Capítulo 7

Cuando el carruaje del inquisidor y su escolta cruzaron el río Vltava y entraron en Praga, las aguas se agitaban con tal violencia que los caballos se asustaron. El cochero dijo que las aguas venían altas por el deshielo incipiente de las nieves que cubrían las tierras altas, pero el inquisidor sabía que aquello era sin duda obra del diablo. Como también lo era el fuego lento que devoraba sus entrañas. El dolor también le agarrotaba la espalda, pues el viaje a través del Alto de Brenner había sido largo y tortuoso, un signo más de los tormentos demoniacos que debía soportar. Pero él no se arredraba, pues llevaba colgado al cuello, como si de una plancha de acero se tratara, el escudo protector de la fe verdadera. El obispo Heinrich Stempfel se había pasado la vida entera desenmascarando a herejes e incrédulos, y estaba preparado para enfrentarse al enemigo en todas sus manifestaciones. Desafiaba a los malvados para que éstos sacaran a la luz su maldad, para que le impidieran, si podían, exponer sus actos pecaminosos a la luz pura y resplandeciente de la verdad.

Lo estremeció el dolor que le corroía por dentro, pero no estaba dispuesto a consentir que aquello fuera un obstáculo en su misión, que pensaba cumplir hasta el final. Su causa era justa.

El obispo Stempfel tenía sus prioridades, pero el nuevo pontífice le había transmitido las órdenes con claridad: la Praga católica llevaba dos años sin cabeza visible, desde la muerte del arzobispo Medek, que Dios lo tuviera en su gloria, y quien ocupara la vacante debía ser alguien preparado para aplastar la creciente herejía protestante y reclamar para Roma el refractario territorio de Bohemia. Cuando el carruaje hacía su entrada en el patio de Nuestra Señora de Terezin, con su parroquia anexa de estilo italiano, de arcadas y techos de teja anaranjada, el obispo pensó: «Y por ahí vienen dos de los contendientes.»

Los arciprestes Hermann Popel y Andyel Zeman se encontraban al inicio de la larga alfombra roja, dándose codazos para ser los primeros, mientras esperaban recibir al enviado del Papa con toda la fanfarria, la pompa y el protocolo que su cargo exigía.

Dos lacayos uniformados con librea abrieron la portezuela del carruaje y colocaron un taburete forrado de terciopelo sobre el empedrado para facilitar el descenso del arzobispo, que esperó a que, además, extendieran un pañuelo brocado sobre el cojín antes de bajar. Tras él hicieron su aparición su ayudante más próximo, Grünpickl, y Stuck, el escriba.

Popel y Zeman encabezaban el séquito de los niños del coro, que portaban sendos cirios blancos, inmaculados, para ofrecérselos al obispo. Éste le pidió una urna dorada a Grünpickl y se la ofreció a los arciprestes como regalo de Su Eminencia de Roma a los fieles de Praga. Contenía una reliquia sagrada, los huesos de un niño asesinado por el rey Herodes de Judea durante la matanza de los inocentes. Popel y Zeman lo abrieron para admirar aquellas muestras de tan antiquísima devoción. Los huesos estaban muy bien conservados, parecían tener apenas unos años, prueba evidente de sus propiedades milagrosas.

—Gracias al cielo que estáis aquí, señor —dijo Popel—. Los verfluchte Juden nos han escupido a la cara una vez más.

—¿No puede esperar hasta el desayuno?

—Mi señor, este sacrificio exige una rápida venganza.

—¿A qué clase de sacrificio os referís? —preguntó el obispo, observando los rostros inocentes de los niños cristianos, cuyo bienestar había jurado preservar.

A Popel le sorprendió la ambivalencia de Stempfel. Se suponía que el inquisidor llegaba a aquella ciudad libertina, que había abierto sus puertas a todas las creencias heréticas imaginables, con la cruz dorada de la Verdadera Fe grabada en el pecho, y con la espada fulgurante desenvainada. De modo que el arcipreste hizo mucho hincapié en sus siguientes palabras.

