Capítulo 36

El más corpulento de los dos abrió los cajones y echó al suelo lo que contenían, removiendo papeles y documentos hasta que encontró un catalejo de latón y varios kreuzers, que se guardó en el bolsillo. También dio con el premio gordo: un reloj de bolsillo de oro, sujeto a una cadena. Se lo arrojó al otro, que sostenía el arma, que lo atrapó al vuelo con la mano libre y lo abrió.

—Vaya, vaya —dijo el del bigote, observándolo con detenimiento—. Dime qué hora es.

Nunca le fallaba la puntería.

Al menos ahora ya sabía quién era el jefe. Mis ojos se desplazaron hasta el otro, en busca de alguna otra arma, además de la que llevaba a la vista. El pesado saco de cuero que cargaba a los hombros parecía no contener más que lo que había saqueado, aunque era imposible saberlo con certeza.

—¿Y tú qué miras, judío?

El otro mercenario agitó la pistola de empuñadura larga para atraer de nuevo mi atención.

Desde abajo llegaba el olor acre de la madera en llamas mezclado con el de otras sustancias, que me irritaban la nariz.

—Sólo estábamos admirando la maestría con que está fabricada tu pistola —contestó el rabino Gans, poniendo gran énfasis en sus palabras, como si cada una de ellas encerrara un significado profundo—. Se trata de un instrumento bellamente confeccionado, de una pieza sin duda digna de un noble, o un burgués, no de un soldado raso que se vende al mejor postor.

—¿Te las das de experto en armas, viejo?

Los ojos del mercenario se iluminaron, como si acabara de ocurrírsele algo muy perverso y divertido que quisiera probar con nosotros.

Por entre los tablones de madera del suelo se colaban ya las primeras finas volutas de humo.

—Vosotros, muchachos, vais a quedaros aquí sosteniendo el saco —ordenó, con más entusiasmo del que la situación exigía—. ¡Klaus!

El grandullón se desprendió del saco y lo dejó sobre la mesa.

Un escalofrío me recorrió la espalda cuando hasta mis oídos llegó un ligero rumor, como si en las paredes y el suelo se hubieran metido millones de insectos diminutos. En un crescendo airado, el rumor se convirtió en ruido atronador, el sonido de miles de ratas que huían de las casas en llamas, y a mí me pareció que todas ellas trepaban por mi piel.

—¡Ja! Míralo. Pero si se está poniendo amarillo —soltó el Gran Klaus.

—No se merece ni siquiera la bala y la pólvora que vamos a invertir en él —sentenció el otro, levantando la pistola y apuntando directamente a mi frente.

—¡Espera! —grité.

El mercenario sonrió con mucha frialdad.

—Amable señor, concédenos una última oración antes de morir —le supliqué.

—Eso sería un acto de misericordia cristiana por vuestra parte —se sumó el rabino, esforzándose por adoptar un tono sacerdotal.

Las llamaradas, cada vez más altas, proyectaban sombras retorcidas en el hueco de la escalera, tras los mercenarios.

—Si hemos de convertirnos en mártires —proseguí—, entonces debemos pasar nuestros últimos momentos contemplando el verdadero e inefable Nombre de Dios con tal devoción que sus letras resplandecientes aparezcan ante vuestros ojos. A alguien que contemple Su Nombre con semejante éxtasis, las llamas habrán de parecerle frías.

Como todo aquello parecía ofrecer la promesa de una capitulación fácil, y algo de diversión, el mercenario aceptó.

—Oh, señor, escucha nuestra plegaria —dije—. Concédenos el honor de ser mártires por la Santificación de Tu Nombre.

Empecé a mecerme como una vela al viento, mientras las palabras brotaban de mí, al ritmo de las sílabas que entonaba rítmicamente. Al fin se me ocurrió una oración en hebreo que podría traducirse por «Bendito tú eres, Oh, Señor, Dios nuestro, por haberme dado el cuchillo de desescamar que llevo escondido bajo la camisa».

Y el rabino Gans se meció conmigo y dijo muchas cosas nobles y grandilocuentes en la lengua de nuestras oraciones antes de responder con la frase: «El que nos santifica con Sus Mandamientos, y el que nos ordena conocer el mecanismo de la pistola, resulta muy poco fiable en la distancia corta.»

