Capítulo 34

Tomás vio las llamas que devoraban la madera, y el muy hijo de perra se rio en mi cara, a sabiendas de que no podría entregarlo a las autoridades cristianas en pleno asedio. Yo, por mi parte, no me veía capaz de convencer al Consejo de rabinos de que se hiciera cargo de un prisionero cristiano hasta el lunes por la mañana, cuando tal vez, sólo tal vez, las cosas se apaciguarían un poco. De modo que no me quedó otro remedio que cortar la soga con su propio cuchillo de desescamar y soltarlo, a pesar de que había intentado matarme por un puñado de táleros.

Él se frotó las muñecas y abrió la boca, mostrándome sus dientes torcidos, riendo a carcajadas mientras se alejaba, hasta que se internó en una nube de humo y desapareció.

Yo permanecí un momento contemplando las llamas que amenazaban con consumir el gueto, y recordé que el rabino Isaac, el Ari de Safed, sostenía que, para dejar sitio a la Creación, Dios había tenido que replegarse en Sí mismo y dejar un lugar vacío de Su presencia. Yo no había entendido nunca del todo cómo era posible tal cosa, pero por primera vez en mi vida supe que me hallaba en un lugar en el que Dios no estaba presente.

El Destructor había sido desatado, el asesino que no hace distinciones entre los justos y los malvados.

Algunos de los judíos regresaban, a salvo de la marcha forzada, y al hacerlo se enfrentaban al trance de ser «bautizados» en las aguas gélidas de un río al que los bohemios llamaban Vltava y los alemanes Moldau. Para los judíos sumergidos en él, aquellas trivialidades lingüísticas carecían de toda importancia.

—Vamos a hacérselo a todos, maldita sea —dijo uno de los rufianes, calado hasta los huesos, rozando con los dedos el filo de su arma.

Nadie me impidió entrar corriendo a través de la puerta más cercana, donde me encontré ante una escena que parecía extraída de una pintura flamenca en la que un ejército de locos se abriera paso hacia la boca del Infierno.

El gueto estaba casi vacío de judíos y carecía de defensas. Obligaban a los pocos a los que descubrían entre las ruinas a franquear de nuevo las puertas en llamas por las que acababan de escapar. Y aquel predicador alemán a quien llamaban Hermano Volkmar se hallaba de pie sobre los restos de un carro de verduras y alentaba así a sus seguidores:

—¡Tomad todo lo que os plazca! Porque no es robo apoderarse de lo que los judíos nos han robado valiéndose de la práctica obscena y onerosa de la usura.

«¿Usura?» No, por favor, otra vez el mismo caballo de batalla no. Había visto con mis propios ojos la lista de acreedores, y sabía que sólo los burgueses más ricos habían contraído deudas significativas con los prestamistas judíos. Siempre me ha asombrado lo fácil que resulta a los oradores con pico de oro convencer a las masas de pobres de que algo que afecta sólo a los ricos les afecta también a ellos.

El predicador prosiguió con su arenga, pronunciando las consonantes alemanas como estallidos de bala disparados desde un arcabuz.

—Sufrimos la mala suerte de tener que alojar a este grupo de forasteros en nuestras fronteras, como si hubiéramos contraído una enfermedad maligna.

«Llevábamos en aquella parte de Alemania setecientos años, pero seguían considerándonos forasteros.»

—Y es nuestro deber expulsar a estos extranjeros que todavía se niegan a convertirse a la única fe verdadera. Si no lo hacemos, nos enfrentaremos al juicio de Dios, por haber permitido que esta blasfemia quedara impune.

A continuación el hermano Volkmar propuso su solución radical al problema, sacada directamente de un panfleto que contaba con más de cincuenta años de existencia, titulado De los judíos y sus mentiras (cuyo título, desde mi punto de vista, es bastante malo, pues en él se desvela el final). En primer lugar, dijo, los fieles debían quemar las sinagogas de los judíos, y después aplanar las ruinas y cubrir el suelo con tierra para que no quedara en pie ni una sola piedra. Acto seguido los objetos de valor de los judíos debían ser confiscados, y había que prender fuego a sus casas. También había que suprimir sus privilegios de libre movimiento; todos debían vivir en un gran establo, como los gitanos. Había que quemar sus libros de oraciones y sus Talmuds, y prohibir a los rabinos, so pena de muerte, que impartieran enseñanzas. Y, finalmente, había que aplicarles el látigo y enviarlos a realizar trabajos forzados para que se ganaran el pan con el sudor de su frente, en lugar de vivir de la sangre de cristianos inocentes.

