Capítulo 29

Sé que aquella proeza del día anterior, por la mañana, había representado una diferencia, pero el público había sido otro; además de que no se consiguen con el mismo truco unos resultados cincuenta veces más espectaculares que antes.

—Será mejor que esta idea tuya sea buena —dijo el rabino Ha-Kohen, porque en teoría él no podía compartir siquiera habitación con un cadáver, y mucho menos manipular sus restos ensangrentados.

Pusimos las extremidades desmembradas de nuestro cama-rada en el suelo del cobertizo y las lavamos lo mejor que pudimos, con unos trapos viejos y un cubo de agua tibia que casi al instante se tornó rosada, y fría como el hielo.

No pensábamos permitir que el rabino Loew se manchara las manos con semejante tarea: él debía mantenerse separado de nosotros si queríamos que el plan funcionara.

Extendí las herramientas y empecé a limpiar la mugre de las uñas de Acosta con un cepillo de plata desgastado.

—Debemos apelar a sus temores más profundos —les expliqué—, y convencerlos de que podemos devolver la vida a este pedazo de barro sin alma y crear una criatura invencible capaz de actuar a nuestro antojo.

El rabino Ha-Kohen bajó los brazos y me miró fijamente.

—¿Me haces pasar por todo esto por un absurdo bove mayses?

—No pensarás de veras que podemos intentar crear un golem, ¿verdad? —intervino el rabino Gans.

—Crearlo no. Pero hacerles creer que lo hemos creado, sí.

El rabino Ha-Kohen se miró las manos ensangrentadas.

—¿Y para esto me has convencido de que incumpla un mandamiento?

—Sí, pero ¿te das cuenta de lo que en realidad significa todo esto, rabino?

Algo parecido a la duda nubló sus ojos por una vez en la vida. Debía de tratarse de una sensación con la que no se sentía familiarizado, y en cualquier otro momento me habría regodeado un poco en su incomodidad manifiesta.

Lo expresé de otro modo.

—¿Qué dijeron los egipcios cuando el Ángel de la Muerte aniquiló a todos los primogénitos de su tierra, y el faraón le dijo a Moisés y a Aaron que reunieran a sus rebaños y se fueran?

—Dijeron: «Todos estamos muertos.»

—Exacto. Fueron presas del pánico. Les parecía que todos iban a morir, y tuvieron miedo. ¿Y sabéis qué sucede cuando la gente siente pánico? Que cree en todos los rumores que oye, por más descabellados que sean, y huye, pisoteando a los demás en su intento de escapar del peligro.

—Eso si no tratan de matarnos antes por practicar la brujería.

—Ese riesgo siempre existe. Pero ya es hora de que demos el salto.

—Empiezas a parecerte mucho a él —dijo el rabino Ha-Kohen refiriéndose a nuestro querido compañero de armas recientemente fallecido—. Además, ¿tan crédulos crees que son? Ni siquiera los goyim creen que seamos capaces de dar vida a un pedazo de barro.

Por suerte, todavía recordaba bien las palabras del Sanedrín Bavli, de modo que respondí:

—Y Rava dice que si los justos lo desearan, podrían crear un mundo.

El rabino Ha-Kohen tenía ya una réplica en la punta de la lengua, pero el rabino Loew zanjó el debate antes de que éste siguiera su curso.

—Estoy de acuerdo —dijo. El rabino Ha-Kohen esperó a que dijera algo más—. Aunque el plan de mi talmid presenta sus riesgos, le veo escasas alternativas prácticas —prosiguió—. Y como es posible que nos proporcione una manera de mantener a nuestros enemigos alejados de nosotros durante uno o dos días, debemos aceptarlo como di beste fun di eser makes. Es decir, como la mejor de las diez plagas.

Con aquellas palabras el asunto pareció quedar resuelto.

Dejé a un lado el cepillo y levanté un peine de plata bruñida.

—Tal vez esto te duela un poco —dije en voz baja mientras peinaba los cabellos de mi amigo, que mantenía los ojos entrecerrados, cuidándome de no tirar demasiado de las raíces.

El rabino Loew levantó unas tijeras ornamentadas e inició la tarea solemne de cortar los bordes de un tallis. A continuación alzamos a nuestro hermano sefardí, lo envolvimos en aquel sudario sagrado y lo colocamos sobre una tabla de madera sencilla. Yo, en el escaso tiempo en que compartimos una porción de cama estrecha, en el desván del rabino, nunca le había visto ponerse el manto de las oraciones, pero como dice nuestro refrán: «Todas las novias están guapas el día de su boda, y todos los muertos son santos.»

