Capítulo 28

—Voy a ir al infierno, ¿verdad? —preguntó Anya.

—Hay lugares peores —respondí yo.

—¿Como el lugar donde Yankev está ahora?

—No te preocupes. Estoy seguro de que seremos capaces de liberar a tu novio de un modo u otro.

Ella ahogó una exclamación de asombro.

—¿Cómo lo has sabido?

—Hay cosas que no pueden disimularse.

Anya bajó la mirada. Habían levantado los adoquines para construir barricadas, y la calle estaba llena de charcos.

—Ahora no puedo volver a casa —dijo—. Supongo que ya lo sabes.

Asentí. Era muy consciente de aquello a lo que había renunciado por nosotros, y vi, reflejada en un charco, la desesperación que asomaba a su rostro. Debía preguntarle qué había averiguado en casa de los Janek, pero podía esperar un minuto más. Mi corazón me decía que le pusiera la mano en el hombro, pero algo me llevó a retirarla apenas iniciado el movimiento.

—Quiero que sepas —añadí— que Dios te recompensará por esto, y que te amará más que al resto de la nación de Israel.

—Lo dices sólo para animarme.

—No, está escrito en la Midrash. Dice que los judíos tuvieron que ser testigos de la separación de las aguas del mar Rojo y del trueno y el relámpago del monte Sinaí para aceptar la Torá. Pero el converso que sin ver ninguna de esas cosas opta por aceptar la Torá es más amado por Dios que su propio Pueblo Elegido.

—¿Crees de veras que en este mundo hay lugar para dos personas como Yankev y yo?

—Por supuesto que lo hay. Aunque sea en algún rincón remoto de Ucrania, pero tiene que haberlo. No habréis… esto…

—No, no hemos…

—Bien, eso facilita las cosas.

—Dijo que yo era fruta prohibida.

—Mejor. Y todos sabemos qué ocurrió la última vez que alguien probó una.

Anya me recompensó con una sonrisa y arrancó de mi capa, que llevaba totalmente manchada de barro, un pedazo de tierra seca.

—¿Por qué no vienes conmigo a casa de Meisel y te quito toda esta mugre de la ropa?

—¿Y qué se supone que he de llevar mientras se seca? No tengo nada más…

Alguien llamó en ese momento a la Puerta de Levante.

—¿Quién va? —preguntó el guardia.

Pero en lugar de esperar respuesta, miró por la mirilla y corrió a descorrer el cerrojo de la portezuela, que se abrió con un chirrido. Tras ella aparecieron dos mujeres extenuadas. Freyde y Julie Federn apenas tenían fuerza para franquear el umbral y arrastrarse al otro lado. Tambaleantes, se aferraban la una a la otra para no caerse. Parecían las figuras condenadas de un cuadro cristiano que representa el Juicio Final.

En su aspecto había algo más que no encajaba. Tardé un momento en darme cuenta de que a Julie le faltaban las cejas, y de que el perfil de su cabeza, bajo el pañuelo con que se tocaba, resultaba demasiado liso, lo que significaba que debían de haberla rapado al cero.

Corrimos a ayudarlas. Anya sujetó a Julie del brazo, y se lo pasó por encima de su hombro. Se notaba que estaba acostumbrada a cargar con grandes piezas de carne. Freyde, por su parte, casi se desplomó en los míos.

Como su casa había sido saqueada y quemada, las llevamos a la del rabino Loew, donde las criadas que quedaban las recibieron. Quise ir tras ellas, pero el rabino me llevó a un aparte y me pidió que saliera de nuevo y llamara a la gente a asistir a los servicios del minje en la shul.

—Pero es que he de informarme de lo que cuentan las mujeres.

—Para ellas, en estos momentos, es mejor estar acompañadas de otras mujeres. Además, tus deberes como shammes son más importantes.

Aquello me lo decía porque el servicio vespertino del sabbat es el momento más sagrado de la semana, cuando el Riboyne shel Oylem presta más atención a nuestras plegarias. Así pues, realicé mi ronda lo más deprisa que pude, yendo de puerta en puerta y llamando sólo dos veces en lugar de tres para hacer saber a la gente que se había producido una muerte, la de Acosta. Y detrás de todas las puertas cerradas oí lágrimas y palabras de consuelo, oraciones por la salvación, y padres que concertaban apresuradamente los matrimonios de sus hijos, por si morían sin ver con sus propios ojos aquella jornada feliz.

El ambiente general era de gran pesimismo.

Yo no podía dejar de preguntarme si tal vez, en el futuro, no podría buscarme un trabajo menos complicado, contratado, por ejemplo, por el primo del rabino Gans, que se dedicaba a la fabricación de pólvora.

