Capítulo 4

La doncella de menor rango de Janoš Kopecky, Erika Lämmel, se estaba lavando las manos cuando el jabón se le escurrió entre los dedos y fue a parar a la jofaina.

—Oh, no —exclamó—. Eso es señal de muerte.

—Qué tonta —dijo una de las cocineras mayores—. ¿Cómo va a ser señal de muerte algo que sucede constantemente?

—La gente se muere constantemente —murmuró Erika entre dientes.

Dos soldados de caballería franquearon en ese instante la puerta de la cocina. Las doncellas hicieron ademán de ir a por comida y bebida, pero ellos, antes, exigieron el pan y la sal. Erika se los sirvió en una bandeja de madera.

—¿Y no hay besos para unos héroes galantes que regresan del frente?

La joven se sonrojó. Eran sin duda unos caballeros deslumbrantes, defensores de la tierra y de la fe. Como le sucedía siempre en presencia de los Reiters, también ahora sentía una mezcla de emoción y temor.

La cocinera interrumpió la escena, recordando las órdenes del señor. Erika debía ir a comprar anguilas frescas a la lonja del pescado, la mejor carne a la carnicería, y pasar por el boticario en busca de un paquete de hierbas medicinales.

Erika no comprendía nada. ¿Anguilas? Sólo los papistas debían obedecer la prohibición de comer carne ese viernes.

—Nadie te ha pedido tu opinión. Hoy le apetecen las anguilas —zanjó la cocinera.

Las demás doncellas ahogaron unas risitas. Que te enviaran a la lonja del pescado a esas horas de la mañana era el peor encargo que podían hacerte.

Erika recorría deprisa las calles en penumbra, esquivando a unos soldados bravucones que todavía llevaban los uniformes manchados del campo de batalla, y que se rieron a carcajadas al verla tan asustada. Se cruzó con los peones que llegaban diariamente del campo a trabajar en la ciudad, y se reunían en la Plaza de Haštal sin mediar palabra, enfiló la calle Kozí y se dirigió al muelle. Oía a los barqueros, que pregonaban la venta de la madera que arrastraba la corriente y se usaba para fogones y chimeneas. Y ya percibía los olores del río.

Los judíos vendían el pescado más barato, porque los mercaderes cristianos siempre subían los precios el Viernes Santo. Pero a pesar de que su señora veía a los judíos con buenos ojos, Erika no estaba dispuesta a aventurarse por las calles apestosas del gueto judío para ahorrarse unos peniques. Su señor podía permitirse el gasto.

El río bajaba ancho por el primer deshielo de la primavera, y el muelle se veía muy concurrido. Se abrió paso más allá de una barcaza que descargaba ganado y toneles de vino, dio un rodeo para evitar a los estibadores que trajinaban cajas llenas de higos italianos y se detuvo un instante ante los cestos que contenían los brocados de Flandes y las telas polacas, parduzcas, baratas. En el muelle del pescado, montones de carpas se retorcían desesperadas, boqueando, todavía vivas a pesar de llevar horas fuera del agua.

El hombretón que en ese momento descargaba una caja de anguilas la miró de arriba abajo, con su mirada fría, desprovista de toda emoción: él mismo parecía una anguila. No le pasaba por alto que, bajo los faldones grises se ocultaba un cuerpo de mujer que avanzaba hacia él. Erika estaba a punto de cumplir diecisiete años, aunque aparentaba apenas doce. Flaca y asustadiza, tenía el pelo castaño, lacio y áspero como las cerdas de una escoba. Sus labios gruesos se curvaban para esbozar una media sonrisa enigmática por la que algunas pinturas han llegado a ser muy conocidas. Le habría dedicado un silbido, pero los hombres de mar le habrían puesto un ojo morado por agitar los malos vientos.

Erika le preguntó por las anguilas.

—Tengo una muy gorda y escurridiza para ti, tesoro. Ven al cobertizo y te la enseño.

«Puaj.»

Terminó comprándole las anguilas a otro. Los hombres eran unos…

El repicar de unas ruedas con remaches de hierro sobre el empedrado llamó su atención. Un carruaje dorado atravesaba la plaza traqueteando, con sendos escudos de armas grabados en las puertas bruñidas, escoltado por cuatro guardias montados, dos delante y dos detrás. No había duda de la posición de privilegio que ocupaba la persona que viajaba en el aquel vehículo. Ella lo imaginó joven y apuesto, cómo no. Soltero. Rico. Listo. Capaz de ver el valor de una mujer más allá de su apariencia externa, de su condición de humilde doncella de cocina.

El carruaje desapareció al pasar la plaza.

La cesta empezó a pesar bastante más tras su paso por la carnicería de Cervenka. Le costaba cargar con ella. Contó los pasos que la separaban de la botica, y los que le faltaban para regresar a la casa de los Kopecky, en Langergasse.

Un predicador itinerante que se hacía llamar Hermano Volkmar se encontraba en una esquina, cerca de la Plaza de la Ciudad Vieja, predicando en alemán coloquial, y no en aquel latín absurdo que usaban los sacerdotes y nadie comprendía. Erika dejó el cesto en el suelo para descansar los brazos.

El predicador se dedicaba a regañar seriamente a los transeúntes. Afirmaba que una lectura correcta de las Sagradas Escrituras demostraba que Jesús se alineaba con los humildes, en contra de los señores opresores, los rentistas que gravaban a los pobres campesinos y a los siervos con diezmos, impuestos administrativos, municipales, imperiales, de guerra, peajes, tasas de tránsito… ¿A cambio de qué?

De cabellos largos y oscuros, se expresaba con pasión y vehemencia. «No creáis lo que los papistas dicen sobre los judíos —sostenía—. Todas las semanas santas nos recuerdan que los diabólicos judíos asesinaron a nuestro Salvador, para mantenernos airados y asustados, para mantenernos divididos y no unidos contra el opresor común, la Iglesia católica. Hemos de convencer a los judíos para que participen en nuestra batalla. El doctor Martín Lutero dijo que el mismísimo Cristo había nacido judío, por lo que debemos tratarlos bien e instruirlos en las Escrituras.» (Hablaba igual que la señora de Erika.)

«Claro que los judíos se niegan a abrazar una Iglesia que se revuelca en el fango y el hedor de la corrupción, que vende cargos e indulgencias y los acusa falsamente de crímenes rituales, cuyo clero se muestra arrogante y obstinado, cuando cualquier campesina de Bohemia conoce la Biblia mejor que el más pomposo de los sacerdotes papistas.»

Se expresaba con tal convicción que Erika casi olvidó lo malos que eran los judíos, pero si seguía allí plantada recibiría una buena regañina cuando llegara a casa, de modo que recogió la cesta y se puso en marcha. Y por eso pasaba por Geistgasse cuando empezó el griterío.