—Señor, le hablo del horrendo Blutbescbuldigungen…

—Otro crimen ritual no, Popel. —El obispo dio media vuelta e inició su avance majestuoso por la alfombra roja, en dirección a la escalinata de mármol. Los dos religiosos lo seguían, a ambos lados—. No dejo de insistir, a nuestros fieles, en que los judíos no usan sangre. Va en contra de sus leyes. Eso lo saben incluso los polacos. Boleslaw, el rey pío, y Su Eminencia Inocencio IV zanjaron el asunto hace ya bastante tiempo.

Zeman callaba, encantado de que Popel se enterrara solo en su agujero.

—Tal vez Roma haya hablado, pero el asunto no está ni mucho menos zanjado —insistió el arcipreste—. Durante la Semana Santa pasada, sin ir más lejos, un judío de Löwenstein intentó comprar a una criatura de apenas cuatro años para usar su sangre.

—No hay que creer todo lo que digan cuatro locos de Löwenstein. ¿No son los mismos que estaban convencidos de que una judía dio a luz a una cerda?

—Esos hechos están bien documentados, Excelencia. Los judíos han entrado en nuestras iglesias, han profanado nuestras imágenes sagradas e incluso se han mofado de la crucifixión de nuestro salvador hiriendo el cuerpo de Cristo con sus dagas.

—¿Hicieron todo eso que dice delante de una congregación hostil, y nadie hizo nada para impedírselo? Estoy seguro de que ha de haber algo de exageración en ello.

Popel no respondió. Empezaba a comprender el significado del símil popular según el cual, cuando el brazo todopoderoso del Señor adquiere forma humana, el recipiente es en ocasiones demasiado débil para soportar tanta presión.

Tras pasar bajo el arco principal, y cuando iniciaban el ascenso de la escalinata para dirigirse a los aposentos privados, Zeman preguntó al obispo Stempfel si el viaje desde Roma había resultado placentero y si el tiempo había sido de su agrado.

La mesa estaba llena de viandas de Bohemia, pero Su Excelencia optó por llenarse el plato de salchichas alemanas, que cubrió de pimienta, comino y otras especias caras. El papa Clemente VIII, obispo de obispos, había dispensado personalmente a Stempfel del deber de ayunar durante su expedición, pues debía hacer acopio de todas sus fuerzas para el combate contra los demonios.

El obispo tomó asiento en la silla más lujosa: cojín de terciopelo rojo y respaldo alto decorado con volutas doradas, según los dictados de la última moda. Alzó la vista para admirar los motivos florales de los techos altos, que se reflejaban infinitamente en los espejos que ocupaban las paredes en su totalidad.

Popel volvió a la carga.

—Excelencia, otorgadme licencia para usar los medios a mi alcance para encargarme de los judíos por sus detestables crímenes.

—Déjelos sometidos al Juicio de Dios por un momento —replicó Stempfel, echando mostaza caliente sobre la montaña de salchichas—. Roma ha establecido una política clara. Nuestra prioridad es limpiar el país de herejes y purgar sus filas de las más herejes de todas, las brujas. Ya habrá tiempo para los judíos después.

Popel tamborileó los dedos en la mesa y resopló por la nariz, impaciente.

—No se preocupe, amigo —prosiguió el inquisidor—. Nuestra misión sagrada es restaurar la unidad de la humanidad bajo el estandarte de la Iglesia Universal. Primero fueron los husitas y su molesta costumbre de defenestrar a la gente. Aprendimos a tolerarlos. Luego llegaron los utraquistas, los picardos, los unitaristas. Y los toleramos. Y ahora este lugar se ha llenado de seguidores de todas las creencias que actúan como si nosotros aún hoy llegáramos a las ciudades y los pueblos, montáramos un tenderete y cobráramos un mínimo de un tálero por persona por perdonar sus pecados. Dicen que el cielo no está en venta. ¡Bah! Como si no hubiéramos dejado atrás todo ese mercadeo al por mayor de dispensas e indulgencias.

