Capítulo 11

—¿Dónde se ha metido esa niña? —gritó Dolora desde la cocina.

—Ya viene —respondió Lívia, la doncella de la planta superior, mientras abría la puerta principal con el codo y salía.

Debía vaciar el contenido de los orinales en las alcantarillas para que el agua de lluvia se lo llevara. No estaba bien lanzarlo desde las ventanas altas que daban a la calle Meisel, porque había ricos, como los Hürwitz, que podían estar paseando por allí en ese momento.

La muchacha entró, empapada y tambaleante, cargando con un gran cubo de agua de pozo.

—No la derrames —le conminó Lívia.

La joven entró en la cocina con el cubo y lo dejó en el suelo.

—¡Cuidado, Katya! Tendrías que fregar suelos durante un mes para pagar dos de esas baldosas, a menos que el señor decida otra cosa —le advirtió Dolora—. Además, has levantado el poso. Ahora tendremos que esperar a que se aposente.

En ese momento pasó por ahí el shammes de la sinagoga de Pinkas, gritando:

—¡Quemad vuestros jumets!

Můj Bože! ¡Si todavía no hemos lavado los nabos! —exclamó la cocinera.

—Ya basta de gritos, Dolora. ¿Crees que gritando el tiempo pasa más deprisa? —la regañó Frumet Meisel, la señora de la casa, plantada en el quicio de la puerta—. Y tú, Anya, trae el cepillo.

Sí, pañí Meislová —respondió Anya, soltando el cuchillo de pelar y secándose las manos en el delantal.

Siguió a la señora por el pasillo, mientras se metía algunos mechones de pelo bajo el pañuelo que le cubría la cabeza.

Las muchachas empleadas en la casa llevaban toda la mañana limpiando, desde el sótano al desván, y habían dejado sólo un montón simbólico de migas de pan en la esquina del salón principal.

Los niños y niñas del orfanato habían terminado ya su media jornada dedicada al estudio en la jeyder, y no tenían nada que hacer salvo jugar hasta que inmediatamente antes de la puesta de sol se iniciara el Seder. Para eso todavía quedaban varias horas. Habían formado dos equipos: niños contra niñas, claro está. El cabecilla cerró los ojos y abrió al azar un ejemplar de los cinco Libros de Moisés —los niños los llamaban jumesh—, y empezaron a contar el número de veces que aparecían las letras hebreas samej y pey. Cada vez que aparecía ésta, las niñas vitoreaban, y cada vez que aparecía aquélla, eran los niños quienes demostraban su alegría.

«Incluso los niños saben leer en el Barrio Judío», constataba Anya, maravillada. Recordaba que, de niña, ella se sentaba en la gélida iglesia y contemplaba aquel libro imponente lleno de garabatos misteriosos, temerosa de todas las obligaciones y las prohibiciones que encerraban sus páginas impenetrables. Con el paso de los años, la intimidación iba convirtiéndose en respeto por los sacerdotes, los únicos que tenían acceso a los conocimientos necesarios para traducir el lenguaje secreto de Dios y compartirlo con ella; su alma se llenaba de gratitud por aquel regalo de sabiduría divina. Qué horrible habría sido disponer de la palabra de Dios escrita en un libro y no comprenderla. Por eso agradecía al Señor la existencia de los sacerdotes.

Hacía unos seis meses, un joven se presentó en casa de los Meisel. Acababa de aceptar la oferta que éstos le habían hecho: ellos le financiarían los estudios con el gran rabino Loew. (Mordecai Meisel había tenido que dejar la escuela cuando todavía era un niño para ayudar a su madre, y se había puesto a trabajar en la compra-venta de hierro, por lo que siempre se mostraba muy generoso con los niños pobres y los estudiantes.) Aquel joven se llamaba Yankev ben Jayim, y lo primero que a ella le llamó la atención de él fue su sentido del humor. No podía evitar reírse con sus juegos de palabras, pronunciados en yiddish y en checo, que no siempre eran castos ni puros. Casi todos los judíos, por lo general, se mostraban muy serios cuando se encontraban en su presencia, si llegaban a fijarse en ella. Tampoco le pasó por alto que tenía unos dedos muy finos y delicados. Todos los miembros de la familia de Anya eran carniceros, y habrían podido partirle los frágiles huesos con una sola mano. Pero él contaba con algo de lo que ellos carecían: una tradición de educación pública de más de mil años. Cuando descubría a Anya mirando a escondidas los libros de los niños, le decía:

—Una mente hambrienta debe ser alimentada pase lo que pase, pues está escrito que «Habrá una Ley para el ciudadano y el nativo que more entre vosotros».

