Capítulo 8

El viento cambió de dirección una vez más y se me metió polvo en los ojos. Sentía que, fuera donde fuese, me venía siempre en contra. Que el trazado de la mayor parte del Barrio Judío fuera un laberinto de callejuelas oscuras, y desconocidas para mí, no contribuía precisamente a mejorar la situación.

El rabino Loew se incorporó, y nos dirigimos hacia la calle principal.

—¿Dispongo de un momento para ir a ver a mi esposa? —pregunté.

—No. Debemos preparar nuestra defensa para presentarla ante el kehileh.

—¿Por qué dice «nuestra defensa»? Sólo vamos a realizar una petición simple para que la custodia del preso se traslade al emperador.

El rabino Loew se detuvo y me miró con sus ojos de lince, mientras la larga túnica que lo cubría ondeaba, movida por la brisa.

—Dime una cosa, Ben-Akiva, ¿qué les ocurrió a los israelitas después de que cruzaran el mar de Juncos y se internaran en el desierto?

—Que llegaron a un lugar llamado Marah, donde el agua era tan amarga que no se podía beber.

—¿Y…?

—Y todos creyeron que morirían de sed.

—Pero Dios les dijo…

Hice memoria para citar el versículo exacto de la Torá.

—Vayoymer… lekoyl Adinoy… veha'azantob lemitsvoysov veshomartoh kol jukoysovkol hamajaloh asber samti…

—Estudiad la Torá y viviréis.

—Antes de que, de verdad, les diera la Torá.

Así fue. El Señor les había pedido que conservaran los mandamientos antes de enumerar la lista de mandamientos.

—¿Y cómo es eso posible? —preguntó el rabino.

Me concentré en las arrugas profundas que asomaban a la frente de mi maestro, en sus cabellos que se ondulaban como el trigo silvestre en los bordes de un campo bien cuidado que hubiera dado, una tras otra, incontables cosechas de sabiduría.

—Porque las siete leyes de Noé son tan básicas —continué— que afectan incluso a las otras naciones, a las que no han recibido la Torá, como las prohibiciones contra el incesto, el robo y el asesinato.

—Una buena respuesta, directa y éticamente válida —proclamó el rabino—. Pero sólo a un nivel. ¿Cuál es el significado más profundo, d'rasbic?

Claro. Siempre existía un significado más profundo.

La callejuela estaba llena de personas que, a pesar de la separación física y los codazos, estaban unidas por un mismo hilo que ataba sus vidas. Era bueno encontrarse entre judíos, pero yo todavía no formaba parte de aquel mundo, el mundo de los judíos de Praga. Me hacían falta aliados, contactos. Pero si incluso me habría alegrado de encontrarme con algún enemigo, por el mero consuelo de contemplar un rostro conocido.

Vacilé unos instantes, hasta que el espíritu sagrado de la sh'jineh vino a mí y me reveló las palabras que necesitaba para llenar el silencio: «Eyn mukdem u-me'ujer batoyreh.» No hay un antes ni un después en la Torá.

—El Señor les pidió que obedecieran la Torá antes de que poseyeran el texto escrito porque la verdadera Torá no tiene ni principio ni final.

El rabino Loew sonrió como sonríen algunos hombres cuando ganan una apuesta. Pero había algo más.

—Dices que las leyes de Noé son tan básicas que incluso los idólatras deberían obedecerlas.

—Bien, sí, excepto aquellas que proscriben la idolatría.

—Nada de bromas conmigo.

—No estaba bromeando.

—Y sin embargo hay personas que incumplen los mandamientos de Dios más básicos todos los días de la semana. ¿Qué te lleva a pensar que obedecerán unas reglas insignificantes creadas por el hombre?

En ese momento, un grupo de niños mendigos pasaron corriendo en dirección a Fleyshbanksgasse, donde los carniceros, a modo de espectáculo, regalaban a los pobres su peso en carne.

Empezaba a acostumbrarme a los modales secos del rabino, y a su lógica elíptica, por lo que esperaba que la lección, tras dar un rodeo, llegara al punto en que demostrara su relevancia.

