Capítulo 18

El obispo Stempfel siguió a los dos pajes que lo conducían hasta el dormitorio reservado a los huéspedes más eminentes. Su séquito accedió con él al lujoso aposento, donde un fuego al rojo vivo proyectaba su resplandor sobre el lecho con dosel, decorado con el escudo de armas de Nuestra Señora de Terezín. El obispo despidió a los pajes y pidió a sus ayudantes que le pusieran al corriente de los asuntos pendientes de la jornada.

Grünpickl colocó una resma encuadernada de papeles sobre la mesilla de noche, y le explicó que se trataba de un compendio de maldades cometidas en todo el continente y recopiladas por un hermano italiano de la Orden de San Ambrosio. El obispo asintió: otro libro más que revisar en busca de errores y falsedades de doctrina, antes de conceder el visto bueno final para su publicación. Hasta ahí, nada que se saliera de la rutina.

—¿Qué más?

Grünpickl le informó de que todavía no existían indicaciones claras que relacionaran el supuesto crimen ritual de aquella mañana con la brujería, pero que el asunto estaba siendo investigado.

—Los fieles reclaman que beatifiquéis a la niña y la pongáis en el camino de la santidad —intervino Popel.

—Si fuera niño sería más fácil —masculló Stempfel, mientras uno de sus colaboradores le ayudaba a desprenderse de sus ropajes oficiales y a ponerse una camisola que llevaba un tiempo calentándose junto a la chimenea.

El lugar de descanso eterno de un niño santo que hubiera muerto martirizado convocaría a miles de peregrinos todos los años, y gran atención a la causa, aunque los mayores santuarios pertenecían a personajes como Guillermo de Norwich, Hugo de Lincoln y Simón de Trente Con todo, a esas alturas ya era demasiado tarde para cambiar nada.

El obispo se subió al lecho mullido. Las sábanas estaban frías, como todo lo demás en aquel confín del mundo, tan alejado de Roma. Se apoyó en varios almohadones para mantenerse incorporado, pero le resultaba difícil encontrar una postura cómoda, a causa de la inflamación del trasero. Temblando, se cubrió con las sábanas, y su ayudante le puso otra colcha por encima y lo arropó con ella.

Popel seguía de pie, esperando.

—¿Hay algo más? —preguntó el obispo.

—Señor, ha sido práctica nuestra desde hace muchos años que los Hermanos de Nuestra Señora nos reunamos en el Gran Salón todos los Viernes durante la Cuaresma y nos flagelemos.

—Algo digno de elogio, ciertamente.

—Tal vez le gustaría sumarse a nosotros.

—Agradezco su invitación, hermano Popel, pero como verá, así, tal como me encuentro, ya me mortifico bastante.

—Ah, entiendo. ¿Su… enfermedad sigue causándole molestias?

—¿Usted qué cree? —respondió Stempfel, mirando fijamente a su ayudante, que se retiró al momento del aposento.

El escozor que sentía era tal que en ocasiones, cuando se rascaba, dejaba manchas de sangre en la ropa interior.

Popel estaba a punto de mandar a llamar al doctor cuando el obispo pidió a Grünpickl que se ocupara de ello, y se asegurara de que esta vez acudieran dos en vez de uno.

—Pero no es de eso de lo que deseabais hablarme —dijo el obispo.

Popel lo admitió esbozando una sonrisa maliciosa, e inició una de sus breves diatribas, en esa ocasión sobre cómo el interés que demostraban algunos cristianos por la Cábala minaba la virtud moral de la nación, etcétera, y acerca de que aquellos excrementa, como él los llamaba, debían ser condenados y destruidos.

—Según creo, el Santo Oficio de la Inquisición se ha tomado grandes molestias para asegurarse de que las traducciones latinas de las obras cabalísticas se vean purgadas de todo elemento anticristiano, de modo que quien las lea pueda seguir siendo un buen servidor del Hijo de Dios.

—Cierto, pero todavía queda mucho por hacer, Excelencia. Este libro herético, por ejemplo, acaba de llegar a mis manos. Se trata de una obra de «poesía» escrita por un tal Emanuel el Judío, que contiene pasajes de la basura más vil…

—¿Y no puede esperar a mañana?

Popel fue pasando páginas de caligrafía apretada, resultado de varias semanas de trabajo llevadas a cabo por un equipo de profesores avezados que se habían dedicado a traducir el texto ofensivo.

—¿Otro libro prohibido, Popel?

—Excelencia, sinceramente le digo que si fuera mi padre el autor de esta obra, yo mismo, con mis propias manos, acercaría la antorcha encendida a la pira de su sacrificio.

