Capítulo 35

Erika estaba barriendo el vestíbulo trasero cuando se fijó en algo que brillaba en el suelo, entre el barro pisoteado y el polvo de la calle. Se trataba de un hilo finísimo de plata, demasiado pequeño para ser de valor, pero lo bastante excepcional para ofrecerle la excusa que necesitaba para soltar la escoba y acudir a hablar con su señor.

Corrió hacia el despacho de éste, con el delgado hilo entre el pulgar y el índice. A medida que se acercaba a la puerta aminoró el paso, para poder agarrarse el borde del delantal con la otra mano y entrar en la estancia como una verdadera dama. Estiró mucho la espalda y el cuello, imitando el gesto de su señora, y dio unos pasos cortos. Se sintió incómoda, envarada. No importaba. Una vez que tuviera unos zapatos de dama, estaba segura de que la elegancia vendría sola.

Pero el señor no estaba solo. Tenía visitas. ¿Tan temprano? ¿El domingo de Pascua? Aquello era raro.

¿Dónde se encontraba la esposa del señor? Seguramente repartiendo pan y vino a los judíos.

Escuchó con atención a través de una rendija entreabierta en la puerta de servicio.

—¿… esa enclenque de pelo lacio? —decía uno de los visitantes—. Pero si es una escoba con labios.

—Sí, pero qué labios, qué labios —replicó Kopecky.

Y todos se echaron a reír.

Erika espió por el ojo de la cerradura y vio a dos caballeros, llamados Gran Klaus y Gottschalk, sentados frente a la silla de su señor. El Gran Klaus jugaba con un candado, haciéndolo girar una y otra vez entre sus dedos.

—Y bien, mis hurones —dijo Kopecky—. ¿Qué habéis cazado para mí?

—Esto —respondió Gottschalk, hundiendo la mano en un saco y extrayendo de él un tarro de cerámica.

—¿Qué es eso?

—Oledlo. —Gottschalk retiró el corcho del tarro y lo acercó a la nariz del señor, que la arrugó al instante y se echó hacia atrás.

—Qué asco. ¿De dónde lo habéis sacado?

—Del otro lado del río.

—¡No será de mi sitio!

Erika oyó pasos. Se incorporó al momento y fingió quitarse unos hilos de la falda cuando la lavandera pasó junto a ella con un gesto que le decía «te he pillado espiando». Apenas la mujer se hubo alejado, Erika volvió a arrimar la oreja a la puerta.

—¿Os ha visto alguien? —preguntó Kopecky.

—Tranquilo, nos hemos ocupado de todo —respondió Gottschalk—. Lo que me recuerda que…

—Sí, sí, claro.

Erika oyó el tintineo amortiguado de un saquito lleno de monedas.

—¿Dónde está el resto del dinero?

—Lo tendréis cuando terminéis.

—¿Y cómo sabremos que estarás ahí?

—Tenéis mi palabra de hombre de negocios.

El Gran Klaus se echó a reír.

—De modo que así canceláis vuestras deudas con los judíos y, a la vez, os libráis de vuestros rivales comerciales —comentó Gottschalk—. Como ese sastrecillo que mató siete moscas de un solo golpe.

—Se lo tienen merecido por vender su carne durante la semana más sagrada del año —intervino el Gran Klaus.

—¿Cómo llegasteis a convencer a ese tal Janek para que aceptara? —preguntó Gottschalk.

—Le dije que le permitiría usar mi red de distribución para expandir sus mercados.

—Deberíamos hacerles un favor a todos y enviarlos al cielo —dijo el Gran Klaus.

—¿No es ya hora de que os retiréis, caballeros? —sugirió Kopecky.

—Vos aseguraos de disponer del resto del dinero cuando regresemos.

Los dos hombres corpulentos se despidieron y se alejaron pisando con fuerza, y con gran entrechocar de metales. Sólo entonces Kopecky regresó a los libros de cuentas de su escritorio. Hojeaba las páginas, en busca de algún detalle que se le hubiera pasado por alto. Finalmente, cerró el puño y soltó una maldición. Tal vez la cocinera hubiera puesto demasiada mostaza en el pastel de carne, pues era sabido que aquellos ingredientes eran muy coléricos.

