Capítulo 21

El penique de cobre rebotó en el empedrado con un tintineo metálico, inequívoco, y fue a aterrizar en el lodo que cubría el camino por el que avanzábamos. Alcé la vista, siguiendo a la inversa la trayectoria de la moneda, hasta su origen, donde una banda de soldados rasos nos observaba, esbozando una media sonrisa.

Era uno de esos días grises en que todos los colores se ven mortecinos y apagados, y en los que se diría que la sangre se hubiera retirado de los rostros de la gente.

—Recogedla, judíos —dijeron.

Yo decidí no detenerme, seguir caminando con la vista fija en la Calle Real, pero al ver que una niña recogía el fertl-pfennig del barro, lo limpiaba y nos lo ofrecía, el rabino Loew actuó como si la moneda hubiera caído del cielo.

—El cielo es muy generoso, amigos —declaró—. Pues quién habría dicho que esta monedita bastaría para proporcionar el pan diario a doce niños, por lo menos. Alabado sea el Señor.

Al menos el penique no había ido a parar sobre una de las-humeantes pilas de excremento que obturaban las cloacas cercanas a la Plaza Pequeña. A juzgar por las grandes salpicaduras que ensuciaban los adoquines, parecía que la mitad de todos los gentiles vaciaban sus orinales por las ventanas.

Seguimos al carruaje del emperador por la Vía del Rey que, a nuestras espaldas, se extendía cien millas. La gente corriente se apartaba del camino y observaba, boquiabierta, alargando mucho el cuello para ver mejor al personaje celebre que, según creían, viajaba en el interior del vehículo dorado.

Por eso mismo casi nadie nos prestaba la menor atención en nuestra silenciosa invasión de su territorio. A mí aquellas calles me resultaban desconocidas, y no podía evitar maravillarme con los sofisticados carteles de las casas, desde las rejas de remates dorados que se alzaban junto a la Puerta Sur hasta los cisnes blancos y las arpas plateadas que podían apreciarse en las inmediaciones del puente de piedra.

La entrada a éste quedaba defendida por una torre cuadrada de arco ojival, lo bastante ancho para que el tráfico se moviera en ambos sentidos simultáneamente. Sobre el arco se sucedían dos hileras de escudos, adornados con las águilas y los leones de rigor, presididas por un trío de estatuas —dos reyes y un santo situado entre ellos, más arriba—, que sostenían sendos orbes rematados con cruces en la mano izquierda, y cetros dorados en la derecha.

Bajo el arco había apostados varios centinelas que recaudaban peajes, tasas y demás cobros. Al ver los distintivos que nos identificaban como judíos, dedujeron que debíamos de ser mercaderes influyentes, e intentaron cobrarnos un tálero a cada uno por cruzar el puente. Se rieron sin disimulo cuando les contamos que éramos tres humildes judíos que acudían a ver al keyser, y siguieron haciéndolo hasta que intervino el lacayo real, que descendió de su atalaya y les ordenó que nos eximieran del impuesto de entrada.

Los centinelas se vieron obligados a obedecer, pero se vengaron de nosotros deteniendo el tráfico que corría en ambas direcciones y haciéndonos separar mucho los brazos y las piernas para cachearnos, cosa que hicieron con brusquedad y sin el menor respeto. Entonces, al oír que los viandantes empezaban a maldecir en checo y alemán, los guardias palparon de cualquier manera el hatillo de tela que el rabino Loew llevaba consigo. A continuación nos pidieron que nos quitáramos los sombreros y los zapatos para poder «registrarlos», por si llevábamos armas o sustancias con las que pudiéramos dañar a la persona del emperador.

La longitud del puente era de casi quinientas yardas. Carretas cubiertas y nobles a caballo pugnaban por ganar posiciones, junto a campesinos que se dirigían al mercado cargados con cestos llenos de verduras sucias de tierra. Los peregrinos se santiguaban al pasar frente al crucifijo de madera colocado en una hornacina especial erigida a tal efecto antes de la mitad del arco.

—Vaya, ese tal Jesús está por todas partes —murmuré, volviendo la cara hacia el viento del este.

El rabino Gans me mandó callar, y con un gesto me señaló las cabezas cortadas, clavadas en lanzas, que se destacaban en diversos puntos del puente. Me indicó cuáles de ellas correspondían a delincuentes comunes y cuáles a súbditos rebeldes, pues las de éstos se exhibían durante años para que sirvieran de ejemplo a los vivos.