Me agaché y levanté una pesada columna de barandilla de madera arrancada de alguna escalera, mientras el hermano Volkmar le decía a quien quisiera escucharle que los judíos llevaban siglos torturando y persiguiendo a los cristianos, envenenando pozos, robando niños y abriéndolos en canal para ahogar con sangre cristiana sus propias pasiones salvajes. Y yo seguía ahí, sosteniendo el balaustre, e imaginando el daño que podría causar al hermano Volkmar con él.

Pero el hermano Volkmar era un solo hombre, y la realidad en las calles del Yidnshtot era que había «más degolladores que gallinas», como decimos en yiddish.

Mi única opción pasaba por llegar a la casa de Hampagasse, rogando porque nuestro golem casero estuviera listo. Me abrí paso como pude, a contracorriente de la multitud, y corrí por Schilesgasse.

«Vamos, Dios —rezaba—. Ya no me queda ni un penique, y necesito al menos un tálero para comprar tiempo. Tú eres mi última opción. Si tenías pensado ayudarme alguna vez, éste es el momento. Envía ayuda. Envía a Elías. Haz algo. Si no otra cosa, al menos dame fuerzas.»

El rabino Joshua dice: «Quien camina por un lugar peligroso escoge una oración corta.» Pero yo opté por un salmo entero, ese que empieza: «Yosheyv b'seyser elyon, b'tseylShaddai yislonon…» El que habita al amparo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente…, porque se supone que ese salmo protege contra las armas (sobre todo contra las dagas). Pero pronto tuve que pasarme al latín: «Qui habitat in adjutorio Altissimi, in protectione Dei coeli commorabitur…», que no era en absoluto lo mismo, y los saqueadores me miraron con recelo, mientras pasaba por su lado pronunciando aquellas palabras raras.

Doblé la esquina y me encontré con un espectáculo que debía de haber escapado de la mente enfebrecida de algún demente. Tres muchachos cristianos se habían congregado alegremente alrededor de un saco que colgaba de un gancho. Por turnos, se dedicaban a golpearlo con unos palos. En el interior del saco había algo que tal vez estuviera vivo. Por su forma, podía incluso tratarse de un bebé.

Aparté a los niños agarrándolos por la cara y por el cuello, y ellos escaparon al momento. Entonces retiré el saco del gancho, aspiré hondo, me tranquilicé y lo abrí para ver qué contenía. Se trataba de un gato de pelo rojizo, cubierto de sangre y totalmente desfigurado.

El sabor de aquella salchicha abominable ascendió una vez más desde lo más profundo de mi garganta. Tragué saliva y reprimí las ganas de vomitar. Las cosas ya estaban bastante mal tal como estaban.

Un estrecho haz de luz marcaba el recorrido del sol naciente a lo largo de la calle. Se dice que el sol sólo ha sido detenido por tres personas desde que el mundo es mundo: por Moisés, por Josué y por un héroe popular llamado Nakdimon ben Gorion. A los tres les hacía falta más tiempo para cumplir con sus misiones de inspiración divina.

Y entonces me paré a pensar que yo mismo llevaba tres días suplicando más tiempo, y que en cambio ahora ya no veía el momento de que acabara aquel día. «Tráenos la noche, oh, Señor. Que me trague la tierra.»

Pues está escrito que «Él manda al sol, y no sale».

Cuánto anhelaba que algo así sucediera.

Pero también dicen que el hombre no debe perder la esperanza, ni siquiera cuando el filo de la espada se posa sobre su nuca.

Las patrullas de a pie habían desalojado todas las viviendas de la calle excepto una. Yo no sabía por qué, pero habían pasado de largo al llegar a la casa de citas de Hampasgasse.

