Capítulo 10

El grupo de jesuitas avanzaba por la Plaza Pequeña como una hilera de hormigas negras que se abriera paso a mordiscos a través de la jungla. Los curtidos herreros se apartaban para contemplar el movimiento uniforme, pendular, de aquellas sotanas.

La cadencia siniestra, parecida a la del filo de una navaja, asustó al aprendiz de relojero, que fue a avisar al padre Jiři de que los hombres de negro venían de camino.

El repicar preciso de sus botas sobre el empedrado hizo que a una criada se le acelerara el pulso y observara, admirada, la muestra de abnegada valentía de los soldados de Cristo, que se dedicaban a propagar la Palabra y a erradicar la herejía. Un escalofrío recorrió su espalda y se le metió entre los muslos al contemplar tanto cuero negro, lustroso.

Para Janoš Kopecky se trataba de bribones de la peor calaña, papistas arrogantes dispuestos a usar cualquier arma contra los cristianos honestos en su lucha por recuperar el control de la ciudad imperial y sus alrededores.

Un pregonero municipal se había plantado frente al portal gótico del viejo ayuntamiento y proclamaba a voz en cuello el edicto antijudío, mientras la lluvia deshacía el barro que llevaba pegado a las suelas de las botas. Un par de mercaderes barrigudos lo escuchaban boquiabiertos. Kopecky pasó junto a ellos, llegó a una calle tranquila detrás de la iglesia de Nuestra Señora de Týn, y bajó la cabeza para acceder a los soportales de la casa de Granovsky.

Seis miembros capitulares de la Gran Alianza Mercantil de Bohemia departían en torno a una larga mesa de roble. El acabado de la madera brillaba tanto que ésta parecía lacada, y reflejaba los rostros de aquellos hombres como si de un espejo oscuro se tratara.

—Llegáis tarde —le regañó Masaryk—. ¿Dónde estabais?

—Lo siento. He tenido que esperar a que pasara una procesión de muchachos que se flagelaban.

—Sentaos y empecemos cuanto antes.

—Un momento —intervino Kunkel—. ¿Dónde están Hürwitz y Goldshmied?

—¿No lo habéis oído? —se extrañó Kopecky—. Han cerrado el gueto. Los judíos no pueden entrar ni salir.

—¿De veras? ¿Y qué está haciendo aquí este judío? —preguntó Kunkel, señalando al pálido desconocido de largos cabellos y barba bien recortada. En el vestido rayado del forastero brillaban los destellos de unas perlas diminutas.

Masaryk se echó a reír.

—En el país del que procede no viven judíos desde hace trescientos años.

—Bueno, pues con esas ropas que lleva podría pasar por uno de ellos.

—¿Quién es pues este hombre? ¿Y qué está haciendo aquí? —quiso saber Kopecky.

—Este caballero es Bobby Johnson, y viene de la corte de Isabel de Inglaterra con una oferta de apoyo material para sus aliados protestantes de la Europa central.

Al momento, los presentes mostraron gran interés en cultivar una alianza que tan provechosa podía resultarles.

—Como se trata cada vez más de un asunto delicado, no vengo en calidad de enviado oficial —se explicó Johnson en un alemán aceptable—. De modo que también voy a disponer de algo de tiempo libre.

—Desea hablar de negocios con vos —explicó Masaryk.

—¿Quiere comerciar con el gremio de carniceros?

—No, Janoš. De tu otro negocio.

A Johnson le brillaron los ojos.

—Ah, bien, eso está bien. Qué mala suerte que el gueto vaya a arder en un incendio en los próximos tres días.

—Mierda —intervino Hrbeck—. ¿Sabéis cuánto dinero perderé si eso sucede?

—Entonces, tal vez, no deberías hacer negocios con los malditos judíos —comentó Tausendmark, una reciente incorporación llegada de Baviera.

—Estaba a punto de recaudar el impuesto de Pascua, dummer Esel. ¿Qué voy a decirles ahora a mis clientes?

—¿Qué vamos a hacer al respecto? —dijo Kunkel.

—¿Acaso hay algo que podamos hacer? —se preguntó un mercader de vinos y cervezas llamado Švec—. Romperán algunas ventanas, quemarán varios comercios, y luego todo regresará a la normalidad.

—Para vos es fácil decirlo, pues no sois propietario de ninguna casa en el gueto. Es muy probable que vuestro negocio se vea favorecido. No hay nada como un puñado de Judenscbläger montando escándalo para vender carros enteros de alcohol.

—Esta vez no —discrepó Kopecky.

Su esposa siempre le decía que no fuera tan duro con los judíos, pero aquello era serio.

—No tengáis tanto miedo, Janoš. Los judíos encontrarán algún modo de salir de ésta, como siempre.

—¿Es cierto que son tan listos como dicen? He oído contar muchas historias sobre el ingenio de los judíos, pero a mí siempre me han parecido algo exageradas.

—No lo son, inglés —rebatió Hrbeck—. Los judíos viven confinados en su gueto, y sobre ellos pesa la prohibición de adquirir propiedades, ¿no es cierto? Lo lógico sería que esa situación nos facilitara mucho a nosotros cobrarles lo que quisiéramos de alquiler, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—Sí, pero vos no conocéis a los judíos. Cuando se trata de dinero, cuentan con un sexto sentido. Los rabinos se dieron cuenta hace mucho, y tras reunirse prohibieron que su pueblo especulara con el alojamiento. A los judíos no se les permite pagar más que el alquiler estipulado, ni hacer nada para desahuciar a otro judío, por más atestado que llegue a estar el Židovské Mĕsto.