—Y ahora digamos «Amén» —convine yo.

—Amén.

Otra sombra se unió a los fantasmas de las llamas danzantes de la escalera. Proseguí.

—Pues como dice el Rabban Simeón ben Gamaliel, el mundo se sostiene sobre tres cosas.

Una: Justicia.

Dos: Verdad.

Tres: ¡Paz!

En ese momento me abalancé sobre la pistola del cabecilla, mientras el rabino Gans se arrojaba contra el Gran Klaus e intentaba retenerlo con su abrazo de oso. Yo sujeté con fuerza el antebrazo del mercenario, pero él logró zafarse de mí. Como no llevaba otra arma, tuvo que volver a apuntarme con ella, pero esta vez yo sujeté el tambor y logré que apuntara hacia el techo. Forcejeamos por hacernos con el control, y le dejé que ganara algo de terreno, que empujara hacia delante. Así, más confiado, me embistió más, yo me aparté y dejé que cayera hacia mí. Aproveché el impulso que llevaba para volverme y colocarme detrás, inmovilizándolo con un brazo, mientras me apoderaba de la pistola con la mano quemada. Creo recordar que me dejé parte de la piel en aquel artilugio mortífero. Me dolió horrores, y mi dolor brotó de mí convertido en el espantoso grito de guerra de la tribu de Judea.

El suelo temblaba bajo nuestros pies, y la linterna mágica cayó al suelo con estrépito. Varias velas salieron disparadas y aterrizaron sobre un montón de papeles esparcidos por el suelo, que prendieron al momento y propagaron las llamas a gran velocidad.

El rabino Gans no supuso un problema serio para el Gran Klaus, que lo apartó como si fuera la pluma de una almohada. Pero el gañán abrió mucho los ojos cuando un gigante de barro apareció con paso torpe en lo alto de la escalera, y tuvo que agachar la cabeza para entrar en el cuarto. El Gran Klaus quedó petrificado de terror al ver que el Golem volvía a incorporarse, despacio, y se acercaba a él, paso a paso.

Mi adversario empezó a darme codazos en el estómago, hasta que me vi obligado a soltarlo y a alejarme de él, lo que, si bien me hacía más vulnerable a su presencia, también me permitió incorporarme para sacar el cuchillo. Él me rodeó y volvió a apuntarme con su arma, pero yo ya me abalanzaba sobre él con la mía. El muelle del gatillo debía de estar demasiado tensado, pues al apretarlo levantó la pistola un poco más de la cuenta, y yo salvé la vida: la chispa se encendió, la pólvora explotó y abrió un boquete de unas dos pulgadas en la pared, justo por encima de mi cabeza. Los restos de explosivo caliente descendieron sobre mi rostro, y en ese momento me acerqué a él y le clavé el filo bajo el brazo.

A Yosele no le gustó el estruendo de la explosión. Levantó al Gran Klaus del suelo y, haciendo caso omiso de sus gritos, lo lanzó por la ventana.

Yo solté al mercenario, que se tambaleó un poco y fue a desplomarse sobre la mesa, mientras intentaba agarrar el saco de cuero.

—Me pregunto qué habr…

Pero el suelo cedió finalmente, lanzando por los aires un remolino de chispas y astillas.

Y todos caímos hacia el centro, y entonces la madera y la tierra me reclamaron desde las profundidades.

Sin saber cómo me vi tendido sobre unas vigas medio carbonizadas, observando las llamas que lentamente trepaban por mi túnica.

En ese momento una de las vigas traveseras se desplomó entre maderas ennegrecidas, y Yosele, que estaba debajo, la sostuvo con sus poderosos brazos, formando con ella un ángulo agudo.

Tan pronto como el rabino Gans logró arrastrarme hasta un lugar seguro, me volví para ayudar a Yosele. Pero era demasiado tarde. Nos había proporcionado unos segundos más de vida sosteniendo el techo en alto, pero ahora era él quien había quedado atrapado, rodeado de llamas. Intenté internarme entre ellas para rescatarlo, pero el rabino Gans me retuvo con todas sus fuerzas.

Habría querido decirle a Yosele que lo dejara todo y saliera corriendo, pero él seguía ahí, suspendido entre dos mundos, pues cualquier movimiento que hiciera conduciría al desastre.