Popel encontró la página que andaba buscando y leyó el pasaje en voz alta, unas líneas en las que un judío joven se jactaba de haber convencido a una monja de saltarse el voto de castidad con él, y en el que se decía que la pasión de la mujer era tal que «el fuego de la lujuria ardía en ella como un río de azufre».

—Seguro que se venderá muy bien en la feria del libro de Frankfurt.

—¿Cómo decís?

—Digo que deberéis dejarme examinar un ejemplar para poder tomar una decisión.

—Está bien, Excelencia —concedió Popel, dejando sobre el otro libro las páginas sueltas.

—Por supuesto, todos los rabinos de cierta influencia han condenado la obra, como de costumbre, pero eso no es más que una estratagema. Esto clama scharfe Barmherzigkeit. Piedad dura.

—Me ocuparé de ello.

—Muy bien, Excelencia. Y ahora, si me disculpáis, mis hermanos me esperan.

—¡Cómo no!, id.

«Id a flagelaros hasta sangrar», pensó. Cuando terminara la Cuaresma, tendría que hablar con Popel sobre esa devoción mal entendida. Relatos soeces sobre jóvenes errantes que desataban las pasiones de monjas sexualmente frustradas eran viejos como las siete colinas, y no podían considerarse herejías, por más que los protagonizara un bardo judío y calenturiento.

El verdadero problema con la herejía estaba en quienes se cambiaban de chaqueta, como Bruno, el monje dominico que osaba afirmar que en el espacio no había absolutos, sino sólo posiciones relativas respecto de otros cuerpos. Tal vez sonara inofensivo, pero si se llevaba hasta su conclusión lógica, algo así implicaba que no existían absolutos de ninguna clase, que no había ni arriba ni abajo, ni bien ni mal, y que no había Dios. Las autoridades venecianas deberían extraditarlo cuanto antes; afortunadamente no era demasiado tarde para salvar a los alumnos jóvenes que ya habían leído su libro. Pero si a alguna jovencita se le había permitido escuchar sus mentiras, el obispo estaba convencido de que su virtud habría sido del todo mancillada. Gracias a Dios, las mujeres tenían vetado el acceso a la escuela.

Se llevó los dedos a la nariz, mientras pensaba en quienes se hallaban en el otro extremo del espectro: hombres como Popel, que veían el mundo sólo en términos de absolutos, cuando lo cierto era que debían tenerse en cuenta numerosas sutilezas y complejidades. Para alguien como él, los cosacos serían aliados naturales. No en vano éstos odiaban a los judíos y a los turcos por igual, en tanto que enemigos de la cristiandad. Pero si uno se molestaba en indagar algo más, descubría que los cosacos odiaban a los católicos tanto como a los judíos. Y combatían contra los turcos, sí, pero no por los motivos adecuados. No. Los cosacos no eran amigos nuestros. Y se les daba muy bien destruir cosas. Sus hordas, por supuesto, no contaban con una tierra que pudieran considerar su hogar, pero ¿quién sabe qué pasará dentro de cien años con una tribu tan decidida a defender su independencia?

Las piernas del obispo habían entrado en calor, por fin, cuando llegaron los doctores y le retiraron las mantas. El frío volvió a estremecer su piel cuando éstos empezaron a palparlo por delante y detrás. Cuando, transcurrido un buen rato, los médicos guardaron sus instrumentos y le permitieron volver a taparse, él les pidió su opinión.

El más viejo, con su aureola de cabellos blancos, dejó que fuera el joven quien hablara primero. Se llamaba Lybrmon, y sus maneras autoritarias pero exentas de arrogancia tranquilizaron en el acto al obispo. El doctor se quitó los lentes para limpiárselos, y dedicó un buen rato a acariciarse la barba antes de hablar.

—Excelencia, presentáis una fisura que no remitirá por sí sola. Puedo proporcionaros ungüentos que reducirán temporalmente la hinchazón y el escozor, pero para que la cura sea permanente habría que suturar la herida.

El otro médico clavó sus ojos grises, metálicos, en su rival y partió el aire con un brazo huesudo, al tiempo que rechazaba tales procedimientos por considerarlos similares en exceso a las prácticas prohibidas de los doctores judíos, quienes, según las últimas investigaciones de la Universidad de Viena, estaban obligados por la ley hebraica a matar a una décima parte de los pacientes cristianos que trataban.

