Capítulo 17

El hombre acodado en la barandilla, en lo alto de la escalera, nos dedicó una sonrisa que nos permitió ver una ristra de dientes torcidos y amarillentos. Se sacudió un polvillo anaranjado de las mangas de la camisa y nos invitó a entrar en su taller, que daba a un patio de Rotegasse. El aposento carecía de cualquier fuente de calor, y cada vez que respirábamos veíamos el vapor de agua brotar de nuestras bocas.

En un primer momento creí que Izzy me llevaba a conocer a un cerrajero, pero el Cazarratas me aclaró que el hombre era experto en algo mucho más útil, y que estaba dispuesto a compartirlo conmigo.

—Así que tú eres el último shammes, ese que, él solo, intenta salvarnos a todos de la falsa acusación de crimen ritual —dijo el hombre, estrechándome la mano.

—No por elección propia. Aceptaré de buen grado la ayuda que puedas brindarme.

Se llamaba Franz Langweil. De ojos oscuros y piel muy clara, hombros caídos, que parecían haberse fusionado con la columna hacía años por lo encorvado que estaba. Nos invitó a tomar té, pero sus tazas estaban tan llenas de polvo que decliné el ofrecimiento. Todas las superficies disponibles aparecían atestadas de recipientes llenos de minerales y polvos de todos los colores imaginables. Langweil me dijo que se ganaba la vida mezclando pigmentos secos para los artistas cristianos que decoraban las nuevas iglesias erigidas en torno al castillo del emperador.

—Hace unos años, un pintor judío podía trabajar codo con codo con los cristianos y a nadie le importaba un comino. «Y entonces se alzó un nuevo rey sobre Egipto, que no conocía a José» —dijo, apropiándose de una cita del Libro de los Shmoys—, y ahora tengo prohibido trabajar sobre temas cristianos. Mis amigos goyishe todavía me encargan algún trabajo que otro, de vez en cuando. No es gran cosa, pero con eso me gano la vida —añadió.

Tosió, y unas partículas anaranjadas se elevaron por los aires. El viento transportaba los sonidos de la ciudad, que se colaban por los cristales rotos de las ventanas.

Supongo que Izzy me leyó el pensamiento, porque me hizo señas indicándome que tuviera paciencia.

—Tú, supongo, sabrás apreciar las formas más bellas de la anatomía femenina. Dime, ¿qué te parece esto? —me preguntó Langweil.

Alzó un paño manchado de aceite y me mostró el retrato de una mujer joven, desnuda, que miraba hacia otro lado, su cuerpo flotando sobre un mar de raso azul; su trasero suave, redondeado, en el centro del lienzo. Arrodillado frente a una cortina granate, un querubín con alas de cabellos oscuros, del mismo tono que los de la mujer, sostenía un espejo en el que se reflejaba su rostro, algo ensombrecido y borroso en comparación con la carne tierna que componía el elemento más luminoso de la escena.

Tragué saliva.

Como un animal macho sin control sobre sus instintos… tragué saliva.

—¿Notas lo oscura que es la pintura? —preguntó Langweil.

—Sí, claro, es lo primero que me ha llamado la atención —contesté, intentando sonar natural.

—¿Ves que la tela de raso se oscurece en los bordes del cuadro? Fíjate en lo bien que el artista ha observado la relación entre la luz y el color, revelando y ocultando simultáneamente el misterio de la belleza de la mujer. Qué atención a los detalles —añadió, al tiempo que me alargaba una lupa.

Yo le seguí la corriente, me incliné sobre el lienzo y fingí estudiar el sutil cambio de coloración, apreciable bajo el codo derecho de la mujer.

—Jamás había visto una cosa semejante —comenté, incorporándome—. Es fantástica.

—Antes de que se te pongan las manos sudorosas y se te caiga la lupa, será mejor que te diga que el hombre que pintó a esta muchacha núbil murió hace ciento cincuenta años.