La shul de Klaus estaba atestada de fieles que se apretujaban para ahuyentar el frío, y el rostro del rabino Loew resplandecía a la luz de veinte llamas, mientras guiaba las oraciones de la congregación. Pero la gente bajaba la cabeza y murmuraba apenas las réplicas.

Entonces, la voz del rabino hizo temblar las vigas del techo, como un agudo de trompeta.

—No debemos acobardarnos en el temor constante —dijo—, ni entregarnos al desasosiego y a la desesperanza. Nunca debemos perder el coraje ante la opresión, pues nuestros sabios nos dicen: mientras un hombre respire, no debemos perder la esperanza.

»A todos nos haría bien recordar las ocasiones en que los judíos, durante una crisis, hemos sido salvados al tercer día. José salvó a sus hermanos del cautiverio al tercer día; Jonás fue liberado del vientre de la ballena al tercer día, y Moyshe Rabbeynu recibió la Torá al tercer día, en el monte Sinaí. La Midrash también nos consuela con la promesa de que Dios no permite que Sus justos se enfrenten a situaciones dramáticas durante más de tres días.

»Pero si lo peor llegara a suceder, no debemos temer morir por la Santificación de Su nombre. Sólo hay una cosa a la que hemos de temer, y es a los parásitos embusteros que viven entre nosotros y que se llenan los monederos colaborando con las autoridades a expensas del resto de la comunidad. Esos hipócritas son peores que cualquier otro pecador. —Hizo una pausa—. ¿Por qué? —preguntó. Sus palabras reverberaron en la bóveda del techo—. Yo os lo diré. Porque el hombre que comete un pecado puede llegar a creer que lo que hace está bien, pero el hipócrita sabe que obra mal, y aun así, públicamente, finge hacerlo por el bien de todos.

Algunas personas empezaron a dirigirse hacia la salida sin el menor disimulo, pero el rabino Loew todavía no había terminado con ellos y remató el ataque a sus detractores diciendo:

—Y, con gran diferencia, la forma más abyecta de hipocresía es la del moyser. —Es decir, la del delator—. Incluso el gran racionalista que era Rambam, que su luz brille eternamente, dice en su Mishneh Torah que está permitido matar a un moyser, e incluso ejecutarlo antes de que haya consumado la delación.

Algunos murmullos de incredulidad se elevaron entre los bancos.

Pero el rabino Loew no les dio ocasión de objetar.

—Y esta noche se inicia la cuenta del Omer —continuó, regresando al orden del servicio.

El Omer. Cuarenta y nueve días que, para los judíos, a menudo coinciden con desastres. Las Cruzadas, así como muchas otras masacres, además de las plagas que han recaído sobre nosotros, siempre parecen salir de su letargo por estas fechas, bien descansadas y dispuestas a infligir el máximo dolor sobre la población. De modo que, en efecto, es tiempo de contener la respiración y llevar la cuenta de los días, con la esperanza de que si sobrevivimos los cuarenta y nueve que nos separan del Shvues, tal vez tengamos alguna posibilidad de sobrevivir un año más.

Cuando el servicio terminó, alineé de nuevo las sillas y los bancos, barrí los pasillos lo más deprisa que pude y supliqué al rabino que me dejara ir a hablar con Freyde y Julie Federn.

—Eso puede esperar.

—Entonces al menos déjame hablar con el reb Meisel. Pero él se mantuvo firme.

—El shabbes no ha terminado aún, y espero que asistas al segundo Seder.

Supe que sería inútil insistir.

El cielo, fuera, cubría el cementerio de un mágico manto color púrpura. Era el «momento de los favores», ese tiempo que es una mezcla de lo sagrado y lo profano en que no es ni de día ni de noche, en que Dios se muestra más misericordioso, un tiempo que dura hasta que en el firmamento aparecen tres estrellas.

De modo que el rabino Loew y yo postergamos cualquier otra consideración y recitamos las oraciones solemnes y místicas mientras recorríamos las calles que nos separaban de su casa. El crepúsculo llegó y se fue muy deprisa, sin detenerse, sin dejarnos atrapar su magia.

Hanneh, la cocinera, trajo una bandeja de plata con el pescado gefilte del día anterior, que había decorado con estragón, a la manera de Bohemia, y la dejó sobre la mesa del Señor, que se santifica cuando la familia se congrega a su alrededor.

Dieciséis personas se apretujaban en torno a la mesa. Habíamos dejado un asiento libre para nuestro camarada caído. Y sólo Dios sabía qué privaciones estaría padeciendo Yankev en ese momento.

La pobre Anya ni siquiera debía estar allí. Pero como había quedado atrapada en el gueto, con nosotros, había adoptado casi por inercia su papel habitual de criada cristiana, y observaba fascinada el desarrollo del Seder.