—¿Y eso qué significa? —preguntó ella.

—Significa que debería enseñarte a leer la Biblia en tu propio idioma.

Y así el joven empezó a enseñarle las letras y los números para que ella pudiera recorrer las páginas prohibidas de la Biblia cristiana. Ella llevó aquellos nuevos conocimientos a casa, a su familia, y aunque al principio sus padres se preocuparon, no tardaron en exigir a todos sus proveedores que acompañaran los pedidos de carne de facturas escritas, para que Anya pudiera revisarlas y así verificar si faltaba algo o les cobraban de más, lo que siempre sucedía, para su regocijo. Y eso que la joven leía despacio y torpemente.

Sus ricos señores también le enseñaron a separar lo limpio de lo sucio, pues cualquier pedacito de comida que se dejara un tiempo al aire atraía unos espíritus invisibles que traían la enfermedad y la pobreza a la casa. Y, en efecto, parecía ser así. No tardó en percatarse de que en el Barrio Judío morían menos recién nacidos que en los hogares cristianos, aunque los sacerdotes atribuían siempre el hecho a las prácticas mágicas de los judíos.

Ese día, Frumet Meisel levantó una vela de la repisa de la chimenea mientras Anya, a su lado, sostenía el cepillo y el recogedor. Los niños interrumpieron su juego y rodearon a froy Meisel, que encendió la vela y con grandes aspavientos hizo como que buscaba restos de jumets en las cuatro esquinas de la sala. Una vez que su señora hubo negado ser la propietaria de todas las migas que pudieran haber quedado por recoger, Anya metió las últimas en el recogedor y las arrojó al fuego al tiempo que decía: «Toda clase de levadura se considerará inexistente.»

Frumet Meisel le dio una palmadita en la mejilla.

Di shikseh baym rov ken oyjpaskenen a shayleh.

—¿Qué es un shayleh?

—Significa que la criada de un rabino también puede responder a una pregunta difícil de tipo legal.

«No, yo no puedo», pensó Anya, pero dejó que las palabras amables de su señora le alegraran el corazón. Al regresar a la cocina, notaba que los zapatos le pesaban y limitaban sus movimientos. Prestó atención al cubo de agua del pozo. Las impurezas se habían posado en el fondo, por lo que empezó a trasvasar parte de su contenido a una palangana de porcelana.

Echó un puñado de nabos en el agua y fue pasando los dedos por su superficie lisa, blanca, para quitarles la suciedad, arrancando los restos de tierra con las uñas. El agua, que estaba helada, le enrojeció las manos.

Dolora estaba enfrascada en la tarea de cortar los pescados en rodajas, y de vez en cuando debía echar un vistazo a las ollas, por lo que le pidió a Anya que fuera a la despensa a buscar la pierna de ternera.

Pierna de ternera, nada menos. El corte más grande de todos. Sólo con la carne pegada a aquel hueso se podrían alimentar veinte personas. Anya no pudo evitar soltar un gruñido nada femenino al levantarla del gancho y cargarla hasta la cocina, intentando no mancharse el delantal de sangre, por más que la pieza llevara casi todo un día colgada. La dejó sobre la tabla de cortar, se lavó las manos como exigía la costumbre judía y terminó de lavar los nabos. A continuación se acercó al montón de repollos y se puso a limpiar las hojas a mano, una por una, porque la menor impureza habría bastado para que dejaran de ser consideradas kosher.

Estaba pensando en lo apetitosas que resultarían las nuevas verduras de la temporada, después de un invierno comiendo nabos y sauerkraut, cuando la señora le pidió a Katya que se ocupara ella de lavar las coles y envió a Anya al comedor a poner la mesa grande.

Anya extendió el mantel blanco y alisó las esquinas, mientras se preguntaba cuándo regresaría Yankev de la casa de estudio, puesto que ese día tenía la tarde libre. Los judíos contaban con una regla que prohibía ayunar durante las celebraciones de la Pesach, pero muchos se saltaban la comida del mediodía para tener más apetito a la hora del Seder. A ella le fascinaba lo flexibles que podían ser los judíos en la interpretación de sus leyes.

