Capítulo 13

La raíz de valeriana que hervía en la olla desprendía un olor rancio que no podía compararse a nada en el mundo: una mezcla de sudor de campesino, madera húmeda y carne putrefacta que ascendía a vaharadas por el aire y lo impregnaba todo.

La persona que no quitaba ojo de encima a aquel experimento de alquimia era una mujer sabia llamada Castava, a la que los alemanes llamaban Kassandra de Bohemia o, para abreviar, Kassy Boehme. A pesar de haber cumplido ya los treinta años, había optado por vivir a su aire, lejos de la senda hollada del matrimonio y la maternidad. Por eso exhibía aún la sonrisa radiante de una mujer mucho más joven, una sonrisa que atraía las miradas de los incontables hombres que conocían la emoción de contemplar cómo se iluminaba una estancia cuando Kassy entraba en ella, resplandeciente, con un brillo que era todo un milagro de la naturaleza. O eso les parecía a ellos. Su frente era ancha y despejada; sus ojos, dependiendo de la luz, pasaban del marrón al verde; tenía una nariz larga y recta, todos los dientes en su lugar y, según a quien se preguntara, unos cabellos largos y dorados con destellos castaños, o unos cabellos largos y castaños con destellos dorados.

En aquel preciso instante estaba buscando la manera de destilar la esencia de la raíz de valeriana y convertirla en un concentrado para administrar en gotas. Ignoraba el propósito último al que podía servir, pues una infusión corriente, preparada con un pedacito de raíz dejada en agua caliente durante unos minutos solía obrar su magia natural con bastante eficacia, calmaba los nervios y ayudaba a conciliar el sueño, que tan esquivo se mostraba con ella. Aun así, tal vez su experimento diera algunos resultados interesantes.

Paracelso, el venerable iconoclasta, había defendido que si los elementos activos de una planta pudieran aislarse y concentrase, los productos resultantes serían más puros y más efectivos que las formas naturales de las hierbas medicinales, llenas de componentes inactivos que disminuían su potencia. El primer paso era el más fácil: extraer el agua que formaba parte de casi todas las plantas, hirviéndolas.

Pero, para empezar, el elemento líquido de la raíz de la valeriana resultaba muy escaso, por lo que Kassy preparó la cocción a partir de la raíz finamente molida y cuando se hallaba en el proceso de hervirla hasta que adoptara su forma elemental, una anciana a la que todo el mundo llamaba babicka Strelecky, o simplemente «abuela», hizo su entrada en el diminuto establecimiento —entre cocina, laboratorio y sala de consultas—. Los ojos de la anciana eran de un gris plomizo y surcaban su rostro unas arrugas profundas, que recordaban a Kassy las quebradas secas y los lechos de riachuelos de las zonas altas de los montes Krusné, en la tierra de las mil puestas de sol.

La vieja le contó que la mandíbula le dolía desde hacía dos días, desde que el dentista le había arrancado una muela picada tras asegurarle que, en cuestión de uno o dos días, se sentiría mejor. Pero lo cierto era que, hasta el momento, no había sido así. ¿Cómo iba a recuperar fuerzas, si le dolía tanto que no podía ni masticar?

Kassy le tomó la mano y la ayudó a sentarse en la silla, junto al fuego. La tranquilizó con palabras de aliento, prometiéndole que cuando regresara a casa se sentiría sin duda mucho más aliviada. A continuación le pidió que abriera la boca, y la examinó. La herida tardaba mucho en curarse, pero no daba muestras de infección. Kassy le recetó gárgaras tres veces al día con agua salada caliente, en la que debía verter un chorrito de alguna bebida fuerte, para mantener la boca limpia; después le entregó un frasco de un jarabe marrón oscuro que le aliviaría el dolor.

—Tendrás que tomarlo con zumo de ciruela.

—No me gusta el zumo de ciruela.

—Estos medicamentos tienden a obstruir las tripas, y tú ya tienes problemas con eso normalmente, ¿verdad? Es el precio que tienes que pagar para que no te duela tanto, abuela.

