Capítulo 12

El vigilante nocturno bajó estrepitosamente la escalera, rascándose el pecho y maldiciendo en su dialecto judeoespañol por no poder dormir toda la noche de un tirón. Se detuvo al llegar al rellano y se apartó los tirabuzones oscuros que le cubrían los ojos.

—Ah, eres tú, rabino. ¿En qué puedo servirte?

—La tierra ha temblado, sacando de su sopor a la bestia del odio, Acosta —sentenció el rabino Loew—. Y mi shammes necesita tu ayuda.

—¿Qué clase de ayuda?

Anya había desaparecido. Yankev había insistido en acompañarla hasta la Puerta de Levante, donde los guardianes la habían reconocido como cristiana y, al momento, le habían abierto la portezuela, antes de cerrarla a cal y canto una vez más, con todos los cerrojos de hierro. De modo que ahora ella, mi único contacto con el mundo cristiano más allá de las murallas, ya no estaba, y nosotros, que habíamos regresado a casa del rabino Loew, teníamos que decidir cuál debía ser nuestro siguiente movimiento. Yankev estaba pálido y tenso, como si sopesara una decisión trascendental.

El susurro de la brisa se me metió por debajo de la capa y un escalofrío ascendió por mis calzones húmedos y recorrió toda mi piel.

Avrom Jayim, el shammes mayor, venía hacia nosotros arrastrando los pies, desde la cocina, seguido por una vaharada de apetitosos aromas, entre los que detecté los de una sopa de pollo y un estofado de ternera, mezclados con algo dulce. ¿Manzanas?

—En la tienda de Federn no hay ningún candado roto, y sospecho que tampoco lo hay en la casa de los Janek —dije—. De modo que, sea quien sea el que haya planeado este falso crimen ritual sabe cómo abrirlos.

—¿Y? —preguntó Yankev.

—Necesito ponerme en contacto con dos ladrones experimentados.

—¿Y esperas que nosotros te llevemos hasta esa gente del hampa?

—No, pero tal vez alguno de vosotros conozca a alguien que sí pueda hacerlo —insistí.

¿Qué diablos se le había metido en la cabeza a aquel estudiante de yeshiva?

El vigilante nocturno fue el único que se atrevió a darme una respuesta.

—Eso está hecho. Tienes que ir a ver a Izzy, el Cazarratas.

—¿Y dónde puedo encontrarlo?

—Le dan catre y techo en la shandhoyz.

—¿Y dónde está esa «casa de perdición»? —pregunté, repitiendo el término educado que el vigilante había usado para referirse al burdel.

Ninguno de los presentes me miraba a los ojos.

—Ya irás luego —dijo al fin Avrom Jayim—. Antes debemos ocuparnos de los servicios del minje, y después del Seder.

Me volví hacia mi nuevo señor.

—Rabino, debo seguir esta línea de investigación, por más que me conduzca hasta una shandhoyz

—Mi shammes, atiende antes a Dios —me interrumpió el rabino—. Él te proporcionará el resto.

—Pero…

Habló Acosta.

—Más despacio, recién llegado. ¿De verdad crees que las oysgelasene froyen no estarán ahí sólo porque es shabbes?

No respondí. ¿Qué iba a hacer? Cuando a Isserles el Pío lo pusieron en cuarentena a causa de la peste, ¿acaso se golpeó la cabeza contra las paredes y maldijo su sino? No. Se sentó y escribió el Seyfer ha-Jayim, el Libro de la Vida, convirtiendo así un desastre en una bendición.

—Ben-Akiva —dijo el rabino Loew, retirando la cortina que nos separaba del estudio—. Ven conmigo y discutamos esto con los demás.

—No hay tiempo para ello. Dejadme ir…

—No. La sabiduría debe compartirse para que tenga sentido.

«Vey iz mir —pensé—. ¿Cuánto tiempo va a durar esto?»

