Capítulo 1

Me despertó un grito lejano.

Me incorporé y miré por la ventana del desván, más allá de los tejados puntiagudos que se alineaban al norte de la Calle Ancha, que los judíos de habla alemana llamaban Breitgasse. Era demasiado temprano para ver el horizonte. La ciudad y el cielo formaban una sola e inextricable masa, y los ecos cada vez más débiles de aquel grito se evaporaban en el aire como el aliento condensado que sentía brotar de mi boca.

Compartía cama con dos desconocidos —el ayudante del mikveh y un barrendero—, y en aquel maldito cuarto hacía un frío tremendo. Aunque según el calendario la primavera había llegado, el invierno todavía se mostraba en toda su crudeza, y mis huesos me decían que iba a llover; siempre diluviaba durante lo que los cristianos llaman Viernes Santo. Habría apostado cinco monedas de oro a que así sería, pero allí no había nadie que aceptara mi apuesta, ni yo disponía de las cinco monedas de oro. Quien me hubiera vaciado los bolsillos sólo habría hallado unos tristes peniques y una gasa resistente que había viajado conmigo desde el reino de Polonia.

Algo, sin embargo, me mantenía despierto. Como está escrito en el Libro de Esther, el rey no encuentra descanso, y yo escuchaba atentamente, la cabeza aún embotada de sueño.

Ahogado, fantasmal, un grito lejano sobrevoló las callejuelas del Barrio Judío:

«¡Gertaaa!»

Se me erizó el vello de los brazos, como si el espíritu de Dios, tras atravesar mi cuerpo, hubiera abandonado el dormitorio. Si una niña cristiana desaparecía de su lecho, no había duda de que nos acusarían a nosotros; de pronto me vi reducido a ser un judío más en una ciudad que nos toleraba, rodeado de un imperio lleno de personas que nos odiaban.

¿Acaso había llegado desde la tranquila población de Slonim para acabar masacrado por un hatajo de cruzados modernos? Si los judíos terminaban desperdigados, por no pensar siquiera en algo peor, tal vez yo no volvería a ver nunca a mi esposa Reyzl.

La sombra de Acosta cubrió el umbral de la puerta.

—Eh, tú, el nuevo, shlof gijer, me darf di betgevant. —«Duerme deprisa, necesito las sábanas», me decía el vigilante nocturno, cuyo tosco yiddish estaba suavizado por las erres arrastradas y las vocales abiertas de su acento sefardí.

—¿Has oído esos gritos? —le pregunté, poniendo los pies en el suelo helado—. ¿Hay algún problema en la calle?

—De eso ya se ocuparán los guardias. Tú ocúpate de tu ronda matutina, ¿de acuerdo?

Cuando me levanté en busca de la jofaina y el aguamanil, oí que me crujían las rodillas.

En los dos camastros del cuarto se apiñaban siete personas. Tres hombres en uno y una familia de campesinos en el otro, que formaban parte de las hordas que todos los años acudían a visitar la ciudad imperial durante la semana que iba del shabbes Hagodl a la Pesach. Los pueblerinos se habían lavado bien para la celebración del Gran sabbat, pero sus ropas seguían impregnadas del olor acre de los establos.

El vigilante nocturno se fijó en ellos y comentó:

—¿Qué? ¿No había sitio para la cabra?

Tuve que cubrirme la boca para ahogar la risa. No estaba bien que fuera por ahí bromeando hasta que me hubiera librado de los malos espíritus que se habían apoderado de mis manos mientras dormía y hubiera pronunciado las primeras oraciones de la nueva jornada. Por suerte, el rabino de Slonim me había enseñado a deshacerme de aquellos demonios invisibles lavándome las manos en una palangana llena de agua estancada.

