Capítulo 20

La noche había sido larga, y tenía la sensación de que ya no iban a sacarle nada más a la vieja, al menos por el momento.

La que se llamaba Freyde estaba colgada de las muñecas, y su sangre se coagulaba en los engranajes de la máquina. Los «correctores» deberían haber ido con más cuidado para no manchar aquellos complejos mecanismos, pero a pesar de que las capuchas oscuras les ocultaban las caras, no había duda de que empezaban a dar muestras de cansancio. Ya no ponían tanto empeño.

—Por el amor de Dios, esto es peor que arrancar zumaques venenosos —masculló uno de ellos.

El Uffzieher era tremendamente eficaz para aquellas formas ligeras de interrogatorio: lo único que había que hacer era fijar unos pesos en las piernas del criminal y levantar al malvado en el aire, antes de soltarlo. La operación se repetía tantas veces como fuera necesario. Muy sencillo. Pero mientras el Todopoderoso siguiera permitiendo que el diablo concediera a sus acólitos la fuerza para resistirlo, algunos incluso se reían de los instrumentos de persuasión que aplicaban, pues sabían que el Maligno los protegería de toda forma de dolor.

De toda, menos de la que infligía el hierro.

Sí, las legiones de los fieles habían realizado estupendos avances tecnológicos en la batalla contra el mal. Encabezados por los alemanes, cómo no, habían concebido y ejecutado hazañas de ingeniería gloriosas con las que resultaba más fácil que los demonios más fuertes soltaran de una vez por todas las almas de los posesos, y que éstos, pecadores recalcitrantes, confesaran la verdad. Un sinónimo de «mecanismo» era «ingenio», término que revelaba en sí mismo sus orígenes divinos, sobre todo en latín, pues significaba «sabiduría», «habilidad», «capacidad natural», que, a su vez, derivaba de «genium» y se relacionaba con el término griego «genea», es decir, «nacimiento», «raza», «familia», similar al verbo latino «gignere», «engendrar». Dicho en otras palabras, la creación misma.

Pero nadie había conseguido mejorar aún la eficacia del hierro y el fuego, viejos aliados. ¿Quién iba a resistirse a la belleza del fuego del forjador, su resplandor anaranjado reflejado en el pecho curtido de un buen cristiano en el momento de dar forma a las armas de la verdad de Dios? Se trataba, sin duda, de una visión magnífica. Pero los legisladores, siempre tan quisquillosos, sentados en sus mullidos sillones de terciopelo, habían estipulado que los hierros candentes sólo debían usarse como último recurso, cuando lo cierto era que todos se habrían ahorrado mucho tiempo si a los examinadores se les hubiera permitido empezar con ellos.

Así pues, debían ceñirse a los procedimientos marcados, mientras el escriba del tribunal lo anotaba todo.

—Está bien. Dejadla ya —ordenó el obispo—. Es hora de probar con la muchacha.

La pequeña soltó un grito ahogado mientras los correctores la agarraban.

—Esto ya me gusta más —dijo uno de ellos, desde el anonimato que le proporcionaba su máscara.

El obispo conversó con los observadores oficiales —dos arciprestes y el escriba—, que se dedicaban a revisar el acta de la sesión anterior.

—¿Os habéis fijado? No ha derramado siquiera una lágrima —comentó Zeman.

—Sólo un judío es capaz de demostrar semejante obcecación —dijo Popel.

Pero no se trataba sólo de una muestra de testarudez. Con su actitud indicaba sin duda que se hallaban ante un caso de brujería.

—Tendremos que seguir interrogándola, más tarde —confirmó el obispo—. Por el momento, los correctores necesitan un descanso para recuperar fuerzas. Pedid que nos envíen refuerzos: un par de hombres fornidos y dispuestos.

—Excelencia, en este momento no disponemos de nadie más —objetó Zeman.

—¿Y cómo es eso?

—Porque es víspera de Pascua, y no creíamos que fuera a hacer falta un segundo turno…

La niña soltó un chillido agudo cuando la llevaron frente a los ingenios de persuasión.

El obispo se volvió hacia ella.

—¡Silencio! ¿Es que no veis que intentamos conversar?

—Lo siento, Excelencia.

Casi de inmediato le introdujeron un trapo en la boca, para amordazarla.

El obispo se volvió de nuevo.