Transcurrido un instante, el rabino habló.

—Los sabios nos han advertido en muchas ocasiones sobre los peligros de la corrupción oficial, pero por lo que he presenciado aquí, yo llevaría su argumento más lejos y diría que todo el que acepta un cargo rabínico para beneficiarse de él materialmente comete un pecado tan grave como el adulterio.

Su desencanto ante la corrupción menor me resultaba terriblemente familiar, me temo.

Y entonces caí en la cuenta de que me había permitido a mí mismo albergar la esperanza de que la mágica ciudad de Praga pudiera ser distinta a otros lugares. Pero me repuse enseguida.

—Por ello, probablemente, los sabios dicen que si todo Israel celebrara dos sabbats como deben celebrarse, nuestra redención sería inmediata.

—Amén —replicó el rabino, que procedió a instruirme sobre política local y me contó que los burgueses acomodados eran escogidos para ocupar cargos públicos por la alta consideración en que la comunidad los tenía.

Pero aquella consideración dependía en gran medida de sus riquezas, por lo que los malvados gemelos, el dinero y el poder, se alimentaban mutuamente en un círculo sin fin, mientras los demás quedaban indefensos, a la intemperie.

—No sabía que las cosas hubieran empeorado tanto.

Los ojos del rabino Loew brillaron, satisfechos, como si yo acabara de pronunciar la sentencia más relevante.

—Veo que eres como el gran rabino Hiyya bar Abba, al que jamás avergonzaba admitir que no había aprendido nada de sus maestros. Creo que vamos a trabajar muy bien juntos, Ben-Akiva.

Ésa fue la primera vez que saboreé un elogio inequívoco pronunciado por el rabino Loew, y bajé la mirada. Todavía hacía frío, pero no tanto como para que el hielo se mantuviera sólido, y la escarcha, con el paso de tantos pies, se había fundido hacía un buen rato. Con la cabeza gacha, observaba las huellas húmedas sobre los adoquines.

—¿Qué sucede, mi shammes? —preguntó el rabino, siguiendo la dirección de mi mirada.

Aunque todavía borrosa, empezaba a hacerme una idea.

—En el exterior de la tienda de Federn, sobre la escarcha, había pisadas. Cuando pasé frente a ella la primera vez, antes de que se congregara la multitud. —Hice una pausa antes de proseguir—. Eran de botas de hombre, estoy seguro. Y de un hombre mucho más corpulento de Federn.

—¿Hacia dónde apuntaban?

—Entraban en la tienda.

—¿Estás seguro?

Intenté extraer la imagen de la neblina borrosa en que se hallaba.

—No, no lo estoy —respondí.

Pero la impresión era bastante fuerte. Como si con ello bastara para convencer a los magistrados.

—La escarcha ya se habrá fundido —dijo el rabino—. Más tarde deberemos regresar al caso desde una perspectiva más intuitiva. Pero por el momento debemos ceñirnos estrictamente a la lógica.

El rabino me puso al corriente de lo esencial de la estrategia que habríamos de seguir, mientras la brisa transportaba el aroma embriagador de los fuegos de leña y los preparativos rituales del matzoh, que tenían lugar una vez al año. Las ventanas del horno de pan, cubiertas de hollín, permitían intuir, borrosos, los movimientos combinados del maestro panadero que se encargaba de pesar la medida exacta de la harina, del vasser-gisser, a la que añadía el agua fría para facilitar la labor del que amasaba, y del redler, que marcaba los agujeros en el matzoh con un rodillo de tres pies y medio de ancho, un rodillo inmenso surcado por centenares de puntas de hierro, y que habría constituido un arma de mucho cuidado, si su uso como tal hubiera estado permitido.

Aparté la idea de mi mente.

El rabino intuyó que tenía algo importante que decir.

—Sí, dime, ¿qué sucede?

Vacilé una vez más. Sentía frío en los pies. No sabía por qué me resultaba tan difícil hablar de aquello.

—Esta mañana, temprano… me he visto en una situación en la que he estado a punto de mancillar el kleperl, usándolo para defenderme. Primero contra unos perros, y después contra unas ratas.

