciocho y mayores de catorce y las mujeres, azotados y azotadas y desterrados de todo el Reino perpetuamente». —Plegó el documento—. Esta gitana ha sido descubierta robando en el mercado y ahora recibirá su castigo.

La cabeza de Brianda daba vueltas. Podía comprender la angustia que debía envolver el alma de Cecilia, pero no sabía qué hacer para rescatarla y Azmet estaba tan aturdido que no podía contar con él para nada. Se giró en busca de ayuda, pero no alcanzaba a ver si su padre y los hombres de Orrun la habían seguido. Entonces divisó a Corso, cuya cabeza sobresalía sobre las demás un par de filas atrás y se abrió paso hacia él.

—¡Por favor! —le suplicó—. ¡Tienes que ayudarla! ¡Yo la conozco! ¡Es una muchacha muy buena!

Corso negó con la cabeza.

—No es asunto mío —dijo simplemente.

Brianda sintió que una oleada de rabia ascendía desde su estómago a su pecho.

—¡Te lo ruego! ¡Te lo suplico! ¡Te lo ordeno!

Corso la miró fijamente un instante, extrañado por el hecho de que ella reaccionara así por una simple gitana, pero volvió a hacer un gesto negativo:

—No quiero problemas. Ya tengo bastantes.

Brianda soltó un rugido y le asestó un puñetazo en el pecho con todas sus fuerzas antes de volver con dificultad a la primera fila. Ya habían atado a Cecilia al poste. El largo cabello le ocultaba el rostro, pero los movimientos de su espalda indicaban que estaba sollozando. «Pobre niña», pensó Brianda, recuperando las conversaciones de los dos últimos días en las que la gitana le hablaba de su miserable vida con una sonrisa de oreja a oreja. Cecilia solo tenía un sueño: lucir algún día un atuendo tan bonito como el de la señora Brianda y conseguir que un joven se enamorara de ella. Pero ¿quién iba a querer a una joven de tez oscura?, le preguntaba. Y Brianda le respondía que, con lo guapa que era, más de uno la querría en la montaña, donde todas las pieles de los campesinos se curtían con el sol del verano y la nieve y el viento del invierno…

¡Y pensar que nadie iba a hacer nada para salvarla! ¡Ni siquiera ese animal de Corso!

El del látigo calculó la distancia, tensó el brazo, y cuando lo iba a lanzar hacia atrás, Brianda, emitiendo un grito tras otro para llamar su atención, corrió al centro de la plaza.

—¡Parad! ¡Ha habido un error! ¡Esta joven es mi criada!

El soldado escuchó las explicaciones de Brianda, arrepentida ahora de su impulsividad, pero consciente de que no había marcha atrás.

—No entiendo qué ha sucedido, pero seguro que hay una explicación. La habrán confundido con otra. Ha vivido conmigo desde que nació.

Mentalmente agradeció que Cecilia llevara puesta una camisa y una basquiña que ella le había regalado la noche anterior. Con sus harapos habituales, la explicación carecería de cualquier consistencia.

Desde la distancia, Corso se puso en tensión en cuanto vio a la insensata de Brianda correr en auxilio de la gitana y soltó una maldición. Si ella pensaba que las explicaciones de una jovenzuela, por muy bien vestida que fuera, podían convencer a un soldado de su majestad cuando este ya tenía un propósito claro en mente, estaba muy equivocada. Pero Brianda seguía hablando y haciendo aspavientos mientras el soldado negaba con la cabeza. La primera vez que él la apartó con brusquedad, Corso se adelantó hasta la primera fila. Cuando, de un empujón, el soldado lanzó a Brianda contra el suelo, Corso salió disparado en su auxilio y, en cuatro zancadas, se plantó ante el primer soldado, a cuyo lado habían acudido otros dos en vista de que la situación se complicaba con la presencia de un militar.

Corso se agachó para ayudar a levantar a Brianda.

—¿Qué les has dicho? —preguntó de malos modos, irritado por tener que intervenir en aquella estúpida cuestión sin tener muy claro cómo resolverla.

—Que la han confundido con otra porque es mi criada y la conozco desde niña.

—Muy creíble, sí —replicó Corso con ironía.

Se giró hacia los soldados, puso la mano sobre la empuñadura de su nueva espada para que vieran la calidad de la misma y se presentó con voz autoritaria, empleando el nombre de una compañía de infantería que conocía, pero a la que no había pertenecido, y otorgándose el rango de lugarteniente de un capitán con quien precisamente había quedado en las Cortes para tratar unos delicados asuntos con su majestad.

—Se da la circunstancia —añadió señalando a Brianda— de que esta mujer es la hija de uno de los nobles benefactores de mi compañía y la joven que vais a azotar, su criada. No dudo de vuestro buen hacer, pero creedme si os digo que no os interesa que el rey reciba quejas de quien aporta dinero, precisamente, para sus causas. Bastante irritado está ya con las pretensiones de esos resentidos de las montañas de Orrun…

Los tres soldados se acercaron entre sí e intercambiaron unas palabras. A lo lejos, Brianda oyó que su padre, escoltado por Marquo y Surano, la llamaba y comenzaba a acercarse y ella le hizo un gesto firme para que la esperara. Acudió a su lado y, tras explicarles la situación, les pidió que no intervinieran a no ser que las cosas se complicaran.