Nuestros ojos se encontraron. Me miraba como un ciervo asustado contempla el arco del cazador, sin comprender del todo la gravedad de su situación, y mostrando en la mirada una incomprensión tal de las fuerzas que se hallaban más allá de su control, que un pedazo de mi alma me abandonó para siempre cuando el calor y el peso resultaron excesivos para él y no tuvo más remedio que dejar que todo se desplomara sobre su cabeza.

Yo permanecí inmóvil, hipnotizado, como en un sueño, incapaz de sentir nada que no fuera la fuerza de mi alma vital abandonándome. Pues está escrito que Dios nos ha entregado un alma pura, y que si no se la devolvemos en el mismo estado de pureza, él la destruirá en nuestra presencia.

Era vagamente consciente de que el cuerpo del Gran Klaus yacía boca abajo en mitad de la calle, y de algún modo mis manos hallaron la voluntad suficiente para desabotonarme el cuello y abrirme la camisa. Entonces mis piernas flaquearon y me arrodillé en el suelo arenoso, y dejé que las cenizas me rodearan. El humo me irritaba los ojos. De pronto sopló una ráfaga de viento y por un instante pude ver el rostro marcado e inerte de Yosele entre las llamas menguantes. De su frente había desaparecido el alef marcado con barro, sólo quedaban las otras dos letras: Mes. «Muerte.»

Se supone que uno debe permanecer con los moribundos para oír su confesión y decir la última Sh'ma con ellos. Yosele no tenía pecados que confesar, de modo que pronuncié por él la Sh'ma. Tal vez su alma transmigrara, como nos enseña el rabino Loew, y naciera, en el futuro, de la unión de una pareja estéril.

«Del polvo vienes y en polvo te convertirás —recé—. Adiós, Yosele. Que tu recuerdo sea una bendición.»

Me puse en pie, me sacudí el polvo de las rodillas y sentí que quinientos pares de ojos me observaban. La multitud de cristianos se hallaba extrañamente inmóvil a media calle de allí. Zizka, el alguacil, se acercaba a mí a paso ligero, no sabía si detenerme, matarme allí mismo o hacer cualquier otra cosa.

Zizka se llevó la mano al cinto y desenvainó la espada. Yo agaché la cabeza y recé para que mi muerte redimiera de alguna manera a Israel y limpiara los pecados de la gente, y me preparé para combatir al alguacil con el cuchillo ensangrentado que rescaté de las cenizas.

Los clanes rivales de judíos y cristianos ocuparon sus posiciones y se mantuvieron expectantes, como si él y yo fuéramos dos capitanes escogidos para batallar con nuestras armas de bronce, en presencia de nuestros respectivos ejércitos. Pero Zizka se detuvo a unos diez pasos de mí, pues en ese instante un hombre herido emergió de la puerta humeante de lo que había sido la casa del rabino Gans. El mercenario estaba cubierto de hollín, y su rostro manchado de sudor y sangre. Apenas lograba mantenerse en pie, y no tardó en caer de espaldas sobre la madera carbonizada. Al hacerlo, un objeto alargado y pesado resbaló de sus manos.

El tarro chocó contra el suelo, se abrió, y una buena cantidad de líquido rojo y espeso se esparció sobre la arena sedienta.

Durante un momento todo quedó en silencio, salvo por el chapoteo débil de la sangre. Zizka pidió entonces la presencia de un médico, pero nadie se movió. El alguacil repitió su orden.

Finalmente, el rabino Gans dijo:

—Está bien, le echaré un vistazo.

El Gran Klaus seguía aturdido a causa de la caída. Tenía varios moratones, y una clavícula rota, pero estaba mucho mejor de lo que merecía estar. El otro se veía ennegrecido y chamuscado, y presentaba una herida en un lado del pecho, allí donde una costilla había evitado que el filo de mi cuchillo le llegara al corazón. El rabino Gans se encargó de atenderlos mientras Zizka les amarraba las manos a la espalda.

Sólo entonces el alguacil pidió que llamaran al padre de la víctima. Mientras sus hombres peinaban las calles gritando el nombre de Janek, el rabino Gans alzó la vista y dijo:

—Tienes que ayudarme con esto.