Eva, la nieta del rabino, entró y nos llenó de vino las copas. Nos lavamos las manos, bajamos la cabeza y pronunciamos las bendiciones, antes de que el rabino Loew partiera el matzoh y lo pasara a los comensales.

El rabino Loew también dedicó una oración especial al emperador Rodolfo, cuya intervención había permitido la liberación de Freyde y Julie Federn.

Las dos mujeres se veían muy pálidas y desencajadas, pero habían logrado esbozar tímidas sonrisas cuando Anya les trajo una infusión caliente. Las dos habían jurado que no habían contado nada a las autoridades cristianas que pudiera ser usado contra la comunidad. Y ahora estaban sentadas a nuestra mesa, vestidas con ropas prestadas, todo su cuerpo rasurado, como José el cautivo cuando se preparaba para ser recibido en audiencia por el faraón.

El rabino Loew dirigía la comida como si se tratara de la continuación de servicio del minje, y como si nosotros fuéramos su congregación.

—Los sabios nos dicen que nuestros padres fueron liberados de la esclavitud porque se mantuvieron aparte y no intentaron adoptar las costumbres egipcias —dijo—. Pero el peligro es incluso mayor hoy, porque está de moda actuar como los goyim.

Los rabinos Isaac Ha-Kohen y Avrom Jayim asintieron al unísono.

El rabino Loew prosiguió.

—Aunque nos hallamos dispersos por todo el mundo, debemos seguir siendo un pueblo que habita solo, limitar nuestro contacto con las naciones del mundo y no intentar imitar sus costumbres; pues si lo hacemos perderemos nuestra identidad como pueblo.

Anya estaba apoyada en el quicio de la puerta, con un pie en la cocina y otro en el comedor, y yo no pude evitar preguntarme si el rabino sabría algo sobre la relación que existía entre su joven pupilo y aquella shabbes goye.

Entonces el rabino miró a su alrededor y nos advirtió de que los devaneos sólo conseguirían retrasar la llegada del Mesías.

—Pero, rabino, el Seyfer Hasidim… —repliqué yo, repitiendo el título para tranquilizar a Anya— …el Libro del Piadoso dice que todo judío que se case con una mujer no judía de corazón bondadoso y caritativo descubrirá que es una esposa mejor que otra que, siendo judía de nacimiento, carezca de esas virtudes.

Busqué con la mirada los ojos de Anya.

—Pero tú hablas de cuando el miembro de una tribu extranjera se convierte en judío —observó el rabino Loew—. Eso es totalmente distinto. ¿Ves lo que ocurre cuando no dedicas tiempo a reflexionar y reponer fuerzas? Tu mente está perdiendo su agudeza, Ben-Akiva.

—Come un poco más de pescado relleno —me invitó Perl, sirviéndome otra porción, como si comer más fuera la solución a mis problemas.

Complací a la esposa del rabino y acepté la segunda porción de pescado. Pero el Seder estaba a punto de terminar.

—El año que viene, en Jerusalén —dijo el rabino Loew—. Boruj atoh Adinoy, Señor nuestro Dios, Rector del Universo, el que Crea el fruto de la viña. Amén.

A partir de ahí pasamos al yiddish, y todos, empezando por el joven Lippman, recitamos un versículo.

—El es poderoso. Él construirá pronto Su templo…

—Deprisa, en nuestros días —añadió Eva, completando la frase.

—Pronto, pronto —continuó Peshke, el que limpiaba las calles.

—Pronto, pronto —agregó Samec, el asistente del mikveh.

—Dios construye Su templo —dijo Avrom Jayim.

—Deprisa, en nuestros días —se sumaron Freyde y Julia, con notable fuerza. A sus rostros había regresado algo de color, y yo me pregunté qué milagro habría causado tan pronta recuperación—. Pronto, pronto.

Omeyn!

La infusión que Anya les había traído parecía hacerles mucho bien.

El estrépito de platos al entrechocar me sacó de mis cavilaciones, y mi mirada se posó sobre las tazas que, en ese momento, la cristiana retiraba de la mesa. Ella me miró y me hizo una seña, y yo me levanté y la seguí hasta el fregadero de la cocina, donde me alargó una. Como vio que no hacía nada con ella, la levantó y me la colocó bajo la nariz. El olor que desprendían los restos de aquella bebida era amargo, y las hojas, de un verde pálido, se aferraban a los bordes de la taza. Despegué una y la examiné. Parecía, simplemente, una hoja mojada como cualquier otra.

Anya me dijo en voz baja que se había enterado de que Jacob Federn llevaba un tiempo administrando en secreto las hierbas a varias mujeres del gueto, que las usaban para combatir los síntomas de melancolía.

—No sabía que hubiera una epidemia de melancolía en el gueto —comenté.