El calor que se había apoderado de mi pecho desapareció al instante. Aquella joven radiante parecía tan llena de vida, y sus lugares cálidos, tiernos, dotados de tal naturalidad que no me habría extrañado descubrir que, al tocarla, la pintura todavía siguiera fresca. Comprendí que había muerto hacía al menos un siglo. Deseé que hubiera gozado de una vida provechosa, llena de afecto y felicidad, y que no hubiera muerto de fiebres purulentas meses después de posar para ese retrato, algo que, por desgracia, resultaba bastante común entre las modelos de los artistas.

—Se titula La Venus de Colucci. Creo que es el nombre del primer dueño del cuadro —aclaró Langweil.

La campana de cobre de la torre del ayuntamiento sonó tres veces, anunciando el toque de queda en los barrios cristianos de la ciudad, y la noche se llenó de pisadas de botas: los guardias municipales se acercaban, mascullaban órdenes, golpeaban las puertas, rastreaban el gueto en busca de tesoros ocultos, tan ocultos que ni los propios judíos sabían dónde encontrarlos.

A regañadientes, me despedí de la belleza atemporal de la desconocida, pues Langweil volvió a cubrirla con el paño manchado. Sabía que si Izzy me había llevado hasta allí era por algo, pero no tuve la ocasión de preguntárselo, pues en ese momento llegó hasta nosotros el ruido de cristales rotos en el patio, más abajo, y el sargento de los guardias irrumpió en él soltando escatológicas maldiciones a sus secuaces.

Langweil se volvió hacia mí y sus ojos negros resplandecieron como si estuvieran hechos de cristal.

—¿Qué te parece a ti todo esto, shammes? —me preguntó—. Un polaco que se dedica a observar las estrellas es capaz de desplazar el centro del universo de la Tierra al Sol, pero incluso en este mundo nuevo, extraño, a los judíos se los odia y se los persigue por herejes.

—Lo cierto es que —puntualicé— la posición oficial de la Iglesia es que el judaísmo constituye una desviación pérfida de la fe eterna del cristianismo, pero no una herejía.

—Es decir, que formamos un grupo propio.

—Eso parece.

—Qué afortunados somos —terció Izzy.

—¿Y tú sigues la Cábala zodiaca, o prefieres el sistema luriánico?

—No he venido hasta aquí para hablar de eso. —No, pero lo has hecho.

Ah, el famoso razonamiento místico: nada es lo que parece ser. La ausencia es presencia. Existen significados ocultos por todas partes. Aquel hombre parecía discípulo del rabino Luria.

Su forma de interrogarme me llevó a recordar mi infancia, cuando en el jeyder de mi aldea los maestros nos golpeaban los nudillos con una vara de madera si tardábamos demasiado en responder una pregunta difícil. Yo, claro está, creía que el Mundo Venidero se gobernaba igual que aquel jeyder, y que todos deberíamos superar alguna prueba antes de poder entrar en él. Pero en el universo turbulento de mis ensoñaciones, mi cerebro se volvía torpe y confuso, y nunca lograba responder a tiempo. Así pues, mientras que las pesadillas de muchas personas tienen que ver con situaciones en las que se ahogan o son perseguidas por demonios, yo sueño que no consigo pensar en cómo solucionar un problema muy simple.

Miré a Izzy, que me hizo un gesto para que volviera a concentrarme en Langweil, como un pupilo avezado que recordara a un alumno distraído su deber de prestar atención al maestro.

—Yo creo que, mientras vivamos y respiremos, nunca conoceremos al Creador en Su verdadera forma, porque, para protegernos y evitar que nos viéramos absorbidos por Su infinitud, Él tuvo que construir una barrera a nuestro alrededor, y esa misma barrera es la que nos impide percatarnos de la infinita energía que se extiende más allá.

—No en todo momento. Existe una mujer sabia en la Ciudad Vieja que sabe cómo preparar unos filtros gracias a los que, transitoriamente, esa barrera desaparece y se revela la gloria oculta de lo Divino que late en todo.

—¿De veras? Pues cuando esto se calme un poco, me gustaría conocerla.

«Si para entonces sigo con vida.»