—Bien, en estos tiempos excepcionales, a veces nos vemos movidos a acciones excepcionales. En el fondo, no es más que un trozo de madera. No merece que pierdas tu vida por preservar su kashres —admitió el rabino.

Volví a respirar con normalidad, como si me alejara del borde de un precipicio. Otro rabino podría haberme condenado allí mismo, según su tendencia. Cada vez que un judío busca alguna respuesta, descubre que un rabino dice una cosa y otro dice otra. Introducimos constantemente nuevas interpretaciones sobre el pasaje que estemos comentando. Incluso en relación con el tema de la resurrección, el Talmud se resiste a proporcionar una respuesta clara y proclama: «Consideraremos el asunto cuando los muertos vuelvan a la vida.»

En otras palabras, lo creeremos cuando lo veamos.

—Pero en realidad no es eso lo que te preocupa, ¿verdad? —tanteó el rabino.

—Has dicho que no había tiempo para ello.

—No esquives la pregunta. El problema no es la ley, sino la situación en la que te has metido, ¿me equivoco?

El rabino se detuvo y permaneció inmóvil, esperando una respuesta.

De modo que aspiré hondo y le conté que los cosacos habían arrasado mi aldea cuando yo era tan pequeño que casi no tenía edad de ir a la jeyder a aprender a leer y a escribir.

—Toda mi Yidngas fue saqueada e incendiada. Asesinaron a casi todos los miembros de mi mishpoje, y los supervivientes se dispersaron como las cenizas.

El rabino asintió, comprensivo.

—Y, sin embargo, a ti no te abandonaron en el desierto, ni te devoraron las bestias salvajes.

Cambiamos de dirección y nos dirigimos hacia el norte, pasando junto a los mostradores de los comercios. Pero yo apenas me percataba de la presencia de aquellas mujeres corpulentas que desdoblaban rollos de telas y levantaban cajas para los clientes, mientras los hombres permanecían sentados en las trastiendas, bebiendo té y discutiendo sobre aspectos de la Midrash, pues las mujeres no servían para aquellas cosas.

Le conté al rabino que una familia polaca me había proporcionado cobijo. Me daban de comer, pero me hacían trabajar mucho. Eran crueles conmigo, como sólo saben serlo los campesinos, y en ocasiones sus hijos me trataban aun peor.

—De modo que yo apenas empezaba a aprender el abecedario cuando la mayoría de los niños de mi edad ya sabían de memoria tratados enteros del Talmud.

—Pues no te perdiste gran cosa. Alemania está llena de escuelas caras para niños ricos que estudian la Torá con los comentarios de Rashi cuando todavía no están preparados para ello, sin Profetas ni Sagradas Escrituras; se saltan por completo el Mishnah y van directamente al Talmud, que aprenden de carrerilla, sin entender nada. Dime tú, ¿qué niño de nueve años puede comprender el Talmud?

—¿Y entonces el joven Lipmann?

—Ese muchacho es un verdadero prodigio, y está siguiendo un régimen estipulado ya en el Pirkey Avos. La Torá a los cinco, la Mishnah a los diez, el Talmud a los quince. Pero hoy, todo el que busque la inspiración verdadera debe dejar de lado las yeshivas y seguir su propio camino, como estás haciendo tú.

Añadió que le gustaría ver mi libro de ensayos sobre la reforma educativa. Me asombró que hubiera oído hablar de él, aunque supongo que no debería haberme parecido algo tan raro.

—No he traído conmigo ninguna copia —le dije, consciente de que mi tono de voz sonaba forzado—. Tal vez conserven alguno en la vieja yeshiva de Cracovia.

—Seguro que sí… por más que tú lo dudes.

