20.
Brianda permaneció en Casa Anels de Tiles hasta mediados de noviembre.
Primero la cuidaron Cecilia y Leonor, la esposa de Nunilo, una mujer de cabello castaño ensortijado, cara ancha y alargada y expresión bondadosa. Cuando el peligro de contagio remitió en la casa de su amigo, Johan regresó definitivamente a Lubich, envió a una criada con su hija e insistió en que Elvira aguardase a que Brianda estuviera completamente restablecida para verla. Había sabido que en otras casas de Tiles y Besalduch otros habían pasado la enfermedad y quería proteger a los de Lubich a toda costa. Poco a poco, los paños de vinagre caliente que aplicaba Cecilia sin descanso sobre el cuerpo de Brianda redujeron la fiebre; los cocimientos de gordolobo, tomillo, yemas de pino y flores secas de saúco preparadas por la criada Gisabel limpiaron su pecho; y los emplastos de aceite de oliva, cera, llantén y caléndula de Leonor cicatrizaron las llagas de sus labios.
Durante todo ese tiempo no hubo novedades entre los bandos rivales. Al igual que la tierra esperaba con aprensión a que el inevitable viento gélido del norte llegara para arredrarla, los hombres del conde aguardaban noticias de la visita de este. Mientras tanto, Corso, convertido en el mensajero entre Pere y Nunilo, iba y venía de Aiscle a Tiles. Como no estaba acostumbrado a permanecer quieto mucho tiempo en el mismo lugar, su nueva e imprevista tarea le permitía cabalgar, visitar a su amigo Surano y, sobre todo, enterarse de primera mano de cómo evolucionaba Brianda, a quien no había vuelto a ver desde que la dejara sobre el cómodo lecho de lana con sábanas de lino que le había preparado Leonor. En términos generales, nunca había vivido tan bien. A cambio de sus simples servicios, recibía la mejor comida que hubiera tenido ocasión de probar en su vida y disponía de su propio jergón de paja de centeno en el ala de los criados. Su aspecto físico había mejorado, no solo por la comida y el descanso, sino también por el interés de Leonor, quien, al saber lo que había hecho por Brianda, lo trataba con especial deferencia. De hecho, ella había insistido en que mientras anduviera por ahí tendría que complacerla aceptando un baño y un cambio de ropa semanal. Corso no recordaba la última vez que su pelo había lucido tan brillante y sedoso como el del corcel que cepillaba cada mañana. Nadie le había indicado que dejara de montarlo, así que cada día que pasaba se sentía un poco más dueño de él. Probablemente en Francia le dieran a Nunilo muchas monedas por el animal, pero de momento, nadie sino Corso se atrevía a dominarlo, para admiración de los criados y campesinos, que se iban acostumbrando a ese extranjero solitario que recorría esas tierras cada mañana.
A su vez, Corso se admiraba de que en aquel lugar apartado, frío y duro, donde nada crecería en meses ni en la tierra ni en los árboles, los hombres fueran fornidos y las mujeres vigorosas y vivarachas, siempre con varios hijos pegados a sus faldas como cachorros. Cuando los veía trajinar con los animales, portar hachas, mazas y tocones para hacer leña, o guardar las herramientas de las últimas siembras tardías de trigo, centeno, avena y cebada, se imaginaba que su complexión física y su carácter despierto y esforzado se había hecho inevitablemente al clima adusto y recio y al frío intenso, al igual que el soldado a la espada, al peso de la armadura y al morrión. Se preguntó si alguien que no hubiera nacido en ese entorno podría habituarse a él; si quien no hubiera nacido campesino podría llegar a comprender los secretos de la tierra y no aburrirse de la repetición de las estaciones año tras año; si podría vivir al ritmo de los mazos de roble del batán al golpear el paño de lana o al del giro de los husos de hierro alrededor del lino, o al de los elementos de la naturaleza, siempre incierta y amenazadora sobre las cosechas. En definitiva: lo que se preguntaba era si él podría llegar a desear vivir en un lugar como aquel, relativamente plácido comparado con los míseros lugares azotados por el hambre que él había recorrido, por Brianda…
Una soleada mañana Nunilo envió a un criado a que avisara en Lubich de que la joven ya había comenzado a dar unos cortos paseos por el interior de la vivienda y que regresaría a su casa en un par de días, tal como deseaba. Corso se apostó bajo las ventanas de la habitación de ella con la esperanza de verla y hablarle antes de su partida, pero Brianda no se asomó. A la mañana siguiente, mientras cepillaba el caballo en la era, atento a cualquier movimiento de la puerta principal, por fin esta se abrió y distinguió a Brianda, que salía acompañada de Cecilia, Leonor y Gisabel.