El rabino Gans sostenía una antorcha chisporroteante con una mano, y encabezaba nuestra discreta procesión a través del laberinto de lápidas torcidas. Las ratas se dispersaban a medida que pasábamos junto a los monumentos. El rabino Ha-Kohen y yo portábamos juntos, a hombros, el catafalco improvisado, y el rabino Loew venía detrás, haciendo esfuerzos por no ensuciarse las manos y poder, de ese modo, oficiar la ceremonia. En todo momento yo mantenía cuatro antorchas apagadas ocultas bajo la capa, atadas al cuerpo.

El rabino Gans nos condujo por un sendero que apenas se veía hasta el punto más alto del cementerio, para que los cristianos pudieran vernos bien desde lo alto del embarcadero, al otro lado del muro.

La campana de una iglesia distante dio la hora, pero yo perdí la cuenta del número de veces que repicó.

El rabino Loew se cubrió mejor con el chal de las oraciones para protegerse de la humedad y así, en voz muy baja, dio inicio la parte verdaderamente espiritual de nuestra pequeña ceremonia.

—Los místicos dicen que en el día de su muerte, el hombre siente que ha vivido un solo día, porque este mundo no es sino un refugio temporal, y el Mundo Venidero, nuestro verdadero hogar. Por eso, en este mundo nunca terminamos de sentirnos como en casa —continuó—. Nuestro javer, Mija'el Acosta, no era un hombre estudioso, pero así como una hoja de maíz no es exactamente igual a ninguna otra, a él ya no volveremos a verlo, y su muerte supone una pérdida para todos nosotros.

Omeyn —respondimos.

—Tú lo conocías tan bien como nosotros, Ben-Akiva. ¿Querrías dedicarle unas palabras? —me preguntó.

Me vinieron a la mente muchas cosas —citas de los Salmos, de los Profetas, de los místicos, de los Rabinos—, pero tragué saliva y me limité a decir:

—Sabía cómo reaccionar ante una situación sin que le hiciera falta detenerse a pensar. Era uno de esos hombres que parecen saber siempre cuál es la acción correcta, y cuál el momento adecuado para llevarla a cabo, algo que se aproxima mucho a mi idea de lo que es un héroe.

Omeyn.

No podíamos recitar la Kaddish del Luto, pues no sumábamos un minyen, pero en mi mente resonaron de todos modos las palabras: Yisgadal v'yiskadash shmey rabo

El rabino Loew siguió con sus invocaciones, mientras yo me desabrochaba el cinturón y dejaba que las antorchas cayeran al suelo.

—Que su recuerdo sea una bendición, que sus méritos nos protejan, que a su alma le sea dada la vida eterna, pues su lugar de reposo es el Edén.

Hicimos descender el cuerpo de Acosta hasta la tumba estrecha, allí, tan lejos de su país natal, y por turnos esparcimos algo de arena de Tierra Santa sobre sus miembros, mezclada con paladas de aluvión que el río depositaba en la orilla. Y así fue como el finado halló sepultura.

A continuación dimos inicio a la representación de la obra dramática tal como nos la había enseñado nuestra madre Judith durante el reinado de Nabucodonosor. El rabino Gans clavó una antorcha en la tierra recién excavada y retrocedió hasta quedar oculto entre las sombras, al tiempo que yo ocupaba el centro del escenario.

—¡Señor del Universo! —invoqué—. ¿Cuándo vas a redimirnos?

La respuesta pareció provenir de las ramas desnudas de los árboles que se mecían movidas por la brisa: «Cuando hayáis llegado a lo más hondo del pozo. En ese momento os redimiré.»

—Ha llegado la hora de resucitar su alma —anuncié.

A la luz rojiza de la antorcha encendida levanté teatralmente el kleperl sobre nuestras cabezas y, haciéndolo descender con fuerza, golpeé la tierra tres veces para despertar al espíritu de nuestro camarada.

Después incliné la cabeza para entregarle el gran bastón de madera al rabino Loew.

Éste carraspeó y habló en voz muy alta, para que sus palabras llegaran al otro lado del muro.

