Capítulo 19

Parpadeé al despertar, y respiré aliviado al constatar que el sueño era sólo eso, un sueño, y que aquellos seres reptantes se habían esfumado. Por un momento me sentí bien, pero entonces recordé dónde estaba, y tardé un buen rato en notar que el espíritu de Dios regresaba a mí, inundándome. Cerré los ojos y le agradecí haber obrado la gracia de devolverme el alma.

Una sombra se inclinó sobre mí, y oí la voz de Acosta:

—Bueno, bueno, Bendito seas, Señor, tú que resucitas a los muertos. Y ahora, haz el favor de dejar la cama y hacerme sitio. Llevo toda la noche levantado.

Le conté, lo más deprisa que pude, que me preocupaba que entre nosotros hubiera un mesianista perturbado convencido de que agitar el odio cristiano contra nosotros impediría nuestra asimilación a ellos y, por tanto, preservaría nuestra identidad judía. Pero él disipó mis temores.

—¿Crees que los goyim necesitan que alguien les anime a odiarnos? Y ahora, te lo repito amablemente, mueve el culo y déjame sitio en la cama.

Me levanté, me lavé las manos y pronuncié la oración del reyshis jojmah: «El principio de la sabiduría es el Temor a Dios.» Después me senté al borde de la cama y me calcé las botas viejas, gastadas, de las pocas cosas con las que podía contar para protegerme de la lluvia. O, para ser más exactos, de las pocas cosas con las que podía contar.

Las Sagradas Escrituras dicen que Dios nos habla en sueños, y que si no prestamos atención a esa sutil forma de comunicación, padeceremos las consecuencias. De modo que me fui en busca del rabino Loew y lo encontré en su estudio, preparándose para las oraciones matutinas en compañía de su hija Feygele y de su yerno, el rabino Ha-Kohen. Allí también se encontraban Yankev, el místico, y el joven Lipmann, cubriéndose con sus respectivos tallis. La hija del rabino Loew apenas me miró cuando, al salir de la estancia, vestida con sus mejores ropas del shabbes, se cruzó conmigo.

No quise decir nada hasta que sus pasos se perdieron en la distancia.

—¿Alguno de vosotros ha estudiado recientemente el pasaje de Brujes en el que se dice que un sueño es una sexta parte de una profecía?

Los demás, sin moverse de su sitio, negaron con la cabeza.

—¿Por qué? —se interesó el rabino Loew—. ¿Has tenido algún sueño profético?

—A mí me lo ha parecido.

—En ese caso, debes contárnoslo.

Tras los años vividos en el silencioso aislamiento de Slonim, había olvidado qué se sentía cuando todos los actos de uno, incluso los más íntimos, quedaban expuestos ante los observadores públicos.

—¿A qué esperas? —preguntó el rabino Ha-Kohen—. Ningún conocimiento nacerá de esto si te lo guardas para ti.

—En efecto —convino Yankev—, pues un sueño sin interpretar es como una carta sin leer.

De modo que les conté mi perturbador sueño, y el rabino Loew compuso un gesto muy serio.

—¿De qué andabas escapando? —me preguntó.

—No lo sé, sólo sé que debía irme de allí.

«Una sensación que siempre había experimentado.»

—Eso explicaría la parte final del sueño —dijo el rabino Loew—. La parte en la que viste al Shmir.

—¿Al qué?

Los flecos del tallis de Isaac Ha-Kohen dejaron de oscilar. Incluso los libros de los anaqueles parecieron incorporarse para escuchar mejor.

—Ay, mi talmid, debes estudiar la literatura agádica con más empeño.

—Ya habrá tiempo para eso.

Me miró a los ojos y aceptó mis palabras como una promesa de que seguiría estudiando con él.

—Una historia —siguió, reproduciendo el clásico estilo rabínico de iniciar una exposición—. Durante los primeros días de la creación se formó un poderoso reptil. Un tanim hagodl, un gusano enorme llamado Shmir, que tiene el poder de inundar el mundo entero con un simple movimiento de cola. Mientras nosotros apenas podíamos hacer nada por dominarlo, el rey demonio Ashmedai lo aprisionó en un profundo pozo, bajo las olas, y lo encerró bajo el sello de Ashmedai.

Me agarró el antebrazo y le dio la vuelta, como si buscara, escritas en mi cuerpo, marcas de aquel extraño sello.

—Y seguirás llevando los eslabones invisibles de la esclavitud hasta que hagas acopio de toda tu voluntad y te enfrentes a las fuerzas interiores que mueven tus acciones.