—De todos modos, lo que has expuesto es una paradoja notable —prosiguió él—. ¿Qué responderían los grandes racionalistas?

Sentí que se me dormía una pierna. Cambié de postura y me froté el muslo, para recuperar algo de sensibilidad.

—Si no te importa, me encantaría seguir con esta conversación el martes, por ejemplo. Pero ahora mismo…

Izzy me dio un codazo, que me hizo saber que debía seguir hablando.

—Rambam me rebatiría, seguramente, afirmando que el universo contiene muchos accidentes, como el tiempo, por ejemplo, que él describe como un efecto colateral producido por el movimiento de los objetos materiales de la creación.

—Todos sabemos que la pura energía de las emanaciones de Dios degeneró hasta convertirse en una realidad material sujeta al tiempo —me regañó Langweil—. La cuestión es saber cómo revertir el proceso y devolver a un objeto material su energía divina original.

—Si supiera cómo se hace, me ganaría la vida convirtiendo metales vulgares en oro.

A Izzy se le iluminó el rostro, pero Langweil permaneció muy serio, a la espera, según parecía, de que desarrollara mi respuesta, cosa que hice.

—En el Seyfer Yetsireh se dice que Dios creó el mundo a través de la combinación de diez emanaciones y de las veintidós letras del alfabeto. Pero los Sabios dicen que Dios creó el mundo liberando la energía oculta en una sola letra, la bey, que es la forma abreviada de Su nombre.

—¿El universo se creó con la energía contenida en la letra hache? Por suerte somos judíos, porque si no la Inquisición exigiría que le entregaran nuestras cabezas en una bandeja por atrevernos siquiera a pensarlo.

—Antes de que continuemos: ¿todo esto tiene algo que ver con quién le debía dinero a Federn?

—Sí —insistió Langweil—. Porque seguramente quemaron su libro de asientos. ¿No es cierto?

Aunque estuve a punto de hacerlo, ni abrí mucho la boca ni exclamé, asombrado: «Dios mío, ¿cómo lo sabes?»

—Ah, la Ciencia Oculta nos enseña muchas cosas —añadió—. Nosotros no podemos crear ni destruir ninguna parte de la creación de Dios. Lo único que podemos hacer es alterar su forma. De modo que, tal vez, sería posible reconstruir ese libro de asientos a través de una serie de procedimientos místicos que por breve tiempo unan nuestras almas a la eminencia de Dios.

—¿Sugieres que las palabras y los números escritos en ese cuaderno siguen existiendo en forma de humo disipado?

—Exacto.

—Entiendo. ¿Y existe alguna posibilidad de que nosotros seamos capaces de reconstruir la forma de unas huellas evaporadas mediante el examen de sus vapores? —pregunté.

—No nos entusiasmemos demasiado en este punto, ¿de acuerdo? Lo único que digo es que, en muchas ocasiones, lo que parece ser destrucción no es sino una oportunidad que se nos ofrece para restaurar la creación de Dios.

Un argumento más basado en la dicotomía presencia-ausencia.

—No me crees —añadió él. Yo no lo negué.

—Durante más de cien años hemos abonado el suelo con nuestras cenizas para traer la renovación a esta ciudad —siguió—. Cuando el ayuntamiento del Barrio Judío se vio afectado por las llamas, el alcalde Meisel lo reconstruyó con el techo de alabastro que hoy se alza sobre nuestras cabezas. Cuando el gran incendio arrasó la Ciudad Pequeña y alcanzó el tejado de la catedral de San Vito, situada en lo alto de la colina, sustituyeron el entramado de vigas de oro por otro de cobre, y pusieron las bases para que los edificios de la ciudad que vemos hoy se construyeran con un estilo mucho más imponente.

—Todavía no he visitado esos barrios.

—No hace falta que lo hagas. He llevado un registro vivo de todo. De todos los desastres, de todos los actos de demolición, de todas las laboriosas reconstrucciones. Y déjame decirte que es mejor eso que ahorcarme con una cuerda de saco de azúcar para que la muerte sea dulce. Ven, te lo mostraré —dijo, y nos indicó que lo siguiéramos hasta el otro lado de la mesa polvorienta.

