Capítulo 33

Aquella ciudad apestosa era un desastre, pensó el obispo. Incluso el día de Pascua, la jornada más santa del calendario, un día que debía servir para unir a todos los cristianos, los bohemios se entregaban a sus bailes en el lado este de la plaza mientras los alemanes hacían lo mismo en el lado oeste. Desde luego, podrían haber pertenecido a dos mundos distintos. Además, algún incompetente del Ayuntamiento, haciendo gala de una gran imprudencia, había otorgado permiso a un puñado de arquitectos venecianos para que sus equipos de demolición convirtieran un barrio tranquilo, de viejas iglesias de piedra, jardines elegantes y mansiones señoriales, en un erial de cascotes y barro.

Las hordas de personas descontroladas que se agolpaban frente a la iglesia le recordaban a una manada de animales de granja que se apresuraran a ocupar su sitio en el comedero. Prácticamente se subían los unos sobre los otros sólo para vislumbrar durante un segundo las resplandecientes custodias de oro, en lugar de admirar con solemnidad el misterio de su salvación y prepararse para recibir el Cuerpo de Cristo. Pero lo que les faltaba en educación lo compensaban con su entrega. Se golpeaban el pecho tres veces mientras repetían el preceptivo «por mi culpa», y llenaban los cepillos de monedas, y compraban pedacitos del vestido de la muchacha martirizada, mechones de sus cabellos dorados, así como otras reliquias sagradas para llevárselas a casa y venerarlas, lo que sin duda demostraba la sinceridad de su devoción.

Un miembro de los Fugger había hecho acto de presencia para asegurarse de que todos los peniques donados quedaran convenientemente anotados en su registro.

Por si todo ello no bastara, algún Dummkopf había decidido que ése era el día perfecto para embutir a toda la población de la judería en una sola iglesia y obligarla a atender un sermón de conversión. Así pues, el alguacil de la ciudad había tenido que sacar de la cama a sus hombres y ordenarles que cumplieran con su deber de mantener el orden.

Ahora había miles de judíos de pie, pasando frío, aguardando a que les revisaran las orejas por si se les había ocurrido taponárselas con cera o bolas de algodón, antes de que se los autorizara a entrar en la iglesia. Uno a uno, los registraban y obligaban a permanecer junto al muro norte, mientras los guardias patrullaban sobre el enlosado de mármol armados con lanzas y varas anchas, no fuera alguien a susurrar alguna blasfemia o a quedarse amodorrado.

Mientras se celebraba la larga misa, los ojos del obispo vagaron hasta el rostro de Jesús, tallado en el altorrelieve de la Ultima Cena. Le resultaba extraño que los escultores hubieran decidido trazar arrugas tan profundas en la frente del Salvador, unas arrugas que denotaban gran preocupación, cuando las preferencias del momento pasaban por representar la serena pasividad de un ser que no era de este mundo. Ese Cristo que se alzaba ante él era un hombre de carne y hueso cuya aureola se disolvía en la nada. Apenas llegaba a distinguirse. El obispo Stempfel tendría que mantener una charla con el maestro artesano y recordarle que tanta literalidad lo acercaba peligrosamente a la herejía protestante.

Otro tanto podía decirse de Die Silberlinge, una escultura en altorrelieve de Judas, con las monedas de plata, en el momento de traicionar a su señor. El grupo siniestro de conspiradores ocultaba sus rasgos perversos tras sus capas, y se susurraban al oído, en marcado contraste con los rostros francos y sinceros de los demás testigos de la Pasión. Y todos excepto Judas llevaban los gorros puntiagudos, «judíos», que habían sido muy comunes hasta que, no hacía mucho, habían sido sustituidos por las insignias amarillas. Y así, en la Detención de Cristo, en el Juicio de Pilatos y en las Estaciones de la Cruz se representaba a los judíos como recuerdos vivos, de un modo que hacía que pareciera que los judíos seguían traicionando a Cristo. No era de extrañar que la gente de la calle los odiara tanto.

Una vez que los guardias lograron imponer el orden, el hermano Popel dio inicio a su sermón, que no era más que una sucesión de frases manidas y contrastadas, entre las que incluyó pasajes enteros, repetidos palabra por palabra, de las lecturas mundanas a las que se había dedicado en el colegio de los jesuitas.

