39.

La tarde anterior a que se cumpliera la semana desde la visita de Corso y Pere, Brianda, que hasta entonces se había mantenido fuerte, sintió que la esperanza la abandonaba al reconocer a una de las dos nuevas mujeres que llevaron a Casa Cuyls. Era María, la esposa de Pere, cuya pálida piel parecía transparente en su rostro demudado. No se lo podía creer.

—Vos también, María… —exclamó Brianda—. No puede ser…

María alzó la vista del suelo y le lanzó una mirada extraña, como si tuviera que hacer esfuerzos para no mostrar su desagrado hacia ella. Brianda se llevó la mano al pecho, súbitamente atenazado por la ansiedad. La caza de brujas se había extendido hasta Aiscle por una única razón: María había sido acusada para castigar a Pere por querer defenderla. Sintió náuseas al darse cuenta de que el chantaje obligaría al amigo de su padre a abandonarla.

La otra mujer, de edad incierta, ojos de color avellana y ropas sencillas, recorrió la estancia deslizando su mano por la pared en actitud pensativa mientras murmuraba unas palabras.

Brianda no le hizo caso, preocupada como estaba por la nueva situación. La mujer repitió el comentario.

—Mi casa es ahora mi cárcel —dijo antes de echarse a reír.

—¿Tu casa? —se extrañó Brianda.

—Si viviera Medardo, yo no estaría aquí.

—¡Lida! —Brianda reconoció entonces a Margalida, la hermana de Jayme y esposa de Medardo, el cabecilla de los rebeldes años atrás—. No lo comprendo… ¿Tu propio hermano no puede ayudarte? ¡Es quien tiene el poder! ¡Debería darse cuenta de que ese saludador es un farsante!

—¿El conocedor de brujas? —Lida soltó una carcajada histérica—. ¡Se fue hace semanas!

—Pero entonces, ¿quién acusa?

—Cualquiera. Alguien piensa algo, sospecha o sugiere y al día siguiente es realidad. Cualquier cosa sirve: una disputa, una sensación, un rumor, un sueño… —Bajó la voz—. Fui una imprudente. Discutí con él delante de varios vecinos. Le pedí que detuviera esta insensatez. Le dije que Medardo luchó por liberarnos del miedo y las ataduras que nos encadenaban a un señor y que jamás hubiera consentido esto. Cuestioné su autoridad y ahora estoy aquí. Él es quien está poseído por el demonio. Nada debe entorpecer su grandiosa labor de limpiar esta tierra del aliento del diablo, de herejía y brujerías. —Se deslizó hasta el suelo y rompió a llorar—. Hacía tiempo que quería visitar esta casa, pero no así…

Brianda comenzó a caminar de un lado a otro de la sala alterada. Si Jayme había sido capaz de detener a su propia hermana, ¿qué podía esperar ella? El único que podía hablar en su favor era Pere, y ahora se encontraba entre la espada y la pared, con su propia esposa acusada. En cuanto a Marquo, hacía tiempo que lo tenía por un cobarde, preocupado únicamente por su supervivencia. Estaba completamente sola, pero no debía abandonarse a la desesperanza mientras estuviera viva. Por Corso y por su hijo tendría que ser ella misma quien se defendiera y lo haría.

De pronto, la puerta se abrió y entró el carcelero delgado y tuerto. Brianda se preguntó cómo no se cansaba de esa rutina de dolor y mal. O su naturaleza estaba podrida desde su mismo nacimiento o le pagaban tan bien que podía olvidarse de sus escrúpulos. O ambas cosas.

Esta vez se acercó a ella y la agarró del brazo.

—No nos parece justo que te vayas sin probar lo mismo que las otras.

Brianda se soltó bruscamente.

—Sabes que no puedes tocarme por ser quien soy.

El hombre la volvió a sujetar con más fuerza, retorciéndole el brazo contra la espalda.

—Aquí sois todas iguales —masculló.