Todo tenía un precio. Si querías tomar algo para aliviar el dolor, debías tomar también el zumo de ciruela.

Babicka Strelecky examinó el brebaje marrón de la botella diminuta.

—¿Cuánto va a costarme? —preguntó.

—Tres peniques.

La anciana apretó mucho los labios. Sin duda era demasiado para una medicina cuya eficacia no estaba garantizada. Kassy le habría cobrado menos, pero los ingredientes eran caros, y su casero nunca le descontaba una parte del alquiler por que no supiera decir que no a los más pobres.

—Dos si me devuelves el envase —concedió al fin.

La abuela contó las monedas de medio penique, muy desgastadas, pagó, se metió el frasquito en el bolsillo del delantal y se fue.

Kassy estaba casi segura de que no volvería a ver aquel envase, pero decidió no darle más vueltas. Dios se lo pagaría a su debido tiempo.

La mezcla era uno de los excepcionales brebajes de Paracelso, y aliviaba el dolor de un modo tan eficaz que el viejo alquimista había recurrido al verbo latino laudare, que significaba «elogiar», y lo llamó «láudano». Su receta original exigía cantidades mínimas de oro, plomo, perlas y otros metales preciosos de dudosas propiedades curativas, pero Kassy la había modificado, renunciando a los metales pesados y manteniendo el ingrediente principal, jugo concentrado de amapola de opio disuelto en alcohol. Si se usaba bien, los resultados eran sorprendentes.

Ella seguía teniendo dudas sobre el uso del plomo para reducir las fiebres, dado que las autoridades clásicas, desde los días de Olimpiodoro de Tebas, habían manifestado que un demonio que vivía en el interior del metal volvía locos a quienes lo usaban durante largos periodos de tiempo. No era que ella creyera que los demonios pudieran habitar en las cantidades mínimas que se usaban en las tinturas de Paracelso, pero no tenía la menor intención de validar su hipótesis en sí misma ni de aceptar lo dicho hasta que se encontrara una explicación más sólida. Así pues, se mantenía en contacto con las otras mujeres sabias que la usaban para elaborar sus medicamentos, interesada en saber qué resultados habían observado ellas, y era escéptica respecto a las legiones de naturalistas que tenían por costumbre exagerar los efectos de sus sustancias. No quería que volvieran a engañarla, como en aquella ocasión en que finalmente dio con el volumen tan buscado de Plinio y descubrió con horror que él había sido, precisamente, uno de los causantes de propagar el infundio de que las mujeres que menstrúan cortan la mantequilla, agrian la nata, pudren la fruta y hacen que los cuchillos pierdan el filo, y que una mirada suya basta para matar a un enjambre entero de abejas coléricas en pleno vuelo. «No sabía yo que tuviéramos tanto poder», se dijo, ahogando una risita, antes de arrojar al suelo el libro polvoriento, lo que asustó a Kira, una gata de color panocha.

Sus anaqueles estaban llenos de copias baratas de libros de los grandes maestros, que llevaban estampado el sello incontestable de la autoridad, así era, pero contenían toda clase de ideas absurdas. Juan de Gaddesden, transmisor de los conocimientos de su tiempo, explicaba que había curado al hijo del rey Eduardo Plantagenet de Inglaterra cubriendo las marcas de viruela con pedacitos de paño rojo, con el argumento de que de ese modo desaparecían (lo que no es cierto). Los inquisidores alemanes Sprenger y Kramer eran tan ingenuos que, según juraban, una virgen que recitaba el padrenuestro y el credo mientras se santiguaba había curado a un amigo cuyos pies habían resultado «gravemente embrujados» (como si aquello fuera tan fácil). Incluso Albertus Magnus, en su Libro de los secretos, repetía varias veces y para la posteridad que el muérdago y algunas especies de lirios servían para abrir todos los cerrojos del reino. Eran mágicos.

Patrañas.

Pero el celebérrimo Albertus había recibido el epíteto de «El Grande», que iba ya inextricablemente unido a su nombre, mientras que ella sobrevivía a duras penas de los peniques que le pagaban los pacientes más pobres de su ciudad. Es decir, que aquel hombre debía de saber algo.