Quizás ella debería haber esperado a que su humor mejorara un poco. Pero estaba impaciente por entrar.

Y decidió presentarse en el despacho de su señor sin llamar siquiera.

—¿Qué quieres? —le soltó Kopecky, molesto.

Sí. Estaba demasiado colérico (un exceso de bilis amarilla), pero ella sabía cómo apaciguarlo.

—He encontrado este hilo de plata en el vestíbulo. Parece vuestro.

Él la miró como si estuviera hablando la lengua de los turcos.

—¿Qué has dicho?

Erika intentó explicarse mejor, pero su señor la interrumpió.

—¿Cómo te atreves a sugerir algo así? Y el domingo de Pascua, nada menos. ¿Qué clase de mujer eres tú?

Pero aquello no era en absoluto lo que ella andaba buscando. Así que le explicó con voz dulce que en Alemania era costumbre llegar al matrimonio por la vía de la «consumación», y al ver que él dejaba de fruncir el ceño supo que ya no estaba enfadado, y que lo único que debía hacer era lograr que comprendiera que ahora ella y él estaban legalmente casados, y que no podía ser demasiado complicado lograr la anulación de su anterior matrimonio con aquella amante judía, tras lo que todo se arreglaría. La sonrisa de su señor iluminaba toda la estancia. Pero entonces abrió mucho la boca y sucedió algo espantoso: se echó a reír.

—Ah, claro, ya entiendo —dijo entre carcajadas. Se reía tanto que las lágrimas asomaban a sus ojos—. Bueno, no sé qué decir.

Casi al momento las risas cesaron, y Kopecky compuso un gesto adusto. Le dijo que era la voluntad de Dios que los hombres se esforzaran por adquirir y mantener el control de sus riquezas y propiedades, y que para lograrlo había que saber invertir, y probar de muchos vinos distintos. Y si bien uno o dos dedos de un vino barato y corriente podían resultar convenientes durante un receso rápido, a mediodía, sólo los caldos más preciados merecían ser almacenados con mimo en las bodegas de los señores, y que las cosas seguirían siendo como eran hasta el fin de sus días. Nada cambiaría el curso de las cosas, que era una manera elegante de decirle que ella no era lo bastante fina para sacar brillo a las bisagras de la puerta principal, y mucho menos para franquearla convertida en ama y señora de la casa.

—De modo que tú sigue usando la puerta trasera —concluyó, antes de regresar a sus papeles.

Transcurrió medio minuto, y como ella no se movía de su sitio, él alzó la vista y se volvió a mirarla.

—¿Qué diablos te ocurre, tonta? ¿Es que creías de veras que un príncipe azul te sacaría de la cocina? ¡Sal de aquí ahora mismo!

Erika abandonó el despacho mordiéndose el labio inferior para no llorar, porque la triste verdad era que sí, que había creído que un príncipe azul vendría a sacarla de su vida rutinaria. Pero ahora comprendía que no ocurriría nunca.

Cuando, tras franquear la puerta trasera dando un portazo, salió a la calle y se echó a correr, las lágrimas ya habían empezado a resbalar por sus mejillas. Pero eran lágrimas de rabia. Un hombre podía acabar con la reputación de una muchacha y no pagar ningún precio por ello, sí. No hacía falta que se casara con ella, ni que pagara nada. Pero eso sólo era así si era la palabra de él contra la de ella. Si había testigos, las cosas cambiaban por completo.

El señor Kopecky acababa de proporcionarle dos, y ella estaba decidida a hacerle pagar.

No dejó de correr hasta que llegó a la carnicería de Cervenka, pero al llegar no encontró a su amiga, sino a un idiota que se llamaba Janoshik, que en ese instante explicaba a los padres de su amiga que lo único que él quería era casarse, pero que Anya lo había mirado a él y al padre Makofsky, y había dado media vuelta y se había escapado en dirección al gueto.