Popel observó al obispo extender una gruesa loncha de leberwurst sobre una rebanada de pan tostado.

—Excelencia, su Eminencia el papa Julio consideró adecuado, sabiamente, prohibir el blasfemo y anticristiano Talmud hace casi cuarenta años, pero si hoy miramos a nuestro alrededor, vemos que hay judíos por todas partes leyendo ese libro odioso. Si al menos reuniéramos esos ejemplares de brujería judía, formáramos una pila con ellos y los quemáramos en el fuego sagrado, en la plaza pública…

—¿Y de qué modo un puñado de letras que se escriben al revés va a ejercer algún efecto en la voluntad de Dios? La brujería se expandió por nuestras tierras cuando llegó la herejía protestante —dijo Zeman.

El obispo hizo ademán de asentir, pero Popel intervino.

—¿Cómo vamos a mantener a raya a unos cristianos extraviados si permitimos que judíos de los cuatro confines de Europa se congreguen delante mismo de nuestras narices? Su mera existencia demuestra que los incrédulos pueden medrar en nuestros dominios. ¡Propongo que expulsemos a todos los judíos con antorchas encendidas!

—Podríamos desterrarlos y llevarlos a Tierra Santa —dijo el obispo—. Pero lo cierto es que necesitamos a los judíos.

Los dos párrocos lo miraron.

«Qué provincianos son», pensó Stempfel. Sobre todo Popel. Pero resultaba útil, lo mismo que un perro de caza bien entrenado.

—Vamos, hermanos, incluso un novicio imberbe sabe que el apóstol Pablo escribió que la conversión de una simiente de Abraham es una de las señales que precederán al Segundo Advenimiento de Cristo.

Los dos arciprestes asintieron.

—Los judíos claudicarán algún día —prosiguió—. Al menos podemos obligarlos a atender un verdadero sermón cristiano tres veces al año, en una iglesia.

—Sí, pero se tapan los oídos con cera —dijo Popel—. Hemos advertido sobre ello a los guardias de servicio.

—A los judíos los tenemos controlados —insistió el inquisidor—. Marcados. Identificados. Pero ¿cómo vamos a hacer para erradicar a los sabatarianos, o a los Hermanos Checos? ¿Debemos admitir en el seno de la Iglesia a esos adamitas que viven obsesionados con el sexo? ¿O a esos subversivos anabaptistas que van por los pueblos convenciendo a los ingenuos campesinos de que sólo los adultos, libremente, deben ser bautizados?

Zeman negó con la cabeza.

—Eso nunca habría sucedido si vos hubierais estado al mando de la Inquisición local, Excelencia.

—En eso me veo obligado a daros la razón —admitió Stempfel, pinchando con el cuchillo un pedazo de salchicha—. Y por eso estoy aquí. Roma cree que el clero local se ha relajado demasiado en la persecución de los incrédulos, y que ya va siendo hora de que la Santa Inquisición establezca un tribunal en Praga.

—Se trata de una decisión largamente esperada, Excelencia.

—Sí —convino el obispo, que se alegraba de que alguien coincidiera al fin con él—. Ha llegado el momento de hacer un poco de limpieza en casa, muchachos. Tal vez nos lleve veinte o treinta años, pero acabaremos por barrer a todos los herejes, y la Iglesia de Roma recuperará el lugar que le corresponde, el de la religión verdadera en toda Bohemia, en Europa y en el Nuevo Mundo.

Zeman sintió que debía arrodillarse y besar el anillo del obispo.

—Por eso precisamente, Excelencia, debemos ocuparnos de inmediato de los judíos —insistió Popel—, porque se están alineando con los cultos protestantes, en nuestra contra.