El edificio del Ayuntamiento judío se alzaba en una esquina, allí donde la Belelesgasse se ensanchaba y desembocaba en la Calle del Rabino, frente a la legendaria sinagoga Vieja-Nueva. Me detuve a admirar la visión de las piedras milagrosas que provenían de las ruinas del Gran Templo de Jerusalén, según algunos. El tejado alto y puntiagudo de la sinagoga se elevaba sobre los techos chatos del gueto. En el mundo enrarecido del Talmud, se supone que las sinagogas deben destacarse sobre los demás edificios de las ciudades. Pero en el mundo cercano de los cristianos, su aguja no podía sobrepasar las murallas de la ciudad. Cuando la construyeron, trescientos años atrás, los judíos de Praga la llamaron Sinagoga Nueva. Seguía el mismo trazado de doble nave que las de Viena y Regensburg, pero aquellas otras dos extraordinarias perlas habían sido destruidas durante las expulsiones de los años 1420 y 1519, y ahora sólo quedaban la de Praga y su hermana mayor de Worms como últimos exponentes de las sinagogas askenazis, cuyas dos naves imitaban el estilo de los antiguos templos. Con los años se fueron erigiendo nuevas shuls por toda la llanura inundable del río Vltava, y la del gueto de Praga recibió su característico nombre, Vieja-Nueva; sus mismos muros encarnaban el principio místico de la unión entre opuestos.

«Altneuschul», en alemán; «Staranová skola», en checo.

Se trataba del único edificio no adosado del Barrio Judío, la única estructura que no parecía apretujarse contra un almacén mugriento con varias ventanas rotas.

—¿Y cómo fue que un granjero polaco como tú acabó conociendo a una rica muchacha de ciudad como Reyzl Rozansky? —preguntó el rabino.

Desperté como se despierta de una pesadilla; todavía seguíamos frente al Ayuntamiento judío.

—La conocí en la feria de Cracovia —respondí—. Yo recogía libros para los alumnos pobres, y los Rozansky habían acudido a buscarle un marido adecuado a su hija. No les importaba que fuera rico o pobre, con tal de que tuviera yijes.

—¿Y tú tenías yijes? ¿Cómo te las apañaste?

—Vieron a uno de los discípulos del rabino Lindermeyer hablando conmigo en el mercado abierto, y con eso les bastó.

El rabino Loew asintió, solemne.

Yo siempre recordaría a mi viejo maestro, un gran filósofo de Cracovia, como a un profesor lógico, vehemente y tan valiente que era capaz de ponerse en pie en medio de una sala atestada y defender ante las autoridades lo que éstas no querían oír. De pronto me descubrí deseando poder invocar el espíritu de mi antiguo maestro para que me ayudara a guiar mi defensa ante el Ayuntamiento.

—¿Y entonces?

—Y entonces Reyzl se vino conmigo a Slonim y compartió conmigo el fuego sagrado que mantiene unida la esencia de la creación.

Nos estaba llevando una eternidad cruzar la calle.

El Consejo de la Comunidad Judía de la ciudad se reunía en una sala grande y tenebrosa, de altos techos abovedados, provista de hileras de bancos blancos para los demandantes, sus defensores y cualquier persona que pasara por allí y deseara guarecerse del frío. Sobre un estrado, en ese momento, tres jueces de barbas blancas escuchaban a una anciana solicitar asistencia pública, mientras el secretario de la comunidad transcribía todo con una pluma de plata. No le quedaba familia, veía mal y había trabajado tanto a destajo que sus manos retorcidas ya no le respondían, y no podía seguir ejerciendo de costurera.

El secretario de la comunidad alzó la vista desde su pequeño escritorio, esperando a que la mujer dijera algo que él no hubiera oído ya unas cien veces.

Ella solicitaba que le entregaran unos pocos kreuzers del fondo comunitario todas las semanas, para no tener que acabar en el hekdesh.

El secretario, fatigado, meneó la cabeza. Nadie quería entrar en la casa de caridad.

Los jueces concluyeron los procedimientos, y los rabinos Joseph, Aaron y Hayyot estaban a punto de fallar contra la petición de la anciana, en una proporción de dos a uno, cuando varios asistentes se pusieron en pie para mostrar sus respetos al rabino Loew, que en ese preciso instante entraba en la sala. Entonces, el rabino Josef miró al rabino Loew y cambió el sentido de su voto. Y así, finalmente, la decisión se resolvió a favor de la mujer por dos votos contra uno.