—Primero llenaremos una copa de vino, pues los muertos siempre tienen sed.

El rabino Gans también representó su papel, y se dispuso a cumplir las instrucciones del rabino.

El rabino Loew le ordenó trazar tres círculos concéntricos alrededor de la tumba, y Gans, obediente, los dibujó valiéndose del báculo mágico.

A continuación, el rabino Loew dio inicio al ritual propiamente dicho, alzando los brazos al cielo y declarando: «Oh, Ser Antiguo, Oh, Rey Paciente, Oh, Dios Cuádruple, Oh, Guardián de Israel, que ni dormita ni duerme, posa tu mirada en quienes te ayudan… Yo, Yehudah ben Betzalel, que nació bajo el signo del viento, Isaac ben Shimshon, que nació bajo el signo del agua, Benyamin Ben-Akiva, que nació bajo el signo del fuego, y Dovid ben Solomon, que nació bajo el signo de la tierra. Combina el poder de estos elementos en la tierra a la que ahora nosotros damos forma de hombre, e insúflale el aliento de la vida por las ventanas de su nariz.»

Al otro lado de la muralla, un grupo variopinto de cristianos se congregaba a distancia, y las llamas de sus antorchas iluminaban la noche como los ojos de los lobos.

El rabino Loew prosiguió.

—Oye nuestra plegaria, Oh, Señor, que con tus ojos viste nuestros miembros informes mientras todavía habitaban en las entrañas y los anotaste en Tu Libro —dijo, parafraseando la única aparición de la palabra «golem» en la Biblia, más concretamente en los Salmos, que pasó a recitar en hebreo—: Golmi rohu eynejo, ve'al sifrejo kulom yikoseyvu.

Nos arrodillamos sobre la tierra y modelamos a un hombre de barro mientras el rabino Loew pronunciaba las palabras mágicas: Ato Bra Goylem Devuk Hajomer V'tigzar Zeydim Jevel Torfe Yisroel. «Haz un golem de barro que destruya a todos los enemigos de Israel.»

Entonces, los tres rabinos caminaron alrededor del montón de barro inerte y proclamaron que la tierra húmeda se había secado, mientras yo mantenía la cabeza gacha y, con cuidado, desenvolvía las antorchas y las sostenía en mis brazos para protegerlas de la humedad. Gracias a Dios las puntas de las antorchas seguían secas. Después dieron una vuelta más y proclamaron que las extremidades de la criatura se habían unido al tronco. Mientras completaban la tercera vuelta gritaron de asombro, constatando que Dios infundía vida a la tierra, que empezó a resplandecer a causa del calor que brotaba de ella. Durante la cuarta y la quinta vueltas juraron que sus órganos se habían formado y que sus orificios se habían abierto, y durante la sexta que la fuerza vital había entrado en su cuerpo por su nariz, y que los fuegos de la creación quemaban con el brillo de la forja del herrero.

Yo seguía arrodillado, preparándome para prender el racimo de antorchas, mientras los rabinos desfilaban ante mí, proyectando sombras deformes en todas direcciones.

—No creía que todo esto fuera a resultarte tan trabajoso —dijo el rabino Gans.

—Si crear un golem fuera fácil, cualquiera podría hacerlo.

El rabino Loew nos mandó callar y los tres iniciaron la séptima y última vuelta, invocando al profeta Elías.

—Oh, Elyohu banovi, sabemos que eres un hombre de Dios, y que la palabra de Dios en tu boca es la verdad, y que Dios nos envía el don de la vida a través de ti cuando inscribimos la palabra «verdad» en la frente de este hombre de barro. ¡Así que cuando el sol salga, nuestro golem hollará la tierra!

El rabino Loew inclinó su cuerpo envejecido hacia delante, como si escribiera la palabra «emes» sobre el montículo de tierra, y en ese momento las llamas se elevaron por los aires, chamuscando casi las ramas que se alzaban sobre nuestras cabezas. Apenas un instante después eché una manta húmeda sobre las antorchas, que se apagaron chisporroteando. Pero me aparté demasiado tarde, y no pude evitar que el humo me entrara en la nariz y en los ojos, y los demás tuvieron que arrastrarme para alejarme de la pira. Me eché sobre la hierba mojada, tosiendo e intentando respirar, cegado por mi inmersión súbita en la oscuridad.