—¿Qué es eso que huele tan mal?

Kassy alzó la vista de sus botellas y tarros. Una mujer muy despeinada y de ojeras profundas entró tambaleante en la tienda, el chal empapado de lluvia, arrastrando a un niño que llevaba de la mano, harapiento y lleno de mocos. En el barrio de la Capilla de Belén no abundaban los palacios ni los conventos, pero pobres no faltaban. El jefe revolucionario Jan Hus había predicado en aquella misma plaza, y había iniciado un movimiento de masas que fue el primero de su clase en resistirse con éxito al dominio de la Iglesia romana y en crear una zona de tolerancia religiosa en el corazón mismo del imperio. Pero con el tiempo se había convertido en un gueto protestante, asediado por todas partes por los nuevos cruzados, por más que no estuviera rodeada de ningún muro, como sí sucedía con el Židovské Mĕsto.

—¿Qué te ocurre, pequeño?

—Tiene lombrices.

—¿Lombrices intestinales?

—¿Es que hay otras?

—Hay muchas clases de lombrices. ¿Se las has visto en las heces?

—Oye, joven, tengo cinco hijos en casa, y creo que sé muy bien cuándo les pasa algo. ¿Qué diablos es ese olor insoportable?

Kassy abrió la ventana para que entrara algo de aire fresco. A continuación fue a por un embudo y una jarra que contenía un líquido grisáceo, y con sumo cuidado escanció un poco de la medicina amarga en un botellín verde.

—El jugo del fresno es un vermífugo fiable…

—¿Un qué?

—Perdón. Es un árbol, y su corteza hervida sirve para matar las lombrices, pero es bastante amargo. Puedes intentar mezclarlo con azúcar, o con las gachas que le des.

—¿Acaso te parece que puedo permitirme el azúcar? ¿Crees que soy la mujer de un burgués?

—Toma, con esto no le sabrá tan mal.

Kassy le entregó unas hojas de menta sin cobrarle por ellas, para librarse de una vez de aquella mujer, pero el niño se había puesto a acariciar a Kira, que no dejaba de olisquear la ratonera. Su madre tuvo que tirar de él.

Pobre niño. Tenía la mirada perdida, y el rostro pálido. Había visto muchos casos como el suyo en las aldeas de montaña, muchachos hambrientos que intentaban llenarse la barriga metiéndose en la boca puñados de tierra que estaban llenos de huevos de gusanos.

Ya habían llegado casi a la puerta cuando Kassy los llamó.

—¿Qué pasa ahora? —inquirió la madre.

Kassy se inventó algo sobre las características de la corteza del fresno, le dijo que, al ser un elemento frío y húmedo era mejor tomarlo con algo caliente y seco, por ejemplo algún alimento que contuviera cereales calientes. Mientras hablaba cortó dos rebanadas gruesas de un pan de centeno y las acercó al mostrador para que el niño se las comiera.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al pequeño, arrodillándose junto a él y ofreciéndole el pan.

—Karel —respondió él, alzando la vista hacia su madre, los ojos enormes, como grandes cuencos de sopa vacíos.

Parecía que le diera miedo preguntar si podía comerse aquel pan. Tenía el pelo rubio, sudoroso, muy pegado a la piel, y los labios secos y cuarteados.

—Escúchame bien, Karel. Tienes que comerte esto aquí, delante de mí —insistió Kassy.

Su madre asintió, y el niño agarró la primera rebanada y empezó a metérsela en la boca.

—Despacio, que no pienso quitártela —añadió Kassy, dándole una palmadita en la mano.

Al hacerlo, notó que sus dedos estaban muy calientes. Le tocó la frente. Estaba ardiendo de fiebre.

Kassy preguntó si podía examinarlo con más detenimiento.

Le desabotonó la camisa y al momento apreció un enrojecimiento difuso en el pecho y en los brazos, en todas partes salvo en la cara.