—La vida entre estos muros puede resultar desesperante para muchas.

—Pero ¿por qué tanto secretismo? ¿Qué tienen de especial estas hierbas?

—Janek las introducía de contrabando en el país, para no pagar impuestos.

De modo que ésa era la mercancía que Janek y Federn distribuían como producto de su asociación ilícita.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora, señor investigador?

—Eso depende. ¿Qué noticias me traes sobre las cerraduras de las puertas de Janek?

—No sólo te traigo noticias. Te he traído una de sus llaves.

Empezamos por la casa que tenía el símbolo de una Gran Vaca Lechera, situada en el extremo inferior de la Calle del Embarcadero. La falta de un buen alcantarillado había convertido el callejón en un terreno pantanoso, y tuvimos que avanzar sobre el lodo para acceder a la puerta. Golpeé la madera desvencijada con los nudillos, que me quedaron cubiertos de verdín. Empezaba a quitarme el musgo de los dedos cuando la puerta se abrió, y me vi mirando a los ojos a la mujer temerosa, de mirada suplicante, que había acudido al rabino Epstein el viernes por la mañana en busca de protección ante la crueldad de su esposo.

¿Quién sabía cuánto dolor podríamos haber impedido si la hubiéramos atendido en aquel momento?

Una niña que debía de ser su hija estaba sentada sobre un taburete tambaleante, cosiendo un parche a unos pantalones bastante desgastados. Tal vez fuera por efecto de la luz, pero el caso es que pareció que se ponía ligeramente verde cuando me vio y, saltando de su asiento, se metió en el otro cuarto.

—Sí, debo de dar miedo con esta ropa embarrada —comenté, agachando la cabeza para no darme con ella en el marco de la puerta, y la franqueé.

La mujer se llamaba Havvah, y nos dijo que su esposo, el cerrajero, regresaría de un momento a otro. El cuarto delantero de la casa estaba frío, y rezumaba ese aire húmedo y gélido que cala hasta los huesos. Apenas lo iluminaba un fuego de leña que daba poco calor y mucho humo, y el hollín recubría los muebles como si una plaga de oscuridad hubiera depositado sobre ellos sus últimos restos.

Aquella débil flor de la feminidad no resistiría mucho tiempo en esas condiciones; por suerte Anya se encontraba allí, porque Havvah se negaba a mirarme siquiera.

Así, las dos mujeres se acurrucaron juntas frente al fuego y susurraron cosas no aptas para los oídos de un hombre, mientras yo permanecía sentado en el tambaleante taburete y me empapaba de la sordidez intensa que exudaba el cuartucho. Me preguntaba cuántas casas resultarían igual de insalubres, tanto en el gueto como en los barrios de nuestros vecinos cristianos. Cerré los ojos e intenté no pensar en el paso veloz de los minutos. Llegué incluso a mecerme hacia delante y hacia atrás, y a recitar el Tratado del Sanedrín sólo para mantener la mente ocupada.

Había llegado ya a las palabras «si alguien viene a matarte, sé más rápido y mátalo tú» cuando Anya me dio una palmadita en el hombro y dijo:

—Estoy segura de que le ha ocurrido algo realmente espantoso, pero no se decide a contarme qué es.

—En ese caso debería ir a ver al rabino —le aconsejé—. Podríamos llevarla nosotros mismos. Estoy seguro de que a él no le importaría.

Y en ese preciso instante, que requería de gran delicadeza y tacto, irrumpió en su casa Lazarus Fettmilch. Llevaba el pelo rubio sucio y muy alborotado, como si acabara de salir de un remolino, y su rostro enrojeció de cólera apenas me vio.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber, y avanzó hacia mí dejando charcos oscuros por donde pasaba.

Cuando le expliqué que habíamos ido a preguntarle por la llave de una cerradura, nos dijo lo que podíamos hacer con nuestros cerrojos y nuestras llaves, y nos echó de su casa a patadas. Cerró dando un portazo, y a continuación oímos un golpe fuerte y sus gritos airados con los que recriminaba a su mujer y a su hija que nos hubieran permitido entrar.

Anya me miró con tristeza y me dijo que Havvah ya le había adelantado que su esposo estaría de mal humor, y le había dado los nombres de algunos otros cerrajeros del gueto.

—Justo lo que necesitamos. Lo has hecho muy bien, Anya —le dije.

—Entonces, ¿por qué no me siento bien?

—Porque acabas de ver el rostro de una inocencia perdida que ya jamás recuperará del todo.

Ella se detuvo y me observó fijamente.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

Ella siguió contemplándome, como evaluándome, y dijo:

—Veo que hay otros judíos que son como Yankev. Yo creía que era único.

—Y lo es. Pero…

—Pero ¿qué?