Corso no pudo apartar los ojos de ella.
Brianda, pálida y ojerosa, más delgada y con aspecto frágil, vestida con una sencilla saya y un corpiño de color azul celeste, arrebujada en un grueso manto oscuro y con el pelo suelto sobre los hombros, miró al cielo, cerró los ojos en un gesto de placer al poder recibir los rayos del sol e inspiró profundamente el aire puro y fresco de ese día luminoso y radiante. Luego deslizó la vista por la era, como si la descubriera por primera vez, y entonces vio a un hombre alto y moreno, con la camisa desabrochada, junto al frisón más alto y fuerte que ella hubiera visto nunca. Reconoció enseguida a Corso, buscó su mirada, recuperó las imágenes de su delirio y se sonrojó.
—¿Ves? —comenzó a decir Leonor—. Aún no has salido y ya tienes mejor color. Daremos un corto paseo para abrir el apetito. Hoy no iremos muy lejos, y en cuanto te canses, regresaremos.
Cruzaron el patio y, al pasar junto a Corso, por no saludarlo abiertamente, que era lo que deseaba, Brianda le preguntó:
—¿No eres tú el amigo de Surano? ¡Qué raro te encuentro!
Corso entendió que se refería a su camisa de cáñamo blanco y sus ceñidos calzones cortos de lana marrón sujetos por una faja de vivos colores. Lo único que conservaba de su anterior atuendo eran sus altas botas de cuero.
—La señora Leonor me dio esta ropa de su marido —dijo él sin dejar de mirarla a los ojos—. He de decir que voy muy cómodo sin el peto, el espaldar y las escarcelas.
Leonor se rio.
—La guardaba confiando en que Nunilo algún día volvería a caber en ella, pero creo que eso no será posible. Si hubiera… —Se detuvo antes de recordar en voz alta que también había guardado la ropa durante años en un arca por si alguna vez llegaba un hijo que pudiera usarla. Pero eso ya no sucedería—. A ti te sienta muy bien.
—Me alegra que te hayas recuperado, Brianda —dijo Corso.
Gisabel, una muchacha menuda de pelo claro, frunció el ceño al oír que ese mozo de cuadra, lacayo, soldado o lo que fuera, trataba con tanta familiaridad a la heredera de Lubich. Estiró con suavidad del brazo de su joven ama para continuar con el paseo, pero Brianda no se movió.
—No he tenido ocasión de darte las gracias —dijo Brianda—. Sé lo que hiciste por mí. Me alegra que tú no hayas enfermado. Ni tú ni nadie, por lo que veo. Todos os habéis arriesgado mucho.
Leonor y Corso intercambiaron una significativa mirada. Todavía no le habían dicho a Brianda que la enfermedad había matado a dos lacayos de Pere y se había cebado especialmente con la familia de Marquo.
—¿Qué sucede? —quiso saber Brianda.
—Otros no han sido tan afortunados, Brianda —respondió Leonor—. Debes dar gracias a Dios.
—¿Quién más…? —Brianda temió por su pequeña familia y las rodillas le flaquearon.
—No debéis pensar en eso ahora… —intervino Gisabel.
—¡Quiero saberlo!
—Bringuer y su hija menor han muerto —le informó Leonor—. Nunilo ha ido al entierro. Su mujer sigue enferma.
A Brianda se le llenaron los ojos de lágrimas. Se sentía muy extraña por la mezcla de alivio al saber que su padre estaba bien y pena al imaginar el sufrimiento en la casa de Marquo.