Todos los años, durante el shabbes Hagodl, escuchamos las palabras del Señor a su siervo Malaquías: «He aquí que os envío al profeta Elías antes de que venga el día de Jehová, grande y terrible.» Entonces observamos y aguardamos la aparición de un desconocido misterioso que llega alrededor de estas fechas, y pide sentarse con nosotros durante el Seder. ¡Y, ay de la familia que rechace al desconocido! Porque podría ser el mismísimo heraldo del Mesías.

Ésta es la fe que nos ha guiado a través de tantas adversidades. Cuando los romanos destruyeron el templo de Jerusalén, lo reconstruimos con palabras y lo llamamos Talmud: un templo de ideas que podemos llevar a cuestas allí adonde vayamos.

Así fue como duramos más que el Imperio romano, y así será, también, como duraremos más que éste.

El vigilante se quitó las botas, tiró de la esquina que le correspondía de la manta, y roncaba cuando me situé frente a la pared encarada al este y pronuncié mi Sh'ma matutina. Me concentré sobre todo en la parte que dice que debemos enseñar a nuestros hijos la palabra de Dios para prolongar nuestros días y los suyos.

Todavía no había llegado al pie de la destartalada escalera cuando oí a Perl, la mujer del rabino, ordenando a los criados que limpiaran la casa de jumets, los últimos restos de pan con levadura. De modo que esa mañana no hubo avena, ni gachas, ni kasba que aplacaran los rugidos de mi estómago; sólo una taza de caldo de pollo y unas ciruelas pasas correosas. Hanneh, la cocinera, no pensaba malgastar ni un pedazo de carne en el nuevo ayudante del shammes.

Rodeé la taza de barro cocido con los dedos, para calentármelos, mientras a mi alrededor no cesaba el estrépito de cazuelas y de puertas que se abrían y cerraban. A pesar del ruido, oí que Avrom Jayim, el viejo sacristán, le decía a la cocinera:

—¿Para qué necesitamos a un quinto shulklaper? ¡Como si a una carreta le hiciera falta una quinta rueda!

Pero, aunque parezca mentira, Hanneh salió en mi defensa y replicó al viejo que el gran rabino Judah Loew sabía lo que hacía. Había oído que el recién llegado de Polonia era estudiante y escriba, y que sólo llevaba unos días en Praga, sin derecho a residencia, cuando el gran rabino Loew apreció en él cualidades prometedoras y lo nombró ayudante del shammes de la sbul de Klaus, la menor de las cuatro sinagogas que daba servicio a los fieles del gueto.

Tal vez Hanneh estuviera pensando en su esposo, muerto hacía ya muchos años, porque terminó hundiendo un cucharón en la enorme cacerola y ofreciéndome un cuello de pollo hervido. Agradecí una de las primeras muestras de amabilidad que me dedicaban en aquel lugar nuevo y extraño.

Chupé los huesos hasta dejarlos limpios y me acerqué al espejo para limpiarme la grasa de la barba. Con cierta resignación constaté que a mis sienes asomaban algunas canas prematuras. Pero entonces regresaron a mi mente los gritos incorpóreos que me habían levantado de la cama, y al momento me pareció que unos pocos cabellos blancos no eran para tanto.

Encontré al maestro cubriéndose con el tallis.

—¿Qué deberíamos hacer, rabino? ¿Prepararnos para un asalto?

—Tú ocúpate de tus obligaciones, Benyamin Ben-Akiva —respondió—. Dios nos mostrará el camino a su debido tiempo.

Entonces cogí el gran bastón y me fui a ahuyentar espíritus de la sinagoga.

La shul de Klaus ocupaba la esquina de una callejuela de mala reputación, entre la Calle del Embarcadero y el cementerio. Presté atención, por si llegaba hasta a mí el rumor de los espíritus, antes de levantar el bastón y golpear con él la puerta estrecha, de doble hoja, y de rogar a quienes oraban dentro que regresaran a su descanso eterno. Extraje las grandes llaves de hierro, que, frías, campanillearon entre mis dedos, busqué la que encajaba en la cerradura y abrí la sinagoga para los servicios del shajres.