Apartó las cortinas deshilachadas y, al ir tan encorvado, no tuvo ni que agacharse para no tocar con la cabeza las vigas bajas del techo.

Yo tuve que hacerlo, y no pude incorporarme hasta que, inesperadamente, me encontré ante su país de las maravillas.

Sobre tres mesas se extendía una maqueta a escala de la ciudad de Praga que ocupaba casi todo el estudio del artista e incluía todas las colinas y los valles, así como el río que la partía por la mitad, y las incontables casas, fabricadas con pedazos de madera y lienzo. Miles de diminutas chimeneas se elevaban sobre los tejados que Langweil había adornado con hileras de tejas anaranjadas, cada una de ellas pintadas con un pincel del tamaño de una pestaña. No había dos ventanas iguales, algunas contaban con seis cristales, otras con cuatro, unas disponían de una reja de hierro, otras de alféizares ornamentales. Nada había escapado a su atenta mirada. Había encolado ramitas de abeto y otros materiales para recrear los arbustos y los árboles del cementerio, las rocas que sobresalían junto a la orilla del río, e incluso las ondulaciones del agua. En los muelles se amontonaban minúsculos cargamentos de troncos, que esperaban el turno para ser transportados por vía fluvial, y se había tomado la molestia de delinear con detalle todos y cada uno de los ladrillos del característico tejado de columnas de la sinagoga Nueva-Vieja, así como la esfera del viejo reloj de la ciudad.

El aire, allí, estaba impregnado de olor a cola y, sin embargo, la maqueta era una maravilla y, además, me permitió apreciar con claridad lo vulnerables que éramos en términos de simples proporciones. Allí, extendida ante mí, la Ciudad Vieja ocupaba una superficie seis o siete veces mayor que la del gueto. La Ciudad Pequeña y el castillo cubrían una extensión todavía mayor, y Langweil no había iniciado siquiera la construcción de la Ciudad Nueva, donde se encontraban los grandes mercados de ganado y caballos, además de un número tal de barrios que se había hecho imprescindible construir allí un edificio que albergara las oficinas municipales.

Los cristianos lo tenían todo: muros fortificados rematados en almenas, a la vieja usanza, polvorines con torreones para almacenar la munición, y palacios y castillos desde los que se divisaban todas las tierras altas de los alrededores, mientras que nosotros nos veíamos obligados a ocupar las tierras bajas, inundables, junto al río. ¿Ofrecía algún refugio aquel cauce de agua? ¿Alguna salida?

Observé la maqueta con más detalle.

Incluso había escrito etiquetas con los nombres de las calles, aunque yo apenas comprendía su letra: para mí, sus palabras parecían imágenes retorcidas de ramas de árbol reflejadas en la superficie de un lago. Y entonces me fijé en que se había incluido a sí mismo en aquella ciudad en miniatura, allí, en la ventana sombreada de la cárcel de Stockhausgasse. Es decir, que hacía gala de un humor negro que era, probablemente, lo que lo mantenía con vida.

Por más que él se quitara importancia y asegurara que aquello no era más que un pasatiempo al que se entregaba cuando el trabajo escaseaba, era evidente que había dedicado años enteros a la construcción de su gran obra. Años enteros pasados en aquel cuarto, creando una ciudad a escala. ¿Y con qué propósito, exactamente?

Quién sabe. Tal vez para el que nos ocupaba en ese momento.

En su disquisición sobre la Mishnah, Rambam asegura que un hombre puede pasar muchos años construyendo un palacio sin conocer el verdadero propósito de su misión. Tal vez sólo sea para cumplir con la voluntad de Dios, que ha querido que, cien años después, un hombre piadoso se refugie de los abrasadores rayos del sol tendiéndose a la sombra de uno de sus muros.

—Tu maqueta podría terminar sirviendo a una misión superior y ayudarnos a salvar al gueto de la destrucción —declaré, dibujando con la mano un círculo en el aire, sobre la representación del Yidnshtot.