Apoyó una mano en la cadera y separó los pies.

Pensé bien en las palabras que debía pronunciar, y aunque las encontré no me atreví a mirarla a los ojos. «Intentaba escapar del gueto sin ti.» Por eso aparté la mirada y añadí:

—Y a la vez es como los demás. No deja de buscar la perfección, sin alcanzarla nunca.

—Sí, así es él, tienes razón. —Juntó las manos y se las llevó al pecho, como cualquier joven que sueña con su amado—. Gracias por todo —dijo, alargándolas hacia mí.

Me retiré bruscamente.

—Todavía tenemos una misión que cumplir.

Una misión siniestra.

Pasamos frente a viviendas desgarradas por las zarpas implacables de la melancolía, desde las casuchas paupérrimas medio ocultas en callejones oscuros hasta los edificios de tres plantas de la Calle Dorada, antes de encontrar a un cerrajero capaz de decirnos que sería cosa sencilla para cualquier ladronzuelo forzar la cerradura que correspondía a la pesada llave que Anya sostenía en su mano.

Yo seguía sin entender que dos hombres corpulentos hubieran entrado en el dormitorio de los Janek y se hubieran llevado a la pequeña Gerta sin que éstos se despertaran. Y la única explicación que se me ocurría era que el propio Janek les hubiera dejado entrar. Pero ¿por qué?

Entonces Anya me puso al corriente de la atracción que éste sentía por la joven Julie Federn, y de los problemas que ello le había acarreado. Y yo no pude evitar preguntarme si el padre de la niña muerta no habría usado de algún modo a su propia hija como manera de vengarse de Federn.

Pero, claro, si eso era así, jamás habría sido su intención que aquellos hombres la mataran.

Entonces, ¿por qué le habían disparado? ¿Y cómo era posible que nadie lo hubiera oído?

Debían de haberla llevado a alguna parte, al otro lado del río, por ejemplo, y haberla montado en aquel carro de carnicero cuando llegaron a la orilla. Todo empezaba a cobrar forma, como sucedía con los hilos de un tapiz, pero yo me encontraba demasiado cerca para ver los patrones, y debía retroceder para adquirir algo de perspectiva. Además, en un caso como ése, en el que las madejas aparecían tan enredadas, tendría que alejarme muchísimo para captar bien el sentido.

El comedor de Mordecai Meisel estaba lleno de vitrinas en las que se alineaban diminutas jarras, bandejas y escanciadores de plata, todo ello tan profusamente ornamentado que costaba creer que alguien pudiera usarlo. El rabino Gans estaba sentado a la mesa, redactando el testamento del hombre rico, y el rabino Loew permanecía a su lado y ejercía de testigo.

Meisel había acudido al rabino Loew implorando su ayuda, pues le preocupaba que, al no tener hijos, si moría de manera inminente sin haber hecho testamento, el Estado se quedara con la totalidad de su fortuna, calculada en más de cuatrocientos mil gildn. Tras pensarlo un poco, el rabino Loew había considerado finalmente que se trataba de una situación de emergencia, y había anunciado la suspensión de ciertas reglas a causa de lo extraordinario de las circunstancias.

Gans volvió a leer las frases laudatorias que había redactado hasta el momento:

—«Yo, Mordecai Meisel, príncipe entre los hombres y pilar de la comunidad, que alimenta a los pobres y a los hambrientos con las mejores carnes y harinas, que ha construido un hospicio en el que se atiende tanto a cristianos como a judíos, que ha ayudado a financiar la iglesia del Salvador, que prestó a los judíos de Poznan diez mil gulden tras el gran incendio de 1590, que ha decidido donar todos los años las dotes a dos jóvenes pobres para que puedan casarse…»

—No me hace falta oír otra vez toda la shpil —convino el rabino Loew, quitándole la pluma al rabino Gans y trazando una cruz incómoda y rígida en el ángulo inferior de la página.

A pesar de las circunstancias, le resultaba difícil escribir en aquel día sagrado, aunque fuera sólo una letra.

—¿Se podría añadir un elemento más a la lista? —intervine yo, que seguía intentando ahuyentar de mi mente la mala impresión que me había causado mi paseo nocturno por el gueto.

—¿De qué se trata? —preguntó Meisel.

—De recaudar fondos para pagar la fianza de nuestro amigo Yankev ben Jayim, que se encuentra en la cárcel.

Anya me miró con un gesto de admiración que suele reservarse a los santos y a otros hombres de bien.

A Meisel no le pasó por alto nuestro intercambio de miradas y arqueó las cejas, pero dijo:

—Por supuesto, muchacho, por supuesto que sí. ¿Bastará con quinientos táleros?