La arrastró hasta el cuarto contiguo, aquel lugar tantas veces imaginado que ahora podía ver con sus propios ojos. En tiempos debía de haber sido la cocina, porque había un gran hogar con un caldero colgando de una cadena de forja, una repisa de piedra que ocupaba todo un lado y listones de madera con ganchos por las paredes. El estómago se le revolvió y tuvo que hacer esfuerzos para no vomitar. El olor allí era más nauseabundo que en la sala, donde las mujeres tenían que hacer sus necesidades en cubos, y en el suelo había manchas rojas de sangre seca. En un rincón se veían restos de cabello; en el fuego había unas tenazas y dos hierros al rojo vivo; y del techo colgaban unas cuerdas de unas poleas.

El hombre grueso se acercó y le entregó un papelito con unas palabras en latín.

—Si sabes leer, lee en voz alta —dijo—. Si no, yo te diré qué pone.

Brianda leyó:

—Ruégote, omnipotente Dios, que como la leche de la Virgen Santísima María fue dulce a Nuestro Señor Jesucristo, su Hijo, así estas cuerdas y tormentos sean dulces a mis brazos y miembros. Amén. —Un escalofrío de terror recorrió su espalda.

El tuerto le ató las manos a la espalda con una cuerda. A esta anudó luego una soga que pasaba por una polea sujeta a una viga del techo.

—Nosotros no sabemos de preguntas formales —dijo—. Nosotros solo preguntamos una cosa: ¿eres una bruja?

Brianda no dijo nada. Dirigió su mirada hacia la ventana que estaba abierta frente a ella. Ya era de noche. La luz de una luna brillante trazaba las siluetas de los árboles cercanos como nervios secos sobre la masa rocosa del monte Beles.

Tiraron de la soga y comenzaron a suspenderla en el aire lentamente, hasta que sus pies dejaron de tocar el suelo. Sintió un dolor profundo, lacerante, en los hombros y se acordó de la pobre Cecilia. ¿Quién la ayudaría ahora a ella cuando se le rompieran?

No gritó. Miró de nuevo hacia la cima del monte Beles y se entretuvo contando las estrellas que coronaban su cima. Había decenas, cientos. Unas parpadeaban, otras no. ¡Cuántas veces las habían contemplado con Corso en sus paseos nocturnos a caballo! ¿Eran siempre las mismas que se apagaban y encendían cada noche? ¿Quizás cuando se apagaban morían ya para siempre mientras otras nacían? Sintió que se elevaba un poco más. El dolor era tan desgarrador que su mente abandonó su cuerpo agotado. Tenía alas con las que volar hacia esas estrellas de otro mundo compartido solo con Corso. Nada de lo que le hicieran importaba. Podrían destrozar su cuerpo, rasgar su piel y derramar su sangre, pero su alma permanecería eternamente intacta, inmune, inviolable, para él.

Ese era su triunfo sobre la carne, débil y efímera.

Volvieron a tirar de la soga. Un palmo más. Luego otro. Ningún gemido reveló su sufrimiento.

—Suéltala ya —cuchicheó uno de ellos intranquilo—. El peor de los demonios la ampara, si resiste como lo hace.

Se despertó de nuevo en la sala cuando fueron de nuevo a por ella a la mañana siguiente. Sin decirle nada la condujeron al patio y la montaron en el mismo carro que la había llevado el primer día a Casa Cuyls, escoltado por dos hombres a caballo. Durante gran parte del trayecto hacia Tiles, Brianda mantuvo los ojos cerrados. La luz del sol se reflejaba sobre los restos de escarcha, helada sobre los prados, y hería sus ojos. Poco a poco fue acostumbrándose a ella y contempló el paisaje con distanciamiento, como si quien deslizara su mirada por los campos, los muros de los caminos, los árboles y las casas de piedra no fuera Brianda de Lubich, sino un ser ligero como una madrugadora mariposa que aletease aquí y allá con inocente curiosidad a la espera de las novedades de la cercana primavera.

Las ruedas del carro crujieron sobre el desvío hacia la iglesia de Tiles y Brianda distinguió un grupo de jinetes acercándose, en medio de los cuales estaba Corso. Se levantó y lo miró. En cuanto sus miradas se cruzaron, él espoleó con furia su caballo, llegó hasta ella y saltó sobre el carro antes de que los otros tuvieran tiempo de reaccionar. Pronto los lacayos los rodearon y detuvieron el carro.