Allí, a vista de pájaro, se apreciaba con claridad lo fácil que resultaría destruirlo. Todos aquellos pedazos de madera y lienzo y cola sucumbirían al más ligero roce de una llama, y el humo que se alzaría se reconstruiría en el Mundo Venidero.

Era cierto, sí, ya nos habíamos recuperado de otros asaltos como ése en el pasado. Las arenas del tiempo estaban salpicadas de los restos de imperios orgullosos que habían intentado destruirnos. Aun así, se trataba de algo que era mejor evitar. El vástago que nace del tronco cortado de un roble no crece igual que el roble original.

Estudié un poco más la maqueta, asimilando gradualmente su trazado, algo que hasta entonces se me había resistido, sobre todo la zona que rodeaba al gueto. Me fijé en los ángulos de visión de ciertas calles, en las relaciones entre los tejados de algunas casas y las esquinas que constituían el supuesto itinerario que había recorrido el carro del carnicero.

Me concentré en la calle que corría al sur del río, bordeando el extremo oriental del gueto. Era la vía más corta para llegar desde los muelles de Johannes Plazt hasta Geistgasse, donde se encontraba la tienda de Federn (mejor dicho, donde se encontraba hasta esta misma tarde, hasta que la habían quemado). En el modelo, sin embargo, el establecimiento seguía intacto.

El carretero debía de habérselo pasado en grande maniobrando con semejante vehículo por una calle tan estrecha, pero si hubieran seguido recto habrían terminado en la mayor plaza pública de la ciudad. De modo que se tomaron la molestia de dar un rodeo y doblar a la altura de Stockhausgasse, la calle que conducía al cruce de la Plaza Haštal, desde donde las posibilidades de escapar se multiplicaban. No era probable, con todo, que hubieran retrocedido, ni que hubieran girado en dirección sur, hacia la Plaza Mayor, lo que reducía a dos las posibilidades: podían haberse dirigido hacia el norte, por la calle Kozí, o más al este, por Hastalgasse. Y luego, ¿qué?

Entonces, algo llamó mi atención. La maqueta de Langweil incluía una casa con una hilera de ventanas en la segunda planta que daba a un tramo clave de Geistgasse, precisamente el lugar donde habían dejado el cuerpo de la niña.

—¿Sabes quién ocupa estas habitaciones? —pregunté.

—Nadie me había preguntado algo así —respondió él, echándose hacia delante para ver mejor el edificio que le señalaba—. Lo que la gente quiere saber, siempre, es cuánto tiempo he tardado, qué material he usado para los arbustos, y esas cosas. ¿Para qué ibas a querer saber algo así? No pensarás que hay algún judío implicado en todo esto, ¿verdad?

—No, claro que no. Dios no lo quiera. Pero se me ha ocurrido que si había alguien en estas habitaciones tal vez viera algo raro, si estaba levantado a esas horas, claro.

—Pues, no sé, déjame que lo piense… —Emitió una especie de cloqueo que, no sé por qué, me resultó sumamente irritante en ese momento. Pero me dije a mí mismo que, si tenía paciencia, todo me sería revelado. Finalmente, prosiguió—. Ah, sí, las ventanas de la segunda planta dan a la calle cristiana, pero la entrada del edificio se encuentra en shammesgasse. Ahí es donde se reúne el grupo de estudio del rabino Aaron todas las mañanas, poco antes de que salga el sol.

Oy vey. Había cincuenta rabinos en la ciudad y había tenido que tocarme él.

—¿Lo ves? —dijo Izzy—. Ya tienes un aula entera llena de yesbiva bojers que tal vez hayan visto algo, si no prestaban mucha atención al rabino.

—No creo que éste se muestre demasiado benévolo con los despistados.

—Es posible que sigan ahí —siguió Langweil—. Por lo general, se quedan hasta muy tarde, quemando el aceite de las lámparas. Si te das prisa, tal vez des con ellos.

—Éste es tu día de suerte, amigo mío —intervino Izzy.

