Capítulo 16

Los postigos cerrados de las ventanas trataban de ocultar el resplandor delator de las lámparas encendidas, pero gajos de luz de un tono verde claro se escapaban por las rendijas. Cualquiera se daría cuenta de que se trataba de una casa de placer abierta en plena Hampasgasse, delante mismo del beys jayim, donde las almas terrenales de los que habían muerto hacía poco se ocultaban entre las sombras, custodiando sus tumbas durante doce meses, antes de unirse a sus espíritus superiores en el Mundo Venidero.

La lluvia resbalaba por los peldaños de la entrada y se acumulaba al llegar abajo, en un charco de barro desde el que el reflejo de mi rostro me devolvía la mirada. La entrada principal había estado en otro tiempo a la altura de la calle, pero siglos de inundaciones la habían enterrado bajo sucesivas capas de lodo del río, hasta que la calle se elevó y alcanzó la segunda planta, y la primera pasó a ser un sótano.

La puerta, de goznes bien engrasados, se abrió sin dificultad. Las paredes, dentro, eran frías y estaban recorridas por franjas oscuras de humedad que descendían del techo; pero los fuegos encendidos procuraban calor y las lámparas iluminaban bastante bien el lugar, a pesar de que era poco menos que una caverna subterránea. Algunas de las velas debían de haberlas encendido después de la puesta de sol, en clara violación del sabbat, pero yo debía librarme a toda costa de aquel frío de cementerio y no quise inspeccionar los fuegos con demasiado detalle.

Podría haberse tratado de una de las muchas posadas de carretera que proliferaban por el reino, salvo por la humedad persistente. Había hombres de aire próspero reunidos en torno a las mesas que rodeaban la barra. Levantaban copas de vino, jugaban a los dados, al dominó y a las damas y, en un rincón, había incluso algunos que estudiaban con parsimonia cuál sería su siguiente movimiento en la partida de ajedrez que libraban. Y hombres de rostro cetrino y ropa vieja que remitían a un entorno muy distinto, allí, agazapados entre las sombras, bajo la escalera, jugando a las cartas y conversando en voz baja. Tomé asiento cerca de ellos.

El golpeteo de los dados y el chasquido de las fichas de dominó despertaron en mí el deseo, viejo y conocido, de perderme en las fugaces emociones del juego, que abrumaron mis sentidos lo mismo que si un perfumista hubiera abierto un frasquito de jazmín turco y me lo hubiera acercado a la nariz. Qué fácil me habría resultado cerrar los ojos a todo lo demás y sumergirme en él de cabeza, pero reprimí mis ganas pensando en lo inmensa que sería mi recompensa si salvaba al gueto de la destrucción y recuperaba el amor de Reyzl, mientras la gente me llevaba a hombros por las calles. No iba a ser una tarea fácil, sobre todo porque uno de los hombres apostados en la mesa de al lado carraspeaba y parpadeaba cada vez que recibía buenas cartas, emitiendo señales que podrían haberse captado a media milla de distancia.

—¿Qué tomarás, cielo?

La tabernera estaba de pie, junto a mí, con una bandeja llena de jarras y vasos vacíos apoyada en la cadera.

Yo ya había bebido demasiado vino aquella noche, y la cerveza estaba farbotn. Ella se percató de mis dudas, y quiso saber si había acudido más interesado por su «otra línea de negocio».

Yo negué con la cabeza.

Los dos hombres de la mesa contigua apuraron sus copas y pidieron otros dos vinos.

—Cóbramelos a mí —dije yo—. Y tráeme otro.

La mesonera me examinó con ojos escépticos. Según ella, no daba la talla. No podía culparla por eso, así que hundí la mano en la capa, extraje el tálero de plata que me había entregado el rabino y lo arrojé sobre la mesa. Ella no cometió la vulgaridad de morderlo para comprobar si era auténtico. El peso, y el tacto de la moneda, hicieron saber a sus dedos experimentados que no se trataba de ninguna falsificación.

—Tres copas de vino. Marchando.

—Que sean cuatro —sugirió un hombrecillo encorvado que se había sentado a mi lado.

Tenía la piel apergaminada, y un muñón carnoso sustituía su pulgar derecho.

—¿Y por qué cuatro? —pregunté.

—¿Acaso no es tu deber beber cuatro copas de vino esta noche, como símbolo de la libertad? —insistió él.

—Sí, pero no las cuatro a la vez. Además, lo normal es comer abundantemente entre una y otra copa.

—¿Pensáis seguir hablando, o vais a jugar? —soltó el hombre, que no dejaba de parpadear y tragar saliva.

A pesar de llevar el pelo enmarañado y sucio, me di cuenta de que debajo de tanta mugre se ocultaba un hombre bastante más joven que su compañero.