El sonido de unos cascos de caballo anunció que llegaba alguien. Vieron que era Nunilo. Traía el semblante serio, pero se esforzó en tratar a Brianda con jovialidad.
—¡Qué buena señal verte salir de casa! —exclamó mientras la abrazaba—. Ya verás qué pronto vuelves a estar como antes…
—Ojalá pudieras decir lo mismo de Bringuer y su hija… —Brianda dejó que unas lágrimas rodaran por sus mejillas—. Me acabo de enterar. —Se apartó y preguntó con preocupación—: ¿Y Marquo…?
—Él está bien —respondió Nunilo—. Mañana lo verás.
Corso escrutó la cara de Brianda en busca de alguna reacción sobre Marquo, o sobre su regreso a Lubich, pero la joven se mantuvo impasible. Quizás por la mente de ella cruzaran los mismos pensamientos que por la suya: en cuanto estuviera en Lubich, ni se verían ni se sabrían cerca; además, ahora Marquo volvería a formar parte de su vida. ¿Recordaría ella cuando él la sostuvo entre sus brazos y la besó? ¿Pensaría sobre ello o lo achacaría a los desvaríos de la fiebre? Ojalá pudieran estar unos minutos a solas… Con tanta gente alrededor, de momento resultaría imposible.
Nunilo miró a Leonor y ella comprendió que tenía algo que decirle. Sugirió a las tres jóvenes que se adelantaran y apoyó una mano en el brazo de su marido.
—¿Qué noticias traes? —le preguntó.
—La mujer de Bringuer también ha muerto. —Se quitó la capa y se la entregó a Leonor—. No le ha sobrevivido ni un día. El boticario no ha podido hacer nada por ella, ni aplicando los remedios que le enseñó Gisabel cuando atendió a Brianda.
Leonor se santiguó.
—Qué pena —dijo—. Pobre familia.
—El de Bringuer ha sido un entierro muy solitario —comentó su marido.
—La gente tiene miedo al tifus…
—Nosotros también, ¿no es cierto, Leonor? Pero ¿cómo no vamos a arriesgarnos por los amigos? No es el miedo al contagio la causa de que solo estuviéramos Bringuer, Johan, el abad, el nuevo sacerdote y yo. Por cierto, tendrías que haber visto al abad Bartholomeu defendiendo su derecho a las últimas palabras sobre el difunto por la razón de que lo conocía desde hace muchos más años que fray Guillem… —Sacudió la cabeza—. En fin, creo que hay algo más. Ahora que ha muerto Bringuer, me temo que existe el riesgo de perder el apoyo de su casa.
—¿Quieres decir que dudas de la fidelidad de su heredero? —dijo Leonor, empezando a comprender.
—Ha sido él quien ha organizado el entierro a escondidas, sin avisar. El hijo mayor de Bringuer no es como Marquo. No quiere que se le relacione con nosotros. Prefiere mantenerse a distancia de todos hasta ver qué bando toma más fuerza. Oí como discutía con Marquo por este tema.
—¿Y ahora qué pasará con Marquo? Las cosas han cambiado para él muy deprisa.
—Johan se ha quedado con él para tratar un asunto. Mañana, Marquo irá a Lubich para hablar con Elvira y Brianda sobre su enlace. Afirma que en Monçón ella estaba de acuerdo. Me han pedido que esté presente. ¿Tú sabes algo?
Leonor negó con la cabeza y analizó mentalmente la situación. Al cabo de unos segundos, dijo:
—No está mal pensado. Marquo puede llegar a ser un buen amo para Lubich y leal como su padre. Creo que incluso el hecho de emparentar ambas casas hará que el hermano de Marquo se piense muy bien sus lealtades. Pero ¿me lo parece a mí o a ti este matrimonio no te acaba de convencer…?
—¿Querrías tú a un cobarde por yerno? —le preguntó Nunilo a bocajarro—. En cuanto Brianda se puso enferma se apartó de ella. El verdadero valor no se muestra en la batalla, sino ante la muerte. Ahí conoces la nobleza de un hombre. —Suavizó el tono de voz antes de concluir—: ¿Te abandonaría yo si tuvieras la peor de las pestes? Sabes que no.