El rabino Hayyot solicitó la comparecencia de los participantes en el siguiente caso. Tenía los ojos grisáceos, acuosos, el gesto cansado. En tanto que rabino jefe saliente, parecía estar contando los días que le faltaban para dejar atrás todo aquello.

El secretario del tribunal consultó la orden del día y pronunció el nombre del reb Bernstein, un vendedor de joyas especializado en ámbar de Bohemia.

El rabino Loew me dio un codazo, y yo me adelanté y dirigí al estrado.

—Señorías, disculpad esta interrupción, pero hay un asunto muy urgente que debe ser tratado ante el kehileh

—¿De veras? Pues aguarda tu turno. Ahora me toca a mí —dijo el reb Bernstein.

—Facilitad vuestros nombres, y serán anotados al final de la lista —apuntó el secretario.

—Señorías, esto no puede esperar al final del día…

—Yo tampoco, señor —objetó Bernstein—. ¿Quién te has creído que eres?

Desde atrás, alguien respondió.

—Eh, Bernstein, es el quinto shammes.

El rabino Aaron intervino entonces:

—¿Y por qué estamos atendiendo la petición de este siervo?

En hebreo antiguo, shammash significa, literalmente, siervo.

—Señorías, este hombre no ocupa ninguna posición en la comunidad —continuó Bernstein—. No tiene ningún derecho a dirigirse al Consejo antes que yo.

El rabino Loew carraspeó.

—Señorías, yo he autorizado al reb Ben-Akiva para que hable en mi representación —dijo, recurriendo deliberadamente a mi nombre hebreo para evocar a los héroes caídos del siglo II que se alzaron contra el Imperio romano.

—¿Estáis realizando una petición formal para que veamos vuestro caso saltándonos el orden establecido? —preguntó el rabino Aaron.

—Así es, señorías —confirmó el rabino Loew.

—El secretario del tribunal anotará que el rabino Loew solicita que su caso se vea sin respetarse el orden del día. Reb Bernstein, ¿presenta alguna objeción a dicha petición?

El reb Bernstein se agitó, nervioso. El rabino Loew no ostentaba ningún cargo oficial en la comunidad judía de Praga, pero se trataba de un erudito de prestigio y de un polemista respetado más allá de los límites del imperio, por lo que el comerciante optó por no objetar.

—Muy bien —dijo el rabino Aaron—. En ese caso, el tribunal oirá el caso del rabino Judah Loew. ¿Rabino Loew?

Éste sopesó cuidadosamente sus palabras antes de pronunciarlas.

—Nos encontramos ante una amenaza grave e inminente para toda la comunidad, a la que debemos dar prioridad.

Se volvió hacia mí. ¿Pensaba dejar en mis manos la exposición del caso?

Así parecía, de modo que, sin más dilación, expuse lo sucedido.

—Las autoridades cristianas han arrestado a Jacob Federn y lo mantienen encerrado en la prisión municipal bajo una acusación falsa de crimen ritual.

Un enorme alboroto se extendió entre los bancos y alteró la sala.

—¿Y qué acciones esperáis que emprenda el tribunal en este asunto? —preguntó el rabino Aaron, gritando para hacerse oír.

—La comunidad judía debe solicitar al emperador Rodolfo que transfiera al reb Federn a la cárcel real. De otro modo, tendremos que sacarlo de allí nosotros mismos pagando una fianza.

—Mirad cómo habla, como si formara parte de nuestra comunidad —intervino Bernstein.

—¿Y cuánto nos costaría? —se interesó el rabino Aaron.

No tenía ni idea. Las disputas económicas, en Slonim, eran de poca monta comparadas con las de Praga.

El rabino Loew acudió en mi ayuda.

—En casos graves como el que nos ocupa, la fianza suele establecerse en torno a los diez mil florines.

Los asistentes, al unísono, ahogaron una exclamación, como si a todos los hubieran azotado en el rostro a la vez. El florín, o gildn, era una pequeña moneda de oro que valía aproximadamente unos diez táleros.