Al tiempo que limpiaba con un paño la vajilla especial para la Pesach, recordó que un día, cuando separaba los huesos de las sobras del pollo cocido para preparar un plato sefardí con arroz amarillo, el nuevo estudiante entró en la cocina y ella le preguntó: «Dime, judío, ¿qué tiene de kosher esta carne? ¿En qué es distinta?»

Y él le explicó que era algo que tenía que ver, sobre todo, con el modo de sacrificar al animal y extraerle la sangre. Luego le aclaró que él se llamaba Yankev, no «judío», y Anya soltó una risita, se disculpó y le dijo su nombre.

Desde ese día, cuando Yankev regresaba a casa al concluir su jornada de estudio con el rabino, Anya le daba de comer en la cocina y le preguntaba qué había aprendido sobre Dios. Se trataba de un muchacho amable, de mente inquisitiva, muy distinto de los hombres que frecuentaban la carnicería de Cervenka y le dedicaban comentarios groseros, mientras ella se lavaba las manos para eliminar los restos de sangre de buey. Y como los dos sabían que pertenecían a mundos distintos, les resultaba fácil hablar con libertad sobre casi cualquier cosa, mientras ella secaba los platos y los amontonaba. Yankev le había contado que, como cualquier judío de la congregación, estaba capacitado para pronunciar una bendición sobre el pan y el vino, pues ellos carecían de una clase sacerdotal que dictara cuál era el modo correcto de rezar y comportarse.

A Anya, la idea de suprimir a los intermediarios que existían entre ella y Dios le resultaba atractiva, la idea de no contar con normas infalibles y, sobre todo, el hecho de que no existiera aquello del extra ecclesiam nulla salus. Sí, claro, los rabinos podían amonestarte, e incluso desterrarte de la comunidad en casos extremos, pero no declarar que dejabas de ser judío. Eso no podía hacerlo nadie. Ni siquiera Dios podía dar la espalda a sus hijos eternamente.

Anya sacó los bellos cuencos de sopa, que eran de grueso cristal tallado, dorado en los bordes. ¿Tanto lujo para un caldo de pollo con bolas de masa sin levadura?

Miró por la ventana del comedor. Parecía que la lluvia amainaba, pero seguía sin haber ni rastro de Yankev.

Él le había enseñado incluso que los judíos no creían en el castigo eterno, que un hombre llamado rabino Akiva, que había vivido en el siglo II, decía que los peores pecadores sólo pasaban doce meses en el infierno, que ellos llamaban gehenem, mientras que otro rabino afirmaba que el castigo máximo dura de la Pesach a la Shvues, es decir, cincuenta días.

Y según otro, un tal Moses ben no-sé-qué, los malos pensamientos aparecían en nuestra mente sin motivo aparente, y no debían considerarse pecaminosos. Todo lo contrario a las enseñanzas de las monjas, que decían que los pensamientos impuros, por pequeños que fueran, eran tan graves como los pecados de obra (por lo que, según ellas, Anya pecaba constantemente).

Aquellos sabios decían incluso que la mujer judía no tenía por qué vivir su vida encadenada a un hombre que bebiera, la maltratara o le fuera infiel. Si conseguía que el marido firmara los papeles, los rabinos le permitían divorciarse de aquel cabrón.

Volvió a mirar por la ventana. Nada. Se fijó en la gente, que avanzaba por Breitgasse con más prisa que de costumbre. Por más que fuera víspera de fiesta, eso no era normal. Era evidente que algo estaba sucediendo.

Una oleada de pánico le inundó el pecho. ¿Y si la pequeña Katya había estado escuchando tras la puerta cuando Yankev le decía que los judíos creían que el Mesías era sólo un mensajero de Dios, pero no su hijo? ¿Y si la criadita había ido corriendo a contar al padre Prokop las ideas heréticas que Anya escuchaba? Se dijo que no debía preocuparse, pero no pudo dejar de acercarse a la cocina y observar furtivamente. La pequeña Katya seguía lavando el repollo con expresión serena. Anya suspiró, aliviada.

Cuando empezaba a extender sobre la bandeja de plata el paño bordado que se usaba para los tres matzohs ceremoniales, una llave hurgó en la cerradura y Yankev entró en casa, dejando en el suelo huellas de lluvia. Las gotas resbalaban por su rostro, y respiraba entrecortadamente. No había el menor atisbo de humor en su mirada.

—¿Qué? ¿Intentando ganarle la carrera a la lluvia? —le preguntó, aunque sabía bien que no se trataba de eso.