—Muy bien. Ya decía yo que si me quedaba en un mismo sitio el rato suficiente, la fortuna llamaría a mi puerta.

Shammesgasse apenas podía considerarse calle, ni siquiera en aquella zona del gueto. Se trataba, más bien, de un callejón sin salida. La lluvia caída esa mañana la había convertido en un lodazal encharcado, y era tan estrecha que dos hombres no habrían podido cruzarse sin rozar con los codos las paredes desconchadas. Las casas, decrépitas, se apoyaban las unas en las otras para ganar algo de estabilidad, como un grupo de mendigos viejos que volvieran sus rostros hacia las calles aledañas y dieran la humilde espalda a ese callejón.

El viento mecía un cartel de madera junto al edificio que buscábamos. Las letras, borrosas, resultaban apenas legibles.

Era un verso del Libro de Job con el que se ofrecía hospitalidad a los recién llegados: «Ningún forastero ha pasado la noche en la calle, mi puerta siempre ha estado abierta a los huéspedes.» Las palabras estaban escritas sólo en hebreo. Sí, tal vez el rabino Aaron fuera hospitalario con los desconocidos, pero no estaba loco. Así pues, más le valía a quien quisiera una cama donde pasar la noche saber leer el hebreo bíblico.

Supongo que aquella conversación mística con Langweil debió de calar hondo en mí, porque, cuando franqueaba el umbral, sentí un estremecimiento, como si saltara un abismo, y durante un brevísimo instante noté el vacío, del que los cabalistas hablan, entre la presencia del Ser absoluto de Dios y los instersticios de nuestra experiencia del mundo.

Me costaba respirar, pero conseguí llegar a la segunda planta sin alterar el equilibrio del universo. Aguardé junto a la puerta a que el corazón dejara de latirme con tanta fuerza, y mientras lo hacía agucé el oído. Debían de estar discutiendo sobre el tratado Niddah, porque decían que una novia que, tras cumplir con el deber marital, se da cuenta de la existencia de una mancha, puede ser declarada ritualmente limpia, puesto que la sangre no surge de «la fuente», un eufemismo para referirse al útero. Uno de los alumnos formuló una pregunta difícil de contestar sobre una mujer casada a la que todavía sangra «ese lugar» durante la relación.

El rabino Aaron respondió a la manera talmúdica clásica, es decir, haciendo otra pregunta:

—El rabino Simeón ben Gamaliel declaró que la sangre de una herida que brota de la fuente es impura. Mientras que el rabino Yehuda Ha-Nasi y nuestros Maestros declararon que esa sangre es pura. ¿Por qué surge la discrepancia?

Cualquier otro día yo habría asentido, mostrando mi acuerdo, pero en ese momento el elevado nivel de debate sobre aquel aspecto legal me resultaba casi ajeno. Debíamos pasar a la acción, y hacerlo deprisa, pues de lo contrario estaba casi convencido de que todos veríamos mucha sangre, y que nadie dispondría de tiempo para debatir si se trataba de sangre pura o impura.

Al rabino Aaron no le alegró precisamente nuestra interrupción, pero si algo había aprendido en mi antigua escuela era a fingir respeto por personas a las que no soportaba, de modo que le dediqué una reverencia y le deseé un gutn shabbes, al tiempo que hacía todo lo posible por evitar cualquier acusación de «trabajar» en un sabbat, confesando que había llegado hasta allí en busca de un conocimiento crucial que sólo él y sus pupilos podían proporcionarme.

¿Un problema intelectual que resolver? Nada podía interesarles más. Todos se pusieron en pie, abandonaron sus bancos y formaron un semicírculo a mí alrededor. Se interesaron por los detalles. Todos llevaban el mismo corte de pelo a cepillo: se habría dicho que formaban parte de una secta antinazarena, como si todos los aspirantes a ingresar en ella hubieran de cortarse el pelo muy corto para poder ingresar en aquel pequeño grupo de estudio.

