Capítulo 25

A Anya el corazón el latía con fuerza, y sentía los dedos extrañamente entumecidos, lo que la obligaba a concentrarse mientras introducía los pedazos de cerdo crudo en la trituradora de carne.

Su madre era la encargada de recogerla, ya picada, en una fuente metálica, desde donde la añadía al contenido de un gran cuenco de madera.

Anya colocó la última porción sobre la tabla y la cortó en trozos más pequeños. Notó que una gota de sudor frío recorría su espalda.

Cuando toda la carne estuvo picada, la joven empezó a moler las semillas de hinojo y las demás especias, mientras su madre lavaba las verduras.

Jirzhina le dijo que el olor de las especias siempre le recordaba al día en que Anya, que era pequeña y se había quedado al cuidado de su padre, se comió un tarro entero de pimientos picantes.

—Ya lo sé, mamá, ya me lo has contado —le dijo Anya.

Y dejó que la tarea de cortar las verduras cubriera sus músculos cansados como una manta desgastada, una rutina cómoda que significaba que, no sabía bien cómo, la vida continuaba, y todo seguía siendo posible.

—Cuando tenías cinco meses te metíamos en una caja de verduras y te teníamos aquí, debajo del mostrador —prosiguió Jirzhina, suspirando, como hacía siempre que hablaba de los días que no habían de volver—. Y en cuanto aprendiste a caminar, te las ingeniaste para abrir el cajón del dinero, y lo cogiste y lo echaste todo a la calle.

—Supongo que los mendigos debieron de alegrarse mucho ese día —dijo Anya.

—No sólo ese día. Para ti era como si las monedas no pertenecieran a la tienda.

Mezclaron todos los ingredientes en el cuenco hasta que las manos les quedaron cubiertas de glóbulos de grasa de cerdo solidificados, y entonces rellenaron los intestinos con las generosas porciones de carne picada que otorgaban a las salchichas de Cervenka una fama que se extendía por el barrio, pues se consideraban símbolo de la abundancia divina, un modo perfecto de celebrar la resurrección de Dios el día de Pascua.

Anya y su madre cargaron con las bandejas de salchichas recién hechas y las llevaron a la tienda, donde Benesh charlaba con un par de hombres que llevaban los pantalones manchados de barro. Uno de ellos le dedicó una sonrisa. Tenía un diente mellado, y observó las salchichas como hacían los vagabundos miserables, con la mirada algo perdida.

—Menudo espectáculo que has dado con ese cerdo —dijo, y de pronto se le ocurrió la brillante idea de recordar a todos la vez en que unos carniceros condujeron a una manada de cochinos desde los muelles hasta el Barrio Judío, pasando por todas sus calles.

Qué divertido había sido aquello. Los hombres se rieron a carcajadas, y por lo que se veía esperaban que Anya hiciera lo mismo, pero ella se limitó a sonreír tímidamente.

—No le hagáis caso —aclaró Jirzhina—. Sufre de mal de amores.

Las exclamaciones de asombro y complicidad se sucedieron, previsibles, tan previsibles como la noche que sucede al día, y como la desgracia que llega tras la alegría.

—Tengo que irme, mamá —dijo Anya, regresando a la trastienda para quitarse la grasa de las manos.

Metió más de una docena de salchichas en un saco de arpillera para llevarlas como regalos o, mejor dicho, como sobornos, y algunas cosas que pensó que tal vez le hicieran falta.

—¿Vas a encontrarte con Janoshik para ver los desfiles de la plaza de la Ciudad Vieja? —preguntó Jirzhina.

—Eh…, sí.

A Anya no le gustaba tener que mentir a su madre. Aunque era cierto que en algún momento se dirigiría a la Plaza de la Ciudad Vieja, y si el desfile pasaba por allí coincidiendo con su llegada, sin duda lo vería. De modo que se trataba sólo de una mentira a medias. De todos modos, antes debía hacer varios altos en el camino.

—Me ha parecido que te tenía preparado algo especial —aventuró Jirzhina.

Pero Anya ya iba camino de la puerta.

Los dos hombres la vieron partir, mientras Benesh les comentaba:

—Podéis decir lo que queráis de los judíos, pero a mí nunca me han robado nada.

