Capítulo 23

A pesar del cansancio, Kassy estaba entusiasmada. Llevaba toda la noche despierta, hirviendo aquella hoja rara para preparar una tisana que había dado a probar a un ratón que le había robado a Kira. Satisfecha al comprobar que, al menos, aquel brebaje de un verde pálido no era venenoso, lo había probado ella misma, y había descubierto que la infusión de aquellas hojas nuevas resultaba ligeramente estimulante, y que la tintura, más concentrada, lo era todavía más, y borraba en gran medida el abatimiento causado por la melancolía.

«Una hierba que alivia los síntomas de la melancolía.» Cuántas posibilidades se abrían ante ella si en verdad había descubierto un modo de contrarrestar sus efectos debilitantes. Se le aceleraba el pulso, y la mente le bullía, como si estuviera caminando descalza en medio de una tormenta eléctrica, y supo que quien no ha experimentado nunca el placer sublime de dar con una respuesta a un problema cuya solución se ha resistido largamente no conoce la verdadera felicidad.

Pero las mejores respuestas eran las que siempre conducían a más dudas; así, al instante se preguntó qué tenían que ver los judíos en todo aquello, qué sabían ellos de esa planta, qué otros secretos poseían que pudieran arrojar algo de luz sobre las zonas en sombra que se alzaban más allá de los límites de su conocimiento. Estaba más decidida que nunca a desafiar las restricciones y a franquear las barreras impuestas por los hombres para entrar en el gueto y estudiar con los alquimistas judíos. Estaba impaciente por contárselo todo a Anya, la doncella judía.

Su mesa de trabajo seguía llena de virutas de hierro, que había usado en varios ensayos con piedra de magnesio, y al verlas recordó que debía barrer bien el local, si no quería que alguno de aquellos fragmentos metálicos contaminara los experimentos que estaba llevando a cabo en ese momento. Pero todo aquello —la realidad prosaica y cotidiana del polvo, el sudor y las obligaciones—, podía esperar hasta que hubiera anotado sus observaciones. Y así, con el canto de una mano apartó las virutas y las echó sobre un papel de lija, liberando espacio para apoyar un cuaderno de notas y un ejemplar bastante intacto de la hoja peruana.

Se frotó las manos para quitarse el polvo y, al abrir el cuaderno, creó un remolino de aire que estuvo a punto de echar al suelo las virutas de hierro. Pero Kassy, concentrada como estaba en anotar sus observaciones, apartó un poco más el papel de lija con la mano y, entonces, sucedió algo extraordinario: los diminutos fragmentos metálicos se organizaron en una serie de arcos que se expandían a partir de dos puntos. Kassy permaneció un instante observando la figura curva, sin saber muy bien si lo que veía estaba sucediendo realmente o se había quedado dormida sin darse cuenta y se encontraba en medio de un sueño particularmente vivido. Cuando levantó el papel para examinarlo, la figura se derrumbó y cayó en la cuenta de que había creado el fenómeno ella misma al colocar las virutas sobre una barra estrecha de hierro que el día anterior había magnetizado durante el experimento. Volvió a colocar el papel sobre la barra fina de metal, y le dio un golpecito para que las virutas se distribuyeran uniformemente en él, y para su sorpresa los fragmentos de metal se organizaron exactamente del mismo modo, formando un arco que irradiaba de los dos extremos del imán. Como un apóstol que estuviera siendo testigo de la Ascensión, hizo girar el papel y lo agitó un poco más, y la figura volvió a crearse. De alguna manera, las diminutas escobinas de hierro daban sustancia a una fuerza constante e invisible.

Tan absorta estaba en el proceso de dejar constancia de un par de semanas de experimentos, que no prestó demasiada atención al repicar de botas con punta de acero que reverberaba en el empedrado de la calle. Otra confrontación entre la Compañía de Jesús y los sectarios husitas, pensó, pero entonces algo golpeó con tal fuerza a la puerta de su laboratorio que la madera se astilló.

Todos sus planes, tanto los sólidos como los apenas esbozados, e incluso aquellos que no habían asomado todavía al horizonte visible, como islas por descubrir, se vieron apartados de sus respectivas órbitas por el crujido de la madera al partirse, y se dispersaron como el polvo que levantó el segundo impacto, tan violento que rompió la puerta en dos.

Kira se echó a un lado y, de un salto, se ocultó bajo la alacena donde se amontonaban los platos.

Unas botas de punta afilada apartaron a patadas los últimos pedazos de madera del quicio de la puerta, como si se tratara de fragmentos podridos, arrastrados hasta allí por las mareas. Los cristales tintinearon cuando un batallón de escuderos irrumpió en el laboratorio como una jauría de perros e, igual que en un sueño que súbitamente se transformara en pesadilla, Kassy sintió que se le paralizaban todos los músculos del cuerpo, y que no podía hacer nada para detenerlos. En cuestión de segundos se encontró rodeada por ocho cuerpos protegidos por varias capas de cota de malla y acero, como si su humilde establecimiento dedicado a la sanación fuera el punto más estratégico de un campo de batalla.

