Capítulo 30

—Tranquilízate —dijo Anya—. Convertirse en cristiano es más fácil de lo que crees.

—Será para algunos.

La joven intentaba proporcionarme uno de aquellos cortes redondos, de paje, o de campesino, pero no tenía en cuenta que ese estilo sólo va bien con los cabellos lisos, y aprendía a marchas forzadas que los tirabuzones de los judíos no pueden cortarse por la mitad.

—Jesús, es como esquilar a una oveja —protestó, frotándose las palmas de las manos. Me pasó entonces los dedos por el pelo, atrapando en ellos los rizos a medio cortar, para poder rematarlos—. Ojalá tuvieras el pelo más liso —añadió.

—¿Quieres decir como el de Yankev?

Me agarró con fuerza las raíces, y yo supe que, si no quería quedarme sin orejas, más me valía cambiar de tema.

—Deja de preocuparte —la tranquilicé—. Es un estudioso de prestigio, y cuenta con el apoyo de Meisel. El rabino Loew recurrirá al Consejo de la Comunidad mañana mismo, a primera hora, y ellos se asegurarán de que tu Yankev vuelva sano y salvo.

«Buen Señor. ¿Oyes lo que digo? "Tu Yankev".» Se suponía que su relación escandalizaba al mundo, y en cambio ya se había convertido en tema habitual entre nosotros. O tal vez fuera algo a lo que había dejado de dar importancia, como al hecho de reparar una puerta que chirría en medio de un terremoto. Cuando las paredes se vienen abajo, ¿quién se molesta en engrasar las bisagras?

Entretanto, los rizos caían sobre mis hombros y, desde ahí, al suelo.

Le dije a Anya que a los judíos obligados a convertirse al cristianismo se los perdonaba.

—Rambam nos aconseja confesarnos, renunciando a la muerte.

—Sí, pero ¿cuántos de los dirigentes del gueto son seguidores de Rambam?

Ella tenía razón, por supuesto.

Lo racional no caminaba por nuestras calles. Lo racional se había ocultado para evitar persecuciones durante el largo reinado de terror que oscurecería nuestras ventanas durante los próximos cien años, hasta que algún futuro Príncipe Encantador que todavía no había nacido rompiera el hechizo con un beso.

—¡Espera! ¡El pelo se me mete en los ojos! —Intenté apartarme los cabellos sueltos, pero eran tantos que se me pegaban a las manos.

—Por lo menos ahora te los veo. Yo creía que eran de un castaño claro, pero son color avellana —comentó ella—. Tú siempre hablas mucho de ojos. ¿Por qué crees que lo haces?

—Tú calla y corta —repliqué, parpadeando.

—Pura curiosidad —prosiguió ella, clavándome la mirada como si fuera la gubia de un carpintero—. Tal vez sea porque el modo en que nos vemos unos a otros importa muchísimo. ¿Es eso?

Como decía el rabino Loew: «No es lo que es, sino lo que la gente cree que es.»

—Sí —convine con ella—. Yo no lo habría expresado mejor.

¿Cuándo había aprendido la hija de aquel carnicero a ser tan curiosa? ¿De quién había heredado aquel intelecto tan vivaz? Los caminos del señor eran a menudo inescrutables, pero no siempre permanecían del todo ocultos a nuestros ojos. Conviene tener presente que la madre del mismísimo Rambam era también hija de carnicero, por lo que ¿quién era yo para decir que algún día aquella mujer no habría de ser bendecida con algún hijo que llegara a convertirse en un segundo Rambam?

Por un instante vislumbré otro mundo, como si se tratara de una pintura cubierta por una gasa muy fina. Se trataba de un mundo igual en todo a éste, un mundo en el que Anya iba vestida con ropa hermosa, una visión fugaz de brocados relucientes. Ella había madurado con elegancia, y sonreía mientras separaba los brazos para abrazar a un estudiante joven, que era su hijo.

Pero ¿en qué mundo podría suceder algo así? Tal vez en algún mundo soñado, pero no en el nuestro.

Nuestro mundo era una pompa de jabón tornasolada que caía inexorablemente hacia la tierra. ¿Rebotaría al llegar al suelo, como sucedía en ocasiones con las pompas de jabón, o estallaría convertida en un arco iris de gotas diminutas?

Ibn Ezra dice que una vida breve pero llena de sabiduría es preferible a una vida larga pero vacía de ella, y si él hubiera compartido con nosotros nuestra noche de vigilia, yo lo imaginaba encerrándose en su cuarto, ajeno a todo, escribiendo poesía mientras aguardaba la llegada de su última hora sobre esta tierra.