—A las brujas hay que interrogarlas en los días de fiesta, en los días de ayuno, e incluso a la hora de la misa solemne. El diablo no se toma vacaciones, y no deberían tomárselas quienes luchan contra él. Yo necesito rodearme de hombres dispuestos a celebrar juicios contra brujas el Domingo de Pascua si es necesario, con tal de proteger a nuestros ciudadanos de este azote.

Los dos sacerdotes asintieron, convencidos, y Zeman se ofreció voluntario a ir a por refuerzos.

El obispo se llevó la mano al interior de la sotana y sintió el crujido tranquilizador de los cristales de sal que el arzobispo había bendecido el Domingo de Ramos, que redoblaban sus poderes protectores. A continuación se santiguó y se acercó a la muchacha con paso firme, masculino.

Ella tenía los ojos arrasados en lágrimas, que en cualquier caso parecían sinceras. Al verlo, la niña extendió hacia él las manos atadas.

Él dio un paso atrás, pues un inquisidor no debe permitir nunca que una bruja acusada le ponga un dedo encima.

—Atadle los brazos, por el amor de Dios.

—Ahora mismo, señor.

Se trataba sólo de una precaución, pero debía esclarecer con qué clase de bruja estaba tratando antes de establecer el más mínimo contacto con ella. El poder de la magia negra era tal que ciertas brujas eran capaces de invalidar legalmente todo el interrogatorio recurriendo a abstrusas manipulaciones de los sentidos. Y para ello les bastaba con rozar a sus víctimas.

Así, le ataron los brazos con la cuerda empapada en sangre que habían usado para levantar a la madre.

—Para ser tan poca cosa, tu madre ha sangrado mucho —comentó uno de los correctores, acercándose mucho a ella.

La niña se echó hacia atrás, y emitió un sonido amortiguado por el trapo, algo así como el aullido sordo de una alimaña.

—Y quitadle la mordaza.

—Eso está hecho, señor.

Miró fijamente a la muchacha, que mostraba una palidez fantasmal, y parecía muy afectada por haber asistido al interrogatorio de su madre. Esperaba que aquello facilitara las cosas, aunque en el caso de las brujas no albergaba demasiadas ilusiones: en ocasiones, resultaba más sencillo exorcizar a un diablo que convencer a una bruja de que dijera la verdad.

Decidió tantear con delicadeza antes de adentrarse en el corazón del asunto.

—Se te acusa de recurrir a hechizos mágicos para amenazar a cristianos inocentes.

Pero ella tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.

—Dadle agua.

A los correctores les sorprendió la petición.

—He dicho que traigáis agua.

Obedecieron al momento. A ella le costó bastante tragar.

—Y ahora, habla.

—Sí, sí, hablaré —dijo, tras beber con avidez—. Pero prometedme que… prometedme que… soltaréis… a mi madre.

Pronunció aquellas palabras a trompicones, con la respiración entrecortada, como si estuviera a punto de desmayarse. Y ya había empezado a sudar. El obispo Stempfel se inclinó un poco más sobre ella y la olisqueó, separando mucho las fosas nasales. Muy bien, sí: ése era el sudor del miedo.

—¿Sigues manteniendo que no habéis usado hechizos mágicos?

—¿Qué hechizos son ésos, Excelencia?

—Sabes muy bien cuáles.

—No, no lo sé. Lo juro.

Stuck! ¡Volved a leerle los cargos!

—Sí, Excelencia.

El escriba revisó las anotaciones anteriores del acta y leyó las palabras exactas de varios testigos presenciales que habían declarado que las acusadas habían pronunciado a gritos maldiciones extrañas a un grupo de cristianos temerosos de Dios.

—Eso no lo hemos hecho nunca, señor.

El obispo se sintió complacido, pues no existe señal más segura de culpabilidad que una obstinada e insistente profesión de inocencia.

—Mostradle el acta.

—Sí, Excelencia. El escriba se acercó al círculo de luz resplandeciente y le mostró el punto exacto de la transcripción en que un testigo horrorizado había aceptado repetir en voz alta las terribles sílabas de la maldición judía.

La niña se mostró algo lenta en reaccionar, y uno de los correctores le tiró del pelo, le levantó la cabeza y le obligó a fijarse en el documento.

Ella fingió que las letras no tenían sentido.