—¡No hay ninguna ley que impida que la acompañe! —bramó Corso, rodeando a Brianda con sus brazos.

Uno de los hombres indicó al conductor que continuara.

Corso acarició en silencio la cabeza de Brianda, con la misma ternura que lo había hecho siempre, aunque ella ya no lucía su preciosa y larga melena oscura, sino unos jirones ásperos y sucios. Luego recorrió su cuerpo con sus manos, como si quisiera comprobar que nada más le faltaba, ni una pulgada de piel. Finalmente colocó una de sus grandes manos sobre su vientre y frunció el ceño. Brianda estaba muy delgada, pero su vientre parecía algo hinchado. Una idea cruzó su mente y creyó enloquecer de ira. Recordaba perfectamente cómo había ido cambiando, día a día, el cuerpo de Brianda con el embarazo de Johan. Pidió una explicación con sus ojos que ella no le dio y comprendió que verbalizar su nuevo estado no conseguiría sino añadir más crueldad a la que ya estaba sufriendo.

Brianda mantuvo su mirada clavada en los ojos oscuros de él, hundidos en unos profundos cercos, sin derramar una lágrima.

—Tienes que prometerme algo —le pidió—. Pase lo que pase, cuidarás de Johan. Él es fruto de la unión de nuestras sangres. Nos perpetuará mientras viva.

Corso asintió y sus ojos brillaron de emoción.

—Tu fortaleza me hiere y admira, Brianda. He matado sin remordimiento y he visto morir con indiferencia, pero la desesperación que he visto antes en otros nubla ahora mi espíritu como si fuera un soldado en su primera batalla.

—La sangre de mi padre hierve en mis venas. Él me enseñó a mantener la cabeza alta como si fuera uno más de los hombres de Lubich. Pero hay algo superior a eso, Corso. Sobrevivo por ti. Ya estuve muerta una vez, cuando creí que te había perdido. Cada día desde que regresaste ha sido un regalo del cielo. —Bajó la vista—. ¿Ha llegado alguna respuesta del justicia?

Corso la estrechó con más fuerza, pero no respondió. Brianda comprendió que su batalla por Lubich estaba maldita desde el principio. La venganza de Jayme estaba cerca de ser completa. La había despojado de todo lo suyo y lo último que le arrancaría sería su vida, si algo inesperado no sucedía durante el juicio.

El carro se abrió paso entre la silenciosa multitud que se congregaba en el cementerio y se detuvo. Corso ayudó a Brianda a descender y la acompañó con el brazo rodeando su cintura hasta el interior de la iglesia. Frente al altar esperaban sentados los miembros del Concejo, el notario, fray Guillem, Remon y el carpintero Domingo. Pere y Marquo mantuvieron la vista fija en el suelo todo el tiempo. Jayme le indicó que se situara ante la capilla de Lubich para que tanto los asistentes como el tribunal pudieran ver su rostro al responder. Corso se retiró hasta la capilla de los de Anels, desde donde podía verla de frente. Junto a él se apostaron dos hombres armados.

El notario Arpayón se puso en pie y dijo:

—Sea a todos manifiesto que, llamado, convocado y congregado el Concejo general con el bayle, jurados, hombres buenos, vecinos y moradores de Tiles, ante mí, el notario Arpayón, juran Marquo de Besalduch, justicia, si quiere juez ordinario del lugar de Tiles y alrededores, acompañado del bayle, jurados, Concejo y universidad de dicho lugar, para proceder con la presente demanda criminal contra Brianda de Anels, habitante del lugar de Tiles, acusada de numerosos crímenes y delitos, difamada y tomada por maléfica y bruja.

Le acercó el libro de los Cuatro Evangelios y le pidió que pusiera la mano derecha sobre él y que jurara responder a la verdad de todo lo que se le preguntara.

—Como las demás acusadas y testigos —añadió—, jurad que no hablaréis por odio, amor, temor, soborno, buena o mala voluntad, sino solo para decir la verdad.