Pero para nosotros los segundos pasaban, y todavía no sabíamos qué haríamos para sobrevivir más allá de las doce del día siguiente.

Mis últimos tirabuzones cayeron al suelo. Anya me retiró los mechones de pelo de los hombros con un trapo, como si yo fuera un animal de granja, y me pasó la mano por la nuca para eliminar los más cortos, que eran los que me picaban más y llevaban ya un buen rato atormentándome, metidos entre la piel y el cuello de la camisa.

A pesar del frío, sentí que su mano estaba caliente. Humedeció un peine y me lo pasó por la cabeza, orientando mi pelo, casi rapado, en direcciones para las que Dios no lo había preparado, intentando crear la ilusión de que lo tenía liso de manera natural. Una vez que me hubo empapado el pelo con tal cantidad de agua que hubiera bastado para fregar todo el suelo de la cocina, levantó un espejo de mano para que pudiera ver qué aspecto tenía con el cabello corto y pegado a la cabeza.

En efecto, parecía medio cristiano. Sentía frío en la coronilla, y de pronto mi barba rabínica me parecía fuera de lugar.

—Ahora le toca a la barba, ¿verdad? —sugirió ella—. ¿Estás seguro de que estás preparado? ¿No estás a punto de violar algún precepto?

—El gran ReMo de Cracovia, olev ha-sholem, nos enseñó que podemos desviarnos de la ley en circunstancias excepcionales, o cuando esté en juego la vida de muchas personas.

—Como ahora.

—Sí.

—¿Y a qué otras desviaciones de la norma estás dispuesto?

—A las que la necesidad de cada momento me imponga.

—¿Y eso lo decía el rabino Isserles?

—Sí.

Anya observó mi barba desde distintos ángulos, y transcurridos unos segundos comenzó a cortármela.

—Ese rabino, Isserles, parece un hombre muy práctico y muy sabio. Un auténtico… ¿cómo era la palabra? ¿Un hasid?

—Supongo que quieres decir tsadek.

—¿Qué diferencia hay?

—Un hasid es un hombre pío que siempre se mantiene fiel a la literalidad de la ley, y un tsadek es un hombre justo que halla significados en los vacíos que se abren entre las letras de la ley.

Ella arrugó los labios y se mantuvo unos instantes pensativa.

—Bueno, en ese caso, supongo que yo preferiría ser justa a pía.

—Pues entonces te convendría compartir habitación con los tsadeks.

—Dime una cosa… —dijo ella.

Yo aguardé a que siguiera.

—¿Por qué nuestros sentidos nos engañan a veces y nos hacen creer que deseamos mucho algo, y cuando finalmente lo poseemos resulta no ser lo que esperábamos?

Pero no me dio tiempo a responderle, y como un buque que vira y cambia de rumbo, al momento pasó a otro tema.

—Por ejemplo, ¿por qué hay cosas que huelen mucho mejor que saben?

Si en vez de estar en tierra nos hubiéramos hallado de verdad en alta mar, me habría echado sobre la cubierta para evitar el impacto.

De modo que le contesté:

—La verdad es que nunca lo había pensado, pero se trata de una excelente pregunta. Abre la puerta a muchas posibilidades, lo que indica que posees un intelecto activo y vigoroso.

Ella me estaba recortando los pelos a la altura de la mandíbula, y se detuvo un momento a pensar. Al principio me pareció que lo hacía complacida por mi cumplido, pero no tardé en darme cuenta de que en realidad me estaba dejando tiempo para responderle.

Valoré un poco más el asunto y le dije:

—La explicación más lógica sería que nuestro sentido del olfato es más refinado que el del gusto.

A ella se le iluminaron los ojos.

—Sí, claro, tiene sentido. Excepcional.

—No tanto.

—Yankev no supo darme una respuesta.

—Bueno, él es joven todavía…

—No…

Y me tapó la boca con la mano.

—Eres muy amable en decirlo, pero… diría que tú eres el único tsadek que hay por aquí —añadió.

—Yo no soy ningún tsadek —discrepé, mientras ella reanudaba la delicada tarea de recortarme los pelos del bigote y la barbilla—. Si lo fuera, no me habría metido en este lío.

—Todos estamos juntos en este lío.

—No estoy hablando de este lío.

—¿Entonces? ¿De qué otro lío hablas? ¿De uno tuyo, personal? —preguntó, incorporándose.