—No. Se acercan problemas, Anya. —Le contó todo lo que sabía, empezando por la aparición del cadáver de la pequeña Gerta Janek, al que habían extraído toda la sangre.

Ella invocó a Dios y se llevó la mano a la boca. Ningún ser humano podía haber hecho algo así.

Él le dijo que no había duda de que las heridas eran de cuchillo. Era obra de un humano.

Ella opinó que no tenía sentido culpar a los judíos.

—Tal vez sea cierto —dijo él—, pero aun así debo abandonar la ciudad esta misma noche.

—¿Esta noche? ¿Por qué tan pronto?

—Sabes que yo no soy muy aguerrido, Anya.

—Pero dices que los judíos disponéis de tres días para encontrar al asesino. Y por lo que me has contado, seguro que tiene la ropa muy manchada de sangre.

—¿Y eso qué importa? La mente más aguda no puede competir contra la espada más afilada.

—Eso no es lo que llevas seis meses enseñándome, Yankele. ¿Adónde irás?

—He oído decir que el reino de los turcos es un lugar bastante seguro para los judíos en esta época. Tal vez viaje hasta Safed para estudiar con el rabino Vital.

—¿Y cómo traspasarás las puertas de la muralla?

—Para eso sólo hace falta dinero, y el reb Meisel me proporcionará el que necesite.

—¿Quién me enseñará a mí…?

—Ya te he dicho que todo judío es un estudiante de la Ley.

Pero no todos los judíos eran Yankev ben Jayim.

—No, no puedes irte, al menos hasta que te muestre…

—¿Mostrarme qué?

Lo agarró de la mano y lo condujo a la despensa. Él debía de estar muy distraído por todos los problemas, porque olvidó recordarle que ese tipo de contacto estaba prohibido. Ella le dedicó una sonrisa cómplice al tiempo que levantaba el paño a cuadros que cubría una cesta, cogía dos pasteles esponjosos, blancos, y le ofrecía uno.

—Espera a probar mis bollos de Pascua. Los he preparado esta misma mañana.

Se suponía que aquellas exquisiteces no podían probarse hasta el domingo de Pascua, pues en la receta intervenían muchos huevos, y azúcar. No eran precisamente los alimentos austeros propios del Viernes Santo. Pero ella se dijo que no tenía nada de malo, puesto que si él se iba esa noche, no lo vería el domingo. Ni nunca más. Aquel pensamiento la entristeció inesperadamente.

—No, no puedo —dijo él.

—Todavía es pronto, ¿no? Creía que la prohibición no empezaba hasta que se ponía el sol.

—La Ley prohíbe comer jumets a partir de la mañana anterior a la Pesach.

—¿Igual que prohíbe todo contacto entre judíos y cristianos de sexos opuestos?

Lo había pillado.

Todavía tenía tanto que preguntarle… Pero alguien estaba llamando a la puerta. Oyó que Lívia se acercaba a preguntar quién era, y que dos hombres preguntaban por Mordecai Meisel. Había urgencia en sus voces.

—Me parece que son el rabino Loew y el nuevo —dijo Yankev, apartándose de su lado.

—No me dejes así.

Lo dijo sin pensarlo, y sus palabras la sorprendieron tanto como a él.

Él la miró, y ella trató de explicarse.

—Quiero decir que… todo el mundo viene a Praga. El problema es que nadie quiere irse. Cualquier necio que pasa por aquí intenta apropiarse de la ciudad. Y… y… bueno, los judíos no… Vosotros no queréis conquistarnos, sólo queréis vivir aquí sin que os molesten. De modo que ¿por qué debería odiaros más que a esos predicadores que dicen que mi Iglesia es corrupta, o a los ricos burgueses que intentan controlar nuestras vidas?

Empezaba a deshacérsele una trenza, y el pelo se le salía por debajo del pañuelo. Tendría que soltárselo del todo, volver a trenzárselo y colocárselo en su sitio.

Yankev observaba sus movimientos precisos, decididos, sus manos que recorrían los cabellos negros, largos, cargados de corriente estática. Ella se dio cuenta de que la miraba, pero no apartó la vista. Y él siguió contemplándola, miraba sus ojos castaños. La miraba como si jamás hubiera visto unos ojos de mujer desde tan cerca. No eran ojos cristianos, u ojos judíos. Eran, simplemente, sus ojos, centelleando como estrellas en una noche oscura de invierno.

