Capítulo 27

A Erika, que descendía por Langergasse con el nombre de su amado encerrado en el puño, el corazón le aleteaba muy deprisa, como un colibrí. Sentía el poder de las letras mágicas derramarse sobre la palma de su mano, como si la tinta misma expandiera su fuerza.

«¿Por qué la hija del carnicero no trabajaría para algún burgués rico e influyente?», se preguntaba. Con todos sus conocimientos sobre escritura de palabras, ¿por qué seguía Anya Cervenka trabajando para Meisel, ese judío? ¿Cómo podía aceptar vivir tan cerca de él? Por supuesto, la esposa del señor siempre se mostraba muy condescendiente con los judíos, pero aquella mujer era una vaca ignorante que no sabía lo que hacía. Anya, en cambio, era lista.

Los aposentos privados del señor Kopecky empezaban a enfriarse, por lo que éste recibía a las visitas medio incorporado en su gran lecho ceremonial, en el salón, envuelto en un batín de terciopelo y en varias mantas de lana. Los dos Reiters iban de un lado a otro, las botas llenas de barro, relatando con apasionamiento y gran profusión de detalles la pelea de la que habían sido testigos, riéndose, maldiciendo y dando puñetazos al aire para enfatizar su historia.

—Si hay que ser justos, la verdad es que esos judíos han presentado batalla.

—Sí, lo hicieron.

—A mí me ha parecido que se han defendido con gran valentía.

—¡Ja, ja! ¡Ya veremos lo valientes que son mañana!

Erika puso los ojos en blanco al pensar que los judíos pudieran destacar en algo que no fuera la magia negra y el robo.

Se metió en la alacena a la primera ocasión que tuvo, colocó una vela sobre la mesa y finalmente dejó que sus dedos se abrieran como los pétalos de una margarita nueva. Como tenía la palma de la mano algo húmeda, el papel se le había pegado a la piel, y tuvo que tirar un poco. Esperaba que, a pesar de ello, ardiera como era debido. Lo alisó, acariciándolo con las yemas de los dedos como si fuera la piel de su amante, y entonces lo acercó a la llama para que su luz lo bañara e iluminara el nombre de su amado con su resplandor dorado. Sintió los latidos de su corazón entre el pulgar y el corazón, pero el pedazo de papel apenas tembló cuando lo acercó más y, finalmente, lo colocó en el centro blanco y ardiente de la llama. La hoja se retorció, elevándose en un destello, y se le pegó a los dedos a pesar de que ella intentaba soltarla.

La puerta se abrió de golpe en el momento en que el último fragmento, rebelde, volaba de sus dedos y caía al suelo en una espiral de humo y ceniza.

Las otras doncellas se rieron de ella, y le dijeron que se diera prisa en montar la nata para la cena del señor.

Siguió a sus compañeras hasta la cocina y vertió la nata líquida en un cuenco de porcelana. Fue a buscar unas varillas y empezó a batirla. Pero cuando la cocinera la envió de nuevo a la cocina a buscar un poco más de azúcar, ella lo hizo por el camino más largo, para poder echar un vistazo al salón de su señor. Y, cuando regresaba a sus quehaceres, el milagro que llevaba tanto tiempo esperando se produjo al fin.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó el señor Kopecky. Ella se acercó al quicio de la puerta, volviéndose un poco para mostrarse de perfil.

—Soy yo, señor. ¿En qué puedo serviros?

Su amo necesitó unos segundos para pensarlo.

—¿Qué llevas en la mano?

—Azúcar, señor. Es para su nata montada.

—¿Eso es lo que se supone que estás haciendo ahora?

—Sí, señor.

Él le ordenó que fuera a la cocina a buscar el cuenco de nata montada y regresara con él. Le dijo que su esposa todavía tardaría una hora en regresar de misa, y que deseaba que alguien le hiciera compañía mientras leía.

«Menuda esposa», pensó. Erika lo oía todo a través de las paredes, y sabía que sus encuentros conyugales eran tan poco frecuentes que aquel matrimonio, según el derecho alemán, apenas podía considerarse válido. Si ella estuviera en el lugar de aquella dama, las cosas serían muy distintas.

Se sentó junto a la cama y siguió batiendo la nata hasta que empezó a espesar. Metió un dedo dentro y se lo lamió. Todavía le faltaba azúcar. Vertió más y siguió batiendo.

El señor leía en voz alta un libro de historias piadosas, y había escogido un relato con moraleja, en verso, sobre un grupo de villanos judíos que vivían de la usura y la villanía.

—«Nuestro primer enemigo, la serpiente Satanás, que tenía en los corazones de los judíos su guarida y su nido» —leyó él, mientras ella seguía montando la nata.

—«El maldito judío agarró al niño y lo levantó deprisa, y le cortó el pescuezo y lo echó en una zanja.»

Ella metió el dedo en la mezcla y volvió a lamérselo. Todavía debía seguir batiendo.

—«Os digo que lo arrojó en un retrete…»

Ella ahogó un gritito y se ruborizó.

—¿Qué ocurre? —le preguntó él—. ¿Es por la palabra «retrete»?

—Oh, mis oídos vírgenes —dijo ella, fingiendo gran pudor.

Él sonrió, siguiéndole el juego.

—Interesante —dijo él, echándose hacia delante para verla mejor—. Y dime, ¿qué otros orificios vírgenes tienes?

Ella dejó de batir la nata, metió el dedo dentro y se lo lamió despacio. Ahora sí, ya estaba lista para comer.

Momentos después su señor abrió un cajón de la mesilla de noche y extrajo un anillo de plata. Se lo ofreció y le prometió que habría más.

Entonces su voz se tornó más grave, como si se le hubiera ensanchado la lengua, y añadió:

—Y ahora, como dicen en el Buen Libro, el lobo yacerá con el cordero.