Me quité el sombrero de lana y me puse el yarmulke de lino. Permanecí un instante sobre el estrado de la shul vacía y entoné el salmo que se pronunciaba para mantener a raya a los espíritus inquietos. La melodía reverberó en la gélida atmósfera. Nunca había dicho que cantara bien.

De nuevo en el exterior, escuché el silencio y recé por que no se viera rasgado por el sonido de botas y cristales rotos. Desanduve mis pasos y me dirigí hacia el este, por la Schwarzengasse, hasta las casas judías más alejadas, situadas más allá del gueto, en las calles Geist y Würfel, que pertenecían a la zona cristiana de Praga.

Cuando se establecieron los límites del gueto tras el decreto papal de 1555, varias construcciones judías quedaron fuera de la línea de demarcación, incluido lo que se conservaba de la sinagoga vieja, y los rebeldes de Bohemia se jactaban de ignorar las voces que exigían que no se permitiera a ningún judío residir más allá de la zona asignada. Con todo, ninguno vivía a más de un minuto de la puerta principal del gueto, por si debían guarecerse ante un atisbo de tormenta.

Tal vez a los judíos de Praga aquello les pareciera bien, pero yo no estaba acostumbrado a que me enjaularan de ese modo, tras un muro.

Los vigilantes aún no habían terminado el cambio de turno. Los de la noche parecían magullados y exhaustos, la tensión de sus rostros denotaba el estado de agitación en que se hallaban. Sin embargo, de algún modo, yo todavía albergaba la esperanza de terminar temprano para poder ir a ver a Reyzl, pues sabía que más tarde estaría ocupada ayudando a su familia a prepararse para la Pesach, que ese año caía en víspera del shabbes, cuando toda actividad debía cesar media hora antes de la puesta del sol.

Algunas mujeres cargaban pesados cubos para la gran campaña de limpieza de primavera, y baldeaban agua jabonosa en los peldaños de las escaleras que conducían a sus casas, así como en el empedrado recién instalado. Tuve que adelantar a un aprendiz de carnicero que llevaba en la cabeza un cesto grande, lleno de carne, y esquivar a unos canteros que labraban adoquines. Saludé a otro shammes, que había salido a hacer una colecta para comprar trigo y garantizar de ese modo que los forasteros pobres pudieran comer matzoh esa noche. Dos judíos entregaban unos sacos de harina a un par de cristianos, para que éstos les guardaran el jumets prohibido durante los siguientes ocho días.

La imponente Puerta de Levante se alzaba ante mí. Encerrados, sin otro sitio adonde ir, los judíos habían construido unas casas sobre otras, a lo largo de las callejuelas del Barrio Judío. Tras varios años alejado de la vida urbana, me había acostumbrado a los senderos cubiertos de hierba y a las extensiones de pastos que rodeaban Slonim, que apaciguaban mi espíritu y me ayudaban a hablar con Dios. ¿Cómo era posible hacerlo en una calle como aquélla? A menos que fuera para implorarle ayuda, claro está.

—¡Detente ahora mismo! —gritó el guardián, y me puso una mano en el pecho—. ¿Dónde está tu insignia de judío?

—¿Mi qué?

—Escucha, forastero, tienes que llevar la insignia judía cada vez que abandonas el gueto. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor.

Me acerqué corriendo a la casa sobre cuya puerta se distinguía el león de Judá, cincelado en piedra, y convencí a una de las criadas cristianas que abandonara momentáneamente sus obligaciones y me cosiera un círculo amarillo en la capa.

En Slonim esas cosas no sucedían.

Regresé a toda prisa junto al guardián de la puerta, que me dejó pasar al ver que llevaba el gelber flek, la mancha amarilla que exigía un decreto imperial, el Reichspolizeiordnung.