Había terminado ya con las tijeras y el peine. Los dejó sobre la mesa y se secó las manos en el delantal. A continuación levantó un cuenco y, con una brocha corta, empezó a remover el jabón de afeitar.

Me embadurnó la cara de espuma, y para hacerlo se acercó tanto a mí que me llegó su fragancia.

Entonces le hablé de Reyzl, le conté que al principio todo había sido una aventura, que nos habíamos ido juntos hacia el este y habíamos creado un hogar juntos. Yo era muy atento con ella, y la sencilla revelación de los placeres conyugales también suponía una bendición. Pero entonces, ella había empezado a añorar a su familia, las grandes ferias, los días de mercado, los actores itinerantes que llegaban con las últimas tragedias inglesas, cada vez más truculentas… Todas esas diversiones que una gran ciudad como Praga puede ofrecer. No nos benefició nada que sus hermanastras concertaran buenos matrimonios, mientras nosotros vivíamos casi en la pobreza.

Anya apenas daba muestras de oír lo que le decía, pues se hallaba concentrada en la operación de afilar la navaja pasando el filo por una tira de cuero, como una sacerdotisa que se preparara para sacrificar a un carnero.

Le conté que había renunciado a mi plaza de estudioso en Slonim porque no quería perder a Reyzl. Pero tampoco quería perder mi posición de estudioso.

—No se puede tener todo —dijo ella acercándome la navaja a la mejilla.

Vaciló unos instantes, antes de atacar.

—Entonces, ¿es cierto que tu piel nunca ha entrado en contacto con el filo de una navaja?

—Sí, es cierto.

—Asombroso.

Me mantuve en silencio mientras ella, con gran delicadeza, me rasuraba el bozo de las mejillas como una esposa que se dedicara a recoger hierbas aromáticas de su huerto.

—¿Y has intentado hablar con ella? —me preguntó.

—Por supuesto.

—¿Y?

—No fue muy bien.

—En ese caso, tendrás que intentarlo de nuevo.

—¿De qué serviría?

—¿Qué actitud es ésa? Cuando estudias alguna cuestión difícil, señor estudiante, ¿siempre se te ocurre la respuesta a la primera?

—Claro que no.

—Pues a veces con las mujeres ocurre lo mismo.

Y entonces, mientras ella me secaba la cara con una toalla y me alargaba el espejo, sentí un calorcillo en el centro del pecho.

—¿Y bien? ¿Qué te parece tu nueva imagen? —preguntó ella.

Me devolvía la mirada un rostro desnudo, de mejillas coloradas. Había empezado a dejarme barba en mi primera adolescencia, y la línea de mis labios dibujaba una forma y una definición masculinas que no había visto nunca en ellos.

—Es como contemplar el rostro de algún pariente lejano —le respondí—. De un primo segundo, o algo así. Alguien que no soy yo, pero al que me parezco.

Ella me pasó los dedos por la superficie suave de mis mejillas para comprobar si había hecho bien su trabajo.

—No está mal —declaró, antes de añadir—: mejor un judío sin barba que una barba sin judío. —Me dio un pellizco—. Y ahora tendremos que quitarte esa ropa llena de barro.

—Sí, claro. ¿Y de dónde saco yo ropa limpia?

Anya entreabrió los labios y dibujó con ellos una sonrisa encantadora, amplia, al tiempo que abría su bolsa y me mostraba un hábito con un cordón en el centro.

—Por Dios, mujer. ¿Qué más llevas en ese zurrón?

Ella casi me guiñó un ojo y me entregó el conjunto de ropas cristianas que había traído consigo.

Tenía las manos tibias.

Yo no sabía de quién eran aquellas prendas, pero no me atreví a preguntárselo.

—Y una cosa más —dijo ella.

Algo en su tono de voz me hizo callar y mirarla fijamente.

—Creo de verdad que deberías ir a hablar con tu mujer. Ve a verla y dile… —Tragó saliva, y a mí me pareció que se le aguaban los ojos—. Ve y confiésale cuáles son tus sentimientos verdaderos antes de salir por ahí a enfrentarte a Dios sabe qué peligros.

—¿Por qué no? Si han de ahorcarme, casi mejor que lo hagan del árbol más alto.

—Espero que eso no haya sido un intento de parecer heroico.

Quise darle una palmadita rápida en el hombro, pero mi mano se demoró en él como un puente que uniera a personas de dos orillas distintas. Creo que ella también lo sintió así.

Le dije lo que nos enseña el rabino Nathan:

—¿Sabes qué es un héroe de verdad? Alguien que convierte en amigo a un enemigo.