—Lo juro —dijo Brianda con voz temblorosa.

El notario se sentó y Marquo se levantó. Con la vista fija en los pies de la mujer, dijo con voz átona:

—Responde si te llamas Brianda de Anels y si eres vecina de Tiles.

—Sabéis muy bien que soy Brianda de Lubich y vivo aquí desde que nací. —Brianda decidió dirigirse con respeto a los miembros de ese tribunal.

—Dinos si es verdad todo aquello de lo que estás acusada. Si lo haces, te trataremos con misericordia. Si no, usaremos contra ti todo el rigor del derecho.

—No sé de qué se me acusa y ya he sido torturada. Conozco el derecho del que habláis. —Marquo alzó la mirada por primera vez. Tenía el ceño fruncido. Brianda lo miró con desprecio—. Puesto que sois el justicia de estas tierras, estaréis al tanto de todo lo que ordenáis…

—Yo no… —Marquo miró a Jayme, quien se encogió de hombros mostrando una exagerada ignorancia. Tosió antes de continuar—: ¿Has tenido algún error en la fe?

—No.

—¿Te has hecho bruja e ido como tal a los encuentros de brujas por la noche?

—No.

—¿Has matado criaturas o dado ponzoñas?

—No.

—¿Sabes que las otras presas u otras mujeres lo hayan hecho?

—No.

—¿Te parece que alguna vez has estado en una gran reunión?

—Sí. Y vos también.

—¿Has tenido alguna vez viles pensamientos e imaginaciones?

—¿Vos no, cuando luchabais a favor del conde junto a hombres como mi padre?

—Responde sí o no —intervino Jayme.

—En estos momentos sí, tengo viles pensamientos e imaginaciones contra vos. Vos alterasteis esta tierra, ordenasteis matar a mi padre y ahora estáis al frente de esta gran farsa.

Jayme enrojeció. Se dirigió al notario:

—Anotad esta acusación como ejemplo de las falsedades que salen de su boca. Anotad también que se dirige al tribunal en actitud desafiante.

Luego se levantó y acercó a ella, indicando a Marquo que se retirara:

—Sabemos mucho más de lo que sospechas. Confiesa: ¿no has estado alguna vez como aturdida, fuera de ti misma, sin saber qué hacías?

Brianda recordó la noche anterior, cuando su vagabundeo mental por las estrellas le ayudó a resistir el dolor de la tortura.

—¿Dudas? —oyó que decía Jayme.

—No. Siempre he sabido qué hacía.

—Tus amigas nos han contado las malas artes que compartías con ellas.

—No sé a qué amigas os referís.

Jayme se acercó a la mesa y cogió un fajo de papeles que mostró al público antes de continuar:

—Como ellas, tomaste un sapo y lo desollaste. Hiciste un agujero en la piel de su cabeza de un mordisco. Sujetaste la cabeza del bicho con una mano y con los dientes mordiste su piel y de un tirón dejaste al animal vivo y desollado. Guardaste la piel y picaste la carne, que echaste en una olla con sesos y huesos de muerto. Lo hiciste cocer y luego lo pusiste en unas tablas para que se secase al sol. A los pocos días lo redujiste a polvo y lo repartiste entre tus amigas las brujas de tu conventículo. —Miró a quienes estaban sentados en la primera fila y añadió con ironía—. Tanta precisión en la receta no puede ser producto de la imaginación.

—Nunca he hecho eso que decís —dijo Brianda.

—Las brujas siempre negáis vuestras acciones alternando semblantes alicaídos o arrogantes. De ahí nuestro arduo trabajo para desenmascararos. Escucha qué dijo otra de las acusadas de ti y tus amigas. Una noche entrasteis en casa de Marquo de Besalduch, tomasteis al hijo recién nacido de Alodia de entre sus brazos y lo llevasteis a la cocina. Allí, sacasteis brasas del fuego y lo pusisteis sobre ellas para que se le asaran las tripas. Y una vez muerto lo devolvisteis a los brazos de su madre sin que esta se enterara.