Era demasiado temprano para asimilar tanto. ¿Cómo iba a ir por ahí llamando a las puertas, convocando a la gente a la shul, mientras intentaba comprender lo cerca que había estado de despertar a ese dragón durmiente custodiado por el rey de los demonios?

—Una pesadilla puede doler más que treinta latigazos —continuó el rabino Loew, intentando tranquilizarme—. Pero debes creer que Dios no construiría los cimientos morales del mundo sobre una base tan inestable como es la razón humana. Precisamente porque el mundo no parece contar con orden ni justicia, el Ser Sagrado, Bendito sea Él, nos creó con Sus mandamientos grabados en nuestras almas. Pero de todo esto habremos de hablar más tarde, mi talmid. Ya es hora de que llames a los fieles para que acudan a la sinagoga.

Fuera del gueto, los judíos brillaban por su ausencia, bien porque se habían escondido, bien porque se confundían con el paisaje. Así pues, los rabinos añadieron, a mi ronda habitual, un par de calles que resultaron constituir un laberinto de pasadizos al norte de Hampasgasse, callejones sin salida que iban a morir cerca del río. Y yo tenía que aporrear aquellas puertas con los nudillos, porque durante el shabbes no está permitido el uso del kleperl.

Hasta mí llegaba el olor a humedad de la madera medio podrida.

Oí unos ruidos que procedían del interior, unos ruidos desagradables, soeces, y un mal presentimiento se apoderó de mí.

La mano desciende y me tumba al suelo. Los dientes apretados se separan y me muerden. Me aprieto contra el suelo, con los ojos bien cerrados, hasta que el remolino airado pasa por encima de mí y me deja temblando, solo.

Hice lo posible por apartar de mí el pensamiento.

El rabino Akiva dice que Dios lo prevé todo, pero que aun así nos permite actuar libremente, lo que da a entender que el Todopoderoso está dispuesto a permitir una cantidad considerable de crueldad en este mundo.

Supongo que debí perderme en mis ensoñaciones durante un buen rato, porque de pronto me vi frente a la verja de hierro, más allá del cementerio, observando a los rezagados que entraban corriendo en la sinagoga Klaus al servicio del shajres. Yo mismo tendría que colarme entre dos barrotes y cruzar el cementerio si no quería llegar tarde… una vez más.

El beys jayim estaba lleno de lápidas. ¿Y qué esperaba encontrar, si estaba atravesando un cementerio? Aun así, las losas de mármol estaban demasiado juntas; algunas se inclinaban sobre otras, en busca de apoyo; otras, las más viejas, parecían a punto de venirse abajo. Los judíos de Bohemia habían decorado sus lápidas nuevas a la última moda, es decir, que en lugar de monumentos austeros, testigos silenciosos grabados con las eternas letras hebreas, me hallaba rodeado de los símbolos vivientes de lo que los habitantes habían sido en vida. Allí donde mirara, los relieves mostraban animales representativos de los apellidos de los difuntos —un zorro para la familia Fuchs, un ciervo para los Hirsch, un gallo para los Hahn, un león rampante para todos los que se llamaban Judah, o Ariyeh— o de sus profesiones, unas tijeras para el sastre, sus hojas apuntándome, amenazadoras, o una jofaina para el levita, que parecía a punto de derramar el agua que contenía en el mortero del boticario.

Tenía que salir de allí antes de que los espíritus de los muertos me rodearan, pero mi camino se vio bloqueado por la aparición súbita de una lápida con el relieve de la mano de Dios en el momento de romper la rama en flor de un árbol que se alzaba sobre una figura femenina, lo que debía significar que se trataba de la tumba de una mujer joven, soltera. Y, en efecto, la inscripción que acompañaba la imagen lo confirmaba: «Tuvo problemas durante todos sus días, y no tuvo años.»

Sentí una gran tristeza por ella, fuera quien fuese.

Pero los muertos tendrían que esperar. Apenas disponía de tiempo para los vivos, y el sol no detenía su ascenso.

El rabino Gans me dijo que Mordecai Meisel había construido la sinagoga Klaus hacía unos veinte años, y que lo había hecho varios palmos por debajo del nivel de la calle por dos motivos, uno de ellos sagrado, pues el Salmo dice «te he llamado de las profundidades, oh, Señor»; el otro, profano, para no provocar a los cristianos construyendo una shul tan espléndida como alguna de sus iglesias. (A pesar de ello, en los últimos años había ganado en atrevimiento, había contratado a sus arquitectos italianos favoritos, Fodera y Tanuzzo, para que construyeran la sinagoga Meisel, que llevaba camino de convertirse en el edificio de mayor tamaño y más lujoso del gueto.)