Leonor se quedó sin palabras ante la confesión de su marido y agradeció mentalmente a Dios que le permitiera compartir la vida con ese hombre. Los designios del Altísimo resultaban realmente confusos para ella: por un lado, la había castigado con la imposibilidad de engendrar un hijo y por otro, la había recompensado con uno de los pocos hombres del mundo que jamás se lo recriminaría y que ahora, además, le reconocía que arriesgaría su propia vida por ella.
El relincho de un caballo les hizo girar la cabeza y descubrir que Corso había estado allí todo el tiempo. Si hubiera sido cualquier otro quien se hubiera enterado de la conversación, Leonor habría sentido vergüenza o temor, o ambas cosas. Sin embargo, veía en Corso a un joven que por su edad, envergadura y disposición bien podría haber sido el hijo que Nunilo y ella no habían podido tener, el heredero de Casa Anels. Su aspecto de perro apaleado capaz aún de conservar la mirada desconfiada e indolente y apretar la mandíbula en un amago de gruñido despertaba en ella unos sentimientos maternales que materializaba en pequeñas estrategias cotidianas para ganar su confianza. Cada adelanto en su adiestramiento lo consideraba un triunfo, y cada triunfo, un motivo para continuar, sin bajar la guardia, con la emoción de estar encariñándose con él y conociendo mejor sus reacciones.
Lo que Leonor descubría ahora en su mirada, no obstante, era novedoso. Por lo visto, la conversación entre Nunilo y ella no le había causado ni asombro, ni extrañeza, ni siquiera indiferencia.
En el rostro de Corso había ahora una expresión desalentada y triste. Y, por eliminación, la causa no podía estar ni en la fidelidad o la falta de esta de la familia de Bringuer, ni en los sentimientos del matrimonio de Anels, sino en algo tan imposible, impensable y extravagante como que el extranjero sintiera algo especial por Brianda.
Lo último que hubiera deseado Corso era tener que conocer de primera mano los detalles del acuerdo matrimonial entre Brianda y Marquo; pero como no había tenido ocasión de hablar con ella a solas ni la tarde anterior ni esa mañana, y Nunilo le había insistido en que le acompañase como su guardia personal, no le había quedado otro remedio que conocer Lubich antes de lo previsto y en unas circunstancias más que desagradables para él.
La fortificada casa señorial de Lubich le impactó por su magnitud y por el número de criados que trabajaban en ella. Parecía un pequeño castillo más que una casa. A medida que habían avanzado primero por los bosques y luego por el camino a Lubich, se había fijado en que el ánimo de Brianda iba transformándose, dejando atrás la debilidad de la enfermedad y recuperando el tono resolutivo, vivaz y un tanto orgulloso que recordaba de ella. También se percató de cómo la joven recorría con la mirada cada piedra, rincón y recoveco de la muralla, del patio principal, de las cuadras, de la vivienda y de la torre, como si quisiera asegurarse de que nada había cambiado en su ausencia. Corso tuvo la sensación, por los saludos de los mozos y criados, los gritos de alegría de varias mujeres desde las ventanas y el ladrido de los perros que alborotaron a las gallinas, de que realmente había regresado el alma de la casa.
Una hermosa y alta mujer, vestida con buenas ropas y con el pelo oscuro recogido, salió por la puerta principal. Brianda, ayudada por Johan, descendió de su caballo y corrió hacia ella.
—¡Madre! —repitió varias veces—. ¡Por fin he vuelto!
La mujer, que a Corso le pareció bastante joven para ser la madre de Brianda, recibió a su hija entre sus brazos sin abandonar su porte altivo, aunque por unos segundos el rictus severo de su rostro se relajó. Luego la apartó y la sometió a una revisión visual que le hizo fruncir el ceño. Brianda estaba demasiado delgada, su cabello no brillaba, sus uñas estaban abandonadas y sus ropas parecían de campesina. Necesitaría un tiempo para convertirla de nuevo en una dama. Lanzó una mirada de reproche a Johan con la que le decía que, tal como ella había advertido, el largo viaje no había sido una buena idea.