Me pidió que aplicara presión mientras él limpiaba y vendaba la herida, pero creo que en realidad intentaba mantenerme ocupado, devolverme, a su manera, a la tierra de los vivos.

La muchedumbre dejó sitio para que pasaran los guardias municipales, que regresaban con Viktor Janek. Aquellos ciudadanos de Praga mostraron incluso algo de respeto por el rabino Loew, y le dejaron acercarse también, así como a un segundo judío. El humo todavía me impedía ver bien, pero me pareció que se trataba de Jacob Federn. Llevaba la ropa muy sucia, y se movía como el mendigo que teme que le echen los perros encima. Pero a pesar de todo lo que había caído sobre él estaba vivo y coleando.

Uno de los guardias municipales entregó a Janek una pistola cargada. Y entonces éste se plantó frente a los hombres que habían asesinado a su hija.

El primer mercenario, que nos había revelado que se llamaba Gottschalk, arguyo en su defensa que el arma se le había disparado sin querer, y que había sido el Gran Klaus quien había cortado el pescuezo a la pequeña. Quiso añadir algo, pero Janek levantó el arma y lo persuadió al momento de que mantuviera la boca cerrada. Ya era demasiado tarde para las palabras.

Los tres permanecieron largo rato mirándose, y entonces Janek bajó la pistola y se la entregó al alguacil.

—No os perdono —sentenció—. Pero os dejo vivir. Y que el Buen Señor os juzgue a Su debido tiempo.

Dicho esto, dio media vuelta y se alejó.

La multitud empezaba a dispersarse. Y como los habitantes de un castillo encantado que despertaran de un siglo de sopor, los judíos se pusieron en marcha al momento y empezaron a accionar las bombas de agua y a traer cubos. Por suerte los pozos estaban llenos. Un rabino con acento de Volinia ordenó a un grupo de jóvenes dispuestos que echaran abajo los edificios debilitados con hachas y garfios para evitar que el fuego se propagara más. Entonces alguien hizo rodar un barril de vino, y al poco, todos, en cadena, empezamos a pasarnos los cubos. Noté que varias personas me miraban, pero una vez que el rabino Gans me vendó la quemadura de la mano con un paño, me dejaron bombear agua del pozo durante un rato.

Al rato, cuando habíamos alcanzado un ritmo de trabajo constante, una voz penetró mis sentidos, como surgida de la nada. Una voz solitaria se había alzado, y las demás fueron uniéndosele, entonando la melodía alegre del primero de los salmos del Hallel, cantos de alabanza que nos llegaron hasta los tuétanos y que entonamos cuando un preso es liberado, un enfermo recobra la salud, una comunidad se salva del desastre. Y, muy pronto, las palabras que hablaban de colinas que saltaban como corderos fueron transportadas por la brisa sobre las ruinas humeantes.

—Todo esto es culpa mía —oí que decía Federn.

—Tú compartes parte de la culpa —admitió el rabino Loew—. Pero te has redimido al proporcionarnos las pistas que necesitábamos para poner fin a este turbio asunto.

—¿Qué pistas os he proporcionado?

—Oh, si todas las preguntas fueran tan fáciles de responder… Hablo del mensaje en clave que nos enviaste a través de la criada cristiana. Gracias a él nuestro javer Benyamin hizo acopio de la confianza en sí mismo que necesitaba para vencer sus temores y salvar el gueto.

—¿Qué mensaje en clave?

—El que se basaba en el Libro de Job.

—¿Ése? Bien, me temo que os debo una explicación al respecto.

Tras algunas preguntas, Federn confesó al rabino:

—Janek no confiaba en mí, por lo que me obligó a poner por escrito los términos de nuestro pacto. Pero yo tampoco me fiaba de él, de modo que me limité a escribir las primeras palabras que me vinieron a la mente. Supuse que si algún día se las mostraba a las autoridades, era mejor que fueran sólo una sarta de absurdos sin el menor significado.

—Eso es lo que tú te crees, reb Jacob —intervino el rabino Loew—, pero la mano de Dios se muestra con claridad en todo esto. Dios operaba a través de ti de un modo tal que, a pesar de creer que escogías las palabras al azar, en realidad se trataba de una sucesión muy pensada, para que un examen detallado de su significado nos condujera directamente a la solución que necesitábamos para proteger a la comunidad.