Los bancos de la sinagoga Klaus no estaban llenos, pues aquella shul se encontraba en una calle mala, presidida por un reformista acérrimo cuyas opiniones no gustaban a las familias ricas. Al fondo, separadas por unas cuerdas del resto de fieles, unas mujeres de la noche se apretujaban en un banco bajo, siguiendo las palabras de la zogerke, que les traducía el Siddur al yiddish.

Volví a lavarme las manos y me uní al servicio en el momento en que llamaban al primer balkoyre a leer la Torá. El primer día de la Pesach siempre leíamos el pasaje en el que Moisés pide a los israelitas que manchen sus puertas con la sangre de un cordero para ahuyentar al Ángel de la Muerte. Habrá quien piense que esa protección divina los ayudaría a dormir tranquilos, pero lo cierto es que, a pesar de contar con ella, permanecieron despiertos y alertas toda la noche, escuchando el aullido del viento mientras el Destructor recorría las calles.

Seguramente yo tampoco habría podido pegar ojo en medio de semejante situación.

La segunda lectura fue el pasaje del Bamidbor que nos ordena no realizar ninguna tarea que implique servidumbre el decimoquinto día de Nisan, por si había olvidado lo mal que cumplía Sus mandamientos.

También leímos el pasaje de los profetas en el que Josué circuncida a los hombres de las tribus de Israel con afiladísimos trozos de pedernal (algunos hombres, al oír aquellas palabras, se estremecían sin querer), y después el capitán del ejército del Señor aparece con una espada en la mano y explica a Josué cómo ha de derrotarse al pueblo de Jericó, que había cerrado sus puertas a los hijos de Israel para que ninguno de ellos pudiera entrar ni salir.

Y cuando las murallas cayeron, los israelitas destruyeron toda la ciudad, a hombres y a mujeres, a jóvenes y a viejos, a bueyes, ovejas y asnos, a todos menos a una ramera llamada Rajav, y a su familia, pues habían sido amables y habían dado cobijo a nuestros mensajeros.

No podía evitar preguntarme si construir un muro era una buena idea, fuera cual fuera el motivo. Con él se garantizaba cierta protección a corto plazo, por supuesto, pero en cambio, los enemigos siempre sabían dónde encontrarnos, a todos juntos, como ovejas en un corral.

El rabino Loew levantó al fin el marcador de plata del rollo sagrado y lo dejó a un lado, tras lo que dio inicio al sermón, que pronunció en yiddish.

Curiosamente, no comentó gran cosa sobre el contencioso que nos enfrentaba a los cristianos en aquel momento, más allá de recordarnos que ninguna nación tiene derecho a gobernar a otra, y que todas las naciones tienen derecho a ser libres. Lo que sí hizo fue sugerir que ciertos miembros de la comunidad eran en parte culpables de la situación en que nos hallábamos, pues habían buscado una falsa sensación de estabilidad arrimándose a los burgueses ricos que no eran más que una jauría de lobos ávidos de acumular más y más.

«No era de extrañar que la sinagoga estuviera medio vacía.»

A continuación remachó el clavo cargando contra los líderes de la comunidad por no atender las necesidades de los pobres.

—Rava dijo que los justos podían crear un mundo, si se lo proponían —declaró, y su voz reverberó en los muros de piedra—. ¿Pero qué nos encontramos aquí, en el Yidnshtot, donde un puñado de judíos ricos poseen dos tercios de las propiedades, mientras que el resto de la comunidad dispone de un pedacito de nada? Os he dicho muchas veces, a lo largo de estos años, que el único uso legítimo de la propiedad es proporcionarnos las necesidades básicas, y que todo excedente de riqueza debe usarse en beneficio de la comunidad en su conjunto. ¿Acaso no nos promete el Señor que «no habrá hombres pobres entre vosotros»?

Dvorim.

Concluyó con las oraciones habituales, rogando por la salud y el bienestar del emperador Rodolfo II, y por el descanso de nuestros gobernantes cristianos. Apenas habíamos empezado a recitar un salmo —el que dice Vataheyt eyni beshuroy, bakomin olay mereyim tishmanoh oznoy («Mi ojo ha visto la caída de mis adversarios, y mis oídos han escuchado la tortura de los malvados que se alzan contra mí»)—, cuando el aprendiz de un tendero entró corriendo y anunció que el carruaje real se había detenido junto a la Puerta de Levante con órdenes de llevar al rabino Loew hasta lo alto de la colina para entrevistarse con el emperador.