Nunilo desmontó y Corso y Cecilia le imitaron.
—Cuánto tiempo, Elvira —saludó Nunilo—. Me alegro de verte.
—Gracias por cuidar de Brianda —repuso ella—. He preparado una carta para Leonor que te entregaré antes de que te vayas.
—Muy amable de tu parte. Sabes que tu hija es muy querida en nuestra casa.
Brianda cogió a Cecilia del brazo y la plantó frente a Elvira.
—Madre, esta es Cecilia. Fue mi criada en Monçón y me la he traído. También ella me ha cuidado como si fuera una hermana. Gisabel ha aprovechado estos días para enseñarle costumbres de nuestra casa, y creo que ya se ha encariñado con ella. —Hizo una pausa para recordar la explicación que había ensayado para ese momento con la que justificar su contratación y que nadie podría ni verificar ni cuestionar—: Nació en el sur, se quedó huérfana y el dueño de la casa iba a despedirla para darle el puesto a una sobrina.
—Señora…
Cecilia hizo la reverencia que había ensayado decenas de veces provocando una sonrisa en varios de los presentes, pues allí no se acostumbraba a cumplir con tanta formalidad.
Elvira pensó que Cecilia tenía la piel demasiado oscura y rasgos extraños, pero ante tanta gente se abstuvo de hacer comentario alguno. Ya hablaría del tema con Johan a solas. Pidió a Gisabel y Cecilia que acompañasen a Brianda a su habitación para que se cambiara de ropa.
Cuando marcharon las jóvenes, su marido le presentó a Corso.
—Y este es el hombre del que te hablé, el que llevó a Brianda a Tiles.
—Ahora trabaja para nosotros —añadió Nunilo con intención de diferenciarlo de un criado cualquiera—. Es amigo del hermano de Pere.
Elvira inclinó la cabeza y musitó unas sencillas palabras de agradecimiento. Se sentía incómoda por tener que agradecer a desconocidos que hubieran intervenido para ayudar a su familia por culpa de un viaje con el que ella había estado en desacuerdo desde el principio. Si Brianda no hubiera ido a Monçón, no habría enfermado, así de sencillo.
Johan miró hacia el monte Beles. Por cómo los rayos de sol incidían en uno de sus barrancos provocando unas sombras determinadas, dedujo que estaban próximos al mediodía.
—Pasemos a la sala —propuso—. Marquo no tardará en llegar.
Intimidado por la fría elegancia de Elvira y las dimensiones de la estancia, ricamente adornada con tapices y pieles de oso y lobo, Corso se mantuvo discretamente alejado junto a la enorme chimenea de piedra mientras los demás conversaban reunidos alrededor de la gran mesa de madera que ocupaba el centro de la sala. Al poco, Brianda regresó. Se había recogido el cabello como su madre y llevaba el corpiño más ajustado que Corso le hubiera visto hasta entonces. No le gustó nada porque le hacía mantener la espalda y el cuello demasiado erguidos en un gesto altanero.
Elvira dio instrucciones a las criadas de que avisaran en la cocina de que la comida se serviría enseguida. Cuando aparecieron los primeros guisos sobre la mesa, Marquo entró enfundado en un elegante atuendo que no podía ocultar ni su delgadez ni su aspecto triste y cansado.
Saludó a Elvira en primer lugar, y luego a Johan y Nunilo. Ignoró a Corso, aunque mostró un gesto de extrañeza al verlo ahí. Se acercó a Brianda e inclinó la cabeza ante ella.
—Me alegra que te hayas recuperado —dijo a modo de saludo—. Nos has tenido a todos muy preocupados.