—Por supuesto, rabino, pero si quieres que resuelva esta crisis, debes permitirme que siga mis instintos.

—Tus instintos no te servirán de gran cosa a menos que esperes a que redacte ese contrato oficial que querías que escribiera.

—Ah, es cierto.

«¿Cómo puede habérseme olvidado?»

—Al parecer, tu asistente necesita otro asistente que le ayude a recordarlo todo —comentó Avrom Jayim.

—¿Lo ves? —añadió el rabino Loew—. Aprender cosas nuevas lleva tiempo, y eso no debe ser motivo de vergüenza. Incluso el gran Resh Lakish fue en otro tiempo gladiador en un circo de romanos. Y ahora, ven conmigo.

A mí no me apetecía lo más mínimo enfrentarme a un grupo de estudiosos que parecían dedicarse sólo a discutir sobre los aspectos más triviales, pero, obediente, seguí al rabino hasta el estudio.

El yerno de Loew y el jovencísimo Lipmann seguían inclinados, meciéndose al ritmo de las oraciones, entonándolas como si fueran una sola persona con dos cabezas. El tono agudo del muchacho se fundía con el del hombre, más grave, y reverberaba hasta el techo. El rabino Gans, sentado frente a ellos, redactaba su crónica con florida caligrafía yiddish.

El rabino Loew no interrumpió aquel momento místico. Se sentó a la cabecera de la mesa y me invitó a sentarme a su lado. Le tomó prestada una pluma al rabino Gans, extendió un pedazo de pergamino y me dictó las cláusulas de mis atribuciones en tanto que investigador personal del rabino Loew. Yo fui anotándolas, palabra por palabra, y entonces él agarró el documento, estampó en él con mano firme su nombre, Yehudah ben Betza-lel, y me lo devolvió.

Yo lo sujetaba con sumo cuidado, como temiendo que demasiado contacto con aquel documento legal fuera a profanarlo.

—Bien, y ahora empecemos por la cuestión más básica —dijo el rabino Loew—. ¿El acusado tenía algún enemigo?

—Seguro —respondí yo—. Cincuenta mil.

—Y luego se extrañan de que los judíos controlen hasta el último chelín —intervino el rabino Gans, levantando la vista de su escrito—. Los necesitamos todos para comprar a los goyim cada vez que sus arcas van algo escasas de plata.

—Lo cierto es que no existe un precedente claro en el Gemore que nos permita abordar esta clase de situación —observó el rabino Loew—. Y sin una metodología clara que seguir, tendremos que reunir miles de retazos de información, aunque al final sólo nos sirva una décima parte de todo lo averiguado.

—Sí, pero ¿qué décima parte? —preguntó el rabino Gans.

—Eso no lo sabremos hasta que lo hayamos recopilado todo —tercié yo.

El rabino Loew se enderezó en su asiento y pareció revestirse de la dignidad propia de un hombre que estaba a punto de transmitir un juicio de gran enjundia.

—Bien dicho, Ben-Akiva. Ésa ha sido una respuesta excelente.

Yo clavé la vista en la mesa.

—¿Qué te ocurre? ¿Te preocupa que te halague?

—No, pero preferiría que guardaras tus halagos para cuando haga algo realmente impresionante.

El rostro del rabino era impenetrable. Pero entonces, tras el bigote canoso, apareció una sonrisa cómplice y me dijo:

—Si dejara que te guiaras por tu instinto, ¿qué sería lo primero que harías?

—Iría a casa de Federn y…

—Pero si ya hemos estado en ella.

—Sí, y hemos hablado con quien no debíamos. Me gustaría preguntarle a Julie Federn si sabe algo sobre cómo se abrieron los cerrojos de la casa de su padre. Con frecuencia los niños ven cosas que pasan desapercibidas a los adultos.

El rabino Loew se acarició la barba, sopesando la sensatez de mi sugerencia. Yo proseguí.