Se llamaban Israel y Beynish, y en aquel momento estaban incumpliendo varios mandamientos, pero como yo mismo me había saltado el baño ritual del shabbes, no estaba en condiciones de recriminárselo.

—Así que tú eres un estudioso —dijo Israel mientras se rascaba lo que había sido su dedo pulgar—. En ese caso, permíteme una pregunta. ¿Los insectos que vuelan son kosher?

Le respondí que, aunque no formaba parte de nuestra tradición, la Torá nos permitía comer ciertas «cosas que se arrastran y vuelan» como grillos, saltamontes y langostas.

—Es decir, que Dios, en su infinita sabiduría, nos permite comer saltamontes, pero el marisco está prohibido —insistió Israel—. ¿Cómo es posible?

—Mentes más lúcidas que la nuestra han fracasado en el intento de responder a esa pregunta, amigo. Esas leyes pertenecen a las jukim, las leyes que carecen de explicación racional.

—En ese caso, yo también tengo varias preguntas para ti, don gran estudioso.

Oy vey. Ya estamos. Se dice que un necio es capaz de formular más preguntas en una hora de las que un sabio puede responder en todo un año.

—Tal vez tú puedas ayudarme a aclarar una discusión que tuve con un tipo. ¿Es cierto que existe un pasaje en el Gemore en el que se habla de unas mujeres que pierden el control y mantienen relaciones sexuales con burros?

«Lo sabía.»

—Supongo que te refieres al pasaje del Kesives que dice que una copa de vino vuelve radiante y atractiva a una mujer, dos acaban con su dignidad, tres la excitan vergonzosamente y cuatro la llevan a exigir sexo, así sea con un burro en un mercado.

—Es decir —dedujo Beynish—, la moraleja de esta explicación es que debemos parar cuando llevamos tres copas. —Se volvió hacia su amigo—. Y tú insistes en que en el Talmud no hay informaciones prácticas.

—¿Y cómo de grandes han de ser esas copas? —preguntó Israel.

Yo les expliqué que las unidades de medida usadas en Babilonia eran distintas a las nuestras.

—¿En serio? ¿Y cuánto mido yo en unidades babilonias? —preguntó Beynish agarrándose la entrepierna, para que no me cupiera duda de a qué se refería.

—¿Tú? No más de tres dedos —intervino la tabernera, que acababa de regresar y colocó sobre las mesa, sin el menor cuidado, tres copas de vino, parte de cuyo contenido se derramó sobre la madera.

Beynish fingió estar ofendido mientras ella sostenía en alto la cuarta copa de vino, sin saber dónde dejarla.

—Ésta es para Elías —aclaró Israel. Ella la depositó entonces en el centro de la mesa y se alejó de nosotros. Sus caderas oscilaban como boyas en un mar encrespado—. Aunque, si no viene a por él en cinco minutos, tendremos que bebérnoslo nosotros.

Levantó la copa con la mano izquierda.

—¿Qué es lo que dicen los salmos sobre no alegrarse de la derrota del enemigo?

—Te refieres al «no te regocijes con la caída de tu enemigo», —dije yo, citando textualmente los Proverbios.

—Eso, no te regocijes con la caída de tu enemigo…

Levantamos nuestras copas.

—Pero tampoco tengas prisa en ayudarle a levantarse.

Los dos se las bebieron de un trago, yo apenas tomé un sorbo de vino, que no podía compararse con el que nos habían servido en la mesa del rabino Loew.

—¿Cómo perdiste el pulgar? —le pregunté, señalando el muñón de carne que temblaba en la mano derecha de Israel.

—Se lo chupó demasiado cuando era niño —se adelantó Beynish.

—Lo perdí luchando contra una criatura que era mitad rata de cloaca y mitad demonio —contestó—. Pero tranquilos, algún día volveré a encontrármelo. Dios me lo guarda hasta que vaya a reclamarlo.

—¿Eres Izzy el Cazarratas?

—Sí, claro. ¿Quieres ver mis credenciales?

Y, sin darme tiempo a responderle, metió la mano en un zurrón, extrajo más de veinte colas de rata que llevaba atadas a una cuerda y me las acercó mucho a la cara.

Yo me eché hacia atrás para apartarme del hedor que desprendían.

—¿Qué haces con eso? ¿Tienes que pagar al Ayuntamiento mil colas de rata al año a modo de tributo, como los judíos de Frankfurt?

—No, eso aquí dejó de hacerse hace mucho tiempo. Y, por cierto, no eran mil, sino cinco mil colas de rata al año.

—Dios mío. ¿Y cómo lo lograbas?