El obispo se mostró muy escéptico. Aunque el papa Gregorio XIII había prohibido que médicos judíos atendieran a enfermos cristianos por toda la eternidad y en todos los territorios, incluso en los países no descubiertos todavía que, por ello, no conocían aún la luz de Cristo, era bien sabido que no había aristócrata que no contara con un doctor judío escondido en alguna parte. Resultaba evidente que alguien se habría percatado de haber perdido todas las familias prominentes de la nobleza a algún miembro tras administrarle medicinas envenenadas. Incluso el emperador Rodolfo II disponía de un trío influyente de judíos conversos en su corte, que ejercían de consejeros, y el obispo había oído rumores sobre el galeno personal de Rodolfo, Tádeas Hájek, a pesar de que éste había luchado en el frente húngaro en calidad de médico de campaña, y había servido como doctor en la corte del padre del emperador, Maximiliano II.

—¿Qué recomendáis vos? —le preguntó el obispo.

—«Ámbar» de virgen, directamente de su fuente, Excelencia. Es lo mejor para el dolor de muelas.

—Pero es que a mí no me duelen las muelas —protestó Stempfel.

—Tal vez no sintáis nada todavía, pero el dolor que se manifiesta en el otro extremo suele tener su origen en la boca.

El obispo miró al doctor Lybrmon, que se apresuró a dar la razón al médico de más edad.

—En ese caso, traedme ese ámbar virgen.

—Como deseéis, Excelencia, aunque tal vez no podamos traéroslo hasta mañana.

—Bien, bien. Y ahora, podéis retiraros.

El obispo despidió a los doctores y volvió a acomodarse en la cama. Apartó los papeles que Popel le había dejado, y desató la cinta del fajo de pruebas que debía examinar. Hojeó la introducción y fue pasando páginas para hacerse una idea general de contenido. Según veía, se trataba de un catálogo detallado, caso por caso, de la expansión de la brujería en las aldeas, las ciudades y las distintas regiones de los países europeos, ilustrado con bastantes grabados en los que se representaban con gran viveza y atractivo escenas de adoración satánica. Hombres que formaban cola para pisar la cruz y besar al diablo en aquel lugar odioso y vergonzante. Este dibujaba una marca en su cuerpo, por lo general sobre los párpados de los hombres, pero también en las axilas, los labios y los hombros, y en los pechos y las partes íntimas en el caso de las mujeres, confirmando lo que Gödelmann había escrito en su nueva obra, el Tractatus de magis.

El libro también aportaba pruebas inequívocas de que los demonios pueden fornicar con mujeres, a las que convencen por lo voluble de su naturaleza y lo incontrolable de sus apetitos carnales. Se trataba, sin duda, de un libro de suma importancia.

Siguió pasando páginas hasta que llegó a un capítulo dedicado a hechizos para adormecer. En un grabado se representaba a una mujer en la cama con los pechos al aire y una sonrisa ausente en los labios, mientras tres brujas jóvenes, bien vestidas y engañosamente recatadas le ofrecían un cáliz que contenía la poción responsable, sin duda, de haber sumido a la mujer postrada en aquel estado de sopor que la hacía no percatarse —o tal vez era, simplemente, que no le importaba— de que llevaba los senos descubiertos.

El obispo pensó que tendría que investigar más sobre los usos y la composición de esa poción, que tal vez pudiera servir, naturalmente, para que los acusados se mostraran más dóciles durante los interrogatorios.

Mientras contemplaba la imagen sintió que los ojos se le tornaban vidriosos, y no pudo evitar un tirón bajo las sábanas. Empezaba a meditar qué debía hacer al respecto cuando Popel irrumpió en el aposento y, con la respiración entrecortada, dijo:

—Hemos traído a un par de brujas, Excelencia.

El obispo cerró las páginas de aquella obra. El bulto desagradable de la entrepierna desapareció gradualmente mientras, con gran parsimonia, retiraba las sábanas y se bajaba de la cama.

—¿Cómo que a un par? —preguntó.

—A una madre y a una hija, Excelencia. A la madre ya la han interrogado exhaustivamente durante dos horas. «¡Qué idiotas eran!»

—Les he dado órdenes precisas de no empezar sin mí —arguyó, mientras Popel le ayudaba a vestirse con sus ropas de oficio.

—Lo siento, Excelencia, pero nosotros no teníamos potestad en este caso. Las han traído las autoridades locales.

—¿De qué se las acusa?

Popel consultó el informe del Blutschreiber.

—Aquí pone que han pronunciado maldiciones contra un grupo de buenos cristianos, que han reproducido la señal del Diablo y que han soltado varios insultos blasfemos en hebreo.

—¿Cómo se llaman?

Popel recorrió la página con el índice.

—Freyde y Julie Federn.

—Un par de brujas judías, ¿verdad?

Mientras Popel levantaba la linterna para iluminarlo en su descenso por la escalera que llevaba a las mazmorras, el obispo se preguntaba si la hija sería lo bastante joven para ser virgen.