—Aer… ref… raaff…

—Sí. ¿Qué significa eso?

—No lo… Ah, eyrev rav…

—¡Que no siga!

El corrector le cubrió la boca con la mano.

Dios santo, qué cerca había estado. ¿Dónde diablos estaba Zeman con los refuerzos? Aquellos hombres estaban perdiendo facultades por momentos.

La muchacha hizo ademán de seguir hablando, por lo que él le advirtió que si volvía a pronunciar algo inadecuado, la colgarían boca abajo y la abrirían en canal, empezando por la entrepierna, con una sierra de doble asa.

Ese era el peor castigo que practicaban, peor aún que quemar a alguien en la hoguera, atado a una estaca. La brujería era un crimen tan horrendo que los fiscales solían prescindir de las reglas habituales, basadas en la obtención de pruebas, y coaccionaban a los acusados para que confesaran.

La muchacha torció el gesto y negó con la cabeza, pero no podía moverse, pues el corrector la sujetaba con fuerza por los puños.

El obispo le indicó que la dejara hablar.

—Cuidado con lo que dices, tesoro —le advirtió el corrector, soltándola un poco más.

—Cuéntame —dijo el obispo—. ¿No eres virgen?

—¿Y eso qué signif…?

—Responde sí o no —le aconsejó el corrector. Ella se expresaba con gran cautela, otra señal inequívoca de culpabilidad.

—No entiendo. ¿Me estáis preguntando si lo soy, o si no lo soy?

—No te pases de lista…

El obispo hizo una seña al corrector para que se apartara, y se acercó más a ella.

—¿Eres virgen?

—Sí, Excelencia.

La observó con detalle, a conciencia.

—De modo que no te ha conocido ningún hombre.

—Sí, sí, es verdad, que Dios me asista.

Lo cierto era que encarnaba a la perfección el aspecto de una virgen.

—Entonces dime la verdad sobre esas maldiciones que pronunciaste.

—No son maldiciones. Esa expresión significa «populacho». Está en la Biblia.

—En la Biblia no existen esas maldiciones —masculló Popel.

—Tal vez se refiere a la Biblia en hebreo.

—Sí, sí, en la Biblia en hebreo.

—¿En qué pasaje de la Biblia?

Ella no lo sabía con exactitud. Lo único que sabía era que esas palabras se usaban para describir a las masas de egipcios pobres que se habían unido a los israelitas en el trayecto que iba de Ramesés a Sucot. Estaba en el Éxodo. O eso dijo ella.

—De modo que, si hago caso de tus palabras, no se trata de una maldición, que como todos sabemos es una forma de brujería, sino más bien de una especie de palabra en clave que se usa para invitar en secreto a quienes no son judíos a unirse a vosotros a escapar de la autoridad de la Iglesia, lo que constituye una herejía. ¿De cuál de las dos cosas estamos hablando?

Popel observaba extasiado al inquisidor, gran maestro en el arte del interrogatorio.

—¿Animáis a quienes no son judíos a sumarse a vosotros en la desobediencia a la autoridad?

—¡No! ¡No lo hacemos! ¡Lo juro!

—En ese caso, esas palabras son una maldición.

—¡No!

El obispo se volvió hacia el escriba.

—Anota que esta mujer no deja en ningún momento de modificar sus declaraciones y contradice lo que acaba de expresar, razón por la cual debemos empezar de nuevo una y otra vez.

Aquello la indignó.

—¡Son sólo palabras! ¡Unas palabras inofensivas…!

—¿Inofensivas? ¿Niegas que Dios creó el mundo mediante el poder de las palabras?

—Pero ésa es la «palabra de Dios»…

—Por supuesto que las palabras, en sí mismas, son inofensivas. Pero en boca de una bruja se convierten en órdenes dictadas a todos los demonios del infierno para que acudan a causar el mal. ¿Qué palabras usas tú para invocar a esos demonios? ¿Cuáles son sus nombres?

—¿Sus nombres?

—Responde a la pregunta, judía —intervino Popel.

—Nosotros no invocamos a ningún demonio. Nosotros sólo invocamos a Dios.

—¡Aja! Por fin llegamos a alguna parte. ¿De modo que admites que invocáis el nombre de Dios para llevar a cabo esta magia sacrílega?

—No es sacrílega.

—Pero es magia —insistió él, presionándola.