Tal vez ése fuera el milagro que yo estaba esperando.

Encontré a mis compañeros de conspiración en el cuarto de atrás. Habían bloqueado el paso con cajas vacías, consiguiendo que el corredor corto pareciera un almacén.

—¿Dónde diablos te habías metido? —me preguntó Trine al verme aparecer—. Dijiste que volverías en un par de horas.

—¿Y qué le ha pasado a tu pelo? —se extrañó Zinger.

—Lo siento —dije—. Si yo controlara el mundo…

—Habría menos Hamans y más Purims —sentenció Trine—. Y ahora, quítate esa ropa húmeda. Vamos, no seas tímido. ¿Crees que tienes algo que no hayamos visto ya? Así está mejor. Toma.

Y me alargó un atuendo que podría haber sido el de un aguador cristiano.

—¿No tienes ropa judía? —le pregunté.

—Los judíos no se emborrachan, no pierden el conocimiento y no olvidan sus prendas de vestir aquí.

No tuve más remedio que darle la razón.

—Por cierto, ¿dónde está tu ropa? —quiso saber.

—Me la he dejado en casa del rabino Loew.

Ella me miró con interés, pero yo tenía frío, estaba empapado, y no quise entrar en detalles.

Cuando estuve listo me llevaron a la habitación contigua, la de Yosele. Había un montón de tierra fresca sobre la cama que resultó ser un hombre vivo, que respiraba. Trine le dio una palmadita en la mejilla y le dijo que era hora de levantarse. Yosele tenía el rostro y los brazos sucios de barro, y la mugre le cubría el pelo hirsuto. Ciertamente, parecía una criatura hecha del lodo del cementerio, y cuando se calzó las botas con alzas que Zinger le había confeccionado, se elevó sobre nosotros a una altura de siete pies. Sus primeros pasos vacilantes hicieron temblar tanto el suelo que una gran cantidad de polvo empezó a desprenderse de las vigas del techo.

—Te acuerdas del reb Benyamin, ¿verdad? —le preguntó Trine.

—Sí —respondió él con su gesto forzado característico.

—Ahora irás con él y harás lo que te diga, ¿de acuerdo?

—Sí.

Yosele me agarró la mano derecha para estrechármela, con tal fuerza que estuvo a punto de aplastármela.

—Pórtate bien, Yosele —le pidió Trine.

—Yo-se-le —repitió él.

Aquel gigante tenía la fuerza de diez hombres, pero seguía siendo tan torpe como un niño de tres años.

Aun así, intenté explicarle lo que íbamos a hacer.

—Escucha, Yosele. Está escrito que cuando un hombre hace una mitsveh, Dios envía un ángel para protegerlo, y que cuando hace dos mitsvehs, Dios envía dos ángeles. De modo que si intentamos salvar a varios miles de almas, eso significa que Dios nos enviará una legión de ángeles para que nos protejan.

—No estarás pensando en sacarlo ahí fuera tú solo, ¿verdad? —dijo Trine—. Será mejor que te acompañe.

—No, es demasiado peligroso.

—Si es demasiado peligroso para mí, también lo será para él.

—Yo lo vigilaré, te lo prometo.

—No, te acompaño yo —terció Zinger.

—¿No te da miedo? —le preguntó Trine.

—Cuando uno ha sentido el pánico escénico, querida mía, no hay nada que pueda superarlo —respondió y, dirigiéndose a mí, añadió—: estoy dispuesto a morir a tu lado, defendiendo el Yidnshtot.

—No tengas tanta prisa —lo disuadí—. Ya habrá mucho tiempo para morir.

—Tienes un humor muy negro, shammes —replicó él.

Yosele gruñó algo que nadie entendió.

—¿Qué has dicho? —le preguntó Trine.

—Bao.

—¿Baño?

—Bao.

—¿Cuarto?

—Bao.

Trine negó con la cabeza.

—Ni siquiera yo entiendo todo lo que dice —me confió—. Tened cuidado con él. Es muy inocente. No permitáis que le suceda nada malo.

Yosele gruñó.

—Está diciendo lo que todos pensamos —dijo Zinger.