A regañadientes, el obispo Stempfel dejó el tenedor en la mesa, y con él un buen pedazo de salchicha.

—¿Y dónde están las pruebas que avalan vuestra afirmación?

—Comercian abiertamente con todos los burgueses de esta ciudad.

—Eso sólo demuestra que los burgueses de Praga son en su mayoría protestantes. —Sin perder la paciencia, volvió a exponerle el problema—. Eso no es culpa de los judíos. Somos nosotros los que debemos lograr que las sectas desviadas regresen al redil.

—¿Todas?

—Sí, todas.

Súbitamente, el obispo se retorció bajo los pliegues de su túnica. Sentía como si una especie de ácido le recorriera brutalmente el extremo bajo de las tripas, inflamando una zona excretora ya de por sí vergonzante, hasta que ésta se ponía en carne viva y adquiría un tono rojo intenso. Se sirvió más vino y lo bebió de un trago para aplacar el ardor.

Todos permanecieron un rato en silencio.

Cuando Stempfel volvió a hablar, lo hizo con cierto esfuerzo.

—Salvo, claro está, los maleficae. —Los hacedores del mal—. La brujería —añadió entre dientes— debe erradicarse como una mala hierba, antes de que se propague más.

—Las malas hierbas suelen brotar de nuevo, Excelencia —comentó Popel.

—Por ello nuestro trabajo no termina nunca. Depende de nosotros podar las viñas del señor, arrancar las malas hierbas y, sobre todo, salvar las almas de los pecadores de los tormentos del infierno.

—Pero entre las atribuciones de la Inquisición también está la de enfrentarse a las blasfemias de los judíos…

—No gaste saliva, Popel. —El obispo Stempfel levantó la mano grasienta y Grünpickl le alargó al momento un pergamino doblado en el que, con caligrafía elaborada, y junto a un lacre de cera roja, podían leerse las palabras: Pascere Populum Suum—. Resulta que Su Eminencia Clemente VIII está de acuerdo con vos. Se publicó hace apenas cuatro semanas, y aboga por una estricta separación entre judíos y cristianos tanto en los negocios como en asuntos personales.

Popel se mostró complacido, pero el rostro de Zeman denotaba preocupación.

—¿Podremos seguir contando con los servicios de los tesoreros judíos, Excelencia?

—Tranquilo, nadie os va a quitar a vuestros preciados banqueros judíos. No esperaréis que los buenos cristianos se manchen las manos manipulando oro judío, ¿verdad?

—Por supuesto que no, Excelencia.

—Bien. Os sorprendería saber todo lo que se puede aprender manteniendo, simplemente, bien abiertos los oídos. ¿Estáis seguro de que no queréis comer nada?

—No, gracias, Excelencia.

—En Roma no se encuentran buenas salchichas alemanas —siguió—. ¿Qué opina al respecto el conde Rožmberk?

—Ah, ya lo conocéis, Excelencia. Él siempre llamando a la moderación y al trato justo con los judíos.

Popel resopló con fuerza, y aspiró hondo. El obispo se volvió a mirarlo.

—¿Tenéis algo que decir sobre el asunto de los judíos?

—Excelencia —dijo el arcipreste—, debéis destinar recursos a la persecución de este crimen horrendo. Una niña ha sido víctima de un crimen ritual esta misma mañana, muy temprano, y le han extraído mucha sangre. Tenemos a un sospechoso en la cárcel municipal.

—Muy bien, ese hombre ya no irá a ninguna parte. Porque existen divisiones en el campo enemigo, y éste es precisamente el momento de atacar. Parece que no os dais cuenta de que los judíos ven a los emperadores católicos como sus protectores. Ello los convierte en defensores leales de los Habsburgo, que casualmente también son nuestros benefactores.

Los rostros de los dos religiosos se iluminaron al fin, comprendieron por qué el Papa lo había escogido como enviado pontificio.