Varios cientos de yardas más allá, un alto muro almenado descendía desde la colina hacia la orilla del río como la mandíbula de algún gigante caído. El rabino Gans me informó de que se trataba de la llamada Muralla del Hambre, construida por el emperador Carlos IV para ayudar a sus súbditos durante un par de años de vacas flacas, pues les pagaba en especies por construir una defensa que, en realidad, no resultaba demasiado necesaria. También me contó que el príncipe Václav, hijo de Carlos, se disfrazaba muchas veces de viajero pobre para ver si alguien engañaba a los trabajadores (lo que sucedía con frecuencia), y que un día, tras someterse a una jornada de trabajo agotadora en unos viñedos, estableció una serie de cambios, redujo la jornada laboral para los labriegos y les concedió una pausa más larga para las comidas.

—Si más privilegiados se pusieran en la piel de los demás, aunque sólo fuera una hora —dijo—, o llevaran distintivo y supieran qué es ser judío un solo día, el mundo sería un mejor lugar.

La torre del polvorín, situada en el otro extremo del puente, estaba cubierta de grandes lienzos ondulantes. Tras ellos, los trabajadores levantaban polvo mientras cincelaban las piedras que la componían, para conferirles un nuevo estilo. La brisa que se elevaba del río traía hacia nosotros una nube blanca a medida que nos acercábamos. Cerré los ojos y, al abrirlos, me encontré con una gárgola esculpida con forma de bruja, la nariz ganchuda y los pechos caídos, que me sonreía, siniestra, bajo un saliente del arco.

El castillo no parecía tan imponente desde el otro lado del río, pero a medida que nos acercábamos a él parecía crecer por momentos y ocupar una porción de cielo aun mayor. Como había tenido la ocasión de estudiar la maqueta de Langweil, sabía que no se trataba sólo de un castillo, sino de un complejo compuesto por una basílica de más de cuatrocientos años de antigüedad, una catedral, un convento, la residencia de verano de la reina (aunque en ese momento no la hubiera), el palacio viejo y el nuevo, que todavía estaba en construcción. En realidad, parecía que la mitad de la ciudad se hallara en obras.

La lengua que más se oía en aquella parte de la ciudad era el alemán, y a mi alrededor, por todas partes, había iglesias con gran profusión de símbolos católicos.

Si pudiéramos trazar una línea imaginaria en el aire que, desde la Puerta Meridional llevara hasta el patio de acceso al castillo, probablemente mediría dos mil codos. Pero la cifra se duplicaba, pues debíamos avanzar por las calles empinadas y serpenteantes de la Ciudad Pequeña, precedidos por el carruaje, esquivar las boñigas de los caballos cada vez que éstos las soltaban; más de lo que a mí me habría gustado. Cuando llegamos a lo alto de la Calle Real, la nariz me goteaba de frío, y sentía las ropas empapadas de sudor.

El viento, que empezó a soplar con más fuerza, se abrió paso entre las varias capas de ropa que llevaba. Aliándose con mi transpiración, consiguió helarme los huesos y amargarme, si cabía, más. Según el calendario cristiano estábamos a finales de marzo, sí, pero ahí arriba parecíamos encontrarnos todavía a principios de febrero.

¿Cómo era posible que el castillo del emperador resultara más frío que el atestado desván en el que yo dormía? Tal vez se debiera a los muros de piedra, a la ubicación del castillo, construido sobre un repecho ventoso desde el que se dominaba la ciudad, al gran tamaño de las estancias. El salón principal del palacio antiguo era lo bastante espacioso para celebrar torneos y justas en él, con caballeros montados y pertrechados hasta los dientes. El rabino Gans me dijo que, en realidad, hasta 1580 se habían celebrado, y que la inmensa entrada del extremo más alejado del salón se había construido expresamente con unos peldaños anchos y bajos para que los caballeros pudieran acceder a él sin tener que desmontar.