Kassy acercó un taburete, se sentó a la altura del pequeño y examinó la erupción con más detenimiento. No se trataba de una erupción continua, como en un primer momento le había parecido. Era, más bien, una sucesión de granos rojos que crecían agrupados hasta formar un todo. Aquello no lo causaban las lombrices, no había duda.

—Di «ah».

Al niño le costó bastante tragar el pan y abrir la boca. La tenía enrojecida por dentro, hinchada, sobre todo el paladar y la campanilla, cubiertas por una secreción viscosa.

—¿Se ha quejado de dolor de garganta?

La mujer se encogió de hombros, como si le preocupara reconocer esa posibilidad y dejar entrar, así, un problema más en su vida.

—¿Ha vomitado?

—Sí, claro, pero yo creía que era por las lombrices.

—¿Ha tenido convulsiones?

—¿Qué?

—Ya sabes, movimientos bruscos, descontrolados, ataques, esas cosas.

—No, gracias a Dios.

—¿Le duelen las piernas?

—Eso sí, por el amor de Dios —dijo la madre abriendo mucho los ojos—. Ahora mismo, cuando veníamos hacia aquí, no paraba de quejarse, pero he supuesto que se quejaba por quejarse, como hace siempre. ¿Qué tiene? ¿Qué le pasa a mi hijo?

—¿Y la orina?

—¿Qué quiere decir con eso?

—¿Orina normalmente? ¿De qué color es?

—No, la fiebre le habrá secado todo eso. Las pocas gotas que le han salido esta mañana eran tan rojas como esa erupción.

Vaya, vaya. Dios santo. Aquel niño tenía escarlatina, y no había doctor en el mundo que conociera la cura de ese mal.

A pesar de sus conocimientos, lo máximo a lo que ella podía aspirar era a tratar algunos de los síntomas, con lo que el pequeño tendría tantas probabilidades de vivir como de morir.

—¿Desde cuándo tiene fiebre?

—Yo ya tengo bastantes problemas.

—No habrá ningún problema. Dime desde cuándo.

—Hace un par de días —admitió finalmente.

—Está bien. Lo primero que debes hacer es darle baños fríos, para bajarle la fiebre.

—¿Baños fríos? ¿No van mejor las telarañas?

—Eso son leyendas antiguas. Así no le bajará la fiebre. Yo ni siquiera las tengo.

—¿No? ¿Qué clase de curandera eres tú? ¿Ni siquiera para detener los sangrados?

—Un paño funciona igual de bien en caso de hemorragia —dijo Kassy. «Y, no sé si te suena, pero la gente asocia las telarañas con las brujas»—. ¿Y sus hermanos y hermanas?

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Han dado muestras de tener los mismos síntomas?

—Todavía no.

—Mejor. Debes mantenerlos separados de él, o es posible que se contagien.

—¿Por qué crees que le he puesto esto? —explicó la mujer, levantando el saquito que el pequeño llevaba anudado al cuello.

Kassy apretó suavemente la mano de la mujer para que soltara el saquito, aflojó la cuerda y lo abrió. Aspiró hondo su contenido y estuvo a punto de meterse una raíz de peonía en una fosa nasal. Se trataba de un potente veneno.

—¿Te lo ha dado otro sanador? —preguntó, cubriéndose la nariz y esperado un instante para comprobar si sentía sus efectos tóxicos.

—Sí, claro. El hombre me dijo que era para protegerlo del mal.

—Sí, funciona como un amuleto, ¿verdad?

Eso en el caso de que quieras matar a alguien, claro. Raíz de peonía, por el amor de Dios. Pero Kassy todavía no sentía ningún escozor, lo que implicaba que tal vez viviera para ver amanecer el día de Pascua, como era su intención. De modo que se limitó a asegurar que la hierba que contenía aquel saquito se había secado y había perdido sus poderes, y la sustituyó por hojas de hiedra que salpicó con alcohol, y que por lo menos ayudarían al pequeño a conciliar el sueño.

—Esto sirve para la fiebre, sí, pero ¿y la erupción? —preguntó la mujer.

—Voy a darte un par de dosis de una infusión hecha con corteza de chopo, que me han traído del norte de las Américas. Me lo han recomendado mucho para bajar la fiebre.