A Erika le causaba pavor pensar siquiera tener que acercarse a aquel lugar inmundo, pero sin saber bien cómo se encontró caminando hacia el Judenstadt. Pasó junto a una iglesia a la que algunos judíos bien vestidos habían acudido en busca de refugio, y que ahora los guardias municipales arrastraban escaleras abajo, mientras un corro de carteristas y rameras se congregaba a su alrededor para burlarse de su mala suerte.

Pero allí también vio a los vecinos —¡sus vecinos!— dar la bienvenida a varios refugiados, que parecían aterrorizados, y sacarlos de la calle instantes antes de que las autoridades los descubrieran. Le asqueó ver que buenas familias alemanas aceptaban recibir a aquellos gusanos en sus hogares y les ofrecían su protección. En su opinión, aquellas personas no eran sino traidores a su patria.

Los Reiters habían tomado un desvío para llegar a la Puerta de Pinkas, y cuando Erika llegó a ella ya habían hallado el modo de franquearla y entrado en el gueto. La calle estaba atestada de gentes de distintas facciones que discutían sobre tácticas y estrategias.

—¡Propongo que prendamos fuego a todo el gueto! —dijo uno.

—No hasta que sus riquezas estén a salvo y hayan regresado al emperador y a la Iglesia —replicó otro.

—Es decir, que el plan es saquear primero e incendiar después.

—Exacto.

—¿Y por qué no atacamos la capilla de Belén?

—¿Para qué diablos habríamos de hacer eso?

—Es un blanco más fácil.

—Porque en ella no hay nada que robar.

Erika se vio atrapada en la marea humana, y sintió que tiraban de ella en varias direcciones a la vez. Las corrientes opuestas se repelían las unas a las otras como agua y aceite, mientras dos judíos se mecían de un lado a otro a su alrededor, como maderas a la deriva.

Uno de los papistas zarandeó al judío viejo y lo maldijo por apoyar a los rebeldes protestantes, y estaba a punto de degollarlo allí mismo cuando el alguacil Zizka apareció con una guarnición de camaradas y golpeó con la porra al atacante. Le dio con tal fuerza que la camisa se le cubrió al momento de la sangre que brotaba a raudales de la nariz y la boca.

—¿Cómo puedes proteger a tus enemigos, capaces de usar la magia negra contra nosotros? —le increpó uno de los asaltantes.

—Tienen derecho a la misma protección legal que cualquier otra persona —se defendió el alguacil.

Para entonces ya habían logrado abatir la puerta, y una gran muchedumbre entró a trompicones. Pero al instante todos se detuvieron en seco y, boquiabiertos, contemplaron la visión de una criatura surgida de las entrañas de la tierra que los esperaba de pie, en medio de la calle, rodeado de casas en llamas.

Erika oyó que el judío anciano preguntaba a Zizka:

—Dime, pane Žizko, ¿por qué nos ayudas?

Y no dio crédito a lo que oía cuando el alguacil respondió:

—Algunos de nosotros recordamos que los judíos nos ayudaron a defender la ciudad cavando un foso alrededor de la Ciudad Nueva, aunque…

—Aunque no nos permitisteis que hiciéramos votos de fidelidad a la patria —se anticipó el judío viejo. Zizka asintió, muy serio.

—También os suministramos alimentos y armas, ¿y de qué nos sirvió? —se lamentó el judío.

—Nos sirvió para que nos expulsaran de Baviera —intervino su acompañante.

—Bueno, en mi opinión, peor para ellos —dijo Zizka.

De una de las casas en llamas surgieron unos gritos y unos lamentos horripilantes, y unas luces raras se movieron ante los ojos de Erika.

—¿Qué diablos ocurre ahí? —preguntó el alguacil.

El rabino pronunció unas palabras mágicas en su lengua satánica.

Pero sólo Erika conocía la respuesta a la pregunta del alguacil. Gritó en voz muy alta el nombre de Zizka, y cuando éste se volvió para escucharla, ella, sin vacilar, con voz clara, dijo:

—Ahí dentro hay dos hombres, enviados por mi señor, que han venido a meter un tarro de sangre de vaca en la casa de esos judíos.