Junto a la Escalinata de los Jinetes se encontraba la entrada a la cámara del Consejo Supremo, cuyo pórtico, sostenido sobre cuatro columnas —dos a cada lado, unidas por un arco de medio punto que se elevaba sobre las puertas—, mostraba un aspecto idéntico al de las cubiertas del Talmud y otros textos rabínicos, en las que, a su vez, se representaba lo que, según las descripciones tradicionales, había constituido el acceso principal al templo de Salomón. Aquella similitud con nuestros antiguos símbolos de sabiduría y justicia me transmitió cierta esperanza.

Un lacayo, vestido al estilo italiano, con uniforme de terciopelo rojo y detalles dorados, nos dedicó una escueta reverencia y dijo:

—El Obersthofmeister estará enseguida con vosotros.

«¿Y qué diablos es un Obersthofmeister?», me pregunté yo.

Permanecimos allí, moviéndonos por el salón, golpeando el suelo con los pies para mantener el calor, mientras el lacayo nos advertía por tercera vez de las maneras del kaiser Rodolfo, que muchos de sus súbditos consideraban frías y distantes. Cómo habrás de ser, me dije, para que un alemán piense que eres frío.

Finalmente, el Obersthofmeister Guillermo de Stein Tafel-frung Gruber apareció ataviado con un jubón negro, entallado, a juego con los calzones, sobre el que llevaba un broche de plata prendido de la pechera. Cortésmente, nos sacó del viejo salón y nos llevó por una sucesión de galerías, cuya placidez regia se había visto alterada por la construcción de nuevos proyectos. Nos condujo brevemente por un mirador abierto desde el que podía admirarse una vista espléndida de la ciudad real, que se extendía hasta el horizonte, en todas direcciones, ocupada por los aproximadamente sesenta mil súbditos cristianos que superaban en gran número a los habitantes del gueto, en una proporción que, como mínimo, era de veinte a uno. Atravesamos las Wunderkammern, cuyos gabinetes rebosaban de curiosidades y rarezas tales como el cuerno de un unicornio, un juego de clavos oxidados del Arca de Noé (a pesar de que la Torá no menciona en absoluto la existencia de remaches de hierro); y de la colección del emperador Carlos IV, un par de gotas de leche del pecho de la Virgen María (sin duda, otra ocurrencia milagrosa), así como varias espinas de la corona de Jesús. Fue para mí una decepción constatar que no se hallaban en posesión del mantel original, manchado de vino, que se había usado durante la Última Cena, aunque el rey de Hungría decía conservar un trozo de él.

El encargado de la colección del emperador Rodolfo era un judío italiano llamado Strada, demasiado ocupado contemplándose a sí mismo en un espejo de cuerpo entero para fijarse siquiera en nosotros cuando atravesamos la galería de arte. El rabino Gans me comentó que el emperador era el padre de al menos tres de los hijos de Katharina, la hija de Strada, aunque todavía no los había reconocido.

Las pinturas de mayor tamaño de la Kunstkammer eran paisajes pastorales llenos de diosas y dioses entrados en carnes cargados con trompetas, escudos y cascos rematados de plumas (eso en el caso de que no fueran desnudos), pero a mí me pareció que las obras más interesantes eran un pequeño retrato del emperador compuesto con las frutas de un cuenco, y algunos dibujos a la tinta en los que se mostraban los vestidos de cierta celebración festiva y se ilustraban los distintos modos que tenía un hombre de disfrazarse de demonio, o un caballo de parecer un dragón de tres cabezas.

Aquello me dio una idea de cómo podíamos transformar una criatura de aspecto anodino en un ser temible.

Pero debíamos seguir avanzando, pues el reloj estaba a punto de dar la hora. Aquél, en particular, mostraba a un soldado turco de cabeza desproporcionada que movía los ojos de un lado a otro y alzaba su cimitarra curva cada vez que sonaban las campanillas.

Entonces, de una galería contigua nos llegó una extraña algarabía. Parecía que un grupo de hombres estuviera peleando, pero el Obersthofmeister me informó de que se trataba sólo de una compañía de comediantes ingleses que ensayaba una obra.

—¿El keyser también habla inglés? —pregunté.

—Su Majestad domina cinco lenguas, además del checo —respondió—. Y tiene conocimientos de inglés.