—Ella no es exactamente una niña, pero serviría de punto de partida. Tal vez sepa algo crucial para el asunto que nos ocupa sin ser, ella misma, consciente de ello.

—En ese caso ve a verla de inmediato.

Descorrí la cortina y pasé junto a Avrom Jayim, que al verme me llamó.

—¿Adónde te crees que vas? Llegarás tarde a la minje, y ya te has perdido las shajres.

—No te preocupes, regresaré a tiempo. Pero antes debo ir a hablar con un par de mujeres.

—¿A qué te refieres con eso de «un par de mujeres»? Será mejor que te andes con tiento, don Benyamin de Slonim, porque vas de puntillas, ¿me oyes bien? Todavía no eres un miembro con pleno derecho en la hermandad. Ese honor hay que ganárselo, amigo mío.

—Gracias, haré correr la voz.

—Regresa en media hora.

—Estaré a tu servicio —dije, aunque no era mi intención regresar tan pronto.

«¿Qué hermandad?», me pregunté mientras salía a la calle.

El agua de la lluvia se colaba entre los adoquines recién colocados. La calle se veía menos concurrida que antes, y nadie me miraba a los ojos mientras avanzaba por Breitgasse con aquellas prisas propias de los habitantes de las ciudades, ni se fijó en mí cuando doblé bruscamente al llegar a la calle Meisel. Los criados de las familias ricas estaban demasiado ocupados empaquetando comida y ropa para los pobres, y no me prestaron atención cuando me desvié un poco y me dediqué a observarlos, antes de acudir a interrogar a Julie Federn.

Pasé por la casa de los Rozansky, en la Calle Estrecha cerca la Calle de los Tres Pozos, que abastecían de agua a los ricos, y cuando pregunté me dijeron que Reyzl todavía se encontraba en la tienda. No estaba bien que trabajara hasta tan tarde la víspera de la Pesach, dado que no pertenecía a una de las profesiones a cuyos empleados se les permitía hacerlo más allá del mediodía, pero Reyzl nunca desaprovechaba la ocasión de ganar unos táleros extras. Lo llevaba en la sangre.

Volví a la calle Zigeuner y sentí que el apetito mermaba mi agilidad mental. Aquél era un mal día para ayunar. Me habría hecho falta toda mi energía para pasar por lo que todavía me quedaba por hacer.

La imprenta de Rozansky se encontraba en la esquina, casi pegada a la Puerta de Levante, pero los canteros habían dejado ya de trabajar y dejado montones de adoquines en medio de la calle. Aunque llevábamos cuatro años casados, sentí que se me encogía el corazón, como si yo fuera el novio el día en que va a celebrarse un matrimonio concertado.

Sujeté la puerta para ceder el paso a dos hombres que iban a entregar unas resmas de papel apaisado, y entré tras ellos. Un aprendiz pasó a toda velocidad cargando con una bandeja de tipos sin usar, al tiempo que el amo y sus ayudantes hacían girar la tinta pegajosa sobre las cajas terminadas y extraían las páginas de la imprenta con tal rapidez que parecía que las letras estuvieran a punto de emprender vuelo. Reyzl estaba de pie ante una mesa de superficie muy inclinada, colocando los tipos como si lo hubiera hecho toda la vida, como si hubiera nacido para ello. Yo me empapé de su visión, de la visión de aquella mujer industriosa que tenía los dedos cubiertos de tinta, y parte de los brazos también, y una mancha pequeña junto al ojo, porque debía de haber intentado apartarse un mechón de pelo suelto que el sudor le había pegado a la frente. Me fijé en sus manos finas que volaban desde el recipiente de arriba hasta la caja, y que componían las últimas líneas de la página final del texto. Lo hacía al revés, y de derecha a izquierda.

«Compuesto y terminado por la impresora Reyzl, hija de Zalman, de la familia Rozansky de Praga.»

—Un tipo de letra muy bonito —dije.