—Antes, esta calle estaba llena de mujeres perdidas, repudiadas por la sociedad cristiana, lo mismo que nosotros, y todas tenían problemas con las ratas. Además, los burgueses de la ciudad sabían llegar hasta aquí, por lo que siempre había bastante trabajo. Qué tiempos aquellos… Pero luego empezaron a cerrar, y ahora la cosa está como la ves. Ésta es la última casa de ese tipo que queda en el Yidnshtot.

Apuró la copa y clavó los ojos en la penumbra, más allá de mí. En sus ojos parpadeaban destellos de la luz de las velas, como fogonazos mortecinos.

Yo meneé la cabeza al oír aquello, y les serví más vino de la copa de Elías. Mi transgresión no me preocupaba demasiado, pues los sabios dicen que los pecados cometidos por una buena causa son preferibles a los mitsveh que se observan por razones equivocadas.

Izzy bebió un poco más y se secó la boca con el reverso de la mano, y preguntó:

—¿Y qué hace aquí el nuevo shammes invitando a vino a Izzy el Cazarratas y a su aprendiz?

No hay que subestimar nunca la inteligencia de nadie, por mal vestido que vaya. Los maestros de la Cábala afirman incluso que en ocasiones llegaremos a encontrar una joya en la ropa interior de un pobre, aunque confieso que no he corroborado personalmente la veracidad de tal proposición.

—He venido a aprender de cerrojos —respondí.

—Pues entonces no estás hablando con la persona indicada.

—Eso ya lo sé. Pero el vigilante nocturno me ha asegurado que tú podrías indicarme con quién debo hablar.

Las conversaciones parecieron interrumpirse a nuestro alrededor, pero los movimientos, aunque amortiguados, no cesaron.

Izzy entrecerró los ojos.

—¿Y qué ganas tú con todo esto?

—No lo sé —contesté—. ¿Redención? ¿Expiación? ¿Aceptación? Sólo intento hacer lo que está bien.

—Ya, ya. ¿Y qué puedo hacer yo por ti que esté bien?

—Quiero que me presentes a alguien que entienda de cerrojos y candados.

—Ya te he dicho que a mí los cerrojos y los candados me importan una mierda. Yo me dedico a las ratas.

—Muy bien. Hablemos de ratas, entonces.

—¿Qué quieres saber sobre las ratas?

—Ah, pues todo. Sus rituales de apareamiento, sus alimentos favoritos, sus pautas de migración…

—Conmigo no te pases, forastero.

—Entonces ofréceme algo que pueda resultarme útil.

Izzy me miró como si yo fuera menos que una sanguijuela; pero a veces las sanguijuelas son precisamente lo que los pacientes necesitan.

Barajó de nuevo las cartas, aunque en realidad se esforzaba por mantener las manos ocupadas mientras adaptaba su mente al nuevo giro de la conversación.

—Está bien, señor shammes —dijo con voz grave, expectante—. Tal vez sí sea capaz de ayudarle a identificar señales, presagios que tengan que ver con las ratas.

—Adelante —insistí—. Tengo un hechizo contra todos los presagios de las ratas.

Beynish escupió hacia el cielo para protegerse del mal de ojo y juntó las manos metiéndose el pulgar en el puño contrario. No me habría extrañado que se santiguara un par de veces, si con eso hubiera creído que podía librarse de él.

Izzy se pasó la lengua por los labios. Debió de notárselos algo secos, porque dio otro sorbo, y los dientes quedaron teñidos de aquel vino barato.

—Debes cuidarte de los sueños en los que las ratas te atacan, pues son señales ciertas de que alguien pretende causarte un gran daño —dijo—. Encontrar marcas de dientes de rata en sacos de comida, en zapatos o en cualquier clase de comida significa mala suerte, tal vez incluso muerte. Un grupo de ratas que abandonan de pronto un barco o una casa presagia un desastre inminente…

—Espera un momento —lo interrumpí.

—¿Qué?

—Esta mañana yo he visto una manada de ratas. A Beynish los ojos estuvieron a punto de salírsele de sus órbitas.

—¿Y dónde ha sido eso exactamente?

—A pocos pasos de la tienda de Federn, en Geistgasse, donde han encontrado el cuerpo sin vida de la pequeña. Y en el interior había más. Han salido huyendo por la puerta…

—Espera, espera. No nos adelantemos. Háblame antes de las ratas de la calle.

—Ha sido aterrador. Por un momento he creído que la calle misma se ponía en movimiento, que capas de adoquines grasientos avanzaban ante mis ojos. Pero entonces las ratas se han dispersado y han dejado algo atrás, sobre las piedras cubiertas de sangre.

—Eso es que peleaban por un pedazo de la carne cruda que habían encontrado en plena calle.