Como este idioma es primo del alemán, que a su vez es hermano del yiddish, fui capaz de reconocer algunas palabras, pero lo que entendí no me tranquilizó precisamente. Uno de los actores principales parecía representar el papel de un judío (no se había ahorrado ni la nariz postiza ni la barba), y alardeaba de lo mucho que le gustaba ir por ahí envenenando pozos, enemistando a amigos y llenando las cárceles de cristianos arruinados por culpa de sus prácticas de usurero, todo lo cual lo había bendecido con «tantas monedas como para comprar el burgo entero». No entendía bien qué quería decir esto último, pero no me cabía duda de que no se trataba de una declaración de amor a los cristianos. Me preguntaba si el autor habría visto algún judío en su vida, puesto que el rey inglés Eduardo nos había expulsado de sus tierras hacía más de trescientos años. Aunque, en realidad, de haberlo conocido, no creía que su opinión hubiera cambiado demasiado.

Aun así, esperaba que, después de todo, el inglés del emperador Rodolfo no fuera tan bueno.

El despliegue de riquezas que había contemplado hasta ese momento no me había pillado por sorpresa, pues, sin duda, imaginaba que existía. Pero lo que me causó gran asombro fue pasar por una biblioteca que contenía miles de libros. No me parecía posible que un solo hombre poseyera tantos. Descubrir que algunos de los títulos eran ingleses no me tranquilizó, precisamente.

El rabino Gans intentó calmarme observando que un soberano que demostraba semejante curiosidad intelectual había de ser, forzosamente, amigo de Israel, dada nuestra antigua fama de nación de sabiduría y razonamiento. Pero yo no estaba tan convencido.

Finalmente, el Obersthofmeister nos condujo a una antecámara, donde un paje retiró una cortina y nos anunció, pronunciando el nombre del Maharal a la manera checa:

—El rabino Yehuda Liwa y su séquito.

La cámara interior no era tan espaciosa como el salón de los banquetes, pero sí tan fría como aquél. Una sola estufa de porcelana verde, situada en un rincón, no bastaba para calentar la estancia. Su superficie esmaltada debía quemar al tacto, pero el calor que desprendía se disipaba por completo a escasa distancia de ella.

El emperador estaba sentado de espaldas a nosotros, observando algo a través del tubo metálico de un raro dispositivo óptico. A su lado, abierto, un libro de grandes ilustraciones similares a algunos de los minerales y las plantas que se apretujaban sobre la mesa. Cuando se volvió, creí adivinar que fruncía un poco el ceño, pero apenas nos vio esbozó una sonrisa.

El emperador se puso en pie y nos saludó con entusiasmo. Nosotros le dedicamos una reverencia, pero él insistió en estrecharnos la mano, como si fuéramos sus iguales, y nos pidió que no nos descubriéramos la cabeza.

—No os quitéis los sombreros. Ya sé que no es vuestra costumbre.

Agradecimos a Su Majestad el privilegio que nos concedía.

Él, de manera instintiva, adoptó una pose regia, arqueando la espalda y echando hacia atrás la cabeza.

Tendría unos cuarenta años, la mirada triste, aunque penetrante, y una barbilla prominente, ennoblecida por una barba negra, rizada. Vestía a la última moda llegada de España: ropas simples y austeras, de líneas rectas, cubiertas por la capa negra y larga que uno esperaría encontrar, más bien, en un hechicero o un mago. Estábamos ante el hombre que debía heredar el trono español si el príncipe don Carlos resultaba ser demasiado inestable para gobernar, aunque yo me preguntaba cómo hacían para determinar si alguien estaba loco o cuerdo en un país que había prohibido toda forma de estudio científico, expulsado a la mayoría de los eruditos no cristianos; y después, cuando ya no había nadie más a quien perseguir, dedicado a perseguir, entre los suyos, a brujas y herejes, antes de partir hacia el Nuevo Mundo en busca de víctimas frescas.

—Tomad asiento, por favor —dijo.

Obedecimos.

—Es para mí un honor recibir a unos hombres tan ilustrados como vosotros en mi laboratorium. Son tantas las preguntas que deseo formularos…

—Y nosotros a vos —respondió el rabino Loew.

—Mis consejeros me informan de que, entre todos los rabinos de la Ciudad Judía, tú eres el único que alienta a los vuestros a estudiar matemáticas y ciencias naturales y a obtener una mayor comprensión del mundo y, en último extremo, del Creador.

—Vuestros consejeros están bien informados —corroboró el rabino Loew.