Les dije que necesitaba saber si alguien había visto pasar la carreta del carnicero aquella mañana, justo antes de la salida del sol, en dirección hacia el sur desde la tienda de Federn, o si recordaban haber visto algo que se saliera de lo normal, por más insignificante que pudiera parecerles. Les recordé que el Ser Sagrado, Bendito, no creaba nada que fuera inútil (Tratado de shabbes), y que incluso una serpiente, un escorpión, una rana o una mosca podían servir para que se cumpliera Su misión (Breyshis Raboh).

Todos asintieron con vehemencia y me dijeron que ese día habían sido testigos de varios presagios, y me acribillaron con sus relatos: a uno de ellos le había picado un pie, o la palma de la mano; otro había visto hervir la leche de un cazo, que se había derramado sobre el fuego; a otro se le había roto el cordón de un zapato; otro había oído a una criada cantar antes del desayuno. Al parecer, en todos los casos, se trataba de señales nefastas.

Un alumno joven que se llamaba Bloch, de cabellos rubios, muy cortos, y ojos de un azul resplandeciente, me dijo muy serio que había oído tronar, y que cuando se oyen truenos los viernes, el Ángel de la Muerte recorre las calles del gueto en busca de víctimas.

A continuación, un muchacho muy flaco de orejas grandes y ojos hundidos, que decía llamarse Schmerz, aseguró haberlo visto venir todo, desde el enjambre de ratas manchadas de sangre hasta la multitud enfurecida que había prendido fuego a la tienda de Federn. Describió a los hombres de la carreta que habían estado a punto de atropellarme, diciendo de ellos que uno era fornido, con cuerpo de luchador, y que el carretero llevaba el rostro medio oculto tras un bigote y una barba. Me dijo que los había visto antes. Pero cuando le pedí que me revelara más detalles, adoptó aquella expresión de poseso que había visto otras veces en conversos nuevos y me explicó que aquellos hechos eran presagio de la división final entre el Pueblo Elegido y los goyim, y que Dios nos estaba castigando porque cada vez nos parecíamos más a los cristianos, y que todos los horrores que recaerían sobre nosotros eran necesarios, pues acelerarían la llegada del Mesías y pondrían fin, de una vez por todas, al Exilio Judío.

Y entonces me vino a la mente, surgiendo de los confines de mi conciencia como una brisa apestosa que se colara por una ventana, que esos devotos del mesianismo estaban dispuestos a todo, y que uno de aquellos fanáticos de mirada posesa habría sido perfectamente capaz de cometer aquel crimen con la esperanza de precipitar una crisis que, de algún modo, «purificara» a los judíos y acelerara su regreso a la Tierra de Israel. De modo que era posible que un judío fuera el culpable de lo sucedido.

Noté que el rabino Aaron me miraba con un atisbo de sonrisa dibujado en los labios, y me sentí tan perturbado por ideas tan peregrinas que sentí deseos de agarrar a Schmerz de los hombros y zarandearlo.

Había llegado en busca de respuestas que me ayudaran a hacer aflorar la verdad, pero había olvidado que, según otro de nuestros refranes, si Dios quiere castigar a un hombre, le concede la inteligencia.

Salí de allí tan deprisa como pude, con la cabeza llena de visiones del cielo desplomándose sobre nuestras cabezas.

Recorrí las calles que me separaban de la casa del rabino Loew, pues necesitaba su consejo. Metí los pies en todos los charcos, resbalaba en el empedrado, y durante el trayecto me dediqué a recitar la Sh'ma de la noche:

«Señor del Universo, perdono a cualquiera que me haya disgustado o se haya enfrentado a mí, o que haya pecado contra mí, ya haya sido contra mi cuerpo, mi propiedad, mi alma o contra cualquier cosa que sea mía; haya sido sin querer, queriendo, sin darse cuenta o a propósito; haya sido de palabra, de obra, de pensamiento o de ideas; haya sido en esta vida o en otra. Perdono a todos los judíos.»

Llegué mojado, cubierto de barro y exhausto, pronunciando aún las últimas palabras de la oración:

«Que Tú ilumines mis ojos, no vaya a morir mientras duermo.»