—Ya puede serlo —comentó ella sin alzar la vista—. La diseñó Jacob Bak en persona antes de partir hacia Venecia.

Pasé como pude por detrás de ella y me fijé en el texto manuscrito sobre el que trabajaba.

—¿Qué es? —pregunté.

—Un libro de buenas costumbres para mujeres… y para hombres a los que más les valdría serlo —añadió, mirándome por fin.

En sus ojos no había fuego, ni un destello de amor o de odio. Era la mirada que podría haber dedicado a cualquier buhonero que vendiera peines de despiojar usados.

Pronuncié lo que quedaba del discurso que llevaba preparado.

—Sí, ya sé que te he decepcionado…

—No te subestimes —me interrumpió ella—. Has decepcionado a toda mi familia.

—A tu padre siempre le caí bien.

—Sí, claro. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Miré las letras ordenadas al revés en la caja de tipos.

—¿Y cómo termina esta historia?

—Esta historia terminó hace mucho tiempo, Benyamin.

La voz de mi suegro se abrió paso entre el ruido.

—¡Reyzl! ¡Se nos han terminado las tsadeks! Sé buena y…

Pero entonces me vio y se interrumpió. Zalman Rozansky era bajo y fornido, y tenía una barba hirsuta, negra como la de un gitano.

—Ah, eres tú. ¿Te está molestando, Reyzele?

—No, no pasa nada, tateleh. Estoy bien.

—Hay otras sesenta y ocho imprentas en Praga —dijo mi suegro, dirigiéndose a mí—. Ve a molestar a otra parte y no hagas perder el tiempo a mi hija.

—No le hago perder el tiempo…

—Como ya he dicho, nos hemos quedado sin tsadeks, y Katz y Loeb están sentados sobre bandejas llenas de ellos.

—Y tú quieres que yo me acerque hasta allí y se las pida prestadas —intervino Reyzl.

—Y coge también algunas reyshes, si puedes. —Se volvió hacia mí—. No sabes lo difícil que es conseguir material para imprimir en hebreo si no cuentas con el privilegium real. ¿Y a que no adivinas quién posee el único? Solomon Kohen.

Entre los años 1580 y 1590, uno de los hermanos Kohen había mostrado un interés manifiesto por la joven Reyzl Rosansky. La indirecta era clara.

—Ya estamos incumpliendo el horario legal de trabajo, señor pueblerino, y no quiero que la entretengas más, ni que la sigas por la calle. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Muy bien.

Rozansky regresó a su sitio y siguió revisando las últimas pruebas, mascullando algo sobre el inútil de su yerno, hasta que sus palabras se perdieron entre el repicar de las piezas que componían la inmensa imprenta.

—De modo que al fin has dado conmigo —dijo ella, quitándose el delantal y arrojándolo a un estante.

—Dar contigo ha sido la parte fácil.

—Y entonces, ¿por qué no lo dejaste todo y te viniste conmigo?

—No podía abandonar todas nuestras obligaciones así, sin más. Debía rellenar los impresos, cerrar las cuentas, esperar hasta que encontraran a un sustituto en la jeyder.

—¿Y eso te ha llevado dos meses?

—En los pueblos pequeños solucionar las cosas lleva su tiempo.

—Eso no hace falta que lo digas —replicó ella, desperezándose y arqueando la espalda hasta que se oyó un chasquido.

Recordé los masajes que le daba en el cuello y en los hombros cuando llegaba a casa tras un día entero atendiendo a los clientes. Siempre le había gustado.

—Tenías una de las tiendas de tejidos más grandes de Slonim.

—Algo tenía que hacer. Si no, en un lugar tan pequeño, habría enloquecido de aburrimiento. No sé si lo sabes, pero hay cementerios en Praga más animados que el mercado central de Slonim.

—Podríamos mudarnos a alguna otra parte de Polonia.

—¿Y cómo nos ganaríamos la vida? ¿Recaudando impuestos para los grandes terratenientes? Es un trabajo muy valorado por los demás, sí.