Cuatro pares de manos recubiertas de malla metálica la agarraron por detrás de brazos y piernas y la levantaron del suelo, como si fuera de paja, mientras otros dos hombres, ataviados con jubones negros y dorados, deslizaban una pesada cesta debajo de ella. Los escuderos, de rostros pétreos, hacían esfuerzos por mantenerla en el aire mientras la metían en la gran canasta. Cuando lo hubieron hecho tensaron las cintas y la levantaron más, para sacarla hasta la calle como si de un montón de ropa sucia se tratara.

Mientras duró la operación, alguien con voz autoritaria no dejó de dar órdenes para que le impidieran tocar nada ni llevarse nada consigo, y se dedicó a poner las habitaciones patas arriba, en busca de algún instrumento o ungüento secreto, de algún artilugio de brujería.

Un rayo de temor la atravesó y, tembloroso, permaneció en ella como si una flecha se le hubiera clavado muy hondo, en el pecho. Imágenes del rodillo de tortura, del Uffzieber, y del chorro de agua cayendo sobre ella, se formaron en su mente durante un instante, ambas formas blandas de tortura tan rutinarias que los tribunales de justicia habían determinado que las confesiones obtenidas mediante su uso podían considerarse «libremente emitidas». Pero lo que de verdad le puso la piel de gallina fue pensar en la «silla de la bruja». Las púas de los apoyabrazos y el respaldo eran de madera, pero tenía un asiento de hierro en el que podía freírse un huevo cuando lo calentaban. Los jueces austríacos sentían especial predilección por él.

—Se te acusa de dispensar una poción que contenía un ingrediente sospechoso, conocido como «lengua de pájaro».

Kassy apretó con fuerza el crucifijo que llevaba al cuello cuando la voz severa leyó en voz alta el documento legal que sellaría su destino.

—Y, por consiguiente, según ordena el Código Imperial, por la presente sentenciamos a la herbolaria Kassandra Boehme del distrito de la Capilla de Belén, acusada de aeromancia, a ser expuesta en la picota pública cubierta con la Schandmask por un periodo de diez horas, tras las que será desterrada de Praga y sus alrededores de por vida. Sus posesiones materiales, asimismo, le serán confiscadas y se repartirán entre cristianos leales.

Los guardias le cubrieron la boca con la máscara de piel, asegurándose de que la mordaza de hierro le oprimiera bien la lengua y le impidiera seguir hablando. A continuación, le juntaron las piernas, se las metieron en los grilletes y la cargaron hasta la picota.

El pasador empezaba a soltarse, por lo que los correctores usaron una pesada maza para hacer pasar un par de púas a través del metal y clavarlas en el poste. Con un chasquido sordo, la dejaron encadenada junto a otras mujeres problemáticas, sobre el estrado de la Plaza de la Ciudad Vieja.

Kassy miró a lo lejos para ver si alguien se fijaba en ella, se apiadaba de su situación, o si, por el contrario, entre la multitud descubría a algún enemigo, pues creía que sería capaz de soportar aquel castigo siempre y cuando nadie intentara atormentarla lanzándole verduras podridas llenas de clavos, o piedras afiladas. Afortunadamente no le habían colgado al cuello ningún cartel explicando su delito. Pero los agujeros de la máscara a través de los que debía ver eran muy pequeños, y apenas distinguía nada.

Entonces cayó en la cuenta de que Kira se había quedado sola. ¿Qué destino le aguardaría? ¿Quién le daría de comer? Su compañera peluda sobreviviría gracias a su ingenio y a sus instintos, pero ¿encontraría un hogar agradable y cálido donde la trataran bien? Sólo podía esperar que así fuera.

Su segunda preocupación era el mensaje que no había podido transmitir a Anya, la hija del carnicero. No tenía modo de saber si, cuando la soltaran, aquello todavía tendría importancia.

Y entonces los vio. Unos pasos por detrás de la multitud que la increpaba, intentando pasar desapercibidos. Evelina, la ayudante de la comadrona, y un par de jóvenes acólitos del padre Jiři, permanecían inmóviles, con gesto decidido. Al fijarse mejor en ellos vio que levantaban con discreción unos pocos libros viejos que habían «robado» de su tienda para que, al menos, algo se salvara del naufragio de su vida y pudiera aprovecharlo en el largo viaje que habría de emprender. Fue para ella un inmenso alivio descubrir esos rostros amables en la plaza, saber que no estaba completamente sola en este mundo.

Porque sabía bien que, en las montañas del norte de Bohemia, una mujer con conocimientos podía ser de gran utilidad, pues allí había mucho por hacer.

Y también sabía que había sido muy afortunada, que su destino podría haber sido mucho peor.