Ella sintió que se sonrojaba, que su sangre joven afloraba a su piel. Y le pareció que la sangre joven de Yankev también circulaba más deprisa.

—Cuéntame, Yankele, ¿cuántos años más debes estudiar antes de convertirte en rabino?

—No existe un número estipulado de años. Te conviertes en rabino cuando una comunidad te contrata para que lo seas, o a partir del momento en que la gente empieza a consultarte sus dudas: «Rabino, ¿esta cazuela todavía es kosher?» Y eso a mí podría sucederme de un momento a otro.

—¿Y los rabinos no tienen que ser célibes como los curas?

—Con el debido respeto, los curas lo han entendido todo mal. El celibato va en contra de los deseos de Dios.

—¿Cómo puedes decir algo así?

—Porque el primer mandamiento de la Torá es «Creced y multiplicaos». Dios pide a Adán y a Eva que gocen del cuerpo del otro sin vergüenza. Ahí no existen esas tonterías sobre el sexo como algo intrínsecamente malo.

—Según dicen, tiene que ver con la pureza.

—¿Y quién te ha dicho a ti que el sexo es impuro? El amor entre una pareja casada no sólo no es impuro, sino que es sagrado. Incluso el estudiante más piadoso, el que estudia la Torá todos los días de la semana, peca si no le da alegría a su esposa durante el sabbat.

Anya sintió un cosquilleo en el vientre al pensar en la delicia de ser una mujer casada.

—¿Y un hombre no peca si ama demasiado a su mujer?

Él ahogó una risita al pensarlo.

—Sólo si ello le impide cumplir con los demás mandamientos.

Ella se preguntó qué sentiría si se olvidaba de todo y lo acariciaba —no, nada de caricias—, si lo abrazaba con todas sus fuerzas.

Desde la cocina llegaba el olor del pescado relleno, lo que significaba que Dolora ya debía de haberlo metido en la vaporera. Quedaba poco tiempo.

—¿Por qué todas las viejas leyes prohíben las relaciones entre los judíos y las demás razas?

—Ya sabes por qué —respondió él.

—No, quiero decir desde los tiempos de Salomón… como se dice en el Libro de… esto…

—Está escrito en el Libro de Reyes —se adelantó él—. Porque en aquellos días era pecado mantener relaciones con idólatras. Pero en nuestra época, el rabino Menajem Ha-Meiri, a lijtigen gan-eydn zol er hobn, dice que la antigua prohibición no afecta a los cristianos modernos, porque éstos veneran al mismo Dios que nosotros.

Gracias a Dios por el rabino Menajem Ha-Meiri.

—¿Incluso si la persona no ha sido bautizada?

—¿Y eso qué importa? —dijo él.

—¿Cómo borráis vosotros el pecado original?

—Nosotros no creemos en el pecado original.

—¿Ah, no?

—Nosotros creemos que el verdadero pecado del hombre es su incapacidad para hacer del mundo un lugar de paz y justicia, pecado que se da generación tras generación. Sí, Adán pecó, pero por qué toda la humanidad habría de ser condenada a muerte por los pecados de un solo hombre. En cualquier caso, el estigma del pecado de Adán quedó borrado cuando recibimos y aceptamos la Torá.

—¿Y qué hay del pecado de Eva?

—Lo mismo.

—Pero los sacerdotes dicen que…

—Los sacerdotes dicen que fue Eva la que incitó a Adán a pecar, y que es inferior porque nació de él, y bla, bla, bla…

—¿Y no fue así?

—Hay quien dice que fueron creados a la vez.

—¿Y quién tiene razón?

—Hoy estás preguntando mucho.

—No es mi intención ser una kvi, pero…

—¿Qué es una kvitch?

—Una quejica.

—Ah, una kvetch. Se dice casi igual que en yiddish.

—Siempre me han contado que Dios creó a Adán de la tierra. Pero ¿no lo creó de una mezcla de tierra y agua, a la que dio forma para obtener un hombre?

—De una neblina, más bien —dijo Yankev.

—De modo que Dios necesitó los dos elementos. ¿Y eso por qué?

—En realidad, necesitó tres.

Ella lo miró fijamente durante unos instantes, con gesto ausente. ¿Por qué no se lo contaba? ¿Cómo esperaba que ella supiera todas aquellas cosas? Apartó la mirada y la posó en los sacos rebosantes de lentejas y guisantes que se alineaban junto a la pared, bajo los anaqueles.

—El aliento de Dios —le aclaró él al fin.

—Ah.