Brianda observó que Marquo parecía mayor. Se acababa de recortar el cabello castaño y sus ojos grises habían perdido su brillo juvenil. Se fijó especialmente en sus labios mientras hablaba, porque esos labios la habían besado varias veces y no los recordaba. Cuando pensaba en besos, solo acudía a su mente el pelo negro de Corso rozando sus mejillas mientras sentía su boca húmeda sobre la suya. Ante Marquo y sus padres, no se sentía capaz de mirar a Corso, ahí de pie, ocupando tanto espacio en la sala principal de Lubich. Si lo mirara, se turbaría, y él comprendería que no podía quitárselo de la cabeza y los demás podrían sospechar que algo extraño había sucedido.
—Y yo siento el fallecimiento de tus padres y de tu hermana —repuso ella con sinceridad.
Elvira les indicó que tomaran asiento y Marquo, cuando vio que Corso se unía a la invitación, le preguntó a Brianda por lo bajo:
—¿Por qué no come este con los criados?
A ella le molestó el tono de Marquo, así que fue tajante en la respuesta:
—Porque es amigo de Pere y Nunilo y me salvó la vida, así que ahora también es nuestro amigo. Las puertas de mi casa siempre estarán abiertas para él, espero que no te importe.
A Marquo sí que le importaba, pero no quería que precisamente ese día el ánimo de Brianda se ensombreciera y no dijo nada más al respecto. Cuando él fuera el amo de Lubich, pensó, su opinión se respetaría y las amistades las elegiría él.
Una criada repartió unas escudillas de calabazas espesas con caldo de carnero, leche de cabra, huevos, canela y azúcar. Después tomaron pernil de cerdo asado y liebre guisada con salsa de hígados, ajos y avellanas.
—¿No te agrada nuestra comida? —preguntó Johan a Corso, al ver que este comía con lentitud y rechazaba repetir.
—Es deliciosa, señor, pero no estoy acostumbrado a comer mucho.
En realidad, nunca había tenido ocasión de disfrutar de unos guisos tan sabrosos y abundantes, más incluso que los preparados por la excelente cocinera que era Leonor, pero ese día en concreto sentía un nudo en el estómago que le impedía tragar. Solo el hecho de compartir mesa con Brianda sin hablar con ella le resultaba incómodo. Además, la llegada del queso, la fruta confitada y los buñuelos anunciaba que, después de una conversación banal, el tema importante no tardaría en salir a relucir. Fue el propio Marquo quien tomó la palabra:
—Brianda, ¿sabes por qué he venido, además de para verte?
La joven asintió.
—¿Recuerdas que en Monçón me pediste que esperáramos para hablar con nuestras familias? Creo que el momento ha llegado. Confío en que no hayas cambiado de idea.
—No he cambiado —dijo ella— y deseo que a mis padres les agrade, como veo que así es, puesto que han preparado un banquete de fiesta.
Elvira extendió el brazo y tomó la mano de su hija.
—Tu padre y yo creemos que es una buena elección y que la boda se podría celebrar en cuanto llegue la primavera. Este invierno tendremos trabajo para prepararlo todo.
—Sí. Tendremos que redactar los papeles con el notario, detallando la aportación de Marquo y mis disposiciones para el futuro. —Johan se dirigió al joven—. Me satisface la generosidad que finalmente ha mostrado tu hermano en nombre de tu casa y siento que tu padre, mi amigo Bringuer, no haya podido vivir para conocer esta alegría, pero sé que a él le parecía bien porque hablamos de ello un día. —Luego se dirigió a Nunilo—. Y a ti te agradezco que, en ausencia de más familia por mi parte, quieras ser testigo de este compromiso.
Nunilo levantó su copa de vino especiado.
—Como se suele decir, espero que sea para bien —dijo simplemente.
Entonces, Corso se puso en pie y, sin decir nada, se marchó.
Johan pidió papel y pluma para escribir un borrador del acuerdo matrimonial que entregar al notario y Elvira aprovechó para pedirle que elaboraran una lista provisional de invitados. Brianda esperó un tiempo prudencial y ahogó un bostezo fingido.
—Como veo que estaremos aún un buen rato, os ruego que me disculpéis. Necesito tumbarme un poco.
—Por supuesto, hija —concedió Elvira.