Los tres nos echamos a reír, y la risa alivió un poco la tensión que sentíamos. Pero al separarnos, las sonrisas se borraron de nuestros labios: tal vez no volviéramos a ver otras.

Lo más difícil de ser guerrero es saber cuál es el momento indicado para lanzar el ataque. Espié desde la escalera del sótano para ver qué ocurría en la calle. El extremo norte de Hampasgasse estaba bloqueado por los incendios, y una muchedumbre se había congregado en el otro extremo de la calle, junto a la entrada de la shul de Klaus. Un par de saqueadores pasaron caminando muy deprisa, cargando un tronco pesado, y pidieron ayuda a algunos indecisos, posibles ladrones, para abatir con el improvisado ariete el portón de madera que daba acceso a la sinagoga.

Cuando éste cedió, los vándalos empezaron a pelearse entre ellos para llegar antes a las montañas de tesoros que, estaban convencidos, se hallaban enterrados bajo los suelos de piedra, esperando sólo a que alguien los sacara a la superficie. Fue entonces cuando yo agarré el brazo de Yosele, y juntos corrimos por la calle hasta el cementerio, invocando a Dios para que nos diera fuerzas: «Que Miguel esté a mi derecha, Gabriel a mi izquierda, Uriel ante mí, y Rafael detrás de mí…»

—Ma-na.

—Ahora no, Yosele.

Nos escondimos en el cementerio.

—Ma-na —repitió Yosele, señalando una tumba labrada con la imagen del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.

Tres frutos pesados, maduros, tiraban de la rama hacia abajo.

—¿Manzana? —le pregunté.

—Sí.

—No tengo ninguna manzana ahora mismo. Tendrás que esperar un poco.

—Ma-na.

—Más tarde, te lo prometo.

Atravesamos el cementerio para llegar a casa del rabino Gans, porque no había tiempo que perder. Una gruesa columna de humo ya se elevaba desde el tejado de la shul de Pinkas, y un grupo de Judenschläger tumbaba a puntapiés las lápidas de varias generaciones de madres, esposas e hijas.

¿Qué clase de persona es la que se divierte rompiendo tumbas a patadas?

La misma que quema libros en una lengua que ni siquiera entiende porque, para ella, los libros son objetos misteriosos y temibles.

Le pedí a Yosele que hiciera como yo y se agachara.

—¡Ma-na!

—No hay manzanas. Las manzanas más tarde.

—Uv-ha.

—Tampoco hay uvas.

Se arrodilló a mi lado, y al ver su rostro cubierto de barro recordé que había algo que se me había pasado por alto.

—No voy a hacerte daño, Yosele —le dije—. Pero tengo que escribir algo en tu frente. ¿De acuerdo?

Él no dijo que no, y permitió que, con una uña, marcara una palabra en la capa de barro que manchaba su frente.

Emes. «Verdad.»

Como en «Defended la verdad hasta la muerte, pues la verdad os hará libres».

No recuerdo quién lo dijo, pero estoy bastante seguro de que no era judío.

—Está bien. Ya estamos, Yosele. Ahora voy a salir corriendo yo primero, y tú vas a seguirme. ¿Estás listo?

—¡Sí!

—Muy bien. ¡Vamos!

Me puse en pie y corrí hacia mis «correligionarios» cristianos como si me persiguiera el mismísimo diablo, dando saltos sobre las lápidas volcadas como si en el mundo no me importara nada más que abandonar el cementerio lo antes posible.

—¡Corred, corred! ¡Dios mío, salvaos! —grité.

Todos miraron en mi dirección y descubrieron que uno de los suyos saltaba enloquecido sobre las lápidas caídas, y agitaba los brazos, llamándolos, como un demente. Entonces se fijaron en la criatura que me perseguía, y palidecieron al instante. Soltaron los pedazos de mármol que estaban usando para romper las lápidas y corrieron hacia Pinkasgasse.