—Es un centro de la enseñanza judía, y en las ciudades grandes la actividad comercial es importante.

—¿Ciudades grandes? ¿Qué ciudades grandes?

—Cracovia, Lvov, Poznan…

—Y todas ellas llenas de personas que odian a los judíos.

—En Alemania es peor.

—¿Seguro? Observa un poco a tu alrededor. Rodolfo es el mejor rey que hemos tenido en siglos. La última expulsión fue hace treinta y cinco años.

La seguí hasta el fregadero, donde se frotó las manos con un jabón áspero, escamoso.

—Tú no tienes ni idea de a lo que renuncié por ti —me reprochó—. Y nunca te has mostrado dispuesto a hacer lo mismo por mí.

—¿Cómo puedes decir eso, si dejé mi puesto para venir hasta aquí contigo?

—Pues ya puedes volver a solicitarlo.

—No, no puedo. Ahora trabajo para el rabino Loew. Me ha contratado para que investigue una conspiración contra la comunidad judía… —continué, mientras rebuscaba en la capa y le mostraba mi nuevo contrato, que ella se negó a ver y apartó de un manotazo.

—Casarme con un forastero me costó perder todos mis derechos de ciudadanía en Praga —le recriminó, mirándose las manos húmedas, de las que la tinta se había desvaído algo. Volvió a frotarse con más jabón—. Y quiero recuperarlos.

—Todavía estamos a tiempo de empezar de nuevo. Todavía somos jóvenes.

—No, no lo somos.

—Está bien, tal vez yo no lo sea. Pero tú sí —insistí.

La tensión, como un puño, me oprimía los ojos, y debía medir muy bien mis palabras.

Ella seguía lavándose las manos; finalmente me reprochó:

—Podrías haber obtenido un puesto de rabino en Kolín, o Roudnice, crearte una reputación y venir a Praga como miembro respetado del Ayuntamiento, pero optaste por ser shrayber en aquel shtetl alejado del mundo sólo porque eras una de las tres personas a cincuenta millas a la redonda que sabía leer y escribir.

—Cuando el rabino Lindermeyer me dejó sin carta de recomendación, tuve suerte al conseguir el puesto de ayudante del Slonimer Rebbe.

—Menuda suerte, sí. Exiliado en un lugar en el que los escupitajos se congelan antes de llegar al suelo.

La saliva no era lo único que se congelaba en aquel lugar, pero a mí el frío no me preocupaba demasiado. Al menos se trataba de algo predecible. Y había algo en aquel manto de nieve que cubría vastas extensiones de tierra que me transmitía una gran sensación de paz. Reyzl se examinó las manos. Todavía se distinguían restos de tinta en los surcos de las palmas, y bajo las uñas. Decidió seguir frotándoselas.

Dicen que incluso nuestros peores enemigos tienen algo de la chispa divina, pero resulta mucho más fácil descubrirla en una mujer joven y bonita.

—Me encantaría —dije— que nuestros espíritus pudieran elevarse por encima de todo esto, que alcanzaran los lugares de los milagros de Dios y que se mezclaran con todas las demás almas de la creación.

—Eso es porque has estudiado con ese rabino místico que cree que reorganizando los números se pueden desvelar los secretos del universo. Pues bueno, yo organizo números todos los días, se llama contabilidad de doble entrada, y a mí no me han desvelado más secretos que éste: que si gastas más de lo que ganas, te mueres de hambre.

—Nadie se muere de hambre en nuestra comunidad.

—Ah, claro, lo olvidaba. En el asilo siempre nos darán un cuenco de gachas aguadas.

En la calle se oían gritos, aunque yo, en realidad, no les prestaba atención.

—¿Cuánto tiempo tenemos por delante? —le pregunté—. ¿Con cuántos años contamos para estar juntos? ¿No podríamos, por fin, encontrar la felicidad en el breve lapso de tiempo que pasaremos aquí?