El hombre del diente mellado convirtió el comentario en un chiste sobre los poderes mágicos de las salchichas de Cervenka para mantener a raya a los judíos, y bromeó diciendo que podía hacerse rico vendiéndolas como amuletos.

«Para estos hombres todo es un chiste», pensó Anya. Ellos podían darse el lujo de bromear. Ellos no sabían qué era tener que vivir como ratas en una casa llena de gatos, con temor a que les dieran caza en cualquier momento. Eso era lo que sentía ella desde que le había entregado la nota al shammes judío delante de todos aquellos testigos. Sabía que debía de tratarse de algo importante, por el modo en que Marie Janek le había entregado la nota, furtivamente, sin que su marido lo supiera, diciéndole que Janek la conservaba «por si acaso». Ella esperaba que los judíos supieran aclararle su significado.

El primer lugar al que se dirigía estaba ahí mismo, en la puerta de al lado.

Los Kromy estaban discutiendo, como de costumbre.

Ivana Kromy era una mujer corpulenta que por lo general daba tanto como recibía de su esposo, un hombre de pocas luces. Pero sólo lo que los alemanes llamaban Haus-drache, una «dragona de casa», habría podido imponerse a él en todo momento.

Kromy insistía en que era la voluntad de Dios que el esposo fuera la cabeza de la esposa, y que el primer deber de ésta era la obediencia.

Ivana le respondió arrojándole un cucharón, que él esquivó, antes de propinarle tal puñetazo que hizo que se le saltaran las lágrimas. Su rostro, muy pálido, parecía una bola de masa húmeda, y unas venas diminutas, rojizas, eran la única nota de color en las arrugas que se le formaban alrededor de las mejillas y la nariz. Hanuš, su hijo de seis años, apareció entonces y saltó sobre su padre con los puños cerrados. Pero Kromy apartó al pequeño y agarró un vergajo que colgaba en la pared. El niño, asustado, retrocedió y, al hacerlo, volcó un saco de nabos, con lo que sólo consiguió enfurecer más a su padre, que le dijo que era una basura inmunda e inútil, y que nunca sería nada en la vida, lo mismo que su otro hermano.

Vertió en una jarra la última cerveza que quedaba en el cubo y se la bebió de un solo trago. Entonces, cuando se secó la boca con la manga, se percató de la presencia de Anya, que esperaba junto a la puerta.

—¿Y tú qué quieres? —preguntó.

Anya había acudido con la esperanza de encontrar a Ivana sola, porque se suponía que, a esa hora, Kromy debía estar de servicio. Su intención había sido hacer como que pasaba por ahí y entraba para ponerse al día de los últimos chismes, para averiguar lo que sabía la mujer de un guardia sobre la relación entre Janek y Federn, pero la presencia de Kromy lo cambiaba todo.

—He traído unas klobása para celebrar la Pascua —respondió, metiendo la mano en el saco y alargando la media docena de gruesas salchichas a modo de ofrenda de paz.

—Pues dámelas —dijo Kromy, arrebatándoselas. Las inspeccionó con gran detalle, sonrió, satisfecho, y le ordenó a Ivana que las friera para cenar—. Cuando vuelva estaré hambriento, ha surgido no sé qué problema en la Puerta Sur del Židovské Mĕsto.

—¿Qué problema? —se interesó Anya.

—¿Es que no te has enterado? —le preguntó Kromy sonriendo, como si disfrutara al ver la angustia de la muchacha—. Han detenido a unos cuantos judíos más por la muerte de esa chica.

—Pero si yo creía que ya tenían arrestado a ese tendero…

—Sabes tan bien como yo que cuando un judío es culpable de algo, nunca lo es en solitario —sentenció el guardia, que la miraba como acababa de mirar las salchichas—. De modo que debemos acercarnos hasta allí a mantener la paz —añadió, dirigiéndose a la puerta—. Lo que siempre acaba significando que debemos proteger a esos malditos judíos. Pero una orden es una orden.

Se puso muy tieso y salió con parsimonia, aunque sin dar el portazo de costumbre.