—¿Te apetece una vaynshl?

—No, gracias, señora Rozansky —respondí, agitando los pies, incómodo, como un joven de dieciséis años.

Nemt epes in moyl arayn —dijo, alargándome un cuenco de cerezas.

Ah, de modo que eso era lo que significaba vaynshl… Nosotros, en Slonim, las llamábamos vishnya.

—No tiene por qué ofrecerme nada, señora Rozansky. Sé que es tarde. Sólo necesito hablar con Reyzl.

—Reyzl no está en casa —terció su padre, con la pipa entre los dientes.

Estaba fumando aquel tabaco moderno, llegado del Nuevo Mundo, que se lleva el salario de un día en unas cuantas caladas.

Ninguno de los dos lograba apartar la vista de mis mejillas recién rasuradas.

Finalmente, fue la señora Rozansky la que habló.

—Reyzl se ha quedado en casa de una amiga, que está al final de la Calle de los Tres Pozos.

¿Reyzl se había instalado más cerca de la brecha abierta en la muralla?

—¿Por qué? —quise saber.

Zalman Rozansky me echó un poco más de aquel humo tan caro.

—Eso tendrás que preguntárselo a ella.

Un tramo más de escaleras, pensé. Un tramo más de escaleras que conducían a otro pasillo más estrecho.

Llamar a la puerta había implicado despertar a la casera, lo que había resultado ser un error grave. Ella me miró de arriba abajo, declaró que su establecimiento era un lugar respetable, e insistió en acompañarme, tras lo que enfiló la escalera con la lentitud de un chorro de miel cuesta arriba. Finalmente llegamos a la tercera planta, y llamó con los nudillos.

—¡Reyzl! Hay alguien aquí que quiere verte.

—Un momento, señora Leibstein.

El suelo crujió, y se oyeron unos pasos femeninos.

Reyzl tenía los ojos risueños cuando abrió. Pero al ver a aquel desconocido en el umbral se le heló la mirada, y compuso un gesto serio.

—Ah, eres tú. ¿Qué quieres?

—¿Quieres que lo eche? —le preguntó la casera.

—No, está bien, señora Leibstein. Gracias.

La mirada que me dedicó aquella mujer la habría considerado mal de ojo alguien menos racional que yo; acto seguido inició un lento descenso, para no perder detalle de nuestra conversación.

—¿Qué te has hecho? —me preguntó Reyzl. Hacía frío en el rellano, pero ella seguía ahí plantada, con su bata gruesa, de lana, contemplando mi rostro imberbe—. ¿Tienes idea de qué hora es? —prosiguió, cruzándose de brazos.

—Esto… no.

—Ya se nota. —Bajó los brazos, me dio la espalda y entró en el cuarto.

Yo la seguí.

Las sábanas estaban arrugadas, pero yo no la había levantado de la cama. Se notaba que llevaba un tiempo ocupándose de sus cosas: había una pila de ropa y otros objetos junto a un baúl pequeño que reposaba sobre la mesa de la ventana.

—Date prisa —me conminó, cogiendo de la pila una falda negra.

—¿Qué estás haciendo?

—¿A ti qué te parece que hago? —replicó ella, sacudiendo la falda—. Voy a quedarme con unos amigos en el Barrio Cristiano hasta que no haya peligro de volver al gueto.

Dobló con cuidado la falda y la metió en el baúl.

—Si quieres huir, ¿por qué no regresas conmigo a Slonim?

—No quiero huir. Es sólo por unos días, hasta que… Bah, olvídalo. Ahora mismo no tengo tiempo para esto —dijo, metiendo sus afeites en el monedero azul, junto con unas borlas doradas.

—¿No tienes tiempo para mí?

—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Empezar a romper muebles?

—He aprendido a no hacer esas cosas desde que te fuiste —le dije—. Intento no reaccionar así tanto como antes.

—¿No tanto como antes? ¿No sería mejor no reaccionar así nunca más?

—Créeme, lo intento.

—Con un par de años de retraso, Benyamin.

Reyzl metió unas zapatillas de seda en el baúl.

—Estoy intentando mejorar…

—¿Y dónde diablos están los protectores imperiales? ¿No se suponía que debías convencerlos tú para que nos proporcionaran protección? ¿Tú ves el menor rastro de las tropas del keyser Rodolfo por ahí fuera? —me espetó ella, señalando la ventana con la mano.

El gesto hizo que la llama de la lámpara parpadeara y estuviera a punto de apagarse.