—Es muchísimo dinero para gastarlo en un solo hombre —intervino el rabino Hayyot.

—Y más en alguien que se dedica a comprar y vender plumas —comentó alguien, lo que suscitó las sonrisas de los rostros orondos de las primeras filas.

—No se trata sólo de un hombre —dije yo entonces—. Van a cerrar todo el gueto a cal y canto. Y si las autoridades municipales lo torturan, antes del domingo por la noche habrá confesado que los judíos bebemos sangre, y antes del lunes estaremos todos metidos en un buen lío.

—Si eso es así, ¿por qué no lo han anunciado los pregoneros? —preguntó el rabino Aaron, que aprovechó para advertirme que debía usar los tratamientos de respeto con los distinguidos miembros del tribunal, algo que yo había obviado.

—Disculpadme, señorías —me excusé—. A veces demuestro unos modales propios de campesino polaco. Y no siempre llamo a las puertas antes de entrar.

El rabino Joseph ignoró mi comentario extemporáneo y dijo:

—Existe un precedente razonable de un caso como éste. La última vez que los goyim intentaron expulsarnos de Silesia, los compramos con unas dos mil piezas de oro.

—Y sólo tuvimos que aportar un tercio de la cantidad total —explicó el rabino Aaron—. El resto lo recaudaron las comunidades de Moravia y las tres tierras…

—Disponemos sólo de tres días, señorías —insistí.

Había muchas maneras de exponer el caso, pero necesitaba contar con tiempo para prepararlo, y con el respeto de los presentes. Y no tenía ni lo uno ni lo otro.

—Qué mala suerte que no puedas sacarnos de ésta a golpes —soltó alguien, usando en mi contra la mala fama que me había ganado.

—Sí, nosotros no somos un puñado de cosacos borrachos —añadió otro.

Había llegado el momento de buscar el mejor modo de iniciar mi exposición en los corredores de mi mente, atestados de libros. Empieza siempre con un chiste, instaba un sabio babilonio que se citaba en el Tratado sobre el shabbes, pero a mí me parecía que el consejo no era apropiado para todos los casos. De modo que apelé al sanedrín, el consejo de los setenta sabios convocado para pronunciarse sobre los asuntos más complejos.

Y, de algún modo, no sé bien cómo, mi lengua fue convirtiendo mis pensamientos dispersos en un razonamiento coherente y comprensible.

—Señorías, estimados burgueses de Praga y miembros de la comunidad judía: los rabinos nos enseñan que ni un solo miembro de nuestra tribu puede ser sacrificado por el bien de muchos. Si un grupo de judíos en tierra extraña se ve rodeado por una turba pagana que le pide: «Entregadnos a uno de los vuestros, y si no lo hacéis os mataremos a todos», todos deben morir, pues ningún israelita puede ser entregado deliberadamente a los paganos.

La tensión en la sala se hizo patente, pues todos imaginaron su propia muerte. Se vieron ensartados en lanzas y espadas de acero, sintieron la áspera soga que se cerraba alrededor de sus cuellos, las herraduras de los caballos partiéndoles los huesos, las llamas de la Inquisición devorándoles las ropas, los cabellos, la carne.

—Tu lógica está bien dirigida —dijo el rabino Aaron—, salvo por un detalle. Los cristianos no son paganos. Y los rabinos también han determinado que si una turba distingue a alguien por su nombre, debemos entregárselo para salvar nuestras vidas.

Los asistentes exhalaron un suspiro de alivio.

Yo ya estaba preparado para la objeción.

—Pero ¿en qué circunstancias ha de aplicarse? El rabino Karo nos enseña que el pago de rescate de los cautivos es el acto supremo de caridad, más que construir sinagogas o dar de comer a los pobres…

El rabino Aaron rechazaba la interpretación moderna que el rabino Karo hacía de la ley antigua.

—El Talmud establece claramente que no hay que pagar rescates desorbitados por los cautivos, pues de otro modo los enemigos aprenderán pronto a aprovecharse de ello.