Alguien emitió un desgarrador lamento desde el público. Brianda se giró y vio a Alodia cerca de la puerta. A su lado, varias personas le hicieron gestos de consuelo y comprensión que alternaban con miradas de desaprobación hacia la acusada.

—¡Yo no he hecho eso que decís! —gritó Brianda, arrepintiéndose de inmediato de su reacción.

Debía conservar la calma si quería que la suspicacia de unos pocos no se extendiera como una plaga por el ánimo de todos. Miró a Corso, que no apartaba la vista de ella. Su pose volvía a ser desafiante e intimidante, y el gesto, altivo, como si quisiera manifestarle lo orgulloso que se sentía de ella. «Mírame cada vez que respondas —parecía decirle—. Yo sé que dices la verdad. Otros han dudado de sus esposas. Yo jamás dudaría de ti».

—¿Tal vez has visto u oído a alguna persona haciendo o hablando lo sobredicho? —preguntó Jayme impaciente. Comenzó a hablar con mayor velocidad para que ella tuviera que prestar mucha atención.

—No sé nada ni de vista ni de oídas, y si esto es lo que se ha dicho de mí es mentira.

—Entonces tampoco es cierto que untándote el cuerpo bajo los sobacos, las manos, las sienes, la cara, los pechos, las zonas del sexo y las plantas de los pies con ciertos untos y ponzoñas invocabas al demonio y volabas más de una noche a lo más alto del monte Beles, donde te juntabas con tus compañeras y el diablo.

—No es cierto.

—¿Viste al diablo en forma de hombre con cuernos? ¿Te hincaste ante él de rodillas? ¿Besaste su mano izquierda, sus partes vergonzosas y el orificio bajo su cola y le prometiste vasallaje? ¿Sentiste sobre tu boca el aliento hediondo de sus ventosidades? A tus compañeras les dijo que les daría muchos dineros y las haría ricas.

—No.

—¿No es cierto que estuviste con él o que no les dijo eso?

—No he visto al diablo, no he hecho lo que decís y no sé qué les pasó a otras.

Brianda comenzó a mostrar signos de cansancio. Todo aquello era absurdo. ¿Por qué todo el mundo estaba tan serio? ¿Realmente creían que todo aquello que decía Jayme pudiera ser cierto y real?

—¿Viste sus pies?

—No.

—¿Te gustaría tenerlos semejantes? ¿Querrías tener unos iguales?

—No.

—Y bien, ¿cómo eran, si los vuestros no son iguales?

Un murmullo se extendió por la sala. En su premura por negar todo de manera convincente, Brianda había caído en una trampa ridícula pero peligrosa.

—No vi sus pies porque no fui a ningún sitio ni vi a nadie.

—Entonces, ¿tampoco bailaste con él ni dejaste que te tomara por todos los orificios de tu cuerpo y por las partes sucias? ¿No sentiste dentro de ti su miembro duro y frío como el hierro? ¿No sentiste deleite en su acceso? ¿No sentiste en tus entrañas su humor frío como el hielo?

Brianda frunció el ceño, horrorizada porque alguien se atreviera siquiera a verbalizar esas ideas enfermizas.

—¡No!

Jayme también alzó la voz.

—Confiesa, Brianda. ¿Renegaste de Dios, de la Virgen María y de todos los Santos, del bautismo y la confirmación, de tus padres y padrinos y tomaste a Satanás como tu señor?

—¡No!

—¿No es cierto que tras ese encuentro no veías el Corpus cuando se alzaba en la misa, o si lo veías, para tus ojos era negro?

—¡No!

—¿Has inducido desde entonces a otras personas a ser brujas y les has enseñado tus malas artes?

—¡No!

—No lo has hecho desde entonces…

—¡No lo he hecho nunca! —Brianda comenzó a dar muestras de irritación. El interrogatorio se estaba convirtiendo en un choque entre insensatez y astucia, un multiplicar preguntas sin fundamento—. ¿Dónde están las pruebas que creéis tener? ¿Las mentiras conseguidas de las confesiones bajo tortura de las mujeres son vuestras únicas pruebas? ¿Qué no diríais vos bajo tormento?