El olor del pescado relleno y la sopa de albóndigas de matzoh era delicioso, y se le hacía la boca agua.

—La niebla se elevó sobre la tierra —prosiguió Yankev— para unirse al cielo, lo mismo que la mujer se abre al hombre, y juntos traen la plenitud al que está en las Alturas.

—Espera un momento. ¿Dices que Dios nos necesita para estar completo?

—Sí.

—¿Y que depende de la mujer dar el primer paso?

—Bien, ésa es una interpretación alegórica…

Ella se acercó más a él y le plantó un beso fugaz, suave, en la mejilla. Ahora fue él quien permaneció observándola, perplejo.

—¿Y bien? ¿Qué te ha parecido? —le preguntó.

Pero él seguía sin hablar.

El brazo de Anya se aproximaba a él como una criatura nocturna que se arrastrara por un bosque en busca de pareja, dispuesta a retirarse a la menor señal de conflicto. Pero él no la apartó. No se movió lo más mínimo. Todavía tenía la capa húmeda de la lluvia. Los dedos de la joven cristiana se hundieron en ella como lo habrían hecho en la tierra primigenia, liberando aquella neblina, aquel vapor, dejando que se elevara hacia el cielo.

—Ahora ya no puedes irte —dijo Anya.

El tardó una eternidad en responder.

—No debería haber pasado tanto tiempo contigo, Anya.

—¿Y eso qué significa? ¿Soy demasiado treyf para ti?

—No, tú no eres treyf.

—¿Entonces qué es?

—En el mundo no hay lugar para personas como nosotros.

—En ese caso, tendremos que inventar otro nosotros.

—Esa clase de parejas está prohibida en todas partes.

—De modo que admites que somos una pareja.

Por una vez en su vida, él se quedó sin respuesta.

—¿No crees que es bueno desobedecer una prohibición que ha sobrevivido a pesar de no servir? —le preguntó ella.

—No nos corresponde a nosotros decidir.

Anya debía ganárselo con algún ejemplo sacado de las Escrituras.

—¿Cómo se llamaba aquella mujer que recorrió todo el desierto hasta Belén sólo para unirse a un hombre al que ni siquiera conocía?

—Supongo que te refieres a Ruth la Moabita, y a Booz, el de Judea.

—¿Y sus pueblos no eran enemigos declarados en aquel tiempo? —Sí.

—Y aun así, los dos juntos engendraron a Obed, que engendró a Jesse, que engendró al rey David, antepasado de nuestro Mesías.

—Lo cierto es que fue una mujer excepcional —admitió él.

—Mejor que siete hijos varones. —Él sonrió.

—Podrías haber sido una buena esposa para un estudioso de la Torá si el mundo fuera un lugar distinto.

Dios santo. ¿Le estaba dando la razón? En su barrio, cada vez que una pareja discutía, la cosa terminaba casi siempre con alguna extremidad magullada o la vajilla rota.

—Tú no eres como los demás hombres que conozco.

—La novedad pasará.

—No lo creo.

Anya se acercó más a él, sin ocultarle nada. El calor se elevaba desde sus cuerpos, y la fragancia floral de ella se mezclaba con la esencia terrosa de él, como en un campo tras la lluvia. Rozó la piel de Yankev con la boca, y la nariz se le impregnó de su fragancia. Separó los labios. Aquella piel era dulce y salada a la vez.

—Será mejor que te detengas —dijo él.

Pero era tan agradable que no podía parar. Le asombraba la explosión de sensaciones que experimentaba a medida que su boca ascendía por aquel cuello, salpicándolo de besos húmedos, cada vez más alto, hasta que alcanzó la mejilla y su carne suave, la boca. Jamás se le había pasado por la cabeza que un beso pudiera ser algo tan bueno, tan dulce, que superara en tanto el pellizco de piel que contenía.

Echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos. Los dos habían traspasado una línea, pero todavía estaban a tiempo de dar un paso atrás, antes de quedar atrapados. Ella debería haberse ido en ese preciso instante, olvidar que se habían conocido. Pero la atracción era demasiado intensa.

Volvió a acercar mucho los labios a los suyos y le dijo:

—Mi madre siempre me ha dicho que si lo que quieres es comerte una manzana, moléstate al menos en escoger una buena, jugosa.

Y volvió a darle otro bocado a aquella fruta prohibida. Pero entonces la voz atronadora de su señor inundó el aire.