—Pero esa regla no se aplica en este caso —rebatí—. El reb Federn no ha sido secuestrado, sino que se encuentra detenido.

—Una gran diferencia, sí —soltó uno de los mercaderes, un comerciante de especias sentado en la cuarta fila.

El rabino Aaron contraatacó con la Midrash.

—En una ocasión, el rabino Joshua hizo noche en una posada en la que una mujer le preparó unas lentejas…

—Hay quien dice que eran alubias —lo interrumpió el rabino Joseph.

Los jueces dedicaron un rato a debatir la discrepancia entre ellos, asintiendo de vez en cuando.

Yo miré al rabino Loew para que me indicara qué debía hacer. Él me hizo señas para que fuera paciente, de modo que me concentré en uno de los mercaderes de la segunda fila, al que pesaban los párpados y hacía esfuerzos por no quedarse dormido.

El rabino Aaron retomó su homilía.

—Hemos llegado a la conclusión de que la cuestión de si eran lentejas o alubias debemos dejársela al profeta Elías para que la resuelva cuando regrese a traer la paz al mundo. La cuestión es que, después de comer, el rabino Joshua oyó que uno de los viajeros hablaba de los días oscuros del imperio, cuando los romanos rodearon la ciudad santa de Jerusalén y un grupo de radicales envalentonados pedía a los judíos que lucharan hasta morir.

Hizo una pausa para cerciorarse de que todos lo escuchaban. Así era.

—Rabban Yohanan ben Zakkai, su nombre sea alabado, no quería ver morir a su amado pueblo en un acto inútil de resistencia. De modo que tras exhaustivas deliberaciones, decidió que lo mejor que podían hacer era aceptar que los romanos habían vencido, e intentar negociar con ellos. Sin embargo, era muy consciente de que si los judíos lo veían acercarse al campo enemigo se extendería el rumor de que los estaba traicionando. ¿Qué podía hacer? Yo os lo diré. Se hizo llevar fuera de la ciudad a escondidas, metido en un ataúd, arriesgando su vida para salvar la de muchos.

—Así pues —añadí, dirigiéndome al estrado—, ¿cuál es la solución que escogéis? ¿Sacar a todo el mundo del gueto a escondidas y esperar a que los cristianos no se den cuenta? ¿Tenéis alguna idea de dónde obtener tres mil ataúdes en tan poco tiempo?

Los burgueses, perplejos, se pusieron en pie como olas de tempestad, y el rabino Hayyot llamó al orden.

—¿Y por qué no cavamos un túnel por debajo del muro y, ya que estamos, lo hacemos tan largo que llegue hasta Jerusalén? —gritó alguien.

Percibí un cambio en la marea, al tiempo que unas risas descendían desde las galerías.

El rabino Aaron frunció el ceño, airado, y sus cejas casi llegaron a tocarse.

—No podemos arriesgarnos a provocar así a los cristianos. De ese modo sólo conseguiremos inflamar su cólera y empeorar las cosas.

No pude evitar rebatirlo.

—¿Y cómo podrían empeorar? Ya están convencidos de que cocinamos con sangre.

El rabino Loew intervino entonces.

—Señorías, amigos de la comunidad, en tiempos de dificultad debemos recordar las palabras el rabino Akiva, que su luz resplandezca en el Paraíso, pues él nos enseñó a ocuparnos primero de Dios, y sólo después de nuestras propias dificultades. Él nos dijo que si un judío en el desierto sólo tiene una cantidad de agua suficiente para beber o lavarse, pero no para las dos cosas, es mejor morir de sed que comer sin purificar las manos.

«Buena estrategia.» Colocar un espejo frente a su propia moralidad. Nadie quiere mirar la muerte a los ojos a menos que Dios esté de su parte.

—Debemos actuar unidos para salvar a Jacob Federn —prosiguió—. Está escrito que: «Loy samed al dam reyejoh.» «No permanecerás de brazos cruzados junto a la sangre de tu prójimo.»

«Eso, un mandamiento.» Eso los conminará a actuar.