—No te hablo de la fiebre, sino de curar la erupción.

—Dale mucha agua con hierbas dulces, hiérvelas y deja que se enfríe. Con eso y con la ayuda de Dios, tal vez la erupción desaparezca en breve…

—¿Tal vez? En esta misma calle, un poco más abajo, hay un hombre que dice que puede curarlo en tres días, ni uno más.

«Pues ese hombre miente», pensó Kassy.

—Lo siento, pero no he visto nunca a nadie que cure la escarlatina.

—¿Es que no quieres ayudar a mi hijo? ¿O pretendes, más bien, hacerle daño? No sé a qué juegas, chica, pero mi hijo y yo nos vamos ahora mismo de aquí.

La mujer se quitó el chal y envolvió con él a su hijo, como si quisiera protegerlo del mal de ojo de una hechicera y, cogiéndolo en brazos, salió como una exhalación.

—¡No te olvides de los baños de agua fría! —le gritó ella desde la puerta.

«Hay días como éste», pensó Kassy. A veces la ignorancia podía con todo. Ella hacía lo que podía, pero la experiencia le decía que no debía luchar demasiado contra el muro de supersticiones, porque si lo hacía agitaría resentimientos y, lo que era peor, recibiría unas acusaciones que podían costarle la vida. Tal vez habría hecho mejor dedicándose al negocio del calzado, como Jacob, su hermano pequeño.

Al menos, cuando un anciano enfermo se iba de este mundo, siempre existía el consuelo de pensar que había vivido una vida larga y plena, que la había exprimido al máximo, que no podía quejarse, y todas las mentiras piadosas que solían pronunciarse en aquellos casos. Pero con los niños era distinto. Perder a un niño siempre la afectaba mucho, tanto que no podía dejar de preguntarse si todos sus conocimientos servían para algo. Porque había cosas a las que nadie debería enfrentarse solo. Cosas que la llevaban a permanecer despierta en la soledad temible de una cama vacía, sin esperanzas de cumplir sus sueños. Y menos en aquel imperio dominado por los hombres.

Hirvió agua, le añadió un pellizco de hipérico y se sentó a saborear su infusión caliente, que según algunos era buena para combatir la melancolía. Tal vez sirviera para aliviarla temporalmente, pero ni remotamente lograba curarla. El estudio sistemático de las plantas medicinales apenas empezaba a emerger del reino oscuro de la superstición y la magia, y a ella no le facilitaba el trabajo que unos charlatanes ávidos de dinero fueran por ahí realizando afirmaciones exageradas sobre las propiedades curativas de pócimas varias.

Kassy era originaria de las montañas que se alzaban al noroeste de Praga, y había llegado a la capital ilustrada para iniciar una nueva vida, sola. Pero se había topado con el barrio más pobre de la ciudad y había descubierto que estaba lleno de gente cuyos horizontes y expectativas resultaban desoladoramente estrechos. Feriantes y embaucadores recorrían las calles intentando vender a mujeres incautas pedazos de madera de brezo toscamente tallados haciéndolos pasar por mandrágoras. Su primer empleo remunerado había sido «purificando» y librando de la peste la casa de un burgués, lo que había logrado limpiándola a fondo, exactamente igual que podría haberlo hecho una criada eficaz. Allí descubrió que debía cuidar mucho sus palabras. En una ocasión, un mendigo le había preguntado si aquella noche haría mucho frío. Ella, alzando la vista al cielo y sin pensarlo demasiado, había respondido que tal vez lloviera, y habían estado a punto de acusarla de «aeromancia», la práctica maléfica consistente en realizar predicciones sobre el futuro mediante el estudio del éter atmosférico. De ahí a la brujería había un paso.

Y ahora que la Iglesia de Roma volvía a tomar el control del imperio, la acusación de brujería había vuelto a ser muy grave. Al propio Hus lo habían detenido por un delito menor, el de herejía, y quemado en la hoguera, antes de asar su corazón sobre las llamas, pulverizar sus huesos y arrojar las cenizas al río, donde se dispersaron para siempre sin dejar rastro; para que no quedara nada de él, ni siquiera el cordón de un zapato por el que sus seguidores pudieran recordarlo.