Volví la vista atrás. Yosele avanzaba por el cementerio destruido. De haberse movido más deprisa, tal vez su disfraz se habría roto, y se habría descubierto que se trataba de una creación humana. Pero era su misma lentitud la que, precisamente, dotaba a su personaje de un gigantismo temible, transformándolo en un humanoide sin alma que se movía inexorablemente hacia delante, inasequible a las súplicas, ajeno a razones. Parecía que no había fuerza humana en la tierra capaz de detenerlo.

El humo salía por las ventanas de la shul de Pinkas, y los judíos huían en todas direcciones, pero un hombre se volvió para enfrentarse al peligro. Solo. Se trataba de Markas Kral. Metió la cabeza en la humareda, se internó en ella y, tras unos momentos de tensión, mi hermano shammes se acercó corriendo a nosotros, envuelto en un humo azulado, haciendo esfuerzos desesperados por respirar, acercándose una Torá al pecho como si se tratara de un niño herido.

En ese momento una voz conocida inundó mis oídos.

—¡Es la voluntad espléndida y justiciera de Dios que este lugar se llene de la sangre de los incrédulos, y que Sus fuegos sagrados limpien la ciudad de mugre!

Las malas noticias viajan deprisa. Mi viejo amigo, el hermano Volkmar, iba a la cabeza de un grupo de verdaderos creyentes que, dejando atrás las casas en llamas, se disponían a abrir la puerta a la turba que se agolpaba en el otro extremo de Pinkasgasse.

Advirtió a los judíos que huían del sonido de su voz que algún día un rey nuevo se alzaría en el oeste, más beligerante que todos los que lo habían sido antes que él, y que reinaría con mano de hierro, y que estaría rodeado de despiadados consejeros que nos obligarían a postrarnos ante él y a decir que él era el Mesías.

También predijo que el mundo terminaría pronto. No estaba del todo seguro de cuándo, pero se suponía que debíamos mantenernos atentos a los años que contuvieran las cifras mágicas: siete y nueve.

Un verdadero n'vie sheker era aquel hombre. Un falso profeta.

Esquivé a dos cristianos que llevaban las manos llenas de cubiertos y otros objetos de cobre, y me aseguré de que Yosele no estuviera demasiado lejos de mí mientras avanzaba a contracorriente de la marea de refugiados que escapaban del peligro. Seguí avanzando como pude hasta la casa del rabino Gans, que estaba a punto de ser devorada por las llamas del edificio contiguo. Llamé con fuerza a la puerta principal.

Una voz me amenazó desde el otro lado.

—¡Apártate o disparo!

—¡Rabino Dovid! ¡Soy yo! ¡Benyamin!

Se oyó el chasquido de varios cerrojos, y la puerta se abrió de golpe. El rabino Gans tiró de mí y volvió a cerrar a cal y canto. Al verlo descubrí que lo más amenazador que sostenía en sus manos era una vela.

—No podemos dejar a Yosele ahí fuera —dije.

—Eso es lo que tú te crees —replicó él, espiando con cautela por la ventana.

Me asomé por encima de su hombro y vi que los grupos de cristianos en desbandada señalaban y gesticulaban exageradamente, boquiabiertos, mientras Yosele, el Golem, avanzaba muy tieso hacia ellos. Creo que aquélla fue la visión más hermosa que había contemplado en toda la mañana.

—Qué lástima que en realidad no tengas pólvora —me lamenté.

—Sí que tengo. ¿No recuerdas que Joachim, mi pariente, es ingeniero de minas?

—Claro que lo recuerdo. Pero ¿por qué no me lo habías dicho antes? Está bien, no importa. Antes tenemos que montar eso, como se llame.

—Ah, sí, la linterna mágica. La primera vez que la encontré descrita fue en una copia robada del Magia Naturalis, de Della Porta —dijo el rabino Gans, iluminando la escalera con la vela y dirigiéndose a la planta superior—. No podía permitirme comprar los veinte volúmenes, claro, ni siquiera de segunda mano.

Tenía, ahí arriba, los manuscritos esparcidos por toda la mesa. Dos de ellos eran obras inconclusas sobre matemáticas; otro, un tratado sobre las Diez Tribus que, en otra ocasión, debería estudiar con más detenimiento.

—¿Sigues trabajando en la crónica de los acontecimientos que han tenido lugar esta semana?