—Con eso seguramente lograremos sobornar a quien haga falta para entrar en la cárcel, pero no sé si después nos dejarán salir de ella. En esta ciudad todo resulta muy caro, incluido el precio de la libertad de un hombre.

—Tienes razón. Que sean mil.

Todos agradecimos a Meisel su generosidad, sobre todo el rabino Gans, que contaba con el don de la elocuencia para aquellas cosas.

—Existe aún otro asunto, reb Meisel —añadí yo.

—¿Ah sí? —preguntó él, volviéndose hacia mí y dedicándome una amplia sonrisa, como si esperara que yo contribuyera con alguna perla de mi cosecha a la larga lista de elogios.

—Necesito los nombres de vuestros principales deudores.

Si se sintió decepcionado, lo disimuló a la perfección. No era de extrañar que fuera tan buen comerciante.

—¿Judíos o cristianos?

«Maldición.» Yo no había querido pensar en la posibilidad de que la implicación judía en la cuestión fuera mayor. El tiempo se agotaba, y no podía permitirme perder un minuto más de mi más preciado bien en investigar pistas que me condujeran a callejones sin salida. Debía concentrarme en los escenarios más probables. El plan, en teoría, parecía adecuado, pero ¿cuáles eran los escenarios más probables?

Meisel empezó a recitar los nombres de memoria, y eran tantos que tuve que pedirle que empezara de nuevo para que el rabino Gans los anotara.

—¿Es de veras necesario escribir todo esto? —preguntó el escriba.

—Me temo que sí —respondí yo—. E intenta colocar en columnas separadas los nombres de los judíos y los de los cristianos.

—¿Qué vas a hacer con la lista de los cristianos? —me consultó Meisel.

—Voy a dársela al alguacil.

—¿Y crees que servirá de algo?

—Tal vez sí y tal vez no.

Mi respuesta creó un vacío en la conversación, un silencio tan grande que una manada de bueyes habría podido pasar por él, que rompió finalmente el rabino Gans.

—En ese caso, lo mejor será que creamos que sí.

—Exacto —sostuve, intentando sonar convincente.

Meisel empezó con los judíos, y el rabino Gans anotó todos los nombres en una columna:

B. Shtastny

I. Rabinowitz

M. Vinchevsky

L. Finkelstein

M. Pacovsky

J. Stein

F. Weiler

E. Bavli

K. Halpern

El rabino Loew cerró los ojos, como si la mera visión de la lista fuera demasiado para él, y cuando los abrió comentó que algunos de aquellos nombres eran de las personas que habían abandonado la shul ese mismo día en protesta por su sermón.

Mis oídos se llenaron de silencio durante unos segundos, y recordé el proverbio árabe que dice: «Mejor cien enemigos extramuros que uno solo intramuros.»

—Y ahora vamos con la lista de los acreedores cristianos —pedí.

—¿Debemos incluir al keyser Rodolfo en ella? —preguntó el rabino Gans mientras todos nos congregábamos a su alrededor—. No, mejor no —añadió, respondiéndose a sí mismo.

La lista de cristianos era ligeramente más larga:

L. Mutz

K. Obuvník

E. Feuermann

M. Dietrichstein

J. Kopecky

P. Grubner

A. Straka

J. Fenstermacher

L. Belickis

S. Jacobus

A. Hesse

P. Bleisch

L. Kompert

T. Wolff

Ninguno de aquellos nombres me decía nada, pero Anya miró por encima de mi hombro, posó el dedo sobre el quinto nombre y dijo:

—¿Janoš Kopecky, el carnicero? ¿Cuánto dinero os debe?

—Unos cinco mil táleros —respondió Meisel.

—¿Y por qué iba a necesitar tanto dinero un carnicero? —pregunté.

—Tal vez Kopecky se iniciara como carnicero —nos aclaró Meisel—, pero siempre tuvo planes para abrirse camino en otros campos. Y me pidió el dinero prestado para construir un nuevo matadero a las afueras de la ciudad.

—Un matadero que recibe entregas todas las mañanas —le dijo Anya—. Tanto en barca como en carretas tiradas por caballos.

En ese preciso instante una luz se encendió en mi mente, y vi todo claro.

Anya leyó la expresión de mi rostro y supo exactamente lo que estaba pensando.

—Los pedidos de carne llegan desde la otra orilla del río —añadió.

Me volví hacia Meisel.

—En ese caso necesitaré otro par de táleros.

Existe un pasaje en el Melojim Beys, el Segundo Libro de los Reyes, en el que cuatro leprosos están sentados en el exterior de las puertas de Samaria, una ciudad abandonada a la guerra y el hambre, y conversan sobre su sino. Si se acercan al campo enemigo e imploran alimento, su muerte será probable, pero si permanecen donde se encuentran su muerte será segura. De modo que deciden que no tienen nada que perder, y se dirigen al campo de los arameos.