El rabino interrumpió el salmo entre murmullos y susurros, y me pidió que fuera a buscar al rabino Gans, para que este incluyera el importante acontecimiento en sus crónicas, antes de ordenar a la congregación que regresara a los versículos.

El rabino Gans vivía cerca de la puerta de Pinkas, pero no me vi capaz de pasar de nuevo por el cementerio, por lo que tuve que correr hacia el este, y después hacia el sur, y después hacia el oeste, por Pinkasgasse. Varios hombres rectos me miraron mal al verme pasar a aquella velocidad, aunque deberían haber sabido que no está bien juzgar a nadie sin conocer sus circunstancias, pues nos está permitido correr en shabbes cuando se trata de llevar a cabo una mitsveh.

Si es cierto que en una mesa vacía no hay bendición (según el Zobar), la del rabino Gans había sido varias veces bendecida, pues lo encontré terminando un opíparo desayuno con el que cumplía sobradamente la obligación de celebrar el shabbes con tres comidas completas para renovarnos a nosotros mismos y a toda la creación.

El rabino Gans me invitó a curiosear en su estudio mientras él se preparaba. Poseía una biblioteca impresionante compuesta al menos por cien volúmenes, por lo que, claro está, me dediqué a hojear algunos de ellos para que la espera se me hiciera más corta. Contaba con una copia del D'rusb No'eh b'shabbes Hagodl, del rabino Loew, un bello sermón para el Gran sabbat, publicado por Kohen de Praga hacía tres años, que había terminado de adjudicar al Maharal la fama de problemático por aquellas tierras. En él se mostraba abiertamente crítico con la figura de «alcalde del Barrio Judío», de reciente creación, así como con muchas otras prácticas del gobierno de la comunidad, y en él también denunciaba la corrupción y la ignorancia allí donde la veía, que venía a ser en todas partes. Lo que más me sorprendió, con todo, fue encontrarlo junto a un ejemplar desgastado del Meor Enayim, de Rossi, un libro que el rabino Loew detestaba porque, en él, el autor de Mantua defendía que el calendario judío y, en consecuencia, todo el sistema de medición de tiempo desde la creación del mundo, no se ajustaba a principios matemáticos bien conocidos.

Tal vez el rabino Gans lo disimulara muy bien bajo su apariencia de hombre plácido, pero un somero vistazo a los títulos que se alineaban en los anaqueles bastaba para dejar claro que era un seguidor entusiasta del mandamiento del rabino Isserles según el cual había que leer todo lo que los estudiosos cristianos y otros «idólatras» hubieran escrito en materia de ciencia. En su escritorio se amontonaban los papeles, y parecía estar trabajando en varios manuscritos a la vez, sobre temas tales como matemáticas, astronomía (éste estaba lleno de diagramas en los que se mostraban las fases de la luna y aspectos similares), y lo que parecía una historia detallada de los judíos de Bohemia. El texto en cuestión se iniciaba con la cita del mandamiento de Moisés de «recordarás los días de tus mayores» (una vez más el Dvorim), y demostraba su respeto al emperador con la frase «nuestro señor el keyser Rodolfo, que su gloria sea alabada».

Junto a él podía verse un tratado sobre artilugios ópticos, y el primer borrador de su proyecto más reciente: la crónica de lo que le había sucedido durante la semana. Estuve tentado de echarle un vistazo para ver si mi nombre aparecía en el manuscrito, pero no quise mover la colección de lentes dispuesta sobre sus páginas, bien como parte de algún experimento de óptica, bien, simplemente, como pesos.

Allí había también varias cartas, incluida una enviada por un pariente llamado Joachim Gans que, al parecer, trabajaba como ingeniero de minas en Inglaterra ocultando su identidad judía. Por lo que pude leer, en ella describía los resultados de un método innovador para la producción del nitrato de potasio, ingrediente principal de la pólvora.

El rabino Gans regresó al estudio cuando yo intentaba mejorar mis conocimientos sobre las artes de la confusión que practicaban las mujeres hojeando su ejemplar del Sheyn Froyenbijl, una guía femenina sobre modales, religión y deberes conyugales impresa en Cracovia cuando los dos éramos estudiantes, en los viejos tiempos.