—Excelente. Pero, si estoy en lo cierto, también crees que la ciencia humana siempre será inferior a los estudios cabalísticos y de las Escrituras. De modo que, tal vez, quieras enseñarme algo sobre el uso de la Cábala para desvelar los secretos de la creación.

¿Para eso nos había concedido audiencia? ¿Para hablar sobre la Cábala?

El rabino Loew estaba mejor instruido que yo en el conocimiento de los poderosos, y respondió con gran entusiasmo a la petición del emperador.

—Nada me proporcionaría más placer que abordar estas cuestiones con vos, Majestad, pues la Ley incorpora todas las formas del conocimiento, sin excluir ninguna.

El emperador se frotó las manos, como un niño entusiasmado ante cualquier novedad.

—En ese caso, empieza, por favor, contándome lo que sepas sobre la manipulación de letras y números, pues ha llegado a mis oídos que eres un maestro de ese arte.

—De acuerdo —accedió el rabino—. Me parece un punto adecuado para iniciar la exposición, pues existen muchos puntos en los que las numerologías judía y cristiana coinciden. En ambos sistemas, el número uno representa la unidad y la verdad, y el cuatro simboliza a menudo las cuatro esquinas del mundo físico…

—A mí no me interesan las similitudes, sino las diferencias.

—Por supuesto. Veo que Su Alteza está ávido de conocimientos. Alabado sea el Señor, que os ha concedido tal sabiduría. Debo deciros que la numerología judía difiere de la cristiana en varios aspectos. Por ejemplo, entre los cristianos, el número trece es infausto. Pero no es así para los judíos, ya que los Diez Mandamientos son, en realidad, trece, puesto que el segundo de ellos se compone de cuatro indicaciones diferenciadas.

—Fascinante —dijo el emperador—. Te ruego que prosigas.

—Sí, Majestad. Es más, existen trece medidas de merced divina descritas en el Libro del Éxodo, y trece principios de fe que nosotros alabamos en un cántico al final de los servicios del mayrev, durante los shabbes y las otras celebraciones.

—Es decir, que afirmas que, después de todo, tal vez el número trece no sea infausto —apuntó el emperador, acariciándose la barba, pensativo, y componiendo la estampa misma de esa rara especie de monarca que, aunque parezca extraño, se muestra dispuesto a dejarse aconsejar por alguien que no pertenece a su pequeño círculo de asesores—. ¿Y cómo rebatirías entonces a esos cristianos que afirman que el mundo terminará dentro de seis años, en 1598?

—No existe ninguna razón numerológica válida para creer que tal cosa haya de suceder.

—Sobre todo porque todo el mundo sabe que el mundo terminará en 1666 —intervine yo.

—¿Y quién es éste? —preguntó el emperador, mirándome fijamente.

—Éste es mi pupilo, Benyamin Ben-Akiva.

—Ah, el sacristán. Ya había oído hablar de ti.

—¿De veras? —le pregunté, genuinamente sorprendido—. Veo que el emperador está muy bien informado de lo que sucede en el gueto.

A Su Majestad le complació mi respuesta. Sonrió tímidamente, pero no dijo nada. Debía de contar con informantes en todos los rincones de la ciudad. Una precaución sensata en aquellos tiempos en que las armas de fuego eran de dimensiones tan reducidas que podían ocultarse bajo las capas.

Le expliqué que en los confines más lejanos de la Polonia oriental podían encontrarse aún grupos dispersos de Creyentes Viejos y de judíos mesiánicos que creían que el mundo terminaría en el año 1666 del calendario cristiano.

—Pero tú no avalas esa idea —observó el emperador.

—No.

—¿Por qué no?

El monarca parecía sinceramente preocupado por un fin inminente. Yo me esforcé todo lo que pude por exponer mi postura sin recurrir a las palabras «porque sólo un idiota creería algo así».

—Siempre constituye una proposición arriesgada intentar predecir el año exacto de un hecho apocalíptico. El rabino Abravanel estaba convencido de que la expulsión de España constituía una señal de que el Mesías vendría en vida de él; pero murió en 1508. Incluso el gran Ari de Safed se equivocó al declarar que 1575 sería el año de nuestra redención. Sólo los fanáticos más insensatos insisten en saber con certeza lo que nos deparará el futuro.