—Creemos en los milagros, que vienen de Dios…

—Entonces, ¿por qué no puedes decirnos cuáles son los nombres? ¿Por qué los mantienes en secreto?

—Porque está prohibido decir en voz alta el nombre de Dios.

—Eso sólo afecta al Nombre Inefable. ¿Y el resto de nombres secretos que empleáis para vuestros fines mágicos?

La miró fijamente a los ojos llorosos y enrojecidos.

—Te prometo que saldrás de esta sala sin sufrir el menor daño si me facilitas esos nombres.

—Pero es que no los sé.

—¿Y esperas que lo creamos? —preguntó Popel.

—¿Por qué respondes mal? ¿Por qué no nos dices los nombres?

—Porque su conocimiento es dominio exclusivo de los hombres.

Al obispo le impactó aquella afirmación. Lo cierto era que encajaba con las pruebas.

—¿Por qué insistes en mentirnos? —se adelantó Popel, que no había relacionado los mismos conceptos.

Uno de los correctores se apoyó en la máquina, aburrido sin duda por la lentitud de proceso.

—Cómo va a deciros la verdad, si ni siquiera le hemos puesto los pesos.

Pero el obispo llamó a Popel a un aparte y le explicó que el mero conocimiento de la joven de prácticas prohibidas no bastaba para seguir adelante con la acusación. Debían existir pruebas de brujería real.

De modo que decidieron cumplir con el protocolo establecido.

El obispo regresó y pidió a los correctores, con grandes aspavientos, que desataran a la joven.

Éstos se encogieron de hombros y le soltaron las cuerdas apenas lo bastante para que ella pudiera bajar los brazos. El obispo les ordenó que le ofrecieran más agua, y a continuación, suavizando la voz, le dijo que en sus manos estaba salvarse a sí misma, y a su madre, de la decapitación o (si los jueces se mostraban benévolos) de la estrangulación, previa a la quema en la hoguera, si confesaba, simplemente, la verdad, y les revelaba los nombres de los infieles que osaban pronunciar el nombre de Dios para invocar a los demonios y perpetrar otras acciones malvadas.

Y vio que el último atisbo de esperanza escapaba de ella, y lo único que confesó fue que le resultaba imposible satisfacer la petición.

El obispo se fijó entonces en los piececillos tiernos de la muchacha y, muy despacio, empezó a menear la cabeza de un lado a otro, como si lo que estaba a punto de hacer le perturbara profundamente.

—En ese caso no me dejas más opción que la de insistir en que te interroguen a la manera habitual.

Los correctores se enderezaron como dos rottweilers que hubieran olisqueado un rastro de carne cruda. Volvieron a atar las cuerdas, levantaron los brazos de la niña por encima de su cabeza y procedieron a despojarla de sus ropas.

Ella gritó, como lo hacían todas casi siempre, y el obispo sitió un pinchazo agudo en las entrañas y se retorció de dolor. A partir de ese momento, dejó que Popel se hiciera cargo de la investigación.

Empezaron por rasurarle todo el vello del cuerpo, incluidas las partes secretas que no debían nombrarse, en busca de la verdad. Como en la Alemania natal del obispo no se consideraba delicado afeitar el pubes, éste se dio media vuelta y miró hacia otro lado.

Pero Popel no tardó en exclamar, victorioso:

—¡Ahí está! ¡La marca del diablo!

—Ésa no es la marca de ningún diablo —insistió la joven—; es una marca de nacimiento que tengo desde pequeña.

—Eso no es más que una mentira perversa, de las que el diablo te obliga a decir.

El obispo examinó el lunar de cerca.

—Seguid buscando —ordenó.

—Sí, Excelencia.

La niña se agarrotó, pero apenas opuso resistencia mientras seguían rasurándole sus partes bajas, pues los dos hombres enmascarados procedían con cierta cautela y discreción. Con todo, empezaba a agotárseles la paciencia, y con el pelo de la cabeza, moreno, espeso, se mostraron mucho más expeditivos. Cuando iban por la mitad, sus esfuerzos obtuvieron recompensa.

—Excelencia, venid a ver esto.

El obispo se acercó y se fijó bien. Había aparecido una cicatriz curvada de dos dedos de longitud, detrás de la oreja izquierda, y sobre ella la piel era mucho más clara que la que la rodeaba, como sucedía con frecuencia en el caso de heridas contraídas en el transcurso de la cópula con el Diablo.