—Sí, pero he tenido que dejarla a medias, lo que es una lástima, pues estos relatos suelen escribirlos los vencedores.

—Bien, pues tal vez haya llegado el momento de que los perdedores redacten un capítulo.

El suelo tembló ligeramente cuando el rabino me condujo hasta la mesa que sostenía una caja negra, del tamaño de un ataúd de niño, de uno de cuyos extremos sobresalía un tubo metálico.

La abrió y fue encendiendo una serie de velas clavadas en unas púas, frente a sendos espejos colocados unos frente a otros, y entonces cerró la tapa, que también contaba con un espejo pegado a ella. Un resplandor intenso emanó del tubo, y proyectó un círculo de luz mantecosa sobre la pared.

—Ayúdame a acercarlo a la ventana.

La pesada linterna era frágil y aparatosa, y nos costó bastante esfuerzo lograr que se mantuviera en equilibrio sobre el alféizar. Desde aquel lugar elevado vi que, del otro lado del muro, un nuevo escuadrón de cristianos avanzaba por la calle en dirección a la puerta de Pinkas, con tantas lanzas y alabardas que habrían podido arrasar un bosque entero.

Si los judíos se unieran como lo hacían los cristianos, serían capaces de lograr todo lo que se propusieran.

Por encima de los tejados me llegaba incluso el chirrido metálico de los cuchillos al pasar por las muelas.

—Mantén fijo el vidrio mientras yo coloco las lentes —dijo Gans, alargándome un pequeño rectángulo de cristal.

Lo alcé a contraluz y miré a través de él. Langweil se había superado a sí mismo pintando directamente sobre el vidrio en tonos rojos y verdes muy vivos. Se trataba de una ilustración del pasaje del Bamidbor en el que Koraj se rebela contra Moisés y Aarón, y la tierra se parte en dos y se traga a todas las tribus rebeldes y sus moradas.

En la representación de pesadilla que Langweil había recreado, un relámpago rasgaba el cielo y en su descenso abría una brecha en la tierra, al tiempo que las montañas se desmoronaban y los israelitas, presas del pánico, se arrojaban de cabeza a la oscuridad eterna del abismo, como un enjambre de insectos sin rostro.

Gans sudaba y torcía el gesto.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Me temo que llevo bastante tiempo sin usarlo. Me está costando mucho enfocar bien.

—¿Quieres que lo intente yo?

—¿Estás familiarizado con la ciencia de la óptica?

—No mucho.

—Entonces olvídalo.

En la calle, Yosele avanzaba aún en nuestra dirección, clavando con fuerza sus pesadas botas en el suelo, los brazos levantados frente a él para mantener el equilibrio. Su paso vacilante confería un mayor realismo a su aspecto, y mantenía a raya a los cristianos.

Aun así, algunos de los hombres allí congregados debían de poseer unos corazones fríos como el hierro, o tal vez su odio superara con creces su temor, pues seguían sembrando la destrucción a pesar de enfrentarse a un ser de ultratumba, creado mediante la manipulación de los poderes ocultos de los nombres secretos de Dios. Nada los distraía de su tarea ni los disuadía, y seguían llevando a cabo sus actos de pillaje, rompiendo ventanas abiertas y arrojando paja en llamas al interior de las casas, para prender fuego a los tapices que colgaban de las paredes.

El barro que cubría la frente de Yosele empezaba a secarse y a cuartearse; a pesar de la distancia, lo veía en la expresión de perplejidad que asomaba a su rostro, el pobre no comprendía por qué todos lo odiaban tanto o querían lastimarlo.

—¿Te acuerdas de cuando los cristianos luchaban los unos contra los otros? —me preguntó el rabino Gans, que seguía peleándose con las lentes.

—Sí. Aquéllos sí eran buenos tiempos.

—¡Ya está! ¡Pásame la imagen!

Obedecí, y el rabino Gans introdujo el vidrio por una ranura y apuntó el cilindro de latón hacia las fachadas destartaladas del otro lado de la calle. Pero para nuestra decepción descubrimos que los colores se veían borrosos, difusos. La imagen estaba desenfocada.