—¿Un pedazo de carne lo bastante grande para atraer a una manada entera de ratas? ¿Es que alguien ha arrojado una pata de ternera a la calle?

—No lo sé, pero desde donde yo me encontraba me ha parecido ver que, cuando se han alejado, todavía quedaba mucha carne.

—¿Y el resto estaba de veras dentro de la tienda? ¿Y todas han salido corriendo por la puerta?

—Bueno, sí, eso es lo que he visto.

—¿Estás seguro?

—Sí, ¿por qué?

—Por nada. Es un comportamiento muy raro en las ratas. Por lo general se escabullen por los huecos y las grietas de las paredes. No acostumbran a usar las puertas principales.

—¿Y qué te sugiere lo que te cuento?

—Me sugiere que las ratas estaban por toda la tienda, que no la conocían bien, y que han decidido salir por la primera abertura que han encontrado.

—Pues es un comportamiento raro, sí.

—No, yo diría que se trata de una reacción común en el caso de animales que se sienten acorralados.

—A mí lo que me desconcierta es imaginar cómo entraron. ¿Siguieron el olor por toda la calle y se vieron atrapadas en el establecimiento?

—Ah, no sé, supongo que pudieron entrar por muchas vías, pero… —Tamborileó los dedos en la mesa.

Yo hacía esfuerzos por no concentrar la mirada en el muñón inerte.

—¿Pero…?

—Pero… —Se llevó la mano a la garganta—. Pero me cuesta mucho hablar, porque tengo muy seco el gaznate.

Se frotó el pescuezo como un nómada del desierto a punto de morir de sed.

Pedí otra ronda, y él me dedicó una sonrisa. Mientras esperábamos a que la trajeran, y como mi copa todavía estaba medio llena, se la ofrecí.

Él se tomó su tiempo bebiendo, antes de continuar.

—Pero la explicación más probable es que quien fuera que llevara el cuerpo de esa pobre niña hasta allí también llevó un saco lleno de ratas, por si las necesitaban.

—¿Necesitarlas? ¿Para qué?

—Para distraer a la gente. Contigo ha funcionado, ¿no? En efecto, así había sido.

—¿Y se tomaron la molestia de recoger todas esas ratas y meterlas en un saco? —pregunté perplejo.

—Si estás dispuesto a usar un buen cebo, no resulta tan difícil.

—¿Un buen cebo como cuál?

—Como un buen corte de carne. ¿Pensaste que esas ratas estaban bien alimentadas?

—¿Cómo voy a saberlo?

El Cazarratas me miró y meneó la cabeza como si se sintiera muy decepcionado, pues, claro está, eso era algo de lo que él se habría percatado al momento. Pero entonces se encogió de hombros, más comprensivo, acostumbrado a tener que tratar con aficionados.

En ese momento llegaron otras tres copas de vino. Los dos hombres bebieron a grandes tragos. Yo seguí a mi ritmo, dando pequeños sorbos.

—Un solo trozo de carne putrefacta colocada en el lugar adecuado basta para atraer a varias docenas de ratas en un par de minutos —sentenció.

—¿Qué es un lugar adecuado?

Antes de responder, dio otro gran sorbo.

—Pues un lugar que por lo general atraiga a las ratas. Un matadero, un vertedero de desperdicios, un muelle de pescadores…

Las piezas empezaban a encajar.

—Y la única carreta que no dejaría escapar un pedazo de carne de ese tamaño es…

—Una carreta de carnicero —continuó Izzy—. Misterio resuelto.

Dicho esto, decidió celebrar el triunfo de su razonamiento apurando la copa una vez más.

—Pues yo he visto una carreta como ésa —dije—. La conducían dos hombres. El carretero y otro.

—Uno para forzar la cerradura y el otro para meter el cadáver dentro —intervino Beynish.

—Han estado a punto de atropellarme, y también a una muchacha cristiana. Se notaba que tenían prisa por salir de allí.

—Y tú quieres que yo te ayude a averiguar en qué dirección se fueron.

—Sí, claro, pero creo que más importante aún es saber de dónde venían.

—¿Y por qué es eso más importante?

—Porque tal vez yo mismo podría descubrirlo, si conociera mejor estas calles…

—¡Por ahí no, idiota! —gritó una mujer de voz estridente, distrayendo mis pensamientos como si fueran caballos asustados.

—¡Ja, ja, ja! —se carcajeó un borracho levantando las dos piernas a la vez y haciendo ondear sus calzones de vistosos colores.

—Señor Johnson, por favor…

A la tabernera estuvo a punto de caérsele una jarra de vino que llevaba en su afán por ayudar a la mujer a arrastrarlo y meterlo de nuevo en el pasillo que quedaba detrás del mostrador.