¿Qué tenían en la cabeza aquellos «reformadores» ávidos de sangre? No se conformaban con matar a la gente. No. A los inquisidores les había ofendido hasta tal punto la figura de un judío secreto —un converso portugués llamado Garcia da Orta— que había publicado unos diálogos esotéricos sobre drogas exóticas venidas de la India, que cinco años después de su muerte habían ordenado la exhumación de su cadáver y le habían prendido fuego.

Ella conocía bien la verdadera causa de todo aquello. Y a pesar de las declaraciones públicas de las autoridades, según las cuales los judíos no eran su prioridad, todos, en su calle rebelde, la conocían también: al negarse a convertirse al catolicismo, los judíos rastreros mantenían viva la llama de la libertad religiosa, y se erigían así en peligroso ejemplo. Su mera existencia desafiaba la arrogante pretensión de los papistas de que no existía salvación fuera de la Iglesia.

Las cosas eran distintas cuando las mujeres podían escapar de los horrores de un matrimonio forzoso retirándose a un convento lleno de mujeres de mentalidad similar a la suya, y dedicarse a labores interesantes y satisfactorias, como cuidar de los pobres, al tiempo que recibían una educación digna. Pero desde que el Concilio de Trento había establecido que las monjas debían vivir en clausura, los conventos se habían convertido en los últimos lugares en los que deseaba terminar sus días; y mucho menos desde que habían empezado a gobernarlos hombres convencidos de que, en el fondo, toda investigación científica y estudio de los libros era intrínsecamente perniciosa. Sin discusión.

Tal vez por ello sintiera aquella afinidad con los judíos y su conocida sed de conocimientos. «Los libros no se acaban nunca», rezaba uno de sus refranes. Y en el Libro de Job ella misma había leído que la sabiduría puede llevarnos a «un sendero que el ave de rapiña no conoce, y el buitre nunca vio». Los pasajes habían despertado su curiosidad insaciable. «¿Es posible que se le haga a uno agua la boca ante un libro?», se preguntaba. Pero como no sabía hebreo, y las ediciones de segunda mano sólo estaban disponibles en su edición latina, las principales fuentes de conocimiento judío le quedaban vedadas, por el momento.

Se acercó a la cacerola, llena de aquel caldo humeante, para ver cómo avanzaba el experimento. Más de tres cuartas partes del agua se había evaporado ya, dejando unos residuos parduzcos pegados a las paredes del pesado recipiente de hierro, mientras la mezcla del fondo espesaba hasta convertirse en una pasta oscura. Olía como si el mismísimo diablo hubiera impregnado el suelo con sus negras pezuñas.

Enjuagó la taza de la infusión, lavó un par de ollas del experimento del día anterior, y acababa de sentarse a leer los comentarios de Agripa, en los que éste ensalzaba las enseñanzas judías, cuando un torrente de voces resonó junto a su ventana, retazos de voces que contaban que una falange de jesuitas, ataviada con largas sotanas negras, recorría el barrio. Algunos hombres airados, seguidos por mugrientos niños de la calle, se arremolinaban también por la zona, armados con palos y piedras con que defenderse de los guerreros santos y arrogantes.

Kassy se puso en pie y levantó la tapa del caldero, metió un dedo y probó el amargo extracto de valeriana. Tuvo que reprimir los deseos de probar sus efectos en ese preciso instante. Todavía era muy temprano para aturdirse con pócimas. La gente entraba a todas horas a contarle sus urgencias, y ella debía estar lista, pasara lo que pasara.

Como para corroborar ese último pensamiento, una joven que sin duda necesitaba ayuda, aunque probablemente no para sí misma, entró en el establecimiento. Kassy captó al momento la expresión desesperada de sus ojos, que tan bien conocía, pero también vio en ellos fuerza y determinación. Se notaba que ocultaba algo entre los pliegues del delantal.

—¿Eres Častava, la mujer sabia?

—Hay quien me llama así.