—En ese caso, yo debo de ser un fanático insensato —sentenció el emperador, echando hacia abajo la barbilla, que soportaba el peso de su humor melancólico—. Porque deseo comprender el cosmos en su totalidad.

Intenté rescatar al monarca de las profundidades de su desasosiego.

—En ese caso os recomiendo que leáis las obras del rabino Moisés Cordovero. Su Pardes Rimmonim acaba de publicarse en Cracovia.

Al emperador se le iluminaron los ojos. Agarró una pluma y una hoja de papel de un banco de trabajo y me las alargó.

—Anótame el nombre del autor, y el título.

No hice el menor ademán de recoger lo que me daba.

—¿Qué sucede? —preguntó, incapaz de ocultar la irritación que sentía, pues era evidente que alguien como él no estaba acostumbrado a que alguien ignorara sus órdenes.

Le expliqué que nos estaba prohibido escribir durante el shabbes.

—Ah, sí, es cierto. Al Pueblo del Libro no se le permite escribir nada. ¿Correcto?

—Siendo exactos, la Ley se refiere exactamente a escribir dos letras seguidas…

—¿Incluso en latín?

—En cualquier alfabeto. Aunque el castigo es menor si no se trata de algo permanente.

—¿De modo que te estaría permitido escribir las palabras sobre cera, o con tiza, o en alguna superficie en la que no quedaran fijadas de manera permanente?

—Sólo si se trata de un caso de emergencia real —respondí, mirando al rabino Loew en busca de su aprobación.

Éste arqueó una ceja y asintió escuetamente, y yo deduje que aquello podía considerarse una emergencia.

El emperador me entregó entonces una pizarra y un trozo de tiza, y yo escribí las palabras, Libro del Huerto de las Granadas, y le conté que la ilustración de la cubierta representaba un pórtico muy similar al que se alzaba a la entrada de la cámara del Consejo Supremo. Convinimos a continuación que le proporcionaríamos un ejemplar, y él dijo que pondría a trabajar en él a sus traductores de inmediato.

—Y ahora, cuéntame qué dice ese tal rabino Cordovero.

«Genial. Otra digresión», pensé yo.

¿Llegaríamos algún día a lograr la libertad de Jacob Federn, de su esposa y de su hija? ¿Qué les sucedía a los monarcas cristianos, que a pesar de ostentar semejante poder se sentían constantemente atormentados por la sensación de que en su vida faltaba algo? Para mí no había el menor misterio en ello, pues su poder se sustentaba en el expolio de continentes enteros, en el izado de su bandera sobre todos los territorios conquistados, sobre la esclavitud de los pueblos que encontraban.

Aquellos hombres podían pasarse la vida buscando, sin encontrar las respuestas que perseguían; podían dedicarse en cuerpo y alma a quimeras tales como la Fuente de la Eterna Juventud o el Elixir de la Vida.

—Antes de exponer los puntos de vista del rabino Cordovero sobre las maravillas de la creación —continué—, el rabino Loew os trae un mensaje de parte de Mordecai Meisel, alcalde del Yidnshtot.

Un finísimo velo helado cubrió durante un instante el rostro del emperador, y finalmente pude contemplar con mis propios ojos la célebre frialdad sobre la que todo el mundo me había advertido.

El rabino Loew le acercó el documento.

—Se trata de una petición, Majestad. De la concesión de privilegios.

—¿Qué clase de privilegios?

—Os solicitamos que transfiráis al acusado que se cita en este documento, Jacob Federn, desde la cárcel municipal a la imperial, y que liberéis a su esposa y a su hija, que fueron detenidas ayer tarde.

—Me temo que las mujeres son propiedad de la Inquisición, por lo que quedan fuera de mis atribuciones —contestó el emperador—. Pero realizaré algunas averiguaciones.

—Vuestra Majestad es muy amable y gentil —declaró el rabino Loew.

—En cuanto al acusado, el traslado ya se ha llevado a cabo.

—¿De veras? ¿Dónde se encuentra?

—Aquí, en el castillo. En la Torre Daliborka.

—¿Podríamos hablar con él?

—Os concederé ese privilegio —anunció el emperador, aceptando el documento que el rabino le alargaba.

Los dos rabinos, Loew y Gans, le dedicaron una reverencia y expresaron su gratitud por la bondad y la sabiduría del emperador.