Fue apenas un pequeño destello de color, pero fue suficiente. Las ropas del hombre, su actitud desenfadada y el nabo sin lavar que le colgaba entre las piernas me hicieron saber que había llegado el momento de despedirme de mis compañeros de bebida y seguir a la tabernera hasta el jardín del placer camuflado tras aquella posada subterránea.

Ella reapareció a tiempo de impedirme el acceso al pasadizo.

—He cambiado de opinión, sí me interesa conocer su otra línea de negocio.

—Demasiado tarde. Está completo.

Pero allí no había entrado nadie más; yo había sido el último en hacerlo.

—Oh. Entiendo —dije, fingiendo decepción—. ¿Cuánto?

—Eso depende —respondió ella, parpadeando tan cerca de mí que estuvo a punto de rozarme con las pestañas, en un gesto de coquetería que, de haberlo querido, no habría podido evitar ni con la ayuda de varios caballos de tiro.

Rebusqué en el interior de la capa, y la sonrisa de la joven se agrió al comprobar que extraía de ella un pedazo de pergamino firmado por el rabino Loew, con el que me autorizaba a investigar en representación suya.

Volvió a parpadear.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó, observando las palabras escritas en yiddish como si fueran un conjunto de garabatos sin sentido.

—¿Reconoces esta firma?

Su mirada avanzó a saltos por la página como una rana en el aposento del faraón.

—Sí, claro, pero ¿qué significa?

—Significa que no hace falta que te molestes en indicarme el camino, que ya voy yo solo.

Detrás de mí, las patas de varias sillas arañaron el suelo: algunos hombres, caballerosos, se habían puesto en pie para acudir en defensa de la dama.

—Y prefiero que me devuelvas el cambio ahora.

Ella puso cara de querer atravesarme la mano con un sacacorchos, pero finalmente desistió.

—Está bien, aquí tienes el cambio, shammes tacaño —me espetó, lanzando unos pocos kreuzers sobre el mostrador.

Me consoló pensar que, al menos, no me los había arrojado a la cara.

—Gracias —repliqué, recogiéndolos. A continuación me volví hacia la mesa de juegos que quedaba en el centro del local—. Ah, por cierto, uno de esos pares de dados está trucado.

Seguí el sonido de voces y llegué a una estancia de reducidas dimensiones que se abría al fondo de un pasillo de un verde pálido, donde seis mujeres descansaban sentadas en un sofá alargado, bebían infusión de menta y bromeaban. Algunas apoyaban los pies en una mesa baja, lo que las llevaba a exponer una porción aún mayor de carne prohibida. El único atisbo de decoración, en aquel espacio, eran un mantel bordado y un par de lámparas de vidrios tintados que emitían un resplandor rojizo y convertían las suaves redondeces de aquellas mujeres en algo todavía más misterioso e incitante. Me pregunté qué pensarían de aquel uso, no precisamente sagrado, del material los cristaleros que se pasaban el día creando vitrales con la imagen de la Virgen María. Es probable que aquel pensamiento evitaba, precisamente, que se volvieran locos.

«Muchas son tus obras, Oh, señor.» Allí había mujeres de todos los tamaños y formas, para todos los gustos y los estilos, desde muchachas espigadas hasta diosas de la fertilidad voluminosas, hasta una rubia tan blanca como la harina con una cruz al cuello. Se llamaba Jana y no estaba allí sólo para satisfacer la fantasía de alguien, era una auténtica cristiana.

—¿Quieres decir que aquí hay alguien que está más fuera de lugar que yo? —pregunté.

—Jamás me había sentido tan en casa —respondió Jana, abrazando a la joven que estaba sentada a su lado—. Los hombres más ricos del gueto vienen a verme.

—Los más ricos no —puntualizó una mujer algo mayor que Jana, atractiva, morena, de cabellos ondulados, que respondía al nombre de Trine—. Los más ricos disponen de sus propias putas en la zona cristiana de la ciudad, aunque ellos las llaman «queridas».

—¿Y eso qué importa? —terció otra cuyos atributos lucían tan hinchados y redondos como melones maduros—. La leche de las cabras blancas es igual que la de las cabras negras.

¿Qué habría dicho el rabino si hubiera oído que una persona como ella citaba la Midrash allí, en aquel sitio?

O si hubiera oído a Jana proponerme en un yiddish fluido, más propio de un tahúr: «Un: ¿Quieres jugar conmigo al froyen-shpil un ratito?»

—A él no le interesan tus jueguecitos —se anticipó Trine—. ¿Es que no ves que es un estudioso? Lo que tienes que decirle es: «Ven vamos a explorar juntos el sod ha-zivug

El misterio del acoplamiento. Un término de la Cábala.