—Pinchadla con alfileres.

Como la muchacha no dio muestras de dolor en la zona, se convenció de que la marca sólo podía ser obra de la zarpa del Maligno. Y eso lo cambiaba todo.

La joven insistió en que se había hecho la herida hacía muchos años, cuando un cristiano borracho le golpeó la cabeza con una botella y le abrió una brecha profunda; insistió en que desde ese día había perdido la sensibilidad en la zona, pero Popel sabía que pronto llegarían a la verdad. Por eso pronunció la orden:

—¡Inicien el Inquisitionprozess!

Te obligaban siempre a emprender los mismos pasos, pensó el obispo Stempfel. Primero negaban todas las acusaciones, después tú los inducías a contar la verdad, y repetías las preguntas una y otra vez hasta que los más fáciles se desmoronaban y los más testarudos se encastillaban en sus posiciones. El cronista lo anotaba todo mecánicamente. Todas las preguntas, todas las respuestas. Sólo se interrumpía para cambiar de pluma o ahogar algún bostezo.

Tal vez el escriba de la corte lo hubiera visto tantas veces que ya no apreciara lo difícil que podía resultar llevar un caso como ése ante un tribunal. Debía haber pruebas lo bastante sólidas para proceder, y la capacidad para desenterrar esas pruebas (y justificar el tiempo invertido y los gastos que se derivaban de los juicios) dependía enormemente de las aptitudes de cada inquisidor. No siempre resultaba fácil definir un ejemplo particular de brujería. Era fundamental poder reconocerla en todas las formas en que pudiera aparecer.

El nuevo equipo de correctores había llegado ya, y aportó al procedimiento energías renovadas y un enfoque nuevo. El obispo, sentado al borde del círculo anaranjado de luz, conservaba el calor gracias a las brasas que mantenían candentes los hierros, listos para su uso.

Observaba a los dos sacerdotes con suma atención. El planteamiento de Zeman era más sutil, obtenía de la joven bruja información crucial sobre la celebración del sabbat: al parecer, los alimentos que se consumían eran tan amargos y apestosos que los comensales solían vomitar abundantemente (¡hasta dónde estaban dispuestas a llegar aquellas brujas para saciar sus perversos deseos!), pero no lograba que confesara que aquel banquete consistía en la carne y la sangre de niños pequeños, por no hablar de los cadáveres desenterrados de los camposantos, o recogidos de los cadalsos.

Popel, sin duda, resultaba más eficaz, pues se centraba en el tema básico: en este caso, que «sabemos» que las brujas fornican con diablos. La cuestión era determinar cómo lo hacían.

—¿Cómo es el miembro del diablo?

—No lo sé.

Llegados a este punto, el interrogador le administraba una dosis de dolor.

—¿Cómo es? ¿Es duro o blando?

—Es duro. Duro como el acero.

—No, no lo es. Dadle hierro.

—Hermano —intervino Zeman—. Hay quien dice que es duro. Hay quien afirma incluso que tiene dos puntas, como las horcas.

—¿Tiene forma de horca?

—No lo sé. —Dolor—. ¡Sí! ¡Sí!

—¿Sí?

—¿Queréis que diga que no?

—¿Cómo es?

—¡Sí! ¡No! Es de las dos maneras. Para unos es blando, y para otros es duro.

—¿Quieres decir con eso que tiene forma de horca?

—¡Sí! ¡Por favor! ¡Mis brazos!

—¿Y el sexo con el diablo es placentero?

—Sí.

Dolor.

—¿Sí?

—¡No! No lo es.

Al inquisidor le impresionaba la técnica de Popel. Tras un aprendizaje muy breve, ya había aprendido a pasar de un tema a otro para poner en evidencia a aquella raza vil de hechiceras.

—Sabemos muy bien que el pacto con el diablo ha de escribirse con sangre. Pero nos gustaría saber con qué clase de sangre.

Silencio.

Dolor.

—¡No lo sé!

—¿Con qué sangre se escribe? ¿Con sangre judía? ¿Con sangre de recién nacidos? ¿Con sangre menstrual?

Pero ella, testaruda, insistía en que, al no haber firmado ningún pacto, no sabía qué responder, y había que darle tormento una y otra vez.