El obispo se fijó en los judíos, en sus mejillas hundidas de hambre, en sus ropas raídas que parecían convertirse en harapos en su presencia. ¿Dónde estaban los dientes de oro y los broches de diamantes que los judíos, supuestamente, habían adquirido tras tantos años exprimiendo a los cristianos? Tal vez se tratara de una estrategia inteligente, aunque no resultaba fácil fingir unas mejillas hundidas.

De modo que el hermano Popel no iba a salvar ninguna alma si seguía contando a aquellos judíos cansados del mundo que debían aprender el verdadero significado del Antiguo Testamento, abandonar sus falsas interpretaciones de él y concentrarse en «el sentido liso y llano del texto», que intentaba citar en hebreo.

Cuando el obispo se dio cuenta de que los judíos hacían grandes esfuerzos por no reírse de la pésima pronunciación del sacerdote, decidió interrumpir el sermón haciendo sonar una campanilla que reposaba sobre una mesa cercana y que servía precisamente para ese fin.

Las palabras del cura murieron entre sus propios ecos, y todos los ojos se volvieron hacia el obispo, que llamó al hermano Zeman y le ordenó que leyera algún fragmento del Libro del Éxodo.

Zeman se acercó al pulpito con el pecho henchido como el de un gallo de pelea. Se lamió los dedos y pasó las páginas de aquella Biblia inmensa, con lomos de oro, hasta que encontró el punto que el obispo le había indicado. Aspiró hondo un par de veces y se zambulló en un largo pasaje en latín.

Cuando terminó, levantó la vista del libro, exultante en su momento de gloria. El sonido de su pesada respiración podía oírse a gran distancia.

Zeman pareció perdido durante unos instantes, pero enseguida sus años de adiestramiento se impusieron.

Verbum Domini —entonó.

—Amén —respondió la congregación.

Pero antes de que terminara la misa, y a instancias del obispo, Popel anunció que estaba a punto de tener lugar un debate en el que se convocaba a los judíos para que defendieran sus falsas interpretaciones de la Biblia. Los asistentes hebreos se agitaron ostensiblemente mientras Popel, sin inmutarse, disponía sus materiales sobre una mesa, entre ellos libros y demás documentos.

Tras una discusión breve pero intensa, un rabino de edad provecta dio un paso al frente y pidió permiso para hablar. El obispo, generoso, le concedió el privilegio asintiendo una sola vez con la cabeza.

—Pronuncia tu nombre para que lo anote el Statscbreiber —le ordenó Popel, señalando en dirección al secretario municipal que lo anotaba todo, sentado a su mesa portátil.

—Soy el rabino Yehudah Liwa ben Betzalel —dijo el anciano, con una voz asombrosamente poderosa, que reverberó en la nave central y en el crucero.

«De modo que éste es el célebre rabino Loew», pensó el obispo. Su presencia, al menos, debería servir para que todo aquel farragoso asunto resultara más interesante.

Pero el nombre de Betzalel suscitó exclamaciones ahogadas de los cristianos menos educados, y el obispo oyó que éstos, en los pasillos, intercambiaban entre susurros palabras como «Belcebú» y «Azaziel».

Cambió de posición el cojín del asiento. Su trasero todavía estaba muy delicado, aunque había mejorado ligeramente desde que el doctor Lybrmon había empezado a tratárselo con cataplasmas y suturas. También le había comentado algo ridículo sobre la conveniencia de renunciar a las especias en las comidas. Aquel doctor, sin duda, era bastante raro, y al obispo no le habría extrañado en absoluto descubrir que se trataba de uno de aquellos criptojudíos. Estaban por todas partes, intentando pasar desapercibidos. Pero se los olía a gran distancia.

El reputado rabino le dedicó una escueta reverencia y se dirigió a Popel por su nombre.

—Padre Hermann, decís que nosotros poseemos la Ley pero que la malinterpretamos, y que nos hace falta que vosotros nos expliquéis cuál es su significado correcto. ¿Estáis afirmando, por tanto, que Dios cometió un error y entregó la Torá al pueblo equivocado?

Bajo el techo abovedado la expectación se convirtió en silencio.

Pero a Popel no le hizo falta pensar mucho la respuesta.

