Capítulo 31

Me despertó una corriente de aire frío, y sentí mi cabeza extrañamente expuesta. Me llevé la mano a la mejilla, sentí su arenosa desnudez y me pregunté en qué mundo me hallaba. Sólo entonces recordé que me había transformado en cristiano.

Reyzl se encontraba junto a la ventana, completamente vestida, y envolvía un espejo de mano en un chal de lana, a punto de meterlo en el baúl.

El aire gélido había traído consigo a un hombre raro, un tipo jorobado que sostenía una bolsa llena de papeles y otros artilugios para la escritura. Su mano retorcida no había soltado aún el tirador de la puerta, como si temiera haber entrado por equivocación en un cuarto que no era el que buscaba.

—Entrad, reb Avreml —le invitó Reyzl—. Que se cuela el frío.

—¿Dónde está el segundo testigo? —preguntó el recién llegado, señalándome con una nariz larga que, en la penumbra de la vela de sebo, parecía tan arrugada como un pepinillo encurtido que hubiera permanecido más tiempo de la cuenta sumergido en salmuera.

—¿No te acompaña el reb Leibstein?

—Ya estoy aquí, señorita Reyzl —dijo un hombre achaparrado, de barba mal recortada, que al menos tenía la decencia de mostrarse incómodo con el papel que le habían asignado en todo aquel asunto.

Pero la casera irrumpió en la habitación con el entusiasmo y la impaciencia propias de un vendedor de comida en una corrida de toros. Aquella maldita anciana estaba pasándolo en grande.

Me cubrí con las mantas y alargué la mano para alcanzar mi ropa, pero aquellos atavíos extranjeros amontonados sobre la silla no eran míos.

«Ah, sí, claro. Ahora sí lo eran.»

¿Cuánto tiempo llevaba dormido?

Todavía era de noche, pero las primeras luces del alba recortaban el perfil de las chimeneas más allá de la ventana.

Entonces desperté de golpe. ¿Cuánto tiempo había perdido? ¿Y para qué necesitaban testigos? ¿Se trataría de algún curioso rito de la fertilidad que se practicaba en Bohemia y que sellaba nuestra reconciliación? ¿Iban a cubrirnos de semillas y a conminarnos a ser fértiles y a multiplicarnos? No sabía por qué, pero no me lo parecía.

El escriba dejó sus utensilios sobre la mesilla de noche y desplegó un documento que consistía en largos pasajes escritos en un arameo prosaico dispuestos en hileras anodinas de caracteres negros, y en lugar de sostener la pluma de hierro propia de un escriba de la corte, levantó la pluma kosher que el escriba rabínico emplea para crear una Torá, un mezuzá, un amuleto que cumpla el mandamiento de «átalas como señal sobre tu mano», o una sentencia de divorcio.

—¿Nombre del esposo? —preguntó.

—Benyamin Ben-Akiva de Slonim —respondió Reyzl, cerrando la tapa del baúl.

La pluma recorrió el espacio que separaba el tintero del papel y garabateó mi nombre.

—Pero ¿qué haces? —pregunté—. No se puede redactar un get a instancias de la esposa.

—¿Nombre de la esposa?

—Reyzl bas Zalman Rozansky de Praga —respondió ella, cerrando el pasador del baúl, que emitió un chasquido característico.

El reb Avreml anotó el nombre de Reyzl sobre el pergamino.

—¿Y además lo escribes sobre un yontef? —insistí.

—Los rabinos nos han otorgado un permiso especial, dada la situación de emergencia.

—No creo que esto sea lo que los rabinos tuvieran pensado.

—Eso lo dices tú. ¿Causa? —La pluma permanecía suspendida en el aire, a la espera.

—El prometido no proporciona suficiente apoyo a la prometida —declaró Reyzl.

—¿Y él admite que es así? —preguntó el escriba, olisqueándome con su nariz de pepinillo.

El get no sería válido sin mi aprobación. Si no contaba con ella, sería un documento ilegal e inútil que ningún tribunal aceptaría. De modo que estaba en mis manos seguir con ella hasta que ella cediera.

En teoría, al menos.

Entonces el reb Avreml me advirtió que los padres de la ciudad ya habían decidido someterme a arresto domiciliario e impedirme abandonar el gueto vestido con aquellas… con aquel disfraz ridículo, a menos que consintiera en el get.