—Entonces, señor, ¿qué va a ser? —intervino una de las mujeres más flacas, sonriéndome y mostrándome, al hacerlo, que le faltaban varios dientes.

Supongo que hay hombres a quienes eso los excita.

—Eso, que no tenemos toda la noche, hombre sabio —dijo Trine—. «Pues polvo eres y en polvo te convertirás.»

Ahora citaba la Torá. Si uno pasaba por alto su cariz profano, aquéllas debían de ser las rameras más instruidas del reino.

Finalmente, me decidí por Trine.

Ella se llevó consigo una palmatoria y me condujo por un pasillo cercano en el que, a ambos lados, se sucedían las puertas. Su pelo, negro como ala de cuervo, resplandecía a la luz de la vela, y las marcadas sombras acentuaban lo anguloso de sus pómulos. Su piel se veía algo ajada, pero debió de haber sido una groyse yefeyifiyeh, una mujer muy atractiva, cuando era más joven, porque a mí seguía pareciéndomelo. Teniendo en cuenta, además, lo lista y aguda que se mostraba, no pude evitar preguntarme con qué se habría tropezado en el camino de la vida para acabar metida en aquel sendero. ¿Se habría equivocado en algún cruce?, ¿o alguien la confundió dándole indicaciones erróneas?

—No estoy mal, ¿verdad? —me preguntó—. Tú también eres todo un erudito.

—Eso seguro. Ahora ya sólo me falta saber de qué tipo.

Prestaba mucha atención, y hasta mí llegaban, abriéndose paso entre grietas y cerraduras, retazos de conversaciones pronunciadas en yiddish, checo y alemán. Nos cruzamos con una muchacha de piel cetrina, tan maquillada como una marioneta, seguida de un hombre lento pero ávido de placeres, cuyos andares encorvados y las rozaduras de las sogas que asomaban a sus manos delataban que se trataba de un porteador.

—Al verte he sabido que eras de los inteligentes —prosiguió Trine—. Supongo que querrás conversar conmigo sobre las Enseñanzas, antes de que nos acostemos, porque si nos sentamos juntos y no intercambiamos palabras de la Torá, este acto será una deshonra, mientras que si nos sentamos juntos y las palabras de la Torá están entre nosotros, la Presencia estará con nosotros.

Dios mío, aquella mujer acababa de recitar el capítulo del Pirkey Avos de la Torá.

—¿Qué eras tú antes? ¿La hija de un rabino? ¿Una hermana? O…

—¿O qué? —Se volvió hacia mí de pronto—. Sigue hablando así y te apagaré esto en el ojo.

Acercó tanto la vela a mi rostro que estuvo a punto de chamuscarme las cejas. Me fijé en que las arrugas que rodeaban los suyos eran profundas, y supe que, a falta de un uso mejor, su ingenio se había convertido en un arma peligrosa.

—Te haré saber que nosotras hacemos la obra de Dios —continuó— al evitar que todos los hombres sucios de esta ciudad echen a perder a las mujeres educadas de las buenas y piadosas familias.

La cera de la vela goteaba y me caía en la capa, y hasta mí llegaban vaharadas de su aliento, amargo y perfumado de menta.

—Supongo que nunca lo había visto así.

—Sí, hay muchas cosas en las que casi nadie piensa.

Me apartó la llama de los ojos.

—¿Viertes cera caliente sobre tus clientes?

—Sólo si me caen bien.

—Me siento halagado.

—Pues no deberías.

Entre las sombras surgieron dos figuras. Una de ellas correspondía a otra hija de Israel descarriada, que apenas me miró al cruzarse conmigo. La seguía un hombre bastante bien vestido, que se llevó la mano al sombrero al pasar y, al hacerlo, ocultó casi todo el rostro.

Dejé que Trine disfrutara atormentándome un rato más, y por fin le dije:

—¿Podemos ir a un sitio más íntimo?

—Míralo él. ¿Íntimo? La intimidad es un bien escaso por aquí. A veces, cuando las mejores habitaciones están ocupadas, tengo que meterme en un cuarto con otras dos personas.

—No me impresionas, estás hablando con alguien que duerme no ya en el mismo cuarto, sino en la misma cama, con otras dos personas.

Trine esbozó una sonrisa fugaz, me llevó hasta la cocina y me hizo subir los peldaños que conducían a un patio cubierto. La lluvia volvía a caer con más fuerza.

Franqueamos una arcada y llegamos al pasaje donde moría la parte trasera del edificio. Allí había sólo tres puertas, tras las que no se adivinaba ninguna luz encendida.

Más intimidad que aquélla no iba a encontrar.