Jayme guardó un rato, demasiado largo, de silencio. Algunos vecinos, inquietos, se revolvieron en sus asientos.

—¿Pones en entredicho las palabras de quienes han tenido el valor de confesar la verdad? —Pronunció la pregunta con mucha lentitud—. ¿Dudas de la buena intención de este tribunal que solo desea curar a esta comunidad de la enfermedad que la asola?

Ahora fue Brianda quien guardó silencio. La respuesta afirmativa pugnaba por salir de su garganta, pero la prudencia le decía que a partir de entonces, cualquier respuesta equivocada no haría sino aumentar la hostilidad que comenzaba a sentir contra ella.

—Digo que no tenéis pruebas contra mí —dijo finalmente.

—Las tenemos y las vamos a exponer. —Jayme tomó otro papel de la mesa—. ¿Fuiste tú quien trajo aquí a esa gitana llamada Cecilia?

—Sí. —Brianda lanzó una mirada de odio a Marquo.

—¿Sabías que en la tierra baja los de su calaña son perseguidos por orden del rey y aun así quisiste salvarla?

—La iban a matar. Eso se llama misericordia.

—¿Desobedecer al rey para salvar a una bruja es misericordia? ¿Tan confundidos están tus principios que ves como cristiano aquello que no lo es? ¿Fue ella quien te inició en las malas artes? Su culpabilidad quedó demostrada cuando no tuvo valor para enfrentarse a este tribunal.

—¿Acaso se ha salvado alguna de las juzgadas? —preguntó entonces Brianda.

—¿Acaso era alguna inocente? —preguntó a su vez Jayme al público. Varias personas movieron la cabeza de un lado a otro—. Continuemos, pues. Dinos, Brianda: ¿no es cierto que Aldonsa y tú salvasteis a tu esposo de la muerte? El boticario declaró que Corso de Anels se había curado milagrosamente de la noche a la mañana por los remedios extraños que le habíais aplicado. ¿Te los enseñó ella a ti o fue al contrario?

—No había nada de extraño en todo aquello —respondió Brianda mirando una vez más a Corso—. Mi esposo es un hombre fuerte. No era su hora.

—Es curioso. Lo que no resulta extraño a una bruja sorprende a un hombre de ciencia. A mí también me cuesta creer que un hombre como tu esposo, que nada tenía, se convirtiese en señor de Anels. Solo se me ocurre una manera para que alguien sea elevado a una condición que no merecía.

—Fueron sus propios méritos. No veo qué le diferencia de vos. Al menos él no robó lo que no era suyo…

Jayme se dirigió de nuevo al notario.

—Que conste en vuestras notas que la acusada me ha vuelto a acusar sin pruebas ni fundamento. Decidnos, Pere. ¿Se ha pronunciado la justicia del Reino sobre el pleito que comenzó la acusada contra mi persona? —Pere negó con la cabeza—. ¿He interferido yo acaso en la decisión de dicho justicia? —Pere volvió a negar—. ¿Tiene derecho, por tanto, a hablar en esos términos? Mi difunta esposa, Elvira, y yo nunca echamos a esta mujer de Lubich. Fue ella quien, de naturaleza díscola, en contra de los consejos de su madre, contrajo matrimonio a escondidas. Y fue ella quien miró a su madre con tanto odio que provocó su enfermedad. Aquí tenemos otra prueba de su peor arte, como es el aojamiento. —Se volvió hacia ella y le gritó—: ¡Maldijiste a tu madre y la mataste de pena!