Tan pronto como volví a ver las volutas de humo alzándose, el rabino Gans se arrodilló a mi lado y me sugirió que tal vez pudiéramos combinar el efecto terrorífico de nuestro golem con otro no menos espantoso. Recurriendo a lentes y a otros materiales para construir lo que los cristianos llamaban una linterna mágica, podríamos proyectar una imagen grotesca con apariencia de demonio en los muros y las puertas, e incluso sobre las nubes bajas, con lo que aterrorizaríamos al enemigo. Lo único que hacía falta era que alguno de nosotros supiera pintar esa imagen sobre un cristal plano y dotarla de características temibles.

—Yo conozco a la persona indicada —respondí, mientras los rabinos me ayudaban a ponerme en pie.

Divisé junto a la orilla del río las siluetas de las personas que se alejaban para propagar la noticia de nuestra magia judía.

Me sacudí la ropa como pude y expliqué cómo se llegaba al estudio de Langweil. A continuación nos lavamos las manos y abandonamos el cementerio. El rabino Gans fue en busca de Langweil, y yo le dije al rabino Loew que, si todo salía bien, volvería a estar en su casa en una hora.

—¿Adónde vas?

—Voy a resucitar a nuestro amigo.

Zinger estaba sentado en el centro de un corro formado por mujeres muy maquilladas, haciendo lo que se le daba mejor hacer, que era provocar sus risas y llevar algo de alegría a sus almas terrenales.

—Hay algunas palabras que no deberían existir —decía—. «Apoyadura», por ejemplo. No sé, ¿en qué está pensando uno cuando pronuncia esa palabra? No sé vosotras, pero prefiero no pensar qué puede ser una «a-poya-dura» —añadió, y agitó los hombros en un gesto teatral.

Todas las jóvenes se echaron a reír.

—Oye, no disponemos de mucho tiempo —le advertí—. ¿Podemos seguir con lo nuestro?

La tabernera me miró con los ojos verdes de una diosa celosa.

—¿Y tú qué has estado haciendo por ahí? ¿Revolcarte en barro?

—Ojalá me hubiera revolcado en barro. Me he revolcado en algo mucho peor —le respondí—. ¿Dónde está Trine?

Algunas risitas escaparon de los labios de las muchachas.

—No te quites los pantalones todavía, señor shammes. Vendrá enseguida.

Todas volvieron a reírse. Y a mí me gustó tan poco que lo hicieran como la primera vez. Me introduje en su corrillo, agarré a Zinger de la mano y lo alejé de su público entregado.

La tabernera pronunció algunos comentarios sobre mis más que dudosos padres, mientras yo arrastraba a Zinger hasta el quicio de la puerta y lo llevaba en dirección al cuarto de Trine.

Llamé a la puerta, pero ella no respondió. La rendija que se abría entre ésta y el suelo no revelaba ninguna pista, por lo que me agaché y miré por el ojo de la cerradura —sí, lo admito—, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Sin embargo, la puerta contigua dejaba que algo de luz se colara por ella.

La encontré en la habitación de Yosele, desenredándole el pelo al gigante con un peine de madera.

Hice las presentaciones de rigor, pero Zinger seguía plantado en el umbral, mirando fijamente a aquel niño grandullón, al parecer sin palabras, lo que a mí ya me venía bien, pues no estaba de humor para charlas intrascendentes.

—Es como un oso adiestrado —dijo Trine, mientras pasaba el peine por el pelo hirsuto de Yosele—. Le hemos enseñado a sentarse a la mesa, a usar los cubiertos, pero sigue siendo un oso. Y a veces lo demuestra —añadió, tirando de un nudo de cabello muy enredado.

—¿Y bien? ¿Qué te parece? —le pregunté.

Zinger volvió a observarlo.

—Bueno, con unos zapatos con alzas, tal vez unos zancos especiales ocultos bajo unos pantalones muy largos… no sé, de un par de pies de altura, nada demasiado exagerado… Y si le cubrimos la ropa con una capa de barro y le manchamos la cara y las manos de tierra, tal vez sí, tal vez funcione.

—Un momento, un momento. ¿Qué es lo que ha de funcionar?

—Tenemos que lograr que parezca un golem —le expliqué.

—No, de ninguna manera. A mi Yosele no vais a hacerle nada. ¿Quién te crees que eres? ¿El rabino Elijah de Chelm? Ni siquiera sabríais cómo sacarlo de la despensa. Si le dejara comer todos los dulces que quiere, explotaría como una ternera cebada.