Brianda les dedicó una sonrisa de agradecimiento y salió. Más que dormir lo que necesitaba era tomar aire y pensar sobre lo que estaba sucediendo, así que en lugar de subir a su dormitorio, salió al patio y deambuló por los establos y pajares antes de dirigirse a los huertos traseros mientras aflojaba los cordones del justillo, que casi no le dejaba respirar.
¿A quién quería engañar? Iba en busca de Corso.
Deseaba con todo su corazón encontrarse con él y hablar con él y la incertidumbre de saber si le vería o no le producía más excitación que la formalización verbal de su compromiso con Marquo.
Pero Corso no estaba en ningún sitio.
Detrás de la casa principal, donde acababan los huertos, empezaba un estrecho sendero rocoso que bordeaba la torre. Había dos lugares en Lubich que le encantaban especialmente porque nadie solía acercarse nunca: un pequeño puente sobre un barranco escondido en los bosques y el final de ese sendero. Prácticamente había que caminar sujetándose a las piedras de la pared, porque al otro lado se abría un enorme precipicio. Desde pequeña, ella solía sentarse con las piernas colgando sobre el abismo cuando necesitaba un momento de soledad o cuando huía de los enfados de su madre. Allí podía pasarse horas siguiendo los dibujos de las nubes, las sombras de las aves sobrevolando las rocas o descubriendo, tras mucho rato quieta y en silencio, algún zorro, ardilla, tejón, liebre o conejo.
Se descalzó, se quitó el corpiño y liberó su cabello. Cerró los ojos, respiró hondo y se dio cuenta de cuánto había añorado ese lugar, sobre todo en los últimos días de su enfermedad, cuando las horas se le habían hecho tan largas. Dio gracias a Dios mentalmente por haberse restablecido para poder disfrutar de nuevo de Lubich y le pidió que la bendijese con un buen matrimonio e hijos sanos y fuertes. También le pidió que el recuerdo de Corso no le impidiera llevar una vida feliz y tranquila.
—Estás más guapa así.
Brianda reconoció la voz profunda de Corso y se estremeció. Ladeó la cabeza y distinguió sus botas. Luego alzó la mirada y, contenta de que se hubiera cumplido su deseo de encontrarlo, se atrevió a golpear el suelo a su lado para que se sentara junto a ella, pero él se mantuvo en pie.
—¿Qué diría tu prometido si nos viera? —dijo con ironía.
—Jamás me he encontrado aquí con nadie. —Brianda volvió a insistir y él se sentó—. ¿Me has seguido?
—No he podido hablar contigo a solas desde…
—Ah, sí, desde que te pedí que salvaras a Cecilia —mintió ella con las mejillas sonrosadas—. No recuerdo ni cómo regresé a casa. Me dijeron que tú me trajiste. Creo que ya te di las gracias.
Corso esbozó una sonrisa.
—Vaya, qué lástima que la fiebre nublara tu memoria…
—¿Por qué? ¿Hay algo que debiera recordar?
El corazón de Brianda comenzó a latir con fuerza. No podía creerse su atrevimiento.
Él pasó un brazo alrededor de la cintura de ella y la atrajo hacia sí. Alzó su mano y acarició sus mejillas, como lo había hecho cuando ella yacía desmayada entre sus brazos, sin dejar de mirarla a los ojos como si esa fuera la última vez que la pudiera ver de cerca. Brianda cerró entonces los ojos y él la besó, intentando repetir el mismo beso enfebrecido de aquel día a lomos del frisón, pero aumentando la presión sobre sus labios y la urgencia por sentir la humedad de su lengua y el placentero pellizco de sus dientes. Cuando se separaron, ella sostuvo su mirada y le dijo:
—No lo había olvidado. Pero quería sentirlo una vez más y no sabía cómo pedírtelo. Este será nuestro último beso.
Corso hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ya lo has oído. —Brianda se liberó del abrazo—. En primavera me casaré con Marquo.
—Faltan meses para entonces… —Corso se acercó e intentó besarla de nuevo—. Tengo tiempo para convencerte de tu equivocación.
Brianda lo apartó, se puso en pie y se apoyó contra el muro de la torre.