El obispo Stempfel alargó la mano hacia la copa de vino, pero la apartó al momento, horrorizado. Una mosca revoloteaba sobre ella. Sin perder ni un segundo hizo la señal de la cruz y arrojó el vino al suelo. El demonio es extraordinariamente listo, pero no supera en inteligencia a un hombre de fe de mirada certera y nariz acostumbrada a oler el pecado.

Un criado le llenó de nuevo la copa, mientras otro secaba el vino vertido.

—¿Ocurre algo, Excelencia? —preguntó Zeman.

El obispo observaba un punto en el cielo, a través del arco de las ventanas, por encima del hombro de Zeman. Algo putrefacto le corroía las entrañas, y él sabía que sólo había un modo de detener su avance.

Los arciprestes seguían esperando una respuesta. Stempfel jugueteaba con el tenedor, moviendo el último pedazo de salchicha de un lado a otro. Evaluaba a los dos hombres sentados frente a él. Popel era un perro de presa, pero erraba el objetivo. Zeman no parecía comprender que los católicos se hallaban en franca minoría en Praga.

Su misión consistía en moldearlos, en ponerlos a prueba y determinar cuál de ellos debía ser el digno sucesor del arzobispo Medek, capaz de conducir al rebaño hasta el siglo venidero. Praga era una ciudad poderosa, un bullicioso centro de comercio e intercambio. Pero la población católica era tan escasa que los dos arciprestes se veían extrañamente aislados de la realidad de las calles que se extendían más allá de los muros del seminario. No como los cortesanos mundanos del Vaticano, donde entre los pontífices se contaban dos Médicis y un Borgia.

Un nuevo espasmo de fuego le recorrió las entrañas, y empezó a sudar. Cerró los ojos hasta que el acceso remitió, y entonces volvió a dirigirse a los religiosos.

—Todos los días lucho contra las torturas que me envían quienes están decididos a atacar mi cuerpo con la esperanza de minar mi alma.

—Ello demuestra que los tiene dominados, Excelencia —dijo Zeman.

—Sí, pero sus ataques son cada vez más fuertes.

—¿Podría describirlos?

Sus enemigos se encontraban en todas partes. Los leales guardianes de la fe se hallaban en inferioridad de condiciones, y estaban rodeados. Pero la Iglesia era el único camino hacia la salvación, tal como el mismo Dios había confirmado.

Los arciprestes esperaban.

—Es…

—¿Sí, Excelencia? Y esperaron algo más.

Finalmente, el obispo les confió su problema.

Los religiosos se miraron y le rogaron que no se preocupara, que su sanador particular era capaz de preparar curas milagrosas.

—Traedlo de inmediato —dijo el obispo, poniéndose en pie.

—Como deseéis… —intervino Zeman.

—Ahora mismo, Excelencia —lo interrumpió Popel, que de una zancada adelantó a su rival y se colocó junto a la puerta, dejando a Zeman encargado de inspeccionar los daños causados por el desayuno del obispo.

El charco de vino tinto había manchado el borde de una alfombra, y el mantel estaba salpicado de mostaza y grasa de cerdo. Cuando Popel regresó, Zeman todavía daba instrucciones a los criados para que lo limpiaran todo.

Con un elegante movimiento de su túnica de raso, Stempfel convocó junto a él a su ayudante y a su escriba, y expuso la situación general a los dos sacerdotes. La Armada católica española se había visto diezmada recientemente por una Inglaterra renegada, lo que había convertido Ámsterdam y las Provincias Unidas en un refugio de inmigrantes protestantes. Aunque ello pudiera verse como un revés, había que tener en cuenta que las nuevas riquezas inglesas provenían del saqueo de los navíos españoles, cargados con los tesoros del Nuevo Mundo. De modo que para los realmente creyentes era evidente que las rápidas conquistas de México y Perú demostraban que Dios apoyaba la causa católica, y que los odiosos ingleses jamás lograrían plantar su bandera de modo permanente en las Américas. La Inquisición había desenmascarado a los herejes y a los «judíos ocultos» que se escondían en lugares tan remotos como eran Lima y Quito, por lo que había llegado el momento de emprender la confrontación final aquí, en casa, y reducir a la mitad la población protestante en una sola generación. Y si alguien dudaba de las razones que movían a aquella causa, no había más que pedirle que visitara la bárbara ciudad de Londres, donde los jesuitas, temerosos de Dios, eran despedazados públicamente por pura diversión.