—Por eso precisamente necesitamos tu ayuda.

—¿Y qué gano yo con este maravilloso trato?

—La posible redención.

—¿Quién eres tú para ofrecerme la redención? Además, yo creía que para mí ya no había redención posible.

—El destierro no dura eternamente para nadie.

Entretanto, Yosele se mantenía entretenido alineando una serie de bloques de madera en los que, desgastadas, podían leerse unas letras hebreas, que seguramente alguien había pintado en ellos hacía ya bastante tiempo. Pero cuando ladeé la cabeza, el patrón se me apareció de manera clara. Yosele no se dedicaba a alinearlas de manera arbitraria, sino que formaba las palabras «katz», «hunt», y «epl». Es decir, «gato», «perro» y «manzana».

—¿Cómo ha aprendido a hacerlo? —pregunté.

—Imitándome a mí. Es capaz de imitar cualquier cosa que le enseñas.

Me pregunté qué otras cosas habría aprendido a imitar de semejante maestra.

—Mejor —intervino Zinger—. Porque necesitamos que asuste tanto a los goyim que se caguen encima.

—No me gusta nada lo que oigo —dijo Trine, acariciándole la cabeza a Yosele con sus dedos finos, blancos—. Parece peligroso. Y él en realidad es muy dulce, ¿sabéis? No es como otros hombres de su tamaño…

De pronto Zinger se golpeó la frente con la palma de la mano.

—¡Claro! —exclamó—. ¡Y tú podrías ser la Dama Blanca!

—Si quieres que me disfrace de algo, te costará más caro.

—Estás de broma, supongo —contestó Zinger—. Nadie quiere acostarse con la Dama Blanca.

—Te sorprendería saberlo.

—¿Quién es la Dama Blanca? —pregunté yo.

Zinger me contó que hacía mucho tiempo, la Dama Blanca pertenecía a la familia Rožmberk, y que tras su muerte en circunstancias que se perdieron en los pasillos neblinosos del tiempo, empezó a vagar por los dominios de sus antepasados y, desde entonces, cuando se la ve recorriendo las murallas o las orillas del río, cubierta de un velo blanco, vaporoso, es señal inequívoca de que la muerte seguirá sus pasos.

—¿Y hay hombres que pagan por esa… experiencia?

Trine asintió.

—Bien, supongo que es una manera de negar el miedo a la muerte —comentó Zinger.

«Menudo mundo, Dios mío.»

Metí la mano en la capa y arrojé sobre la cama varias monedas de oro.

—¿Bastará con esto?

Trine contempló los resplandecientes ducados de oro. Una sonrisa cómplice asomó a sus labios.

—Ya me habían dicho que trabajabas para Meisel.

—Trabajo para todos nosotros —puntualicé—. Y necesito usar el pasadizo secreto para salir del gueto. Esta noche. Y también me hará falta contar con una distracción que sólo él puede proporcionarnos.

Aguardé unos instantes.

No podía obligarla a hacer nada de aquello. Y Trine nos había dejado claro que no permitiría que Yosele participara sin su ayuda. De modo que bajé la mirada y le supliqué que demostrara un poco de compasión.

—Por favor —dije, entrelazando las manos, sin pensar siquiera en lo que estaba haciendo.

Yosele daba saltos en la cama, agitaba las manos y soltaba sus aullidos de alegría. Trine se llevó el dedo índice a los labios para pedirle que se callara. Él la imitó, acercándose también un dedo a la boca y pidiendo silencio, y se quedó tranquilo.

Era cierto: Yosele hacía lo que le pedían.

—¿Quieres usar el pasadizo ahora? —preguntó ella.

Mi respiración se aceleró al momento. «Son nervios —pensé—. Sólo nervios.»

—No. Regresaré en unas dos horas. Antes debo ocuparme de un par de asuntos.

El rabino Loew dice que en el fondo de nuestra mente lo recordamos todo, desde los tiempos de Moisés, e incluso antes, desde los tiempos de Adán, e incluso antes, desde el primer momento de la creación, porque todos de nuestros átomos proceden de Dios, y el conocimiento completo de la creación de Dios fluye por nosotros, pero nosotros no le prestamos atención.