La frialdad fue desapareciendo del rostro del emperador a medida que éste leía ciertas partes del documento en voz alta, tal vez en nuestro beneficio, tal vez no.

—Eterno y Benevolente Soberano… en busca de Vuestra protección… santuario de leyes… derecho a izar la bandera de David… exención de impuestos para la nueva sinagoga…

Lo cierto era que Meisel había demostrado coraje al atreverse a incluir aquella última petición.

En cualquier caso, el emperador llamó a su escriba. Las cortinas se separaron e hizo su entrada un hombrecillo contrahecho, de nariz tan ganchuda como el filo de una hoz, y que en lugar de ojos parecía tener dos puntos negros.

—Escribe —le ordenó el emperador.

—Sí, señor.

El escriba se encorvó sobre un escritorio, preparándose para anotar las palabras de su señor.

Éste adoptó una postura regia e inició el dictado:

—Considerando que el judío Mordecai Meisel nos ha proporcionado, sin vacilar, servicio y apoyo leal siempre que lo hemos necesitado, y considerando que nos ha prestado miles de táleros para la adquisición de ciertos caprichos, y considerando que en el día de hoy me ha enviado a unos representantes de su pueblo en busca de protección oficial para abordar una falsa acusación de crimen ritual, resuelvo que Mordecai Meisel, en virtud del cargo de representante de toda la comunidad judía, sea eximido de pagar impuestos sobre la sinagoga de nueva construcción.

La pluma detuvo su avance y, a trompicones, volvió a garabatear las palabras del emperador.

—Es más, el privilegio podrá transmitirlo a sus herederos, a perpetuidad. Dicha sinagoga será un refugio contra el maltrato y la opresión. Ningún agente de la ley estará autorizado a entrar en ella, ni en el domicilio de Meisel con intención de perturbarlo o interferir en sus asuntos privados sin el consentimiento expreso del emperador.

Abandonó su pose y se dispuso a firmarlo. Cuando lo hubo hecho le añadió el sello, y el escriba se ausentó para despachar la orden.

—Y ahora, hablemos de las opiniones del rabino Cordovero sobre la Cábala.

El rabino Loew le dijo que, para los no iniciados, era mejor comenzar con el Aggadah.

—Dispongo de poco tiempo —dijo el emperador, que ordenó al rabino Loew que le instruyera en el arte de la Cábala.

—Está bien, Majestad —aceptó el rabino Loew—. Pero ¿dónde puede hallarse esa sabiduría? No la encontraréis en ningún mapa impreso del mundo, marcado con una x, como si del tesoro de algún pirata se tratara, pues se halla del otro lado de la razón y el juicio, y más allá también de esa rama de la alquimia que explora el mundo con varas de medir y asigna el más alto valor al oro. Está del lado del ansia de saber, la bondad y la piedad, que simboliza el metal que nosotros valoramos más de todos, y que no es sino la plata.

El rabino hizo una pausa para permitir que el emperador absorbiera aquella información, que iba en contra de las creencias más extendidas sobre nuestro pueblo.

—Incluso el polvo mismo que pisan vuestros pies puede contener misterios ocultos —prosiguió—. Lo mismo ocurre con los judíos, que pueden estar esparcidos como el polvo de la tierra, y que por más que los hombres intenten aplastarlos con sus botas, resistirán, como el polvo, y no se irán. Del mismo modo, la fuente de la verdad puede no ser una joya resplandeciente, como esa tan codiciada Piedra Filosofal. Es posible que, en un primer momento, pueda parecer poco valiosa.

—En ese caso, tal vez yo disponga de la herramienta necesaria para emprender esa empresa —dijo el emperador—. Debéis observar esto, pues se trata de una curiosidad de lo más entretenida.

Venid por aquí. —Nos condujo hasta su banco de trabajo y nos señaló el mecanismo cilíndrico por el que estaba mirando cuando entramos en la cámara—. Un monje franciscano a quien llaman doctor Mirabilis y algunos oculistas italianos saben desde hace tiempo que las lentes convexas capaces de formar la imagen de un objeto lejano pueden también, si se combinan con un lente ocular que incluya un… esto… punto focal correcto, aumentar una imagen. De modo que si alguno de vosotros tiene algo que desee ver aumentado, os ruego que lo coloque aquí. Este aparato sólo funciona con objetos opacos. Es decir, no puede hacer aflorar a la luz lo invisible, pero casi todo lo que se ve a través de él revela algo hasta entonces desconocido sobre su textura peculiar. Incluso la suciedad que se aloja bajo vuestras uñas podría proporcionar pistas sobre lo que habéis desayunado esta misma mañana.