Sólo Dios sabía qué hilos habría movido Reyzl para que los rabinos permitieran algo así.

Yo podría haberme negado. Podría haber cortado todas las sogas con las que pretendían retenerme, pero ¿de qué habría servido? No podía luchar solo contra toda la comunidad. (Cierto. Para ello hacen falta al menos tres personas.) Y resultaba evidente que la comunidad avalaba la causa de su conciudadana.

El reb Meisel y el rabino Loew me habrían dado su apoyo, pero Reyzl sabía que yo no disponía de tiempo para ir a buscarlos y obtenerlo.

Asentí, pero con eso no bastaba. Debían oír las palabras. Para que constaran en acta.

—Sí —dije, finalmente—. Lo admito.

La pluma garabateó y garabateó.

Y así yo mismo aprobé el get, por el que me divorciaba irrevocablemente de mi esposa legal, Reyzl, y por el que le otorgaba el permiso para casarse con otro hombre, ante los testigos reb Avreml ben Shloyme, escriba, y reb Rossl ben Shimon, recaudador de impuestos, el 16 de Nisan del año 5352 de la Creación del Mundo. Entonces el reb Avreml dobló el documento y lo cosió con una aguja y un hilo especiales, y lo depositó en manos de Reyzl.

Y eso fue todo.

—Tal vez nos veamos algún día en la gran feria de Lublin —dijo Reyzl, que trotaba escaleras abajo, como si no pudiera esperar más a respirar aire puro.

Yo la seguía en silencio, cargando el baúl al hombro.

—Y no, por si te lo preguntas, no hay otro.

No había otro. Todavía. No hacía falta que dijera nada, estaba seguro de que pretendientes no le faltarían.

—Pero me alegro de que finalmente me concedas una segunda oportunidad de darle un heredero a mi padre, aunque sea con otro hombre —añadió—. Demuestras tener un gran corazón y un espíritu caritativo, y te lo agradezco. De veras.

Yo no tenía nada que decir al respecto, aunque sin duda me preguntaba quién se beneficiaría de mi gran corazón y de mi espíritu caritativo.

Nos internamos en la oscuridad, en una región fantasmagórica habitada por olor a humedad, a piedras mojadas, los huesos desnudos del suelo original de la planta baja enterrados bajo capas de cieno. Yo avanzaba palpando las paredes cubiertas de moho con la mano que me quedaba libre, pero aun así trastabillé en un par de ocasiones. A Reyzl, en cambio, nunca le falló el paso.

Finalmente vi el ventanuco que se abría muy arriba, en la muralla, un rectángulo apenas más iluminado que la negrura que lo rodeaba.

—No sabía que hubiera tantas maneras de salir del gueto —comenté.

Sus ojos brillaron en la oscuridad.

—¿Y qué pasa con tus padres?

—Es mejor que nos separemos. Mi padre tiene su propio modo de ocuparse de las cosas.

—Eso seguro. Entonces, ¿por qué tienes que irte?

—Ya viste lo que hicieron con la imprenta de los Kaminsky —respondió—. Prefiero ser pobre y conservar la vida a morir defendiendo mis riquezas. Pero, si Dios lo quiere, empezaremos de nuevo y volveremos a construir el negocio. Y ahora, no te quedes ahí mirándome, como un pasmarote. Lo mínimo que puedes hacer es ayudarme a saltar por esa ventana.

Dejé el baúl en el suelo y lo arrimé al muro.

—¿Y lo de anoche?

—Necesitabas descansar unas horas —me explicó, expeditiva—. Y ahora yo necesito que salgas ahí fuera y hagas del mundo un lugar más seguro para mí y para mi pueblo.

¿De modo que, para ella, lo que había sucedido la noche anterior entre nosotros no era más que un sacrificio noble que aceptaba por el bien de la comunidad?

Transcurrieron unos instantes, y me di cuenta de que no podía hacer otra cosa que entrelazar las manos para que ella colocara en ellos sus pies ágiles, y levantarla hasta que alcanzara el nivel del ventanuco. Ella misma retiró el cierre oxidado y abrió el cristal diminuto.

—Levántame un poco más.