Estaba a punto de empezar a hablar cuando del cuarto más alejado nos llegaron unos aullidos inconexos. Me sobresalté, lo que provocó la risa de Trine. Era como si alguien estuviera descuartizando viva a una oveja, pero entonces caí en la cuenta de que los sonidos eran rítmicos, repetitivos e indudablemente alegres.

—Este debe de habernos oído llegar —dijo.

Estaba a punto de preguntar quién era «éste» cuando ella misma abrió la puerta, y un gigante vestido con una camisa blanca se abalanzó sobre ella, extendiendo mucho los brazos y emitiendo aquellos mismos gritos, como un bebé grandullón.

—Lo llaman Yosele el Tonto —añadió—. Pero en realidad no es tonto, lo que ocurre es que no habla demasiado bien. Aunque yo lo entiendo, ¿verdad, Yosele?

—Sssí.

El hombretón hablaba deprisa. Aquella afirmación resultó ser la palabra que pronunció con más claridad, exceptuando «galleta».

—¿No te había dicho que no te rascaras las picaduras de mosquito? —le recriminó Trine, revisándole las costras de los brazos—. Si no se lo recordamos constantemente, se las rasca hasta que le sangran.

—Uea.

—¿Quieres ir fuera?

—Uea.

—Está bien.

—Uea.

—Sí.

Ella le dejó salir a la lluvia. Yo no había visto nunca a nadie, mayor de cinco años, mostrar tal entusiasmo correteando al aire libre: con la boca muy abierta, intentaba atrapar las gotas de lluvia. No tardó en quedar empapado, pero disfrutaba tanto que no dejaba de reírse y de repetir lo que para él constituía un sonido de alegría: «gaa, gaa, gaa».

Trine lo miraba arrobada, y sonreía.

—Tendrías que verlo cuando se da su baño semanal —comentó—. Tenemos que explicárselo todo. «Lávate debajo de los brazos, Yosele. Por los dos lados. Y ahora lávate la cara. Usa el jabón, Yosele.»

—¿Se baña para el shabbes?

—¿Tú estás loco?

—Todavía no, aunque estudio con un par de auténticos expertos.

Ella pasó por alto mi comentario.

—Todos los días va a buscar agua al pozo, y comida al mercado. Barre las habitaciones y sube tres plantas cargado con sacos pesadísimos. ¿Qué te crees? ¿Que no se ensucia como todos los demás?

De modo que Yosele el Tonto se bañaba todas las semanas, como un buen judío. Me pregunté si podría formar parte de un minyen.

—Hay enemigos de Israel que se bañan sólo dos veces en su vida: el día que nacen y el día en que los preparan para su entierro. Y aun así, dicen que somos los otros los que olemos «raro».

—¿Es eso cierto? Pues entre nosotras hay algunas chicas que van al mikveb todos los días y que, aun así, sienten que nunca están limpias del todo.

Se había puesto muy seria, y en el silencio que siguió a sus palabras las gotas de lluvia repicaron con fuerza a nuestro alrededor.

Yosele empezó a gritar con tal furia que quien no lo conociera habría dicho que algo horrible le sucedía.

—¡Ah, ah, aha, aha, aaah!

—Tiene que soltarlo de alguna manera —dijo Trine—. Pero si está contento, Dios está contento.

No pude sino mostrarme de acuerdo. Al verlo allí, retozando bajo la lluvia, disfrutando tanto, casi sentí envidia de aquel tonto grandullón.

—Lo encontramos encadenado a un establo, comportándose igual que un caballo salvaje —me explicó—. Pero lo lavamos. Le enseñamos a limpiarse el culo él solo, a hacerse la cama y a esperar turno para ir al baño. Y dentro de poco aprenderá a cortar madera con un hacha afilada, porque eso, en invierno, es un trabajo que a nosotras nos resulta muy duro.

Yosele se cansó al fin de la lluvia y entró de nuevo en su cuarto, chorreando y dejando un reguero de agua en el suelo. Una vez allí, Trine le pidió que se quitara la camisa y le ayudó a secarse con una toalla. Tenía que ir dándole instrucciones concretas, pedirle que se la pasara por el pecho, por los brazos, incluso por la entrepierna. Aquel gigante no tenía el menor sentido del pudor, pues en vez de cubrirse, encontró un pedazo de cuerda y empezó a moverla delante de su cara, y a balbucear.

Trine le quitó la cuerda y le ordenó que se pusiera una camisa limpia.

—Es un niño grande en un cuerpo de hombre. ¡Pero qué cuerpo! —añadió, riéndose, mientras colgaba la camisa y la toalla.

A continuación encendió la vela, pero él la apagó de un soplido.