La calle que quedaba al otro lado del gueto era tranquila comparada con Schwarzengasse. Sólo algunas putas y algunos soldados borrachos que se negaban a dar por terminada la noche se cruzaban con criadas recién levantadas y tenderos de mejillas sonrosadas y redondas como buñuelos de manzana. Su aspecto era de lo más inofensivo, pero yo sabía muy bien que el más alegre de los rostros cristianos podía volverse torvo apenas se lanzara una acusación contra nosotros.

Así, evitaba mirar a los ojos a nadie mientras avanzaba por Geistgasse, pisando la fina capa de escarcha que cubría las piedras viejas. Dos ratas pasaron corriendo entre mis pies, siguiendo el rastro de una masa viscosa de roedores que se agolpaba alrededor de un pedazo de carne que había caído al suelo, y al sentir que me rozaban di tal brinco que estuve a punto de dejar las botas clavadas en el suelo. Yo había visto muchos ratones de campo en mi vida, pero aquellas ratas de ciudad eran enormes.

Unas herraduras repicaron en el empedrado, y las ratas se esfumaron un instante antes de que la carreta tirada por caballos pasara sobre ellas con estrépito y viniera hacia mí. Me aparté como pude, y el carromato pasó de largo a toda prisa, y a punto estuvo de aplastarme bajo sus ruedas. El carretero azotaba a los caballos con el látigo, mientras su ayudante, un joven corpulento, se agarraba de donde podía para no caerse. En su estampida, casi atropellan a una diminuta criada cristiana en el momento de tomar la curva y enfilar Stockhausgasse, pero finalmente se esfumaron sin causar daños.

El corazón me latía con fuerza, y esperaba que nadie se hubiera percatado de mi expresión de pánico.

En aquellos días, Bohemia era un lugar relativamente seguro para los judíos, sin duda bastante más que otras regiones del Imperio germánico, donde protestantes y católicos luchaban por controlar el corazón de Europa desde que unas décadas atrás los reformistas se habían escindido de la Iglesia de Roma. Aunque durante cierto tiempo parecía sensato retirarse y dejar que se pelearan entre ellos, según un refrán en yiddish «Ante una presa, el gato y el ratón hacen las paces».

Y en primavera siempre se levantaba la veda a los judíos. La Semana Santa y la Pascua eran particularmente peligrosas, y cualquier tahúr habría dicho que nos habían tocado todas las cartas para recibir una ración más del proverbial odio al judío. No pasaba año sin que nos echasen de algún sitio. A los más afortunados sólo les propinaban alguna que otra paliza, o les robaban sus posesiones; escapaban con lo puesto y los libros que llevaran en ese momento. Pero durante una Pascua, hacía ya tiempo, una turba de cristianos enfurecidos había prendido fuego a prácticamente todo el Barrio Judío, dejando en pie apenas los muros ennegrecidos de la sinagoga de piedra, así como unas pocas casas que se resistían a desplomarse. Tres mil personas asesinadas en un par de días, porque algún idiota hizo correr la voz de que un muchacho judío había arrojado un puñado de barro a un sacerdote que pasaba por su lado.

Hay quien afirma que no se trataba de barro sino de algo peor, pero no lo creo. ¿Qué judío en su sano juicio, rodeado por un pueblo hostil y bien armado que lo superaba en número, se buscaría semejantes problemas?

Cuando mis antepasados llegaron por primera vez a tierras de Babilonia, no se dedicaron a ir por ahí destrozando ídolos, hicieron de aquel país su hogar y escribieron allí el monumental Talmud babilonio.

La capital de Bohemia me era tan ajena, en muchos aspectos, como la Babilonia pagana, pero no hasta el punto de no saber que debía arrimarme mucho al muro y ceder el paso a dos lacayos vestidos con libreas rojas y doradas que se aproximaban acompañados de dos enormes perros negros. A pesar de mi empeño en apartarme de ellos, los animales amusgaron las orejas y se dedicaron a olisquearme la entrepierna. Yo di otro paso atrás y me encontré pegado a la pared, sin escapatoria. Sin darme cuenta, adopté una posición defensiva, alzando el kleperl de madera, dispuesto a golpear con él al primer perro que se arrojara sobre mí.