El obispo Stempfel observaba a los correctores, que echaban hacia atrás la cabeza de la bruja y le introducían un embudo por la boca, al tiempo que la amenazaban con echarle plomo derretido en la garganta. Usaron unas pinzas de hierro para levantar el cazo humeante que colgaba sobre un hornillo, y cuando se lo acercaron más, Julie profirió unos gritos espantosos, antes de darse cuenta de que, en realidad, le llenaban la boca de agua helada.

Los correctores se echaron a reír.

—¿Qué tienes? ¿Creías de verdad que te íbamos a echar plomo derretido en el gaznate?

—¿Por quiénes nos tomas?

¡Vaya engaño! El obispo sonrió, sabiendo que podría informar con honestidad de que la Inquisición estaba en buenas manos allí, en el corazón de la Bohemia protestante.

En ese instante notó que alguien le daba una palmadita en el hombro, y le informaba de que el doctor lo esperaba en la sala contigua.

Insistió a Popel que se centrara en obtener los nombres de las demás brujas implicadas en el crimen, ya fueran éstas gentiles o judías, y entonces, levantándose un poco los faldones de la sotana, se ausentó de la cámara en penumbra.

La claridad del otro aposento lo cegó momentáneamente. Debían de llevar diez horas de interrogatorio, y el sol ya estaba alto en el firmamento. Había perdido la noción del tiempo.

El médico anunció complacido que había encontrado a una doncella digna de toda confianza para que le administrara el tratamiento de ámbar puro, pues aquélla era la única cura existente para tratar la dolencia del obispo.

Pero a éste le asombró el descaro de la supuesta virgen, que no demostró el menor recato al levantarse las enaguas, acuclillarse sobre un orinal dorado y empezar a aliviarse como un animal sin el menor atisbo de pudor ni vergüenza. Al verla, le vino a la mente una yegua orinando.

Y exigió que interrumpiera de inmediato lo que estaba haciendo.

—¿Qué ocurre, Excelencia? —preguntó el médico.

—Si he de someterme a este procedimiento repulsivo, debo verificar que, en efecto, la muchacha es virgen.

Las palabras tranquilizadoras del médico no bastaron, y obligaron a la doncella a echarse sobre una mesa de madera.

Oía a Popel en la habitación contigua, cambiando de táctica una vez más, exigiendo saber el nombre de la ciudad en la que la sociedad secreta de rabinos se había congregado ese mismo año para decidir qué comunidad secuestraría y asesinaría a una víctima cristiana. ¿Por qué, ese año, los Kindermörderische Juden habían escogido Praga? ¿Para dividir aún más a los cristianos? «¡Habla!»

La joven virgen tendida ante él era, en efecto, una muchacha católica más que devota, dispuesta a sacrificarse en aras de una causa superior, y a pesar de eso él no podía sustraerse al desagrado que le causaba saber que una mujer, fuera quien fuese, aceptara prestarse a algo así. Pero si ni siquiera se había lavado antes. Por suerte, él mismo había estado tan ocupado que tampoco se había lavado las manos desde el día anterior por la mañana, por lo que contaba con una buena capa de suciedad que lo protegería de los líquidos repugnantes que ensuciaban la zona. Al separar las carnes y confirmar la presencia de un pedazo intacto de película lustrosa, no pudo evitar un estremecimiento en sus partes más íntimas.

Se incorporó, asintió su aprobación, y un lacayo recogió del suelo el orinal dorado.

Por lo menos habían realizado algún avance. Tres años atrás, durante su estancia en Sajonia, habían quemado a ciento treinta y tres brujas en un solo día. Pero no había sido suficiente, porque aparecían por todas partes: en Trier, en Arras, en Tréves… La lista no paraba de crecer.

El obispo escupió en el suelo para desprenderse del mal sabor de boca.

Había oído casos, incluso, de hombres que se llevaban a una mujer a la cama y sólo allí descubrían que, por algún extraño hechizo, el diablo la transformaba en hombre; mejor dicho, el Maligno usaba sus malas artes para que adoptara una apariencia masculina, pues en realidad sólo Dios podía obrar semejante transformación.

Los demás se apartaron al ver que se acercaba.

Él esbozó una amplia sonrisa, y la cabeza calva, brillante, adquirió la forma de un huevo de Pascua gigante con una abertura en el centro.

—Dejádmela a mí.