Anya lo vio salir e intentó dedicarle algún buen pensamiento cristiano, porque sabía que eso era lo que se suponía que debía hacer. Sólo Dios estaba en posición de juzgar las almas de los hombres, e incluso un ser humano repugnante, sin una sola virtud aparente que lo redimiera, tenía el mismo derecho a vivir que ella. Pero en lo más hondo de su ser también sabía que nadie estaría a salvo de aquellos brutos insensibles hasta que los expulsaran a todos, o los enterraran a seis pies bajo tierra.

Cuando Anya se volvió, el pequeño Hanuš, con una tea en la mano, intentaba prender fuego al asiento de paja de una silla.

Intentó impedírselo.

—¡No, Hanuš, no…!

Pero antes de que pudiera intervenir, Ivana se le acercó y le arrebató la rama encendida de las manos, dio un paso atrás y le plantó un bofetón en la cara, con todas sus fuerzas.

Así eran las cosas con todas las Ivana y los Josef Kromy del mundo. Anya lo aceptaba. Lo que le preocupaba era que lo transmitieran de generación en generación.

Transformó aquel pensamiento en una estrategia útil, y le preguntó a Ivana por sus otros hijos. Ella se secó los ojos llorosos con un pañuelo y le dijo que llevaba bastante tiempo sin ver al mayor, Tomás, porque lo único que hacía era trabajar en los muelles todo el día y pasarse las noches bebiendo, y no aparecía mucho por casa.

Anya le dijo que debía de ser algo difícil de aceptar; además de que, seguramente, trabajando donde trabajaba, Tomás vería bastante inmundicia y corrupción. Ivana la interrumpió al momento para ponerla al día de las últimas noticias, según las cuales una sociedad secreta de mercaderes judíos había inventado una manera de saltarse la ley que les prohibía vender ropa nueva a los cristianos: consistía en realizar un corte diminuto en una pieza por estrenar, lo que les obligaba a venderla como «usada». Después de realizada la transacción, en presencia del cliente, cosían el corte, tarea que les llevaba menos de dos minutos. También le dijo que habría dado lo que fuera por ver la cara de los hombres cuando los pillaron con las manos en la masa.

Llegados a aquel punto de la conversación, Anya se enteró con pelos y señales, por más que hubiera preferido no saberlo, de una gran variedad de tramas judías para aniquilar a los cristianos de una vez por todas. ¿Sabía Anya que un grupo de alquimistas judíos llevaba tiempo acumulando material con vistas a envenenar el aire con humo tóxico? Ivana no sabía explicarle exactamente el procedimiento por el que la nube de humo actuaría sólo sobre los hogares cristianos, pero no le cabía duda de que los judíos eran lo bastante listos para llevar a cabo su plan. Anya intentó conducir la conversación hacia la asociación de Janek y Jacob Federn, pero lo único que logró fue otra perorata indignada de su interlocutora.

—¿Cómo puedes trabajar para esos judíos? —le preguntó—. No son como nosotros.

—La verdad es que nos parecemos mucho —replicó Anya.

—Salvo que ellos practican la brujería con sangre de cristianos.

—Eso no es cierto.

—¿Y qué usan entonces? ¿Sangre de animales?

Un aullido rasgó el aire. El niño pequeño estaba tirándole de la cola al gato, y mientras se la retorcía el animal, atormentado, intentaba buscar refugio bajo la mesa. Ivana no levantó un dedo para detener los incesantes maullidos.

Anya abandonó a toda prisa el hogar de los Kromy, atrayendo a su paso, más que otras veces, las miradas de muchas personas apostadas en escaparates y puertas. Sentía que le clavaban los ojos en la espalda cuando caminaba calle abajo, y su escrutinio le recordaba que algunos libros de leyes seguían castigando con la muerte en la hoguera el crimen de sexo entre cristianos y judíos.

Visitó entonces las casas de algunas otras esposas de guardias municipales, y de sus relatos dispares sobre los vínculos ilícitos entre Janek y Jacob Federn logró componer una relación de hechos que era más o menos así: además de sus acusaciones mutuas, habituales, de que el otro le debía dinero, Janek había intentado en una ocasión seducir a Julie, la hija del judío, cuando ésta tenía sólo once o doce años, pero ella lo había rechazado y se lo había contado a su padre, que amenazó con poner en evidencia a Janek si no los compensaba convenientemente por el daño causado. Se decía que Federn había guardado silencio a cambio de un porcentaje en el lucrativo comercio de Janek, que importaba hierbas y especias. Aquello era ilegal, puesto que Federn no era un burgués cristiano.