—¿Cómo vas a pasar por delante de todos esos Judenschläger? —le pregunté—. ¿Dónde vas a esconderte? A menos que yo pueda abrir una brecha en sus defensas, no lograrás ir veinte pasos más allá de las murallas.

—¿Ah, no? —me desafió, aunque noté que su arrojo empezaba a flaquear.

Sin embargo, la guerra de las palabras seguía ganándola ella. ¿Cómo se suponía que iba a reunir el valor para combatir a aquellas hordas de aniquiladores de judíos cuando no lograba convencer siquiera a una mujer testaruda de que me prestara atención durante cinco minutos? De pronto me invadió un gran cansancio. Me senté al borde de la cama antes de que el mundo se derrumbara como un castillo de naipes.

«El Guardián de Israel no duerme.»

Pero yo no era el Guardián de Israel.

La vela seguía parpadeando junto a la ventana, consumiendo su vida efímera y enviando al aire un fino penacho de humo que pronto sería el único rastro de su existencia.

—No me rechaces así —le dije.

—El ReMo dice que no hay que rechazar a ningún pobre sin antes darle algo, aunque sólo sea un higo seco.

Reyzl seguía allí de pie, intentando decidirse entre una blusa blanca y otra roja, sosteniendo las dos y examinándolas a la luz, como si sopesara qué iba a resultar más importante en los días venideros, su belleza o su utilidad. Finalmente se rindió y metió las dos en el baúl.

Cuando lo hubo hecho se acercó a la cama y se sentó a mi lado.

—Un día duro, ¿verdad? —me dijo, dándome una palmadita en la espalda y recuperando con su gesto parte de nuestra antigua familiaridad.

—Una semana dura —respondí yo.

«Un año duro. Una vida dura.»

—Se nota. Antes no te rendías tan pronto.

Pasé por alto su comentario.

—Estás muy cansado, eso es todo —continuó, frotándome los hombros.

—Podría hacerlo si tuviera ayuda. El problema es que no puedo hacerlo solo.

—El problema es que estás demasiado cansado e irritable para enfrentarte a esto de manera lógica.

—No estoy…

—Benyamin, tú eres un buen hombre. Y cuando te conocí, eras el más listo del pueblo.

—Pero era un pueblo tan pequeño…

—Escúchame bien. No estás pensando con claridad. Tienes que descansar para recuperar energía, y ya verás que volverás a pensar bien.

—No dispongo de tiempo para eso…

—¿A qué te refieres? ¿No decías tú siempre que, cuando un hombre come y duerme para mantener sus fuerzas y poder cumplir con los mandamientos de Dios, esas actividades también se vuelven sagradas y santas?

Cerré los ojos y pensé en Dios. No en vano dicen que es mejor hablar con una mujer y pensar en Dios que hablar con Dios y pensar en una mujer.

—Al menos tú estás intentando cambiar las cosas para que sean mejores. De eso soy consciente —admitió Reyzl—. Y creo que si alguien puede salvarnos, ése eres tú. Pero no podrás hacerlo si estás tan cansado que no puedes pensar como es debido. Tienes que relajarte, descansar, y así mañana te levantarás temprano y fresco como una rosa.

—¿Relajarme? ¿Cómo voy a relajarme en momentos como éstos? Si ni siquiera habría tenido que venir a verte.

—No estoy de acuerdo. Has hecho bien viniendo aquí —insistió, llevándose una mano a la nuca.

Se soltó el pelo largo, moreno, y movió un poco la cabeza.

«Oh, prueba y ve que el Señor es bueno.»

Había pasado tanto tiempo que fue como si su cuerpo fuera nuevo para mí. Sus pechos eran dulces como manzanas maduras, jóvenes y turgentes, como la primera vez.

Aspiré hondo, como si quisiera retener el momento en mi interior, para siempre.

Pero entonces caí en la cuenta. No estaba limpio. Tenía que decírselo.

—Espera. No estoy limpio.

—Yo tampoco —dijo ella, dándome a entender que su periodo había terminado y que todavía no se había dado el baño ritual.

De todos modos, a aquellas alturas, yo ya no habría renunciado ni por todo el dinero del mundo.

Los dos extremos convergieron, formando un círculo divino, la esencia misma de la vida, y a la vez algo que iba más allá de ésta, una unión de dos almas durante un instante breve. Pero incluso una hora en el Paraíso es buena.

Sus manos me acariciaron el pelo recién cortado, y no pudo evitar reírse.

—Dios mío, es como si estuviera haciendo el amor con un cristiano.

Y sus labios se separaron como una rosa que se abriera al sol.