—En nombre de Dios y de la Santa Madre, tienes que ayudarme.

—Está bien, pero ¿qué hace una buena muchacha católica como tú en Betlémská kaple?

La joven abrió la boca para responder, pero se interrumpió cuando llevaba pronunciadas apenas dos sílabas. Kassy se dio cuenta de que no se le daba demasiado bien mentir.

—No te preocupes —la tranquilizó—. Nada de lo que me cuentes saldrá de estas cuatro paredes.

—¿De veras? —preguntó la joven, y se le iluminó la mirada.

Kassy la estudió con más detenimiento. Llevaba dos trenzas largas, de cabellos negros, echadas hacia atrás y cubiertas por un pañuelo, las manos cuarteadas de tanto lavar verduras en agua fría, y en el delantal se distinguían restos de sangre animal. Sus modales reservados denotaban que se trataba de una criada, pero había en ella algo más, cierta determinación que sugería que no dependía de su magro sueldo de sirvienta para sobrevivir. No lucía anillo alguno, ni cualquier otra señal que indicara que pertenecía a ningún hombre, pero no parecía preocuparle malograr su belleza realizando pesadas tareas domésticas, incluida, al parecer, la de sacrificar animales.

—Dime, ¿cuánto tiempo hace que tu familia tiene una carnicería cerca del Barrio Judío?

—Es verdad que eres tan sabia como dicen, señorita Častava. Los Cervenka son carniceros del Staré Mĕsto desde hace cinco generaciones. Yo me llamo Anya —dijo, mientras buscaba algo que llevaba en el bolsillo del mandil—. Y acudo a ti porque necesito que identifiques estas hierbas.

Le alargó un saquito lleno de unas hojas largas, ovaladas.

Kassy lo sostuvo y estudió las hojas, haciéndolas girar en sus manos. Se trataba de especímenes delgados, consistentes, de punta redondeada, como las hojas de laurel, de nervadura central gruesa, un verde profundo en el anverso y una tonalidad grisácea en el reverso, donde las venas se marcaban de modo más prominente. Era la primera vez que las veía, y abrió mucho los ojos ante aquel nuevo descubrimiento. Difícil saber. Tal vez aquellas hojas pudieran curar la escarlatina del pequeño.

—¿De dónde vienen?

—Son del Nuevo Mundo.

—No me sorprende oírlo, pero lo que te pregunto es de dónde las has sacado.

—Ah. De la tienda de Viktor Janek. Pero, por favor, no se lo digas a nadie…

—No lo diré, te lo prometo. Pero quiero saber por qué el boticario se dedica a traficar con hierbas exóticas como ésta.

—Su esposa dice que está vendiendo muchas… —dijo, antes de interrumpirse de nuevo.

—Mira, ¿por qué no me cuentas qué sucede?

Anya, la hija del carnicero, abrió y cerró los puños varias veces y se agarró los hilos sueltos del delantal antes de revelar finalmente su gran secreto.

—Trabajo para los judíos.

—Sí, ya he oído que hay problemas en el Barrio Judío. ¿Y tú trabajas como criada de sabbat?

—Sí, pero también… como algo más.

—Y estas hojas que traes tienen que ver con ese «algo más».

—Sí —respondió Anya, asintiendo varias veces con la cabeza.

—¿Sabes de dónde han salido?

—Ya te lo he dicho, del Nuevo Mundo.

—El Nuevo Mundo es muy grande. ¿Sabes de qué parte exactamente?

—Oí que Marie Janek mencionaba algo sobre el virreinato de Keeto. No sé si lo digo bien. A mí me suena más bien a algo chino.

—Bueno, sí, en realidad es el virreinato de Quito, en las montañas de América del Sur.

—Ah. ¿Y qué es? ¿Una especie de tabaco?

—No, esto no es tabaco. —A Kassy se le aceleró el pulso ante la idea de descubrir el secreto de aquellas hierbas misteriosas, así como su importancia para los judíos. Tal vez aquellas hojas la acercaran a la sabiduría prohibida de ese pueblo—. Pero si me las dejas, veré qué consigo averiguar sobre ellas.