Y así, sin salchichas en el saco de arpillera, Anya se dirigió a la Plaza de la Ciudad Vieja.

Algunos soldados, que se aburrían en las inmediaciones de la Plaza Haštal, intentaron entretenerse un rato a su costa, pero Anya les dijo que la dejaran en paz si no querían que les demostrara lo diestra que era con el cuchillo de carnicero, y pasó de largo. Ellos ahogaron unas risas y elogiaron su brío. Dos de ellos le mostraron sus respetos quitándose los sombreros emplumados y dedicándole una reverencia, como si se tratara de una dama distinguida.

Anya siguió avanzando, poniendo más distancia entre ella y los ojos vigilantes de los vecinos honrados, hasta que, cuando había recorrido ya media calle, una mano surgió del quicio de una puerta y la agarró de un hombro.

A Anya le dio un vuelco el corazón y empezó a imaginar hasta dónde podría correr antes de que la pillaran y la arrastraran del pelo, al tiempo que esperaba que una voz masculina y autoritaria le dijera: «Tienes que acompañarme, Fraulein.»

Pero no. Lo que oyó fue una voz delicada, femenina, que le imploraba.

Bitte seh! Debo conseguir un Liebestrank de los judíos. ¿Puedes darme tú uno? Anya se volvió.

—¿Un qué?

Erika, la doncella de cocina déjanos Kopecky, estaba medio agazapada junto a la puerta, como si temiera que la vieran hablando con ella.

—Una poción de amor. Todo el mundo sabe que los judíos cuentan con toda clase de recetas para elaborar pociones amorosas.

—¿Y yo qué soy? ¿Una experta en todo lo judío? —inquirió Anya.

—Bueno, ¿tú no eres…?

—En este momento no tengo tiempo para esto —zanjó Anya, volviéndose de nuevo.

La muchacha parecía devastada.

—Mira, es muy sencillo. Lo único que tienes que hacer es escribir el nombre de tu amado en un papel y acercarlo a la llama de una vela hasta que empiece a arder. La persona cuyo nombre hayas escrito arderá de insaciable deseo por ti.

La joven se estremeció, entusiasmada, pero al momento el gesto de preocupación regresó a su rostro.

—¿Cómo consigo yo a alguien que escriba su nombre?

Anya miró a ambos lados de la calle antes de entrar en el vestíbulo. Una vez allí extrajo un lápiz corto y grueso, y un pedazo de papel, y permaneció allí, con aquel maravilloso artilugio levantado, a la espera de instrucciones.

—¿Y bien? ¿Cómo se llama?

—Janoš.

Anya se detuvo justo antes de dibujar el primer trazo de la jota. Se trataba de un nombre bastante común, pero aun así pensó que tal vez debiera preguntarle a la muchacha si estaba segura de querer seguir con todo aquello. Era evidente que necesitaba desesperadamente sincerarse con alguien.

Pero Anya tenía muchas otras cosas en la cabeza, por lo que escribió el nombre con esmero, letra por letra, dobló el papel dos veces y se lo entregó.

La joven se alejó como damisela de un libro de caballerías que fuera a reunirse en secreto con su amado galán.

Finalmente, Anya entró en la Plaza de la Ciudad Vieja y se mezcló con la multitud allí congregada, ocultándose bajo las telas largas y de colores vivos que colgaban de las ramas que daban forma al viento y pintaban el aire con llamaradas de amarillos y naranjas. La iglesia de Nuestra Señora del Týn se alzaba impasible, sus agujas negras, severas, se destacaban como filos en el cielo anodino. Los mercaderes decoraban sus tenderetes con huevos de Pascua de colores, y las carrozas festivas del desfile avanzaban entre la multitud como buques que surcaran un mar de rostros levantados.

Pero Anya no se dejaba distraer por el color y el alboroto, y no miraba ni a izquierda ni a derecha mientras avanzaba entre las oleadas de personas hasta el lugar en el que, ese mismo día, más temprano, una de las mujeres expuestas en la picota había gritado algo que se parecía vagamente a su nombre. Había sido apenas un rumor amortiguado, y aunque no estaba segura, no podía seguir viviendo con la duda: debía averiguarlo.