—Eso es precisamente lo que intento hacer.

—Quiero decir los dos juntos. —En la calle, los adoquines seguían apilados bajo la ventana, impasibles a mis súplicas—. Todo lo que nos rodea va y viene con las estaciones, pero tu amor es un puente que conduce al otro mundo. Unirme a ti es como probar un pedacito de cielo…

—No hables de esas cosas aquí —cortó ella, apartándose y mirándose la cara en un espejo roto, colgado de la pared.

Humedeció un andrajo con jabón y se limpió la mancha que tenía junto al ojo.

—El rabino Horowitz asegura que no hay santidad comparable a la unión del hombre con su esposa.

—Excepto cuando el vientre de la mujer no es lo bastante fuerte para parir hijos sanos. Eso lo cambia todo. En ese caso los rabinos dicen que un hombre sin hijos es como un muerto, lo que significa que no tener hijos es prácticamente un crimen. Así que ahí tienes una razón para divorciarte de mí.

Me quedé sin respiración durante un instante. La verdad, había usado el término yiddish para referirse al divorcio —get—, una palabra tan corta, tan lacerante que era como un puñetazo en la boca del estómago, y tuve que esforzarme mucho para no morder su anzuelo. Debía mantener la lógica en relación con todo aquello, de modo que le dije:

—Hay que esperar seis años para que el caso se vea en el tribunal de justicia.

—Está bien, entonces haz que me declaren rebelde por negarme a mantener relaciones sexuales con mi esposo. Puedes incluso descontar el dinero del ksubeh.

—Yo no quiero deducir el dinero del ksibeb, yo te quiero a ti.

—Entonces les diré que no me cuidas, que me eres infiel y que me pegas.

—No harías eso.

—Lo haré si es la única vía que me dejas para que pueda volver a casarme.

La gente pasaba por delante del comercio con el pánico dibujado en los ojos.

—Reyzl —añadí. Aquello me resultaba tan difícil como debía haberlo sido la separación de las aguas del mar Rojo—. Nuestro matrimonio estaba escrito en el cielo. Cuarenta días antes de ser concebidos en el vientre de nuestras madres, una voz celestial decretó: «La hija de Zalman Rozansky se casará con el hijo de Akiva ben Areleh.»

—Tal vez cometieran un error. Algún funcionario celestial… se equivocó. Estoy segura de que esas cosas suceden.

—Pero… yo no tendré ningún hijo que diga la kaddish por mí cuando yo muera.

Ella arrojó el trapo junto al fregadero.

—Pues llama a un shammes para que lo haga. Mejor aún: llama a dos. Salen bastante baratos.

Tras desgarrar mi conciencia, sus palabras se abrieron paso hasta lo más hondo de mi alma. Sentí una especie de sopor, como el que causan esas heridas de arma blanca que sólo duelen una vez que la hoja ha sido retirada.

Y entonces Acosta entró a toda prisa en la tienda y me llamó a gritos.

—¡Ah, aquí estás! ¡Los cristianos están destrozando la tienda de Federn!

Me vi obligado a dejarlo todo y a seguir al vigilante nocturno hasta la calle, donde me vi arrastrado por la muchedumbre que se dirigía hacia la Puerta de Levante, ante la que una turba de soldados sin control forcejeaban con Freyde y Julie y las sacaban por la fuerza de su comercio.

—¡Soltadnos! —oía que gritaban las mujeres—. ¡Dejadnos en paz, eyrev-rav! Estúpidos, idiotas. ¡Qué tengáis un año negro!

Entonces, uno de los Reiters acercó una antorcha encendida a la tienda y en ese momento supe que, de no haberme detenido a visitar a mi mujer, yo me habría encontrado en aquel establecimiento en ese preciso instante, y las cosas no habrían llegado tan lejos. Y permanecí allí, viendo cómo mis planes de futuro inmediato se desvanecían con el humo.