Los murmullos entre el público aumentaron y Brianda se sintió desfallecer. Jayme la atacaba con tanta rapidez y dureza que no le dejaba tiempo para pensar o reflexionar. Jamás hubiera podido imaginar que el normal devenir de las acciones de su vida pudiera ser explicado desde una perspectiva tan perversa. Jayme aprovechó su debilidad para atacar con mayor denuedo:

—¿Qué se puede esperar de alguien que ha crecido entre herejes? ¿Negarás también que uno de los mejores amigos de tu padre era un tal Agut, un francés que entró en estas tierras para luchar contra nuestro rey? ¿Cuál era el verdadero propósito de Johan de Lubich: apoyar al conde o favorecer la entrada de los malditos hugonotes? —Se dirigió ahora a fray Guillem—. En los valles del oeste, los ejércitos del rey siguen peleando contra los herejes ateos de Francia que extienden su ponzoña engañando a gente ruda y poco guardada en la fe. Aquí nosotros peleamos a nuestra manera con el mismo fin. ¿No es el exterminio de las brujas la mejor ocasión para mostrar la victoria definitiva de Dios en el combate contra el mal? Nuestra fuerza proviene del temor de Dios. ¿De dónde provino la tuya cuando mataste tú sola a aquel lobo, Brianda?

Ella abrió los ojos, incapaz de ocultar su sorpresa. Se preguntó cómo lo había sabido, aunque probablemente la hazaña hubiera corrido de boca en boca entre los criados de las casas.

—¡Mirad su rostro! —gritó Jayme enfebrecido—. ¿Cómo pudo una mujer aparentemente tan frágil matar con sus manos a una bestia si no fue por la ayuda de otra peor? —Tomó a Brianda del brazo y la arrastró sin miramiento al fondo de la iglesia mientras continuaba—: ¡Venid, fray Guillem, y oíd su confesión! —La obligó a arrodillarse ante el confesionario—. Después de lo que hemos escuchado y de las pruebas que hemos aportado, ¿todavía te atreves a decir que no eres una de ellas?

Fray Guillem entró en el confesionario con semblante abatido.

—Yo no he hecho nada, y lo sabéis muy bien —le dijo Brianda en un susurro suplicante—. Siempre me he comportado como se esperaba de alguien de mi condición.

—Suelen ser los justos quienes más sufren y más insistentemente son acosados por el demonio hasta que al final caen. Por otro lado, nunca se descubren nuestros enemigos fácilmente donde hallan buen acogimiento. Confiesa tus pecados y todo esto terminará.

—Vos lo empezasteis. Vivíamos tranquilos hasta que llegasteis con vuestros sermones y pliegos de cordel. Vos habéis dictado las preguntas de este interrogatorio.

Fray Guillem se revolvió en su asiento.

—Te advertí de que no cumplías con tus obligaciones religiosas como era debido…

—Os tengo por un hombre inteligente, fray Guillem. De vuestra boca salen palabras que cuestionan vuestros ojos. Hace años que nos conocéis. Este asunto se os ha ido de las manos. Una cosa es aterrorizar a los pecadores; otra es robarnos la vida que nos dio Nuestro Señor. Pagaréis por vuestra cobardía.

Brianda se incorporó y regresó, caminando lentamente, a su lugar junto al altar, frente a Corso, que, sujeto por dos hombres, mantenía todos los músculos de su cuerpo en tensión. Jayme y fray Guillem la siguieron y ocuparon su lugar tras la mesa.

—El interrogatorio ha concluido —dijo Jayme en voz alta y clara—. ¿Alguien desea decir algo en defensa de la acusada? —Un profundo silencio se extendió por la sala durante un largo rato—. ¿Hay o ha llegado noticia de algún impedimento legal para que procedamos a nuestra deliberación? —El notario hizo un gesto negativo con la cabeza—. ¿Ha confesado la acusada, fray Guillem?

Con la cabeza bien alta y la mirada fundida en la de Corso, Brianda respondió por él:

—Sé que hace tiempo que estoy condenada, tanto si confieso lo que queréis escuchar como si digo la verdad. Y esta certeza me permite ser libre para decir la verdad. Soy inocente de todas vuestras acusaciones. Tan inocente como todas las demás que habéis ajusticiado injustamente. —Miró entonces a los miembros del tribunal uno por uno: el notario Arpayón, Jayme, Marquo, Pere, Remon, Domingo y fray Guillem. Eran personas como ella, vecinos de un mismo valle, miembros de una misma comunidad, que se habían convertido en viles asesinos en nombre del Altísimo y del rey—. Que Dios os perdone, aunque no merecéis su perdón.