—Ah, sí, me olvidaba —dijo, entregándole la vela—. Tiene que hacerlo él, si no, no le gusta.

Así pues, Yosele encendió la vela, la apagó de un soplido, volvió a encenderla y volvió a apagarla. Repitió la operación dos o tres veces más antes de que Trine lo regañara e intentara arrebatársela. Pero él seguía con ganas de jugar, y no se la devolvió.

—No se da cuenta de la fuerza que tiene —continuó ella, forcejeando para abrir aquel puño de acero.

—Mejor.

—Oh, no, no te preocupes por él. Nunca lastima a nadie a propósito. Carece por completo de yetzer horeh. De la inclinación al mal.

Finalmente logró recuperar intacta la vela.

—Lo peor es cuando está enfermo —siguió—, porque no sabe decirnos qué le duele y no sabemos qué medicina darle. Es muy duro verlo sufrir, y saber que no entiende por qué se siente mal.

Yosele se inclinó sobre la cama, cogió una caja del estante y echó sobre la colcha varias fichas rotas sobre un tablero de juego de madera. Alineó las piezas con gran precisión.

—Ah-ma.

—¿Quieres jugar a las damas? —le preguntó ella.

—Ah-ma.

—Jugaremos a las damas dentro de una hora, ¿de acuerdo? Y ahora, ¿por qué no te vas arriba, con las chicas, y dices la kidesh?

—A-iba.

—Eso, arriba. Las damas, luego.

—A-iba.

—Eso.

—A-iba.

—Sí. Venga, ve.

—¿Reza la kidesb? —pregunté yo una vez que se hubo ido.

—A su manera.

Y mientras miraba a Yosele alejarse, golpeando las paredes con los dedos, comprendí que en él moraba la sh'jineh. Y tuve la inequívoca sensación de que, en cierto modo, era un escogido, un loco santo que nos había sido enviado para ponernos a prueba, para ver si éramos capaces de cuidarlo bien y velar por que no sufriera. Dios nos juzgaría según hubiéramos tratado a esa alma inocente.

—Los hombres, por lo general, no tienen paciencia para tratarlo —dijo Trine, abriendo la puerta de su cuarto.

Yo la seguí dentro.

—Y ahora, a lo nuestro —añadió, volviéndose hacia mí.

—Eso, a lo nuestro. —Cerré la puerta y, a partir de ese momento, renuncié a mi tono ambiguo y desenfadado—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí ese cristiano?

—¿De qué hablas? Aquí siempre ha habido cristianos. ¿Cómo crees que nos habríamos mantenido tanto tiempo en el negocio si no lo hubiéramos admitido?

—Quiero decir esta noche. ¿Cómo ha llegado hasta aquí ese inglés, si todas las puertas del gueto están cerradas y custodiadas?

—Ya sabes lo que se dice. Los goy pueden ser treyf, pero su dinero es kosher.

—A mí el dinero no me importa lo más mínimo. Dime cómo ha conocido la existencia de este establecimiento.

—¿Tú estás meshuge? Todos esos soldados cristianos tan tiesos desfilan hasta aquí, me echan un vistazo y prácticamente tienen que quitarse las botas para vaciarse las babas que les caen dentro.

—¿Pero cómo entran? —insistí.

—Ya sabía que había algo raro en ti. Un hombre normal no me habría permitido pasar tanto tiempo cuidando de Yosele. Di un paso al frente.

—Existe un pasadizo secreto, ¿verdad? ¿Dónde está? Ella me dedicó una maldición.

—¿Y cómo saben ellos de su existencia?

Trine me escupió a la cara.

—Vaya, qué buena puntería. Y ahora, dime dónde está antes de que…

—¿Antes de qué? He dado puñetazos a hombres más altos que tú.

No me extrañó oírlo.

En ese momento alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Trine.

—¿Va todo bien?

—Sí. Estoy aquí intentando convertir a un tonto del culo en un hombre comprensivo —contestó, citando de nuevo, a su manera, a los Sabios.

«Qué desperdicio de una mente sin duda dotada», pensé.

Una llave entró en la cerradura y giró con un chasquido. La puerta se abrió y apareció la tabernera con un par de muchachas, seguidas de Izzy el Cazarratas.

—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber.

—Intento encontrar la manera de salir del Barrio Judío —respondí.

—Con ese aspecto no lo lograrás jamás. Con esa barba y esa insignia amarilla en el pecho no darías ni dos pasos —comentó la tabernera.

Las otras muchachas se rieron de mí.

—Pero si es Viernes Santo. Hoy no pasa nada al otro lado del muro —se extrañó Izzy—. Todo está muerto.

—Eso seguro.

—Además, quiero que conozcas a alguien.