—Nosotros no tenemos suciedad bajo las uñas —aclaró el rabino Gans—. Nos las lavamos para el shabbes.

—Ah, sí, claro.

Se hizo un silencio incómodo, y entonces, como si contara con voluntad propia, mi mano ascendió hasta mi pecho y rebuscó algo bajo los pliegues de la capa, en el bolsillo interior, hasta que finalmente encontró el saquito que yo, con gran ceremonia, había depositado ahí el día anterior.

—Esto, Majestad —le dije, alargándole el saquito—. Quiero examinar esto.

—¿De qué se trata?

—Es una muestra de un material que recogí junto a la puerta de la tienda de Federn. Tal vez contenga rastros de los humores esenciales de los asesinos.

Por suerte el emperador sentía una gran fascinación por nuestro «conocimiento judío», porque cuando vertí el contenido sobre una hoja de papel, ni puso mala cara ni arrugó los labios en gesto de desagrado, y con gran entusiasmo agarró un pellizco de aquel polvillo y lo colocó en la bandeja metálica, bajo el cilindro de latón.

Movió el aparato para acercarlo más a la luz y ajustó una de las ruedas hasta que la imagen quedó bien enfocada.

—¡Ahí lo tienes! —exclamó—. Y sí, en efecto, una parte no parece más que polvo normal y corriente, pero hay varias chispas de luz que reflejan lo que parecen ser diminutas porciones de cuarzo. Tendría que convocar a los geólogos de la corte para estar del todo seguro, pero diría que este polvo ha estado en contacto con arena.

—¿Con arena? ¿De dónde? —preguntó el rabino Loew.

—Debe provenir del lecho del río —apuntó el rabino Gans.

El emperador prosiguió.

—Y esto parece un pelo de la cabeza de alguien, o tal vez una pestaña, pues es muy corto y muy tieso, y lo que debe de ser un pedazo de tejido de alguna clase y… esto es muy raro.

—¿Qué?

—Parece un hilo de plata muy fino.

—Habían barrido y fregado la tienda la noche anterior, para la celebración de la Pesach —comenté—. Y los Federn no llevaban ropa con hilos de plata esa mañana.

—Míralo tú mismo.

Lo cierto era que la descripción del emperador era correcta. En el aspecto de la plata auténtica no había confusión posible, por más que el objeto resultara apenas visible a simple vista.

El asombro que causó aquel hallazgo fue general.

—Esto procede directamente de Dios, que ilumina nuestro camino para que encontremos a los culpables —proclamó el rabino Loew.

Pero ya estaba bien de tanto asombro. Se estaba haciendo tarde, de modo que dije:

—Todo esto está muy bien, y es muy útil, Majestad, pero en realidad hemos venido hasta aquí para formularos una pregunta.

—¿De veras? Podéis preguntarme lo que deseéis.

Vi que las frentes de los rabinos se oscurecían, impacientes.

—¿Nos daríais permiso para examinar el cadáver de la víctima?

Los ojos de mis acompañantes exclamaron sin palabras: «¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre siquiera pedir algo semejante?»

—¿La joven cristiana? —preguntó el emperador—. No sé. Imaginad la reacción de la gente, y de la Iglesia. Y más en un momento como éste, en que debemos mantener un frente unido contra la amenaza turca…

El rabino Loew invocó el nombre de la justicia.

El rabino Gans prometió que no tocaríamos el cuerpo sin vida de la pequeña con nuestras propias manos, ni con ningún elemento mágico, ni con nada que pudiera considerarse de naturaleza mágica.

Pero nada surtió efecto hasta que yo rogué a Su Alteza Real que graciosamente nos permitiera examinar el cadáver «por el interés de la ciencia».

Finalmente, nos concedió la autorización aunque, eso sí, muy condicionada. Le pedimos que nos la entregara por escrito, por si acaso.

Y así lo hizo. Después mandó llamar a unos de sus asistentes y le pidió que nos acompañara a las mazmorras reales.