—La Biblia afirma con claridad que la Torá fue entregada a Moisés en el monte Sinaí —respondió—. Pero el pueblo judío no fue escogido por que gozara de algún mérito especial por su parte. Fue escogido, simplemente, para que actuara de custodio de la Ley hasta que la luz de Cristo pudiera llegar e iluminar su verdadero significado.

Asintió, para enfatizar más sus palabras, como un jugador que acabara de anotar un tanto difícil. Pero el rabino Loew le devolvió el tiro de inmediato.

—Si eso fuera en verdad así, debemos entender que seguimos siendo su pueblo elegido, tanto si merecemos el honor de serlo como si no, y así, la posición cristiana según la cual Dios nos ha abandonado en el exilio a causa de nuestra falta de méritos debe, asimismo, rechazarse.

Popel parpadeó.

—¿Qué pretendes dar a entender? —preguntó.

—Me limito a sugerir que existen pruebas que avalan la proposición de que Dios predetermina algunos acontecimientos, pero no otros —replicó el rabino Loew.

—¿Sugieres entonces que el mundo no se gobierna de acuerdo a un plan, sino por accidente?

—Eso, sin duda, explicaría muchas cosas.

En el lado de la nave ocupado por los bohemios se escucharon algunas risas.

—Ya basta de charlas ingeniosas típicas de judíos —zanjó Popel—. Pues sé por las más elevadas instancias que uno de los vuestros, un aprendiz de rabino llamado Yankev ben Jayim, ha confesado hoy mismo haber usado la sangre de una niña cristiana para celebrar toda clase de alquimia vil y magia cabalística.

Aquello fue un golpe en toda regla, y parte de los congregados reaccionó con horror, tal como pretendía el sacerdote. El rabino Loew intentó neutralizarlo, antes de que le perjudicara todavía más.

—Y yo me remito a la autoridad de vuestro propio papa Inocencio IV, y a la del rey Carlos de Bohemia, que prohibieron a sus súbditos acusar de crimen de sangre a los judíos.

Era un buen argumento, pero el momento no duró.

Popel contraatacó:

—Señor, también contamos con un documento escrito que muestra que ese judío llamado Yankev ha confesado albergar deseos por la carne de una mujer cristiana.

A los bohemios aquel comentario no les afectó lo más mínimo, pero los alemanes se mostraron escandalizados. El obispo sintió algo de lástima por el rabino Loew, capaz de resistir dignamente un debate con doce de los sacerdotes mejor entrenados del obispado, pero cuya lógica se revelaba del todo inútil una vez agitadas las emociones de los alemanes.

Finalmente el rabino habló.

—Un hombre puede confesar cualquier cosa si se lo somete a tortura.

—Lo único que hemos hecho ha sido colocarlo un par de horas bajo un chorro de agua —dijo Popel, quitando importancia al asunto—. Y ha bastado para que confesara haber cometido el pecado de bestialitas.

La confusión se hizo palpable en ambos lados de la nave, y Popel tuvo que explicar que mantener relaciones carnales con un judío era lo mismo que copular con un perro, y que por ello a esa práctica se la llamaba «bestialidad».

«Aunque un buen abogado habría logrado que la acusación se viera reducida a la de sodomía, lo cierto era que no importaba demasiado, pues la pena era la misma: la muerte en la hoguera.» El obispo recordaba las buenas épocas en que a los delincuentes sexuales los descuartizaban usando para ello bestias salvajes, pero como en los tiempos que corrían la mayoría de ellos eran mujeres, los jueces se ablandaban en sus sentencias.

—Y si un hombre peca, ¿dirigís vuestra ira contra toda una comunidad? —inquirió el rabino—. Si incluso vuestro Señor Jesús contaba con un ladrón y un traidor entre su círculo de apóstoles.

—Un traidor que era judío.

—¡Todos lo eran! ¡El propio Jesús nació judío!

—Sólo en su aspecto externo.

Ah. Ése era el tiro de gracia. El rabino Loew había osado tocar la piedra de toque de la fe, que sostenía que la divinidad de Cristo llenaba los cielos antes del primer día de la Creación, y que por tanto precedía a la existencia del judaísmo. El obispo se revolvió en su asiento, impaciente por ver cómo iba a salir del atolladero aquel rabino.