Yo, por primera vez en mi vida, comprendía plenamente su situación. Tal vez fuera el espíritu de mi camarada, caído recientemente, el que hablaba por mí, pero lo cierto era que ya no podía seguir esperando por más tiempo a que los cristianos vinieran a por nosotros, y no hacer nada. Debíamos salir y averiguar lo que pudiéramos sobre los envíos diarios de carne que partían del matadero de Kopecky.

—Debemos repartirnos los nombres de esta lista e interrogar a todos los judíos. Esta misma noche. Y después uno de nosotros debe salir a escondidas del gueto, antes del alba, y acercarse a la orilla del río disfrazado de cristiano.

—Yo propongo que seas tú —dijo el rabino Gans.

—¿Te parezco cristiano?

—¿Y por qué no usamos a una cristiana de verdad? —propuso Meisel señalando a Anya.

—No creo que pueda aparecer por ahí fuera durante un tiempo —observé.

—Ah. Claro.

—Tú eres el único que puede hacerlo —insistió el rabino Loew.

—¿Y qué hay de Shlomo Zinger? —repliqué yo—. Es buen actor, conoce bien las calles y posee un baúl lleno de ropas cristianas…

—Sí, y también bebe mucho, no sé si lo sabes —terció el rabino Gans.

—Además, su rostro es demasiado conocido —dijo el rabino Loew—. Y en cambio el tuyo no.

—¿Cómo puedes decir eso? La mitad de la población de la ciudad me ha visto pasear escoltado por la Plaza de la Ciudad Vieja. Me reconocerán al instante…

—Después de que me ocupe de ti, no te reconocerá nadie —intervino Anya.

—Conoces a los cristianos mejor que ninguno de nosotros —razonó el rabino Loew.

—No tanto.

—Me han dicho que conoces los Salmos en latín —insistió el rabino Gans.

—¿Es eso cierto? —preguntó Meisel.

—Sólo unos veinte o treinta. —Incluso a mí me sonó a mala excusa.

—Tú sabes cómo piensan. Tú sabes actuar como uno de ellos. Eres el único de nosotros que puede hacerse pasar por cristiano.

—Yo… —Lo que debía decir habría sido difícil de decir en cualquier circunstancia, y mucho más en presencia de cuatro testigos.

—Tú ¿qué?

Le pedí al rabino Gans que soltara la pluma. Él vaciló un instante antes de hacerlo.

—¿De qué se trata, mi talmid? —preguntó el rabino Loew.

—Rabino…

—¿Sí?

—Eran judíos.

—¿Qué quieres decir con que eran judíos? ¿De qué estás hablando?

—Quiero decir que fui criado por judíos.

—Pero me dijiste que habías vivido entre cristianos.

—Sí, eso es lo que te dije. Pero sólo viví entre cristianos durante unos meses, y el resto del tiempo entre judíos. Supongo que no quería que la gente supiera que me había… bueno, que me había convertido en lo que soy viviendo con personas que se suponía que debían ser judíos piadosos y respetables.

No pude evitar escupir aquellas últimas palabras, y al hacerlo sentí que el corazón me latía con más fuerza.

El rabino Loew dijo:

—No importa qué mentiras hayas debido contar para sobrevivir. En el camino hacia una gran mitsveh se cometen muchos pecados menores. Lo que importa es que ahora estás aquí, y que eres el único capaz de cumplir con esta mitsveh.

—¿Lo soy?

El rabino Loew se acercó más a mí.

—¿Por qué no hiciste nada para cambiar tu vida, si tan desagradable te resultaba?

—¿Y yo qué sabía? Creía que era normal vivir así.

—De modo que el hombre a quien creías tu padre te llamaba bruto y tú te lo creías. Y aquellos niños del jeyder decían que eras lento y tonto, y tú lo creías. Pero no es cierto. Y debes dejar de creerlo.

—Ahora ya no lo creo. Ya no soy un niño del jeyder.

—En parte sigues siéndolo —sentenció el rabino Loew, y me asombró la innegable verdad que encerraban sus palabras, que se abrieron paso a través de la niebla de los años en un solo instante—. Seguramente aún llevas cicatrices de aquel trato horrible, pero tus peores cicatrices no son las que te marcan la piel. Están enterradas en lo más profundo de tu ser, tanto que tal vez ni seas consciente de ellas. A pesar de todo lo que has logrado, en tu interior sigue agazapado un niño asustado que alberga un deseo natural de vengarse de quienes lo atormentaron, incluso si eso te lleva a hacer cosas que a la larga te llevan a fracasar, con lo que de ese modo confirmas tu creencia oculta de que no mereces el éxito.