—No es una equivocación. Debe ser así. No sé de dónde has salido y no niego que me gustas, pero alguien como yo no puede darte más. Casarme bien es mi obligación más importante. —Extendió una mano para señalar todo el paisaje que los rodeaba—. Por Lubich.
A Corso no le irritó tanto el rechazo como la firmeza de sus palabras. Ella ya le había advertido hacía días que nunca se casaría con un campesino; mucho menos, entonces, con un soldado desertor. Estaba perdiendo el tiempo. Podía matar a un hombre sin que le temblase el pulso, o a varios en plena batalla, pero contra la convicción de Brianda no había fuerza posible. ¿O sí? Un impulso fugaz y animal cruzó su mente. También estaba acostumbrado a conseguir sus objetivos. Se levantó de un salto y se situó frente a ella, aprisionándola con su cuerpo.
Brianda sintió la presión de la carne de Corso contra ella y, lejos de temerle, se agarró a los cordeles de su camisa para atraerlo todavía más. Echó la cabeza hacia atrás y permitió que él oliera su cuello y su cabello.
—Ojalá las cosas fueran de otra manera, Corso —susurró—. Mi cuerpo responde ante ti como no lo hace con Marquo, pero te pido que si sientes algo por mí aparte de un mero instinto me dejes marchar ahora.
—¡Me pides lo único que no quiero hacer, maldita sea!
Corso flexionó las rodillas para deslizar una mano bajo sus faldas y subir por la pierna hasta sus nalgas.
—¡Yo tampoco quiero! ¡Por eso te lo pido!
Corso se detuvo unos instantes aturdido. Brianda le acarició el pelo.
—Me avisaste de que al cerrar los ojos solo te vería a ti, ¿recuerdas? Te escuché. Si por unos besos ya me sucede, ¿qué sería si me tomaras? ¿Eso quieres? ¿Atormentarme?
—¿Y tú? ¿Acaso no será una tortura para mí saberte con ese otro? ¡Antes prefiero…!
—¿Qué? —le interrumpió ella—. No puedes forzarme porque deseo estar contigo, ni llevarme lejos de aquí porque me moriría. ¡Para estar contigo tendría que desaparecer Lubich!
—¡Pues la haré arder! —Corso le propinó un puñetazo a la pared y la sangre saltó de sus nudillos.
—¡No digas eso! —Brianda le tomó la mano y sopló sobre las heridas antes de presionar con sus dedos sobre ellas—. ¿Cuánto hace que me conoces? Muy poco. Encontrarás a otra que te convenga cuando dejes de ser soldado si lo que quieres es tener una familia. Si no, seguirás como hasta ahora, con unas u otras, supongo…
—No quiero a otra —murmuró él.
—Y con el tiempo, ambos nos olvidaremos… —Brianda esbozó una débil sonrisa.
Corso sujetó las muñecas de ella con fuerza a ambos lados de su rostro, se inclinó y la besó con voracidad deseando herirla, convencerla, mortificarla y excitarla al mismo tiempo.
Se separó con brusquedad y le dijo:
—Vive, pues, con esto, si eres capaz.
La miró una última vez a los ojos y se marchó.
Después de un buen rato, Brianda se sentó de nuevo en la roca, balanceando los pies sobre el vacío. Sabía que había hecho lo que debía. De ninguna de las maneras podía aspirar a futuro alguno con alguien como Corso. La emoción, el entusiasmo y la agitación que sufría cuando estaba con él eran propios de los principios de todos los enamoramientos, pero ahí estaban la razón y la sensatez para aseverar que, al cabo de un tiempo, las haciendas que habían florecido lo habían hecho gracias al buen entendimiento de los matrimonios sólidos y equilibrados, como el de sus padres, o el de Nunilo y Leonor, o el de los padres de Marquo… Y, que ella supiera, todos habían sido concertados por las generaciones anteriores. La impetuosidad de Corso no podía ser sino tan aciaga para ella como la de Medardo y sus hombres para la tranquilidad del condado.
Sabía que había hecho lo que debía, pero los ojos se le llenaron de lágrimas y el nudo que sentía en su pecho no se deshizo ni tras un largo rato de sollozos.