—¿Estás listo? —le pregunté.

—¿Lo está alguien alguna vez para ir a entrevistarse con el emperador?

—No sabría decírtelo. ¿Cómo es en persona? Y, por favor, no me respondas con esos panegíricos de siempre, como los que has tenido que incorporar en tu libro.

El rabino Gans me sonrió.

—La gente seguirá haciéndose esa pregunta cuando hayan transcurrido cien años. No es fácil saber cómo es el keyser Rodolfo. Posee gran parte de esa severidad regia propia de los monarcas españoles, pero siempre ha sido un promotor convencido de las ciencias. Se sabe desde hace tiempo que pasa por oscuros periodos de melancolía, y que desde que al príncipe de Orange lo matara la bala de un fanático católico disparada a bocajarro, se ha vuelto todavía más retraído, que ha empezado a buscar elixires de la eterna juventud y cosas parecidas. Tal vez espera que uno de sus alquimistas o gemólogos judíos sea capaz de hallar una cura a su melancolía, aunque ello no le ha impedido renovar el edicto por el que se nos obliga a llevar el distintivo que nos identifica. Además, en una ocasión aprobó la expulsión de un puñado de judíos de una ciudad de Moravia, pero, exceptuando esos incidentes que tendremos el buen gusto de no comentar en su presencia, ha resultado ser un amigo tan fiable y protector como cualquiera de los monarcas cristianos.

—Lo que no es decir gran cosa, ¿no crees?

—¿Y qué otra cosa podemos decir?

Salimos a la calle. El cielo estaba encapotado, gris, como si la tierra misma estuviera de luto, pero, a Dios gracias, había dejado de llover.

El rabino Gans lo contempló durante unos momentos, antes de hablar.

—¿Sabías que el día natural es un grado más largo que la rotación normal de la octava esfera de los cielos?

—¿De veras? ¿Y en qué diferencia se traduce eso? —Pensaba que tal vez conociera algún método científico para ganar algo de tiempo.

—Existe una variación de una quinceava parte de una hora.

—Es decir, ¿cuatro minutos?

—En el transcurso de un año, la desviación acumulada es notable.

Y ahí estaba yo, pensando en que teníamos una posibilidad.

Si pudiéramos comprar el tiempo que nos hacía falta, yo habría desembolsado cien florines con tal de disponer de diez horas más. Bueno, a ese precio habría comprado más bien cinco.

Nos encontramos con el rabino Loew junto a la señal del León de Judea, y tomamos la Calle Estrecha en dirección a la Puerta de Levante.

De camino hacia allí, el rabino Gans me habló de su último libro, el Tsemaj Dovid (Los vastagos de David, que a mí me pareció un título muy mesiánico). Ya lo había dado a la imprenta y, keynehore, estaba a punto de salir.

Cuando nos encontrábamos cerca de la puerta, un grupo de tradicionalistas se plantó detrás y nos increpó por trabajar en sabbat. Yo respondí con las palabras del rabino Yojanan ben Nuri, que dice que a quien parte en pos de una misión se le permiten dos mil codos en todas direcciones, mientras que el rabino Loew se limitó a declarar que la Torá permite que los sabios de las nuevas generaciones creen leyes nuevas. Pero los tradicionalistas eran más que nosotros. Entonces, al otro lado de la gran reja, dos hileras de guardias municipales se dispusieron frente a nosotros, dejando un pasillo estrecho entre ellos, que iba desde la angosta abertura de la verja hasta la portezuela abierta del carruaje real.

—¿Eres tú el rabino Loew? —preguntó el lacayo, arrugando la nariz, cómo si sus lustrosos botines no estuvieran acostumbrados al lodo de nuestras calles.

—Así es —respondió el gran Maharal.

—Entonces entrad, judíos. El kaiser os ha concedido una audiencia, y no debéis demoraros.

—Pues me temo que tendrá que esperar.

Por el respingo que dio el lacayo, cualquiera habría dicho que —¡jolile!— el rabino Loew había blasfemado. Dios no lo quisiera.

Finalmente, nuestro interlocutor masculló algo que podía interpretarse como un «¿Qué?».

—Es shabbes —insistió el rabino sin inmutarse—. No podemos montar en carruaje ni en ningún otro medio de transporte. Debemos ir a pie.

Dos mil codos montaña arriba.

Y, en efecto, la ascensión, en compañía de un anciano, iba a resultar lenta.