Se hizo el silencio, que todos aprovecharon para examinar sus almas. ¿Reconocían algo de sí mismos en mí?

—¿Sigues pensando que Zinger es el hombre adecuado para la misión? —me preguntó el rabino Gans.

—Tal vez —dije, tras soltar un largo suspiro—, cuando todo esto termine, podamos irnos al Nuevo Mundo a vivir entre los indios. He oído que las tribus que habitan las riberas del río Mohawk se rigen por una forma de gobierno no aristocrático.

—Pero son paganos —protestó el rabino Gans—. Jamás han oído la palabra de Dios.

—Seguro que tampoco han oído hablar de insignias para judíos.

Me dirigí solo hacia la Puerta Sur. A mi alrededor, muchos judíos se preparaban para la confrontación final, arrancando tablones de madera de los suelos para sostener las barricadas, y rompiendo muebles para encender los fuegos que nos permitirían fundir nuestros metales y fabricar armas. Quemaban cualquier cosa menos libros. Los libros, jamás. Pues los sabios dicen: «Cuando se pierde un metal noble, puede reemplazarse por otro. Pero cuando un estudioso de la Torá muere, ¿quién puede reemplazarlo?».

Porque nosotros nunca venceríamos sólo con armas. Debíamos distraerlos de algún modo, contar con algo tan terrorífico que llevara a los cristianos a olvidarse de su búsqueda insaciable del oro de los judíos.

Di media vuelta y regresé directamente a casa del rabino Loew. Una vez allí, le pedí que enviara a alguien a buscar a Zinger, y a pedirle que se encontrara conmigo en el burdel de la Hampasgasse en una hora. El rabino Loew arqueó una ceja, pero debió de percibir el poder de la bestia que se agitaba en mi interior, pues aceptó mi propuesta sin rechistar.

Luego le pedí que reuniera a unos pocos hombres de confianza y que les ordenara que se presentaran en la Puerta Sur en diez minutos, donde yo me uniría a ellos.

—¿A cuántos necesitas? —me preguntó.

—«Cincuenta hombres útiles valen más que doscientos que no lo son» —respondí, citando el Talmud Yerushalmi.

—¿Qué te parece tres?

—Tendrá que parecerme bien.

Regresé a toda prisa a la Puerta Sur, la aporreé y pedí hablar con el alguacil Zizka.

—¿Es que tú nunca duermes, judío? —preguntó el guardia.

—Dile al alguacil que venga, por favor.

Zizka no estaba de muy buen humor cuando finalmente apareció, y no se alegró precisamente cuando le entregué la lista de los acreedores cristianos de Meisel, con la petición de que fuera a interrogarlos por mí.

—Ya es demasiado tarde —contestó al fin—. Tendremos que esperar a mañana.

—Pero es que…

—He dicho que es demasiado tarde. ¿Lo entiendes?

—Está bien, sí, lo entiendo.

—¿Qué te decía yo? —dijo el rabino Gans—. No se puede confiar en estos noytsriyes.

—¿Por qué te acompañan estos otros hombres? —me preguntó Zizka.

—Están aquí para ayudarme a recoger lo que quede de nuestro amigo.

—¿De vuestro amigo? —se extrañó el alguacil, mirando por encima del hombro hacia el bulto inerte, cubierto de harapos ensangrentados, que permanecía, solo, en medio de la calle—. ¿Por qué?

—Era un poco bruto —respondí, pronunciando un panegírico improvisado del pobre hombre—, pero tenía el mismo derecho a respirar que tú y que yo. Y ahora está muerto. Por eso.

No sé cómo, pero convencí a Zizka de que nos dejara pasar al otro lado a recoger el cuerpo sin vida del hombre que había sido nuestro vigilante nocturno y amigo.

Clavadas en la tierra, formando círculos en el exterior de la puerta, unas antorchas encendidas iluminaban, formando un círculo, a los Judenschläger que dormitaban como un ejército que reservara fuerzas para la batalla del día siguiente. Ayudados por su resplandor parpadeante, recogimos los restos de Acosta.

—Y ahora, ¿qué pensáis hacer con él? —nos preguntó un guardia cuando pasamos junto a él con nuestro macabro cargamento.

«Vamos a lavar el cadáver lo mejor que podamos, vamos a envolverlo en un sudario y vamos a darle un entierro digno.»

Pero en lugar de decirle eso pronuncié las siguientes palabras:

—Vamos a unir de nuevo las extremidades al cuerpo y le otorgaremos nuevos poderes para que sea mayor, y más fuerte de lo que ha sido nunca.

—¿Cómo? Eso es imposible.

—¿Imposible? Tú mira y verás.

Y cerramos la puerta y la sellamos.

Con todo, por más que las cosas salieran bien, tenía la sensación de que aquella noche iba a ser muy larga.