Los dos lacayos se echaron a reír.

—No temas, no les gusta la carne judía. ¿No es así, niña?

El perro hizo ademán de morderme las partes.

—Yo no estaría tan seguro —comentó el otro—. A ésta parece que le gusta el salchichón kosher.

Un exceso de reflejos me había metido en aquel lío. ¿Qué era lo que iba a sacarme de él? «Piensa, hombre, piensa.»

—Adelante, judío. Me gustará ver cómo lo intentas.

Aunque por entonces, no entendía bien el checo, capté la idea general.

Los perros tiraban de las correas, pero los lacayos eran lo bastante bien educados como para no soltarlos. Me pareció que uno de ellos llamaba Miata a la hembra, pero tal vez lo hubiera oído mal.

Bajé despacio el bastón, mientras buscaba las palabras adecuadas para aplacar a aquellos lacayos.

—Perdonadme por sobresaltar a los perros de vuestro señor —dije al fin.

Mi yiddish polaco se parecía al dialecto local del alemán, y los hombres me comprendieron y parecieron complacidos. Tras asentir brevemente, se alejaron de allí, dando unas palmaditas de aliento a la perra y diciéndole: «Buena chica.»

Así eran las cosas. Dos criados caprichosos, vestidos de uniforme, podían agraviarme de ese modo y yo no estaba autorizado a reaccionar. Los habría partido en dos si no hubieran ido acompañados de los perros. Y si no hubieran llevado el escudo de armas de un hombre rico cosido a las mangas. Y si no hubieran gozado de la protección de todos los cristianos del reino.

Seguía pensando en ello cuando volví a oír el grito.

«¡Gertaaaa!»

Esta vez más cerca.

Aporreé las puertas y las ventanas de todas las casas y las tiendas sobre las que vi clavado el mezuzá, al grito de «In shul arayn!», y pregunté si alguien sabía algo de la niña desaparecida. ¿Era Gerta, en realidad, una niña o una mujer? Pero nadie sabía nada. Algunas de las puertas de los comercios oscilaban como hojas: resultaba evidente que sus cerrojos no servían de gran cosa.

Doblé una esquina y enfilé Würfelgasse. En medio de la Calle Estrecha, un niño y una niña, de unos cuatro o cinco años, jugaban a lanzar por turnos unas canicas en un círculo dibujado con tiza.

Mientras yo seguía llamando a los judíos a servir al Creador, dos voces femeninas respondieron desde los extremos de la calle. Los pequeños obedecieron, dejaron de jugar y se metieron en sus respectivas casas; él franqueando una puerta coronada por el mezuzá, ella atravesando otra sobre la que había clavada una cruz.

«Qué jóvenes son, y qué obedientes —pensé, sonriendo para mis adentros—. Todavía no han aprendido a ser respondones.»

Aún no habían aprendido a considerar las relaciones humanas según las lenguas en que unos y otros rezan, según la cantidad de oro que poseen las familias para comprar a amigos influyentes.

Porque los amigos que se pueden comprar desaparecen cuando se los necesita.

Por eso el rabino Shemaiah dice: «Ama el trabajo, odia la autoridad, y no te arrimes a los poderes que gobiernan», porque, sea quien sea el que ocupa el trono, todos esos señores y nobles se aprovecharán de tu amistad mientras les sirva, pero no te ayudarán cuando los necesites.

Para corroborarlo no hay más que fijarse en Fernando, el abuelo del emperador Rodolfo II, que expulsó a los judíos de Bohemia a pesar de que había dado su palabra de rey de que nunca lo haría.