Yo obedecí, hasta que ella pudo meter primero la cabeza y deslizarse luego por la abertura hasta alcanzar el callejón oscuro que quedaba más arriba. Sus piernas bailaron en el aire unos instantes, mientras ella luchaba por mantener el equilibrio, y entonces su falda larga se esfumó delante de mis narices.

Oscuridad. Y después Reyzl asomó la cabeza desde el otro lado.

—El baúl, por favor.

Lo recogí y, levantándolo, se lo entregué.

—Nunca te olvidaré, Reyzl.

Ella me miró con gesto inexpresivo.

—Adiós, Ben.

Y permanecí ahí, pensando en cuando vimos a los músicos de Bremen y bailamos toda la noche sin sentir que pasaban las horas, abrazados, muy juntos. Qué días tan felices. Pero había pasado ya mucho tiempo desde aquello; cada vez lo sentía más lejano.

Alguien llamaba con fuerza a la puerta.

Oí pasos y voces acaloradas. Y mientras, a ciegas, regresaba hacia la escalera, una de ellas se distinguió entre las demás.

—¿Cómo que no está aquí? Tiene que estar aquí. Necesitamos su ayuda.

Era la voz de Anya.

Subí a toda prisa los peldaños, de dos en dos, y me encontré con una escena que parecía sacada de una tragedia romana. La casera se hallaba apostada en el quicio de la puerta, impidiendo el paso a Anya y a su amado Yankev, que le suplicaban que les permitiera la entrada. Como dos extremos opuestos, Anya estaba muy colorada, y se mostraba apasionada, mientras que Yankev se veía pálido y tembloroso.

Me bastó mirar a Yankev a la cara para saberlo. Todos lo supimos.

Había mostrado debilidad y le habían arrancado una confesión. Lo habían torturado y atormentado hasta que había hablado, y ahora Yankev era un moyser, la forma más abyecta de vida humana que existía en el mundo. La verdad es que, a ojos de la comunidad, no alcanzaba siquiera la categoría de humano.

Anya dijo:

—Tenemos que conseguir un bote que nos lleve a la otra orilla del río antes de que…

«Antes de que le den latigazos, le rompan los huesos, lo encierren en un barril y lo arrojen al río.»

—Antes de que se haga totalmente de día.

—Sí. Y me temo que nos va a hacer falta algo de dinero —añadió, avergonzada por tener que pedirlo, y tal vez decepcionada del hombre que había escogido.

—¿Por qué ayudas a este paskudne moyser? —inquirió la casera—. ¿A un hombre más débil que dos mujeres desvalidas?

—¿Qué podría decir? Me he enamorado de él —respondió Anya.

—Te enamoraste de…, bueno —añadió la casera.

—¿Qué les has dicho? —pregunté a Yankev.

—Debemos advertir al rabino —respondió, sin alzar la vista del suelo—. Los inquisidores han dicho que vendrían a por toda la comunidad con algo que se llama sub poena, que no tengo la menor idea de qué significa.

—Significa «orden de castigo», estúpido —intervino la casera.

—No hace falta ponerse así —dijo Anya.

—¿Qué les has dicho? —repetí.

Habría querido agarrarlo por el cuello y sacudirlo hasta que se le cayera la cabeza.

—Ya tendrá que explicarlo más tarde… —intervino Anya.

—¿Las autoridades católicas celebran juicios en domingo de Pascua? —me sorprendí yo—. Pero si ni siquiera los judíos trabajan hoy.

—¿Por qué no?

—Es el segundo día de la Pesach —dijo Yankev, con la voz más temblorosa que el tallo de un junco.

—Creía que… —Me detuve.

Iba a decir «Creía que vosotros respetabais vuestro propio sabbat».

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —se lamentó Yankev.

—Bien, para empezar, será mejor que aprendas a dar los buenos días en eslovaco —dijo la casera.

Era un modo muy crudo de plantearlo, pero Anya se mostró de acuerdo.

—Es costumbre de los moravos ofrecer refugio a todos los exiliados —explicó Anya—. De ese modo cumplen con el mandamiento que dice «No entregarás al amo el esclavo que, huyendo de él, acuda a ti. Éste morará contigo, incluso entre los vuestros, en el lugar que escoja».

—Qué suerte has tenido con esta mujer —le dije a Yankev—, espero que estés agradecido. Ella es tu única salvación.