El rabino Loew era, en efecto, un obrador de milagros, porque casi pude ver con mis propios ojos cómo Federn se liberaba de la pesada carga que lo oprimía.

Los hombres que bombeaban el agua entonaban cánticos sobre los falsos ídolos de plata y oro, que tienen ojos pero no ven, que tienen orejas pero no oyen, y cuando los cubos que se habían llenado regresaban vacíos, oímos que un grupo de cantantes que se aproximaba por el este repetía nuestros versos.

—¿Lo ves? —dijo el rabino Loew—. Fíjate que incluso el rabino Joseph y el rabino Aaron se unen a nosotros para celebrar que hemos sido librados del peligro.

Alcé la vista. ¿Era cierto lo que veía? ¿De veras los jefes del Consejo de rabinos congregaban a sus seguidores en señal de unión?

El rabino Loew deseó lo mejor a Federn, y el mercader de plumas se alejó con paso algo más ligero.

El rabino Aaron se detuvo frente al rabino Loew.

—¿Lo ves? —preguntó a éste.

—Lo veo, sí.

—¿Ves que ningún mal recae sobre nosotros gracias a la oración y al estudio?

—Quiero pensar que nuestras acciones han tenido algo que ver en ello —dije yo.

—¿Y tú quién eres?

—¿Es que no reconoces a nuestro javer Benyamin? —le preguntó el rabino Loew.

En medio de la confusión, yo mismo había olvidado cómo debían verme ellos, sobre todo con aquel aro todavía en el lóbulo de la oreja. Pero el rabino Aaron dejó muy claro qué pensaba.

—Ya veo que finalmente has ido a sumar fuerzas con los cristianos —dijo—. Si este forastero quiere ser como los goyim, tiene todo el vasto mundo para hacerlo.

Se volvió y se dirigió a sus seguidores.

—Ya habéis visto qué ocurre cuando abrimos las puertas a modas extranjeras: fornicación, herejía y muerte. Y la lección está clara: es hora de regresar a nuestras tradiciones y de desterrar las ideas de los librepensadores.

Los rabinos que lo acompañaban se mostraron de acuerdo con él, y sus voces se unieron en una sola mientras se llevaban de allí a sus seguidores. Lo único que yo quería era desaparecer de allí y perderme en los confines más oscuros de Polonia, la tierra de las interminables noches invernales, donde la saliva se congela antes de llegar al suelo.

—No hace falta buscar más pruebas de que el hombre merece y no merece simultáneamente haber sido creado —admitió el rabino Loew, observando a los futuros gobernantes del Yidnshtot alejarse por las calles humeantes—. Sólo espero que encuentres la fuerza para perdonar tú también.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque una comunidad es demasiado pesada para que cargue con ella un solo hombre.

—Sí, y ahora me dirás que es mejor prevenir que curar.

—Debemos empezar de nuevo —insistió el rabino Loew—. Vamos, mayn javer. Viajemos juntos hasta Poznan.

—Estaré listo mañana mismo, a primera hora.

—No, yo tardaré varios días en hacer el equipaje y dejar mis asuntos arreglados.

—Entonces yo me adelantaré y te esperaré allí.

—No, no es buena idea viajar solo.

—A mí me parece que siempre viajo solo.

El rabino Loew, con gesto paternal, posó una mano sobre mi hombro.

—Viajaremos juntos, y a partir de ahora tú serás mi compañero y mi igual. Lo creas o no, he aprendido mucho de ti, rabino Benyamin.

Aunque oí con claridad lo que había dicho, tardé unos momentos en asimilarlo.

—Tú también me has enseñado algo a mí, rabino Benyamin —dijo el rabino Gans, estrechándome la mano.

Asentí y, durante un minuto sentí que allí, con aquellos dos hombres a mi lado, me sentía en mi lugar.

—¿Y entonces? ¿Cuándo estarás listo para partir? —pregunté.

—Pronto. ¿Por qué tienes tanta prisa?

—Quiero irme antes de que los cristianos cambien de opinión y vuelvan a atacarnos.

—Nos iremos pronto —insistió el rabino Loew—. Además, casualmente conozco algunas mujeres agradables en Poznan que sienten debilidad por los estudiosos jóvenes y prometedores.