Allí, en la humilde Geistgasse, una mujer cristiana de mediana edad, tocada con un pañuelo azul oscuro, aporreaba la puerta de una de las tiendas judías a las que yo acababa de llamar para que sus ocupantes acudieran a la shul. Alzó la vista hacia la ventana de la segunda planta, y volvió a golpear con insistencia la raquítica hoja de madera. En ese momento otra mujer, que debía de ser la dueña, asomó la cabeza por la ventana más alta.

—¿Qué puedo hacer por ti, paní?

—¿Abren hoy?

—Sí, hasta mediodía. Ahora mismo bajo.

De regreso a la Puerta de Levante, cuando había recorrido ya la mitad del trayecto, un judío de ojos cansados y dos cristianos me hicieron señas para que me acercara.

—Ven con nosotros —dijo el judío, al tiempo que intentaba abrir una puerta con una llave que, a simple vista, era mucho mayor que la pequeña cerradura por la que pretendía introducirla.

Yo no me moví de mi sitio.

—¿Ir con vosotros? ¿Para qué?

—¿Es que estás ciego? ¿No ves que estamos celebrando el Purim?

—El Purim fue hace más de un mes.

—¿Y qué culpa tengo yo si celebro el Purim más veces que los demás judíos?

Me volví para alejarme, pero el judío se abrió la capa y me impidió el paso.

—Nosotros, señor, entretenemos a los nobles y a los burgueses, y sólo un tonto recién llegado de las provincias no reconocería al gran Shlomo Zinger y a sus socios. Creadores profesionales de diversión, a su servicio.

—Y también actuamos en bodas —intervino uno de los cristianos.

—Cuando vemos a un hombre preocupado —dijo Zinger dándome una palmadita en la mejilla con despreocupada familiaridad—, es nuestro deber juramentado alegrarle el día.

—Taanis, página veintidós —dije yo, citando de memoria el pasaje del Talmud en el que el profeta Elías anuncia que dos humildes bufones tendrán su lugar en el Mundo que Está por Venir, pues ayudan a la gente a olvidar sus problemas.

—Ah, sí, ya había oído que eras un estudioso —comentó Zinger.

—¿Lo habías oído?

—El Yidnshtot es grande, amigo, pero las noticias corren tanto como en las aldeas. Así que eres un discípulo aventajado del gran Isserles y otro rabino polaco cuyo nombre no recuerdo, que ha renunciado a todo para ir tras los pasos de una mujer. De eso tratan las baladas románticas, compañero.

—De lo mío no tratan. La mujer todavía no me ha dirigido la palabra.

—No te preocupes. Lo hará. Y también hemos oído que en una ocasión te enfrentaste con seis hombres a la vez. Seis cosacos fornidos y borrachos.

—¿Es eso cierto? —preguntó el otro cristiano.

—No exactamente —respondí. En realidad, había conseguido salvar la situación hablando con ellos, y al ser nuevo en la ciudad se me ocurrió que tal vez la fama pudiera resultarme útil—. No eran seis, sino cinco cosacos. Y dos de ellos eran más bien enclenques.

Los dos cristianos no hicieron nada por disimular su decepción.

—Escuchad —dije—. ¿Sabéis algo de…?

Zinger me dio un codazo para advertirme que una joven de trenzas negras, largas, y rasgos eslavos se acercaba desde la Puerta de Levante cargada con una cesta.

—Ésa es la shabbes goye del ratón.

—¿Quién?

—La doncella cristiana del sabbat que trabaja para Mordecai Meisel. El gran majer que ha construido el hospital, el orfanato, el mikveh. El que ha empedrado las calles. Y también es casi el dueño de tu culo, don Benyamin de Slonim.

—Ah. Escucha…

—¿Quieres entrar a ver nuestros disfraces para la fiesta del domingo en casa de los Rožmberk?

—No, debo regresar a tiempo para la oración de la Amidah

Y en ese preciso instante, cuando debía estar ya en otro lugar, un grito de mujer rasgó el aire matutino.