—Coincido en que nos hallamos, sin duda, ante una prueba de valía —dijo el rabino Joseph—. Debemos alcanzar un estado de pureza y concentración para resolver este dilema. En condiciones normales, el paso del proceso sería el ayuno, pero como no podemos ayunar durante la fiesta de la Pesach, debemos purificar nuestro cuerpo sumergiéndolo en los mikvehs, y absteniéndonos de mujeres y de otras cosas sucias durante varios días.

—No disponemos de varios días —añadí yo.

El reb Bernstein levantó las dos manos, asqueado.

—Señorías, ¿cuándo vamos a tratar mi caso?

—Ahora mismo, reb Bernstein —le respondió el rabino Joseph—. ¿No os dais cuenta de que la causa de este problema espantoso podría ser que uno de nuestros mezuzás estuviera escrito de manera incorrecta? He oído de casos en los que una simple palabra mal escrita, e incluso una simple letra, puede provocar tales tragedias. Opino, por tanto, que debemos crear un comité para inspeccionar todas los mezuzás del Barrio Judío. Nos harán falta voluntarios.

Desde la sala se elevaron varias voces respondiendo a su llamada.

El mercader que dormitaba dio un respingo.

—¿Qué se discute? —preguntó, confundido al percatarse del bullicio.

—Señorías —proseguí yo—, aun así necesitamos una solicitud formal de la comunidad judía para que el keyser Rodolfo traslade al acusado, Jacob Federn, de la cárcel municipal a los calabozos reales del castillo.

El vendedor de especias volvió a intervenir.

—Señorías, ¿acaso soy yo el único que recuerda que otro emperador con el mismo nombre de pila ordenó confiscar las propiedades de los judíos en Speyer, Mainz y el resto de la Baja Renania? ¿Por qué habríamos de confiar en otro Rodolfo?

«Eso sí es tener buena memoria.» Aquello había sucedido cien años antes del gran pogromo de Pascua, aunque cualquiera diría que había sucedido ayer mismo.

El rabino Hayyot asintió, mostrando su acuerdo.

—Sin pruebas de la inocencia de Federn, una petición como ésa sólo lograría enojar a los gentiles. El riesgo es demasiado grande.

—Está bien, de acuerdo —dijo el rabino Loew—. Obtendremos esas pruebas. Pero nos hará falta una pequeña asignación económica para poder proceder con eficacia.

—¿Para qué necesitáis dinero? —se extrañó el rabino Aaron.

—Señorías, se lo ruego —insistió el reb Bernstein.

El rabino Loew lo interrumpió.

—Como el supuesto crimen ritual tuvo lugar en la zona cristiana de la ciudad, vamos a tener que hablar con testigos cristianos. Y para eso nos hará falta algo de gelt.

El rabino Aaron demostró su enojo.

—¿Sugerís que el kehileh apruebe el uso de la deplorable práctica del soborno, cuando está escrito que éste corrompe la mente y pervierte la justicia?

Me pareció oportuno expresar mis objeciones.

—Señoría, esos pasajes de las Escrituras se refieren explícitamente a la aceptación de sobornos como pagos para conseguir que alguien inocente sea declarado culpable de un delito que no ha cometido.

Pero el rabino Aaron me desenmascaró.

—Deberías concentrarte en el estudio del Talmud, en vez de leer a ese hereje de Rambam, y otros libros que deberían arder en la pira. ¿Acaso no hemos aprendido del rabino Eliezer que todo el que enseña la Torá a su hija le enseña a ser una ramera?

A pesar de ser un recién llegado, incluso yo me di cuenta de que aquello era un ataque personal lanzado contra la familia del rabino Loew.

—Traednos pruebas de la inocencia de Federn, y abordaremos el asunto el domingo, en sesión extraordinaria.

—Que se anuncie el siguiente caso —ordenó el rabino Hayyot.

El secretario anunció la petición del reb Bernstein.

—Por fin —dijo el interesado.

—Señorías, dadnos al menos unos pocos táleros para financiar la investigación.

Pero incluso a eso se negaron.

—Volveremos a vernos el domingo.