—Yo ya no soy tan joven, rabino.

—Ninguno de nosotros lo es —terció el rabino Gans.

La calle iba llenándose lentamente de personas corrientes, trabajadoras. Algunas avanzaban despacio, como sonámbulas, otras de puntillas, como si quisieran comprobar la dureza de la superficie sin adoquinar, pisando con la delicadeza que suele asociarse a los funambulistas. Y cuando veían que la tierra no se los tragaba otros los seguían, y éstos se movían con mayor aplomo, y pronto la gente empezó a caminar a mi alrededor como si estuviera impaciente por recuperar las últimas horas que quedaban del día sagrado, antes de regresar a su rutina diaria.

Llegué incluso a oír a un cristiano que conversaba con uno de los judíos que cargaban los cubos de agua, y le decía: «Bien, ya nos veremos en el mercado del pescado del martes, Mordecai», antes de regresar junto a sus compañeros cristianos y salir del gueto.

Permanecí allí, de pie, contemplando las ruinas humeantes, esperando que las brasas se enfriaran lo bastante para recuperar el cuerpo sin vida de Yosele. Y ahí seguía cuando las vigas crujieron cubriéndolo todo de chispas y nubes de humo espeso, que irritaron de nuevo mis ojos.

Los cerré un instante. Y cuando al fin parpadeé y me sequé las lágrimas, vi que Trine avanzaba hacia nosotros entre la humareda, llevando un fardo de ropa.

No supe qué decirle. A veces, en sueños, vuelvo a ver esos ojos oscuros, que me persiguen allá donde voy.

—Lo siento —balbucí—. He intentado…

Ella se limitó a entregarme mi capa, dio media vuelta y se alejó. Yo no podía consolarla con palabras, de modo que bajé la vista, miré la capa y la odiosa insignia amarilla que me identificaba como propiedad del emperador. En ese momento el dragón durmiente que habitaba en mí abrió los ojos anaranjados, liberó su aliento ardiente e iracundo y tiró de las cadenas que lo mantenían atado; y yo, actuando en contra de todo sentido común, saqué el cuchillo y corté parte de las costuras que mantenían la insignia cosida a la tela. Metí los dedos bajo el círculo amarillo, cerré el puño, arranqué el maldito distintivo y lo arrojé al barro.

Nadie se atrevió a acercarse a mí.

Enterramos a Yosele en un lugar secreto, dentro de los confines del gueto, muy cerca de Zinger y sus klezmorim, que ya se preparaban para la boda de los Rožmberk. Pronto inundarían las calles con los alegres sonidos de los violines, las campanas y las flautas.

Después, aquella misma tarde, cuando el azul profundo del crepúsculo dejaba paso a la noche, dimos a Freyde y a Julie Federn, en el sótano húmedo de la shul de Klaus, su baño ritual; Perl, la esposa del rabino Loew, supervisó personalmente la ceremonia de purificación. Los asistentes habituales a la mijveh se habían negado a hacerlo, pues temían la reacción de los miembros más poderosos del Consejo de rabinos.

La ciudad reconstruyó las puertas del gueto, pero obligó a los judíos a costear la mitad de los desperfectos. El emperador anuló el decreto de expulsión y ordenó que en los accesos se grabara la imagen del águila imperial y las palabras: «Protegidos por Su Majestad Imperial.» Aun así, los judíos hubieron de «prestarle» ciento cincuenta mil monedas de oro como pago por ese privilegio. Además, ¿cuántos malhechores saben leer?

Tres días después, el emperador Rodolfo revocó discretamente el decreto por el que la sinagoga de Meisel se consideraba refugio, pero ésa es otra historia.

A Tomás Kromy lo detuvieron por saquear al menos doce casas de judíos, pero culpó de sus actos a la brujería, y el obispo le ofreció inmunidad si cooperaba con la investigación y ayudaba a identificar a los herejes que lo habían embrujado y le habían llevado a comportarse de ese modo, algo que él aceptó de muy buen grado.

Nadie acusó de nada a su padre Josef, a pesar de que éste era al menos tan responsable del comportamiento de su hijo como cualquier bruja.