—¡Anya! ¡Ven aquí! ¡Te necesito!

Provenía del salón principal.

Se separó de Yankev y descubrió que sus manos servían para acariciar un pelo mojado, unas ropas húmedas, al tiempo que respondía a aquella llamada que provenía de otro mundo, y regresaba a un lugar llamado Praga donde las relaciones físicas entre cristianos y judíos seguían siendo castigadas con la pena de muerte o la amputación de algún miembro, dependiendo del humor de las autoridades judiciales el día de la sentencia.

Se preguntaba si su cuerpo llevaba todavía impregnado el olor del judío.

Mordecai Meisel se encontraba en el centro de la sala, acompañado de dos hombres cubiertos con capas largas, oscuras. Meisel tenía unos sesenta y cinco años. Pesaba algo más de la cuenta, por culpa de las comodidades de que se rodeaba, pero seguía siendo un hombre robusto. La camisa de seda se tensaba sobre los músculos que había desarrollado durante su juventud, cuando se dedicaba a cargar hierro.

Anya reconoció a uno de sus acompañantes. Se trataba del rabino Loew. El otro era un judío alto de pelo negro, rizado, y la misma expresión de desesperación reprimida que había visto en los ojos de Yankev la primera vez que lo vio llegar de la calle.

—Anya, estos caballeros tienen que hacerte algunas preguntas.

Le dio un vuelco el corazón. ¿Ya se habían enterado?

—Por supuesto —respondió con un nudo en la garganta.

El judío alto fue el primero en hablar.

—El reb Meisel me dice que conoces a Marie y a Viktor Janek. ¿Es eso cierto?

Anya sintió entonces la presencia de Yankev, que había entrado en el salón y se había plantado tras ella.

—Habla, niña —le instó Meisel.

—Sí, señor.

—¿Sí, señor, o sí los conoces? —insistió el judío alto.

Ella había empezado a respirar entrecortadamente. Apenas logró articular las palabras en voz audible.

—¿Qué quieren saber sobre los Janek?

—Anya —le explicó Meisel—, les he dicho al rabino Loew y a su shammes que cooperarías con ellos, y me gustaría mantener mi palabra…

El ayudante del rabino levantó la mano y, cortésmente, expuso a su anfitrión que era evidente que la pobre muchacha estaba nerviosa, y que tal vez lo mejor sería que pudieran hablar a solas. Meisel se volvió hacia Loew, que, asintiendo, mostró su acuerdo con la propuesta del recién llegado.

Ella se serenó lo bastante para dedicar una sonrisa a aquel desconocido tan alto.

El shammes se la devolvió. Una vez ejercitados los músculos del rostro, no se le daba tan mal sonreír.

Pero cuando preguntó si podían trasladarse a otro aposento más «privado», Yankev dio un paso al frente e intervino.

—No veo por qué tenéis que interrogar a esta muchacha. ¿Qué puede saber ella de este asunto?

—No, si a mí no me importa… —quiso desdramatizar ella.

Meisel los mandó callar a los dos y ordenó a Anya que llevara al shammes a la despensa, la misma que acababa de calentar ella misma con el ardor de su pasión. ¿Percibiría él el olor de sus cuerpos en el cuarto cerrado?

El joven alto evitaba mirarla directamente a los ojos, y tamborileaba los dedos en los tarros de porcelana que contenían las especias. Tenía unas manos grandes, como pezuñas, que parecían creadas expresamente para romper cosas. Ella había conocido a muchos hombres así.

Lo primero que le preguntó constituyó para ella toda una sorpresa.

—¿Tú respetas la palabra de Dios de la Biblia?

¿Qué clase de trampa era aquélla?

—Por supuesto que la respeto.

—¿Al pie de la letra?

Si su interlocutor hubiera sido un inquisidor cristiano, ella habría respondido afirmativamente, para no acabar ahorcada sobre sus llamas sagradas. Pero llevaba un tiempo conviviendo con judíos, y sabía que éstos casi nunca esperaban respuestas tan simples antes tales preguntas.

—Creo al pie de la letra en lo que me dicen los sacerdotes —aclaró—. Pero también sé que los sacerdotes optan por no cumplir con todas y cada una de las palabras del Jumesh, como el mandamiento de celebrar la Pesach después de la puesta del sol del quince de Nisan.

El shammes arqueó mucho las cejas. Aquella joven habría sido capaz de entonar la Sb'ma en hebreo.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para los Meisel?