Lo supo apenas sus ojos se encontraron. A pesar de la máscara, reconoció las pupilas castañas y verdosas, por más que la fatiga las hubiera enrojecido. La mujer que había pronunciado su nombre era Kassy, la sabia, que había sido arrestada por las autoridades municipales. La enmascarada se acercó a Anya todo lo que le permitían los grilletes, y se arrodilló ante ella, que se situó frente al estrado. Apenas comprendía lo que le decía Kassy, pues le habían colocado una especie de brida en la boca, pero logró anotar en un papel lo esencial antes de que los guardias municipales se interpusieran entre ellas y obligaran a retroceder a la detenida golpeándola con el mango de una lanza.

Anya se alejó antes de que se les ocurriera interrogarla y volvió a confundirse con la multitud. Llevaba el papel en el puño cerrado, que no separaba del pecho. Cuando se hallaba a una distancia prudencial leyó la nota y cayó en la cuenta de que Kassy había descubierto el secreto de aquellas extrañas hierbas, y que debía hacer llegar el mensaje a los judíos de inmediato. Con todo, antes debía ocuparse de otra cosa.

El confesionario más cercano se encontraba en la iglesia del Espíritu Santo.

Había empezado a subir la escalinata que conducía al templo cuando el mendigo le dijo:

—Ahora vas a confesarte, ¿verdad?

Ella se detuvo y le dedicó una mirada de reprobación, pues muchos de los mendigos eran charlatanes avezados en el arte de pintarse cicatrices y fingir dolencias. Pero en su caso era evidente que le faltaba parte de una pierna, y su mano extendida, arrugada, parecía haber sobrevivido a ochenta inviernos, si no más.

—¿Cómo lo sab…?

—Es media tarde, es la última misa antes de la Pascua, y tú eres una joven bonita que va con prisas —respondió el mendigo—. Eso siempre significa confesión.

—¿Y qué si es así?

—Tal vez nada. Pero yo que tú me cuidaría de lo que digo a esos cabrones.

A Anya le escandalizaron las palabras del pordiosero. Pero entonces se fijó en la marca indeleble, medio oculta bajo la manga raída del brazo derecho, en la palabra escrita en letras rojas, descoloridas ya: «Fryheit.»

El término alemán para «libertad».

Eso significaba que debía de haber sido un veterano de la gran revuelta, cuando miles de campesinos armados se alzaron contra los nobles y pagaron por ello con su sangre.

A Anya no se le ocurrió qué responderle, de modo que se metió la mano en el bolsillo del delantal y echó en la taza que sostenía una moneda que cayó con un tintineo sordo, triste.

El interior de la iglesia, frío y oscuro, estaba impregnado del olor antiguo de la santidad, que la rodeó como un amante e inundó todo su ser. El perfume tranquilizador del incienso la envolvía, pedazos amarillos que se entregaban a las llamas y, al hacerlo, liberaban un humo que se elevaba hacia el cielo desde los incensarios oscilantes, e iniciaba así su lenta transformación en ceniza.

El sacerdote entonaba su letanía incesante, en voz baja, pero ella apenas era capaz de seguir lo que decía. Había fijado los ojos en la entrada estrecha del confesionario, mientras las frases del cura, pronunciadas en latín, desfilaban como danzantes incorpóreos en un raro carnaval de emociones, sus sonidos alargados y estirados hasta perder significado.

Ella siempre había sido de los fieles que se dejaban llevar por las ceremonias de la Iglesia, de las que celebraban el acto de la oración como el regalo de meditación gozosa que se suponía era, y no como una medicina que había que tragarse de un tirón, una píldora amarga que había que soportar.

Pero las palabras del mendigo la perseguían.

Allí sentada, reproducía la conversación una y otra vez, mientras unos feligreses salían del confesionario y otros entraban en él.

Oía las invocaciones, pero exceptuando algún que otro «ora pro nobis», «ora por nosotros», las palabras del sacerdote significaban tan poco como el sonido de unos guijarros arrastrados por la corriente de un río, y deseó poder, sencillamente, abrir el Buen Libro y leer los pasajes en voz alta para ella y para los demás. Pero incluso si le permitían subir y ensuciar sus páginas iluminadas con las manos curtidas de tanto fregar platos, descubriría que estaba escrito en el mismo lenguaje arcaico e inaccesible de siempre.