Los dos mercenarios acabaron conduciendo a las autoridades hasta Janoš Kopecky, a quien acusaron de complicidad en el asesinato. Cuando llamaron a declarar como testigo a su esposa, ella declaró ante el tribunal: «A una viuda se le otorgan derechos de los que carece una esposa.» A él lo condenaron a la pena de muerte, que se ejecutaría por estrangulación pública. Pero por la gracia del emperador la pena le fue reducida a una multa cuantiosa a condición de que el condenado fuera bautizado de nuevo como católico. Kopecky escogió libremente redimirse de ese modo.

Mis colegas me ofrecieron un puesto permanente como shammes, dado que había pasado a ser un miembro de pleno derecho de la comunidad. Yo se lo agradecí, pero les dije que estaba impaciente por regresar a Polonia y dejar atrás ese imperio de intolerancia.

Solos, sin nadie, los campesinos que compartían conmigo el desván me dieron las gracias por todo lo que había hecho. El resto del gueto me trataba como si ni siquiera estuviera ahí. Me habían separado de su mundo. O, mejor dicho, nunca me habían dejado entrar en él.

«Mi padre era un arameo errante», dicen.

Pero no estaba solo. Muchos de mis hermanos viven entre las naciones del mundo, se trasladan cada vez más hacia el este, hasta alcanzar Siberia, y finalmente cruzan el océano. Y quienes queden atrás acabarán mezclándose, ocultándose ante vuestras propias narices, evitando ser descubiertos, cambiándose el nombre, de Mordecai a Angelo, de Hayyim a Juan, de Weissberg a Chiaromonte. Han publicado libros con los nombres de Rojas y Da Ponte, han renacido como monjes y obispos con nombres como Santa María y Torrecremata, han dibujado las tablas astronómicas usadas por Colón y han confeccionado mapas para Américo Vespuccio. Y aprenderemos a lavar las sábanas los domingos y a poner a nuestros hijos nombres cristianos como Mateo y Pedro, y nos ocultaremos entre vosotros hasta el día en que nos presentemos desnudos ante el Señor. (Ése es el significado oculto del verso: «y supieron que estaban desnudos», según el Zobar.)

Nombraron al rabino Jaffe Rabino Jefe de Praga; y a la mañana siguiente, el rabino Loew y yo dejamos atrás la Tierra de las Calamidades y emprendimos el largo viaje hacia el norte. Algunos días después, mientras atravesábamos los montes, nos encontramos con una mujer sabia, de ojos verde grisáceo y cabellos largos, castaños, que resultó, como nosotros, ser una expulsada de Praga; llevaba todas sus posesiones materiales metidas en un hatillo. Nos formuló gran cantidad de preguntas interesantes sobre nuestra fe y nuestros conocimientos, y decidió acompañarnos en el viaje. Y así llegamos a Poznan antes del Shvues.

Nos fuimos a tiempo, pues no mucho después de la boda de su pariente, a Vilém Rožmberk le llegó el descanso eterno. El viejo guerrero había sido una de las últimas voces a favor de la tolerancia entre los católicos distinguidos y la difícil coexistencia entre éstos y los protestantes, que terminó por deteriorarse y llevó al imperio germánico a treinta años de guerra sangrienta.

De todo aquello, al menos, surgió algo bueno. Los niños de Würfelgasse volvieron a jugar juntos. Pues está escrito que el mundo mismo se sustenta en el aliento de los niños de nuestras escuelas.

Aunque, claro, también está escrito que el mundo está en manos de los locos.

Porque una idea descabellada siempre puede volver a cobrar vida, incluso tras muchos siglos encerrada en una tumba, bajo tierra. Ya se sabe que el odio nunca reposa en tumbas muy profundas.

Después de todo, habíamos evitado que la acusación falsa de crimen ritual resultara excesivamente mortal. Pero si debíamos hacer caso del pasado, la voz se correría, y la versión cristiana del relato se contaría, primero en canciones y leyendas, después en anuncios y panfletos, y finalmente en documentos oficiales; y transcurridos cincuenta o cien años, su versión sería una verdad divina.

Por eso nosotros fuimos en busca de nuestra versión de la historia en las ruinas de la casa del rabino Gans.

Cribamos los cascotes, pero sólo hallamos cenizas.