—¡Maldita sea! —exclamó Gans, que acababa de quemarse la mano con el cilindro al intentar ajustar las lentes.

«Es sólo dolor físico —pensé—. No será para tanto.»

Agarré el cilindro, ignoré el dolor creciente que me atenazaba, y giré la lente, imitando el movimiento que había observado ejecutar al rabino. Pero los colores se desenfocaron todavía más, y las formas se difuminaron.

—¡Hacia el otro lado! ¡Hacia el otro lado! —gritó él. Oímos entonces un golpe seco, y un chasquido de madera al partirse.

Alguien daba puntapiés a la puerta, en la planta baja. Miré hacia abajo y vi a dos mercenarios apostados junto al umbral, apoyando todo su peso en la puerta. Uno de ellos lucía el bigote negro y rizado, y la barba puntiaguda que identificaba a los corsarios de Berbería, y el otro era tan corpulento que habría podido partirle la espalda a un cerdo usando sólo sus manazas. Éste fue el que alzó la vista y, al vernos, blandió su arma husita, apuntándonos con ella.

Yo seguía moviendo el foco, a pesar de que me quemaba los dedos, hasta que la imagen surgió con mayor claridad, y en ese preciso instante Yosele se plantó justo delante del haz de luz, y su rostro se volvió rojo, y verde, y rojo de nuevo, y los cristianos que entraban a raudales por la Puerta de Pinkas aminoraron el paso durante unos segundos valiosísimos.

El mercenario de la barba puntiaguda gritó:

—¡Se os acaba el tiempo, judíos! ¡Presentad vuestras pruebas!

—¡Enfócalo sobre ellos! —dijo Gans.

—¡No! ¡Hacia el otro lado!

—¿Qué? ¿Estás loco?

—¡Haz lo que te digo!

Forcejeamos con la pesada linterna, para salimos con la nuestra, mientras la puerta, abajo, empezaba a ceder.

Finalmente logramos dirigir la linterna hacia lo alto de la calle, para que la imagen traslúcida apareciera proyectada sobre los muros desolados, detrás de Yosele, como una visión gigante que descendiera de las nubes. Pero las manchas pálidas de color se veían aún más borrosas y difuminadas que antes.

—¡Ya te lo decía yo!

La linterna se apoyaba en un equilibrio muy precario sobre el alféizar. Mi brazo derecho sostenía casi todo el peso, por lo que metí el otro brazo dentro de la manga de la camisa, intentando que la tela áspera se frunciera y yo pudiera agarrarla con la mano que me quedaba libre.

—¡Malditas sean estas ropas cristianas!

Mi capa judía, larga, me habría venido muy bien para lo que me proponía hacer, pero en aquellos momentos sentía que la túnica corta que llevaba conspiraba contra mí.

Finalmente logré agarrar la tela y usarla para seguir sosteniendo el cilindro sin quemarme, y pude girar la lente en la dirección correcta hasta que la imagen quedó enfocada, grande, temible, proyectada sobre el muro lejano.

Pero el cristal se había calentado tanto que la imagen empezó a burbujear y a derretirse. Afortunadamente, parecía que, en efecto, el Día del Juicio hubiera llegado, y que estuviéramos viviendo nuestros últimos momentos.

Un grupo de judíos empezaba a congregarse en el punto en que Pinkasgasse confluía con la Calle Ancha, Belelesgasse y la Calle Estrecha. A pesar del humo, distinguí el vago contorno de las armas que se mecían al viento suave como espigas de centeno.

—¿Es normal que se caliente tanto? —pregunté.

—¿Sabes cuántas velas he tenido que usar para conseguir que este artilugio brille la luz del día?

Los dos mercenarios irrumpieron en la planta superior, el grandullón blandiendo su arma, y una espada abollada que, con todo, parecía lo bastante afilada para cortarnos a los dos en pedacitos.

—El juego termina aquí, judíos —dijo el del bigote rizado y, metiéndose la mano en la capa, con un movimiento continuo y elegante extrajo de ella una pistola alemana.

Se trataba, por cierto, de uno de los movimientos más elegantes que yo había visto en mi vida.