Llegó el doctor, un hombre pálido y enclenque, de pelo escaso, concentrado en mechones que brotaban de su cabeza como el moho blancuzco del caparazón de una nuez. Apenas instalado, pidió a los criados que colocaran un biombo.

El obispo preguntó a sus anfitriones cómo era el emperador Rodolfo II en persona. La Iglesia católica gozaba de la protección imperial, pero ¿estaba plenamente comprometido con la causa?

Zeman vaciló.

—Excelencia, el emperador es un hombre profundamente cristiano-Popel lo interrumpió una vez más.

—Pero no hay mejor lugar que su corte para un judío. Su Alteza ha recogido a un variado equipo de magos, astrónomos y consejeros judíos, que recorren los aposentos reales dando saltos como si fueran monos perfumados vestidos con ropas de hombre.

—Buen uso de la imaginería animal —admitió el obispo, que ordenó al escriba que anotara el símil, pues creía que podía resultar eficaz pronunciado ante el público rural.

El obispo Stempfel era un hombre corpulento que llevaba tiempo comiendo bien. El médico le pidió que le describiera los síntomas, y a continuación dijo que debía realizar un examen más detallado del paciente y palparle el abdomen, ya que el fuego en algún órgano interno era la causa más probable de su dolencia.

El Inquisidor se desnudó de cintura para arriba mientras, al otro lado del biombo, Popel condenaba la despreocupada proximidad social entre cristianos y judíos en la corte de Rodolfo II y en las casas más acomodadas del gueto, que desembocaba, en ocasiones, en emparejamientos ilícitos y antinaturales de todo tipo.

—¿Por qué iban a querer buscarse su propia destrucción? —preguntó el obispo, que al notar las manos heladas del doctor palpándole las entrañas sintió un escalofrío.

—Los judíos son más lujuriosos que nuestra gente —le aclaró Zeman.

—Cualquiera habría dicho que, después de lo que le ocurrió al último judío que se atrevió a moler grano con una doncella cristiana, se moderarían un poco —comentó Popel.

El obispo sintió que le tiraban del escroto y le hurgaban en otras partes sensibles. Agitó los dedos, nervioso, hasta que halló entretenimiento para ellos en las cuentas de su rosario especial, confeccionado con huesos humanos.

—Señor —informó el sanador—, debo realizar un examen completo del tracto digestivo.

El obispo permaneció un momento inmóvil, ausente, antes de darse cuenta de lo que aquello significaba. Para un romano, la estancia estaba bastante fría, pero se despojó de la última pieza de lino que cubría sus partes pudendas. El doctor le pidió entonces que se inclinara ligeramente hacia delante.

El examen se realizaba con un tubo metálico hueco que acababa en un remate plano, con un agujero para poder ver el tejido expuesto.

Popel prosiguió.

—Mis informantes aseguran que, en el Barrio Judío, los sacristanes judíos llevan toda la mañana en las calles, pidiendo a los suyos que quemen algo, pero todo dicho en un endemoniado código judío. Ya veis, los judíos viven entre nosotros y nos pagan nuestra generosidad conspirando para reducir a cenizas nuestra ciudad, como ya hicieron en el distrito de Kleinseite, al otro lado del río.

—¿Conspirando? ¿Con quién…? —El obispo ahogó un grito.