—Y si intentamos enemistarlos, toda la comunidad se une y se niega a pagarnos nada —añadió Masaryk.

—Con tal de dejar un aposento vacío y obligarnos a aceptar sus condiciones, incluso doce personas llegan a compartir habitación.

—¿Y no podéis informar al emperador? —preguntó Johnson.

—Sí, podríamos hacerlo. Pero ¿sabéis lo que haría? Crear una comisión para estudiar el problema —dijo Hrbeck.

—¿Y cómo seguís consintiendo que los judíos vivan entre vosotros? —se extrañó Tausendmark.

—Porque los turcos se encuentran a menos de quinientas millas de Viena, y Meisel le da al emperador todo el oro que necesita para financiar la guerra —respondió Masaryk.

—A ver si lo he entendido bien. ¿Decís que no podéis libraros de ellos porque un solo judío financia al ejército del emperador Rodolfo?

—Hay muchos otros, claro está, pero Meisel es el favorito del emperador. Ni siquiera está obligado a llevar la insignia judía cuando sale del gueto para hacer negocios.

—A pesar de todo, nosotros, no sé bien cómo, hemos conseguido expulsar a los judíos de casi todas las ciudades de Alemania.

—Supongo que no somos tan eficaces con las expulsiones como lo sois los alemanes —comentó Masaryk.

—Además, de todos modos, der Kaiser siempre les permite regresar —apuntó Kopecky.

—Tal vez deba recordaros que no está bien criticar a nuestros dirigentes cuando nos encontramos en guerra contra los infieles —objetó Tausendmark.

La curiosidad de Johnson seguía insatisfecha.

—Y, con toda su riqueza, ¿no queda nada del oro judío para vosotros?

—Cada familia judía paga a la ciudad cincuenta florines al año para financiar su protección, pero nosotros no vemos ni un penique —se lamentó Hrbeck.

—Entonces, tal vez, deberíais aumentar a sesenta florines la tasa de protección.

—Ya lo intentamos, pero el dinero fue directo a llenar las arcas imperiales.

—Les cobramos cada vez que pasan por las puertas de la ciudad o cruzan la frontera con Moravia —añadió Masaryk—. Les cobramos por atravesar el puente de piedra, por comprar una barra de pan, por vender una camisa usada en el tandlmarkt de la calle Havelská. Les cobramos por bañarse, por casarse y por proteger su cementerio de los vándalos. ¿Por qué más podríamos cobrarles?

—¿Les cobráis por proteger el cementerio? —preguntó Johnson—. ¿Y también lo hacéis por cada entierro?

La idea cayó sobre ellos como un rayo sobre la tierra. Kopecky miró a su alrededor. Los demás se mostraban igualmente asombrados.

—Un impuesto por cada muerte, por cada sepultura —dijo Masaryk—. ¿Cómo es posible que no se nos hubiera ocurrido antes?

—¿Y allí, en el país del que procedes, tenéis más ideas como ésta? —se interesó Kunkel.

—Bien, según creo —respondió el aludido—, el rey Felipe de Francia hacía pagar a los judíos una cuota anual por el privilegio de llevar sus insignias amarillas.

—¿Les cobraba por los distintivos?

—¡Sí! ¡Buena idea! —se entusiasmó Švec.

—Así aprenderán a no hacernos la competencia —le dijo Hrbeck.

—Siempre y cuando convenzamos a los Rožmberk de que apoyen la idea —dijo Kopecky.

—Sí, tal vez el conde Vilém sienta cierta debilidad por los zhids, pero cuando se trata de ganar dinero no hay sentimentalismos que valgan.

—Si cobráis tantos impuestos a los judíos, ¿cómo es que consiguen vender más barato que vosotros? —preguntó Johnson, intrigado.

Hrbeck se lo aclaró.

—Como no se les permite afiliarse a los gremios cristianos, los hijos de puta tienen libertad para fijar sus propios precios.

—Incluso su vino es más barato —dijo Švec—. Y os aseguro que más de un cristiano pasa el tiempo bebiendo en algún antro del Židovské en compañía de dos o tres judíos de mal vivir.

Masaryk ordenó a la criada que trajera licor para proponer un brindis a sus invitados.

Mientras todos conversaban animadamente sobre las posibilidades de explotar esas nuevas fuentes de ingresos, Kopecky se llevó aparte al inglés.

—¿Y por qué sabéis tanto sobre judíos? —le preguntó.

—Bien, como sabéis, en Inglaterra no los hay. Y precisamente eso despierta mi curiosidad.

—Lo comprendo. Y lo cierto es que tenéis buenas ideas sobre cómo tratarlos, amigo.

Johnson se encogió de hombros, modesto.

—Pasando a otro tema, ¿qué negocio era ése del que queríais hablarme?

La expresión de su rostro cambió en el acto.

—Vengo en busca de perlas.

Kopecky se fijó en las diminutas perlas que decoraban la tela de Johnson.

—Pues lo cierto es que no son mi fuerte. Deberíais hablar con Granovsky sobre comercio oriental.

—No, no me refiero a esas perlas. Me refiero a perlas «exóticas».

El burgués seguía sin entender.

—Ya sabéis. Perlas. O Raqueles. O Hannas. O tal vez incluso una o dos Deborahs.

Sus palabras cayeron como gotas de agua sobre un estanque cristalino, y la claridad de su significado se extendió como una ondulación entre los dos hombres.

—He oído que las mujeres judías son… digamos… algo más fogosas que las de los climas septentrionales.

Kopecky se acarició la barbilla y dijo:

—Dadme algo de tiempo para ver cómo son las cosas, y veré qué puedo hacer por vos, amigo mío.