Éste sopesó y midió muy bien sus palabras antes de manifestar:

—En vuestro Evangelio está escrito que Jesús dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» Si de veras Jesús es vuestro Señor y Maestro, entonces ¿por qué no obedecéis su mandato y nos perdonáis?

Algunos de los presentes permanecieron pensativos, planteándose aquel argumento, mientras otros se ponían en pie y maldecían al rabino Loew por usar el nombre del Señor de aquel modo. Popel respondió con una brillante estrategia retórica que dejó la pelota en el tejado de su adversario.

—Dime primero por qué crees tú que no lo hacemos, rabino.

Un silencio expectante inundó el templo.

—Creo que estamos de acuerdo en que existen diferencias naturales entre las naciones del mundo —planteó el judío.

Muchos asintieron.

—Y por ello es natural que la gente reaccione de modo distinto ante los mismos hechos.

El rabino se interrumpió, para ver si le seguían.

—Por tanto, cuando alguien habla en contra de mi fe, yo no intento impedirle que se exprese. Yo lo escucho, para intentar comprender su posición y poder aclarar la cuestión.

El rabino continuó:

—Hay quien cree que su fe se ve fortalecida cuando a la gente le prohíben hablar en contra de ella, pero eso no es así. ¿Qué fuerza demuestra un hombre cuando prohíbe a su oponente defenderse?

«Vaya, pero si incluso algunos alemanes parecen darle la razón en ese punto. Cuántos conversos lograríamos si un rabino como éste se pusiera de nuestro lado», pensó el obispo.

Popel se apresuró a intervenir.

—Por cómo lo dices pareciera que estamos hablando de la diferencia que existe entre un huevo duro y otro pasado por agua. ¿Qué sucede cuando el otro hombre pronuncia blasfemias, como en ese libro herético publicado en Italia hace apenas diez años?

Sostuvo en alto un ejemplar del Meor Enayim, de Dei Rossi.

Al rabino se le escapó una imprecación en dialecto judeoalemán que sonó algo así como «Web ist mir». Popel lo desafió de manera directa.

—Este autor arrogante e impío osa poner en duda la cronología tradicional de la Biblia. ¿Qué tienes que decir al respecto, rabino?

—Yo aconsejaría a todo judío piadoso de esta tierra que no leyera ese libro, que no lo sostuviera siquiera en sus manos. Esas palabras heréticas merecen arder en la hoguera.

—Entonces coincides en que las autoridades de la Inquisición tienen derecho a prohibir ciertos libros.

—Yo no he dicho eso. Yo he dicho que merece ser quemado. Pero los rabinos han abordado la cuestión y han alcanzado ciertos pactos, y han decretado que el libro queda prohibido a toda persona menor de veinticinco años. Así es como actuamos nosotros.

—Con gran astucia Satán camufla su magia bajo la apariencia de la religión —dijo Popel, citando directamente del Compendium Maleficarum, que todavía no se había publicado—. Pues has de saber que ese mismo judío, ese tal Yankev ben Jayim, ha confesado bajo tortura que el libro que tú veneras sobre todos los otros, ese perverso y herético Talmud, está escrito en el alfabeto infernal de los caldeos, que sólo los magos y los hechiceros saben descifrar…

Blandió el volumen como si de un arma de asalto se tratara, y los asistentes echaron atrás la cabeza, presas del terror al contemplar aquel alfabeto raro.

—… con el que vosotros, los judíos, estáis inundando el país de los excrementos que salen de vuestras sucias imprentas, ha confesado, digo, que el Talmud afirma claramente que «Jesús practicaba la magia», y que en él se compara al cristianismo con una forma de herejía.

A sus palabras siguieron las previsibles protestas airadas, y los guardias municipales tuvieron que interponerse entre las hordas de cristianos indignados y la temerosa tribu de judíos que se apretujaba para entrar en calor, las rodillas temblorosas bajo sus capas raídas. Los cristianos acusaban a los judíos de conspirar con los turcos para tomar Alemania, lo mismo que cuando ayudaron a los moros a ocupar la ciudad de Tolosa de Languedoc (a pesar de que los moros nunca habían ocupado la ciudad), o de dividir a la Iglesia para fortalecer su propia posición (a pesar de que Martín Lutero odiaba a los judíos casi tanto como a los católicos), o de usar la magia, más recientemente, para lograr que varias cosechas consecutivas se perdieran (a pesar de que esa magia quedaba expresamente prohibida en la Torá), o de traicionar a Jesús entregándolo a los romanos (a pesar de que Jesús se entregó libre y voluntariamente), o de conspirar para exterminar a toda la población cristiana envenenando los pozos, como habían hecho en Tolosa (una vez más).