Yo intenté concentrarme en esa realidad cósmica profunda, pero cuando ya había dejado atrás el cementerio un perro aulló en la distancia, señal inequívoca de que el Ángel de la Muerte se aproximaba a las puertas de la ciudad, y de que la hora de la redención estaba cerca.

¿Perdonaría Dios mis actos? ¿O desaprobaría las componendas a las que me había entregado?

«Por favor, Dios —recé—, concédeme sólo la sabiduría, el espacio y el tiempo que necesito para terminar lo que he iniciado. Dame sólo unas horas más, Señor, antes de que emprenda el camino de no retorno.»

Incluso el golpeteo de los martillos y el rasgar de las sierras se amortiguaban a medida que los espíritus salían a jugar con Lilith y todos sus demonios, que se muestran más poderosos los sábados por la noche. Tuve que recordarme a mí mismo que no debía intentar vencerlos con chanzas, pues los demonios carecen de sentido del humor. Sólo los hombres que sienten y sangran saben lo que son las risas verdaderas. Esa es una de las cosas que nos hacen humanos.

Mientras avanzaba metiendo los pies en los charcos, mi mente se inundaba de las visiones de los días venideros en que las casas de estudio se convertirían en burdeles, en que los jóvenes insultarían a sus mayores y en que Dios llevaría la lluvia a una ciudad pero no a otra, y el hambre a la tierra, y el dolor, y en que la Torá sería olvidada, y los hombres destruirían a sus hermanos en guerras sin fin, hasta la llegada del Mesías. Y recité el salmo que empieza «El que habita al abrigo del Altísimo», porque contiene el versículo que reza así: «loy siró mipajad loyloh, meyjeyts yo'uf yomon». «No temerás el terror nocturno ni saeta que vuele de día.» E intenté consolarme en el conocimiento de que mi cuerpo era sólo un caparazón mortal de mi alma eterna. Pero lo cierto es que no me fue de gran ayuda.

Decidido, llamé a la puerta del León de Judá labrado en piedra hasta que una criada soñolienta me abrió y me hizo entrar. Avanzaba de puntillas por el largo corredor, al encuentro de Anya, cuando Avrom Jayim apareció tras una cortina y me agarró de la manga. Yo intenté soltarme, pero él me sujetó con las dos manos y me obligó a entrar en un aposento.

—Está bien, está bien, pero más te vale que sea…

Me interrumpí. La habitación interior se había transformado en un espacio sagrado, tapizado de arriba abajo con telas rojas, como una iglesia que preparara la ordenación de un nuevo sacerdote. Había tres hombres de pie, uno junto al otro, que llevaban hábitos con capucha y que sostenían sendas velas. Una alfombra pequeña, cuadrada, se extendía frente a ellos. Avrom Jayim levantó su vela y ocupó su lugar entre los otros tres, a los que reconocí en ese momento: se trataba de los otros tres shammes: Markas Kral, Abraham Ben Zajariah y el último, que debía de ser Saúl Ungar.

Avrom Jayim habló en nombre de todos.

Reb Benyamin Ben-Akiva de Slonim, shammes asistente de la shul de Klaus bajo la dirección del gran rabino Loew, en reconocimiento a tus recientes actividades en bien de la comunidad, y de los presentes sacrificios y dedicación a la profesión que hemos presenciado, nos hemos reunido en ocasión solemne para incorporarte a la Antigua y Fraternal Orden del Shammanshim.

«Maravilloso. Pero, ¿no puede esperar?», pensé, sintiendo que mi paciencia y mis fuerzas menguaban por momentos.

Por suerte, la ceremonia duró apenas unos minutos, y cuando terminó Avrom Jayim añadió:

—A partir de este momento dejas de ser un simple asistente. Levántate y únete a nosotros, hermano Benyamin, pues ahora eres un miembro de pleno derecho de la Hermandad de shammes.

Me abrazaron y me estrecharon la mano, me dieron palmaditas en la espalda y me besaron en las mejillas, aunque en ese momento a mí no me importaban lo más mínimo los honores que derramaban sobre mí.

Cuando por fin logré librarme de ellos, me dirigí a la despensa, donde Anya había dispuesto una silla de barbero sólo para mí. Cuando entré la encontré afilando unas tijeras. Alzó la vista, me miró y me dedicó una sonrisa. Luego levantó el utensilio y movió sus hojas dos veces, en ese gesto fugaz, universal, que significa que ya estaba lista para empezar.