Anya observaba las volutas de humo ascender lentamente, rodeando el atril que sostenía el libro cerrado, y le vino a la mente la amabilidad con que Yankev la había instruido en los entresijos de la Biblia.

«Pero la paloma no halló descanso», le había dicho él, con voz cálida y penetrante, mientras accedía a satisfacer sus deseos y, con paciencia, le enseñaba a pronunciar los versículos de la historia de Noé que aparecían en el Libro del Génesis. Después le había explicado que aquel pasaje también significaba que Israel morará entre las naciones, pero que el pueblo de ella no encontraría descanso entre ellas.

Anya había revivido cuando él le leyó por primera vez el fragmento de los Profetas que decía: «Pero el Señor dijo a Samuel: "No hagas caso de su apariencia ni de su estatura"», y sus palabras sagradas resonaron en torno a la mesa de su estudio improvisado, contiguo a la despensa de la señora Meisel, y le había pedido que ella leyera el resto. Y mientras Anya, con esfuerzo, iba juntando las sílabas para formar palabras, sintió que su piel absorbía el mayor poder mágico que se hubiera inventado jamás. Lo sentía fluir por su cuerpo, correr libre por sus venas, y todavía recordaba las palabras de aquellos versículos: «Pues las cosas no son como las ve el hombre; una persona ve sólo lo que es visible, pero el Señor ve el corazón.»

Y cuando Yankev vio que sus ojos brillaban de emoción, le contó una de sus historias de la Midrash sobre una princesa que se había casado con un hombre bondadoso pero simple de una aldea remota. Y aunque el hombre siempre le daba el mejor cuenco de gachas de la aldea, la princesa estaba siempre triste. «¿Y qué esperaba él? ¡Ella era princesa!» Había probado exquisiteces llegadas de todo el mundo, nunca estaría satisfecha con las «mejores» gachas que aquella diminuta aldea pudiera ofrecerle. Del mismo modo, le había explicado Yankev, al alma eterna del hombre jamás le satisfarían las riquezas materiales, porque lo mejor que este mundo tiene que ofrecer no puede compararse con la belleza sublime y eterna del Mundo Venidero. Y así, todas las almas engañadas que buscan satisfacer sus apetitos terrenales con riquezas y comodidades son como ese hombre necio que jamás comprenderá por qué el mejor cuenco de gachas no complace a su princesa.

La cortina se abrió y el confesionario aguardaba, en penumbra, llamándola, como la entrada de un pasaje subterráneo que condujera a otro reino, una puerta abierta a otro mundo.

Ella necesitaba acercarse a ese mundo, y no podría hacerlo si seguía ahí sentada, sintiendo lástima de sí misma.

De modo que se puso en pie y abandonó la iglesia. Bajó corriendo la escalinata y dejó atrás al mendigo, camino de casa.

No podía hacer lo que necesitaba hacer sin antes informar a sus padres de adonde se dirigía.

Pero al llegar a la calle donde vivían, vio a Janoshik de pie, con el sacerdote adusto al que él había amenazado con denunciarla el día anterior. Janoshik la señaló con el dedo, y los dos hombres se pusieron en marcha en dirección a ella. Anya ahogó un grito, dobló a la derecha y corrió hacia el gueto sin mirar atrás ni una sola vez.

El humo se elevaba en la distancia, pero parecía que los incendios ya se hubieran extinguido.

Cuando llegó a la Puerta de Levante le faltaba el aire y, jadeante, anunció a los atónitos guardias que deseaba entrar.

—¿Cómo?

—¿Estás segura de lo que dices? —le preguntaron.

—Sí.

—Porque por aquí se entra, pero no se sale, guapa.

—Dejadme entrar.

Entreabrieron apenas la portezuela y Anya, colándose por la estrecha rendija, entró en el gueto.

Corrió por las calles como si la guiara una fuerza instintiva, hasta que encontró a Benyamin, el shammes. Tenía el rostro arañado, y sus ropas embarradas olían a humo.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó ella—. ¿Dónde está Yankev? ¿Lo has visto?

—Siento tener que decírtelo —le respondió él con voz sosegada—. Lo han detenido.