—Lo bastante para saber distinguir un jreyn de un jaroyses.

El judío hizo el gesto de un hombre que acaba de encontrar un tesoro de valor incalculable escondido entre unos trapos viejos, y no trató de ocultar su asombro, como habría hecho un interrogador auténtico. Su imponente estatura menguó algo cuando se sentó sobre un saco de legumbres y se llevó la mano a la frente.

—Creo que no te vendría mal beber algo —dijo ella.

—Tienes razón —admitió él—. Esto es lo más duro de respetar el mitsves de la Pesach. Podría pasarme una semana sin comer pan con levadura, pero la prohibición de jumets incluye todo lo que está hecho con grano fermentado, lo que implica quedarse también sin vuestra estupenda cerveza de Bohemia.

—¿Cómo hacéis los judíos para cumplir con los seiscientos trece mandamientos?

A él le impresionó una vez más que ella conociera el número exacto.

—La cuestión está en saber qué reglas incumplir —contestó él.

Anya, aliviada, esbozó una sonrisa imperceptible. Tal vez este shammes fuera distinto de todos los demás hombres. Tal vez fuera capaz de ayudarla.

—¿Y cómo sabes qué reglas incumplir?

—Hace falta práctica. Ten presente que vosotros, los cristianos, lo habéis sido sólo unos… ochocientos años, más o menos. Y nosotros llevamos más de cuatro mil siendo judíos. De modo que os llevamos bastante ventaja.

Anya tardó un poco en comprender que bromeaba.

—¿Y qué esperas de mí? —le preguntó.

La esperanza iluminó los ojos del shammes.

—Debo averiguar qué es lo que ocurre en casa de los Janek, y yo solo no puedo. De modo que rezo por que se produzca un milagro y algún buen cristiano se muestre dispuesto a hablar con Marie Janek acerca del negocio de su esposo, y que se informe también de si alguno de los cerrojos de su casa ha sido forzado. En puertas y en ventanas, si es posible. Conmigo se niega a hablar, claro. ¿Estarías tú dispuesta a hacerlo?

—¿Pretendes que vaya a ver a una madre que está de luto por la muerte de su hija y le pregunte un montón de intimidades sobre los negocios de su marido?

—No, no, claro que no. Primero debes presentarle tus respetos. Hablarle de otras cosas. Preguntarle cómo está su esposo, cómo le va. ¿Está muy afectado? ¿Será capaz de mantenerse al frente del negocio? ¿Se trata de un negocio sólido? Y esas cosas. Si quieres, puedo ayudarte a preparar algunas frases.

—Tú vas a decirme a mí cómo debo hablar con una mujer cristiana.

—No, no. Yo he de confiar en tu sensatez, lo mismo que te pido que confíes tú en la mía. Sé que soy un forastero, incluso entre los judíos de Praga. Me hace falta que tú…

—¿Qué?

Él soltó un suspiro.

—Que hagas algo que muy pocas personas han hecho por mí en estas últimas dos semanas. Que mires más allá de mis modales tan poco refinados y veas mis buenas intenciones —añadió, dándose dos palmaditas en el pecho, imitando el gesto exacto de los cristianos.

Ella sintió que vacilaba, que se ablandaba, y él debió de darse cuenta.

El shammes echó un vistazo a los estrechos confines de la despensa y su mirada se posó en un manojo de eneldo fresco que colgaba de un gancho. Encerró en sus manos las hierbas aromáticas y aspiró su fragancia un par de veces antes de soltarlas.

—Mi abuela, olev ha-sholem, usaba mucho el eneldo en las sopas de albóndigas de matzoh —dijo—. Cuesta bastante conseguirlo en esta época del año.

—Ni siquiera sé cómo te llamas —replicó ella.

—Lo siento. Tenemos tanta prisa que debo de haber olvidado mis buenos modales. Me llamo Benyamin.

—Ah. El hijo menor de Jacob.

—Sí. Escúchame, Anya, pareces una hija bondadosa de Noé. Necesito que me ayudes a salvar lo que podrían ser centenares, tal vez miles, de vidas, y a evitar que los judíos vuelvan a verse en el exilio.

—¿Me estás diciendo que si descubrimos a los verdaderos asesinos de Gerta Janek los judíos no tendrán que irse de la ciudad?

—Ésa es mi esperanza.

—En ese caso, mi respuesta es sí. Te ayudaré. Disponemos de tres días, ¿verdad?

—De dos y medio, para ser más exactos.