—Tu acción es muy loable, pero no pienso permitir que vuelvas allí —le dijo su padre asiéndola por el brazo.

Brianda se soltó y argumentó con firmeza:

—La vida de Cecilia pende de un hilo y yo no pienso consentir que su muerte recaiga sobre mi conciencia. Le he dado un motivo de esperanza y ahora no puedo abandonarla. Sería más cruel que no haber hecho nada.

Entonces, Surano se acercó y puso una mano sobre el hombro de Johan.

—Estando Corso no tienes que temer… Tres no son nada para él. Y si hace falta, ya intervendremos. —Brianda aprovechó para escabullirse sin oír sus últimas palabras—: No sé cómo habrá convencido tu hija a Corso para que le ayude. Ese hombre solo me hace caso a mí y al diablo…

Marquo se sorprendió al oír el comentario y sintió una nueva punzada de preocupación. Ya en la reunión le había disgustado cómo ese hombre de cabello oscuro miraba a su prometida, recorriendo su cuerpo de arriba abajo. Conocía a los hombres como él. Si hacían tan buenas migas con Surano se debía a que eran de la misma calaña: pendencieros, agresivos, mujeriegos y despreciables. Y ahora la seguridad de la joven dependía del tal Corso. Afortunadamente, pronto emprenderían el camino de vuelta a casa. «Cuanto antes mejor», se dijo. Cuanto antes organizara su boda con la joven, antes entraría a formar parte de las extensas propiedades de Lubich, que seguirían siendo las mismas con rey, con conde, con bayle general o con ninguno de ellos.

En el centro de la plaza, los soldados terminaron su debate y por prudencia decidieron, finalmente, soltar a Cecilia. En cuanto se vio libre, esta corrió a abrazar a Brianda. Sus sollozos eran tan profundos que ninguna caricia ni susurro la podían consolar.

—Vamos, vamos —le dijo Brianda—. Reponte un poco y adopta un porte digno. Tenemos que salir cuanto antes de aquí y tienes que mostrar los modales propios de una de mis criadas.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó Cecilia.

—Pon la espalda tan recta que te duela, levanta la barbilla, ladea ligeramente la cabeza hacia ellos y míralos de reojo con desprecio. Luego mantén esa postura, un pasito detrás de mí, hasta que salgamos de la plaza. ¿Podrás hacerlo?

Cecilia asintió y se tomó tan en serio el papel que Brianda la alabó cuando llegaron donde las esperaban Johan, Marquo, Surano y un Azmet que no cabía en sí de alegría. La muchedumbre empezó a dispersarse lentamente, con la pereza propia de la ilusión frustrada que se resiste a desaparecer. También ellos comenzaron a caminar de regreso a la casa.

Brianda se giró en busca de Corso, que caminaba tras ellos con la mirada baja, y se rezagó unos pasos.

—Cuando quieres, sabes hablar —le dijo todavía sorprendida por la elocuencia que él había mostrado ante los soldados—. ¿Cómo era eso? ¡Ah, sí…! —Burlona, imitó una voz grave—: las pretensiones de esos resentidos de las montañas de Orrun…

—Solo hablo si es necesario.

—Pues hoy has salvado una vida…

«Si supieras cuántas he quitado… —pensó él—, tu voz no sonaría tan alegre».

—… y me has rescatado de un serio apuro. —Brianda soltó una risita—. Bueno, de dos. Ayer y hoy… ¡Las dos veces que nos hemos visto!

—Surano me ha advertido de que los montañeses sois inquietos y revoltosos… Ya lo he comprobado. Me mantendré alejado.

—Pero ¿no vais a vivir allí ahora?

Brianda se arrepintió por haber sido tan impulsiva. Su pregunta podía mostrar cierto interés por el futuro del hombre.

Corso se encogió de hombros con indiferencia.

—Pues por si no nos volvemos a ver —añadió ella—, te doy las gracias por tu ayuda.

Corso no respondió. Apretó el paso y se situó junto a Surano.

—Ha sido fácil convencerlos de momento —le susurró—, pero a nada que investiguen un poco, descubrirán la mentira. Deberíamos irnos.

Surano estuvo de acuerdo.

Corso se giró y echó un último vistazo a Brianda, que ahora reía feliz en compañía de aquella gitana por la que se había puesto en peligro. Se sentía confundido. ¿De qué sustancia extraña estaba formada el alma de aquella mujer? De los cientos de personas que ocupaban la plaza, solo ella se había arriesgado para salvar a una insignificante joven cuya ausencia nadie lamentaría. Si eso había hecho por una gitana, ¿qué no haría para defender lo suyo?

De pronto, le entró una imperiosa necesidad de alejarse de ese lugar y de ella. ¡Cómo no se iba a sentir extraño!

Era la primera vez en su vida que alguien le daba las gracias y a él le irritaba no recordar qué se respondía en ese caso.