«Ya está bien de judíos —pensó el obispo, tamborileando los dedos—. Tengo a herejes de verdad a los que perseguir. Esta ciudad está atestada de ellos. Pero si sólo en el distrito de Obermarchtal, con una población de menos de quinientas almas, han ejecutado a cincuenta brujas en los últimos dos años.»

El obispo llamó al orden, que quedó pronto restaurado gracias a la ayuda de Vilém Rožmberk, que siempre predicaba moderación en cuestiones de diferencias religiosas. Y entonces concedió al rabino Loew la última oportunidad de defender su posición.

—Os estoy muy agradecido, Excelencia —dijo el rabino—. Es ciertamente un hecho desgraciado que los rabinos que escribieron el Talmud no siempre gozaran de una comprensión cabal de los muchos modos en que los cristianos contemplan la vida de Jesús. Pero aun así es mucho lo que puede aprenderse de los antiguos, que consideraron conveniente abolir la pena capital, mientras en muchos países, hoy, pueden ahorcarte por robar una barra de pan. También establecieron el principio según el cual toda declaración obtenida mediante el uso de la fuerza no puede usarse para incriminar a una persona en un tribunal de justicia. Sin duda esas normas deberían ser tenidas en cuenta, incluso en una versión expurgada, en vez de entregarse sin más a las llamas, Excelencia.

Como el obispo no intervenía, el rabino Loew continuó:

—Y en cuanto a la acusación de que usamos sangre para obrar hechizos mágicos, Su Excelencia sabe muy bien que las Leyes de Dios prohíben el uso de sangre para dichos propósitos. Es más, desafío a cualquiera a que dé un paso al frente y jure ante la Biblia que ha visto a un solo judío cometer uno de los crímenes de los que se nos acusa. Pues está escrito que «quien sospecha del inocente sufre en sus carnes».

El obispo pareció a punto de saltar de su asiento.

—¿Dónde está escrito? —exigió saber.

—En el Tratado Yoma, Excelencia.

El obispo se apoyó en el respaldo y se colocó bien las túnicas. En virtud del espíritu del momento, propuso un pacto. El Talmud no sería perseguido ni quemado, pero a cambio todos los ejemplares serían sometidos al escrutinio de las autoridades inquisitoriales para que éstas volvieran a redactar o censuraran las partes más desagradables, continuando de ese modo con la política establecida por el difunto arzobispo Brus de Praga.

El pueblo, en su mayoría, pareció satisfecho con la solución planteada.

Con todo, y a fin de limitar las ocasiones de encuentro entre los fieles y los judíos, se prohibió a aquellos que, a partir de ese momento, entraran en las sinagogas durante las festividades, comieran y bailaran con judíos, se mezclaran con ellos y trabajaran como criados en sus hogares. Tampoco se autorizaría a los padres cristianos que enviaran a sus hijos e hijas a estudiar en las escuelas de artes liberales, ni de otro tipo, donde los instructores fueran judíos.

Los términos parecieron razonables a todos, incluido el rabino Loew, y cuando se disponían a pronunciar las últimas oraciones, un hombre de mirada extraviada, al que alguien identificó como Federn, irrumpió en la iglesia como si todos los perros del infierno le vinieran pisando los talones, y declaró:

—¡Está bien! ¡Sí! ¡Fui yo! ¡Arrestadme a mí, yo lo hice! ¡Yo la apuñalé con un cuchillo y abrasé su carne con unas tenazas al rojo vivo! ¡Yo estrangulé a la niña y bailé sobre su tumba!

El rabino Loew se llevó una mano a los ojos, como para borrar de ellos aquella espantosa aparición, y pronunció la palabra «Gewalt

El tal Federn añadió:

—Todo lo que pido es que me arrestéis a mí y libréis a los demás judíos de vuestra ira.

Y el caos pareció ir tras él como un torbellino, pues los presentes fueron testigos de que, en la calle, la Nave de los Locos había atracado y se había desatado el infierno.