El tacto estaba resultando mucho más doloroso de lo que creía. El doctor no dejaba de hacer girar el instrumento para inspeccionar la zona dañada.

—Se han aliado del lado de los turcos, Excelencia.

El obispo ahogó un grito. Transpiraba, y el sudor se le pegaba a la piel.

—Sí, al principio yo también me resistía a creerlo —admitió Popel—. Pero unos honestos mercenarios que regresaban del frente de Hungría relataron que habían visto hordas de judíos que cortaban pescuezos en el este, y que estaban esperando la ocasión de atacarnos a nosotros y darse un festín con nuestra carne.

El obispo sentía como si un punzón caliente le desgarrara las entrañas.

—Sabemos que los judíos, con sus enseñanzas prohibidas, adquieren conocimientos de magia negra —continuó el arcipreste—. Y que su pérfido Talmud se mofa de las virtudes del celibato y asegura que un hombre sin esposa no puede considerarse hombre.

—Ya basta, por favor —imploró Stempfel.

—No pararé hasta que el Talmud sea prohibido de una vez por todas —objetó Popel.

—Haré que lo incluyan en el Index Librorum Prohibitorum en cuanto regrese a Roma —dijo el obispo.

El reloj de la mesa marcó la hora de acudir a las oraciones de media mañana. Incluía un dispositivo de memento mori, un cráneo cubierto de piedras preciosas que recordaba, a quien lo contemplaba, que su muerte podía tener lugar en cualquier momento.

—¡Ya está bien! ¡Quite…!

—¿Sí, Excelencia? —preguntó el escriba.

El doctor extrajo el aparato. El obispo soltó un grito de alivio y permaneció echado hacia delante, boqueando.

El escriba repitió la pregunta.

—Redacte una misiva… a su Eminencia… solicitándole que prohíba el estudio del Talmud… en edicto manuscrito o en cualquier forma impresa.

—Sí, señor.

El doctor le informó de que existía una fisura en un lugar embarazoso.

—¿Y cuál es la cura? ¿La cirugía?

—Tal vez los judíos recurran a esas prácticas de curanderos, pues desconocen nuestras curas milagrosas —dijo el doctor, abriendo el maletín y sacando de él un frasco de agua de San Antonio y una cajita de madera.

—Nos envenenarían a todos si pudieran —abundó Popel—, pues han llegado a dominar absolutamente el arte de matar. Por eso mismo debemos vengar su crimen ritual.

—Ya basta de discursos —zanjó Zeman—. Todos sabemos qué opinión le merecen los judíos.

Popel le dedicó una mirada asesina, pero no dijo nada.

El doctor abrió la caja y extrajo de ella un objeto de reducidas dimensiones envuelto en un paño viejo, dorado. Con sumo cuidado desenvolvió la tela cubierta de sangre reseca y al momento apareció el dedo momificado de un santo que llevaba mucho tiempo muerto. Roció la reliquia con agua bendita y rozó con ella la herida del obispo. De ese modo puso fin a la consulta.

Sumamente aliviado, el obispo volvió a ponerse la ropa interior.

—Excelencia, concededme la autoridad para perseguir a los incrédulos herejes en el barrio de la Capilla de Belén —solicitó Zeman.

Un reducto protestante. Sí, aquello tenía sentido, pensó el obispo.

—Consideradlo un hecho —dijo.

—Los lugares de martirio cristiano suelen atraer a peregrinos —intervino Popel—. Y los peregrinos gastan dinero.

El obispo no daba mucho crédito a la historia del crimen ritual, pues las Leyes de Moisés prohibían el derramamiento de sangre inocente, pero de todos modos se sintió obligado a encargar un informe.

Terminó de vestirse y ordenó a los dos clérigos que iniciaran la campaña de intimidación general para buscar y acorralar a los cabecillas de las sectas heréticas. Estaba seguro de que, entre ellos, descubrirían a más de una bruja.