Entonces los llevé en presencia del rabino Loew, pero el León de Judá se negó a bendecir su unión.

—Él no es digno —adujo el rabino.

—Él no, pero ella sí.

—E incluso si lo fuera, no están permitidas las bodas durante los cuarenta y nueve días de luto.

El cielo clareaba por momentos, y no tuve más remedio que llevar a la pareja impaciente hasta la casa de Mordecai Meisel para implorar para ellos unas monedas de oro del que había sido su benefactor. Anya nos condujo hasta la puerta de atrás, donde encontramos a la cocinera colgando sobre la puerta un pedazo sobrante del matzoh de la Pesach, para proteger la casa del mal de ojo durante el año siguiente. Ante nuestra insistencia, la cocinera fue a despertar a su señor, y lo trajo hasta la cocina.

—¿Por qué no os refugiáis en mi shul? —sugirió Meisel, abrochándose mejor el cinturón del batín de terciopelo rojo que se había puesto sobre la camisola de dormir—. El keyser ha declarado que será santuario de todos los que necesiten de su protección real.

—Disculpadme, reb Meisel —intervine yo—, pero en este momento lo mejor que podéis hacer por esta pobre novia es concederle una dote que le permita huir de la ciudad.

Anya apartó la mirada, pero es de justicia reconocer algo sobre aquel anciano: Mordecai Meisel era un rico que no había olvidado lo que era ser pobre.

Y así, finalmente, concedió a la desgraciada novia una dote generosa.

—Ah, y una cosa más —añadí.

—Sí —dijo Meisel, dando unos golpecitos en el suelo con los pies, como indicando que estábamos forzando demasiado los límites de su hospitalidad.

—No nos vendrían mal unas copas con unas gotitas de vino en ellas.

Su expresión viajó por todas las regiones que iban de la confusión a la sorpresa, antes de detenerse en la tierra de la comprensión y la aceptación.

—Está bien, de acuerdo. —Y pidió a la cocinera que nos trajera una copa de vino del aparador. Ella, a regañadientes, partió a obedecer aquella orden—. Pero decidme, ¿qué clase de boda se supone que ha de ser ésta?

Se intercambiaron varias miradas incómodas hasta que yo me ofrecí a llenar el silencio.

—Creo que ella sabe más de lo que hace falta para ser judío que él de lo que hace falta para ser cristiano —apunté.

—Sí —admitió ella—. Creo que sería más fácil para mí convertirme en judía que para Yankev convertirse en cristiano.

En ese momento se produjo un cambio en aquel aposento. Nos concedimos unos instantes para reflexionar sobre ello, en silencio, y sentimos gran respeto por la voluntad de aquella doncella cristiana de sacrificar su libertad y su seguridad por el bien de su esposo.

Entonces yo cumplí con mi deber, y planteé la pregunta.

—¿Por qué quieres convertirte en judía? ¿Acaso no sabes que a los israelitas nos odian, nos oprimen y nos desprecian allá donde vamos?

—Sí, lo sé.

—¿Y aun así quieres pasar a ser una de nosotros?

—Sólo si me aceptáis. Si me aceptáis sinceramente.

Ni en su frente ni en sus pómulos eslavos asomaba un ápice de colorete ni de afeite de ninguna clase, como mandan los rabinos. Y, sin embargo, todos los ángulos de su rostro irradiaban una belleza noble.

—Lo haremos —respondí yo—. Pues si Dios pudo enviar un ángel del Señor a la humilde doncella de Sarah, Hagar, cuando se encontraba exiliada en el desierto, sin duda nosotros podremos hallar el modo de dar la bienvenida a la recién llegada con todo nuestro corazón. Dios nos manda amar al converso como a un recién nacido.

A Anya se le llenaron los ojos de lágrimas, reflejo de la profunda gratitud que sintió al oír mis palabras. Aunque tal vez llorara por el mundo que dejaba atrás.

La cocinera regresó con la copa de vino y me la alargó sin disimular su desaprobación. Acto seguido se puso a rebuscar entre sus utensilios, con gran estrépito. A mí sólo me cabía esperar que no quisiera dar con el cuchillo de trinchar.

—¿Estás preparada para seguir adelante con esto? —pregunté.

—Lo estoy —respondió Anya.

—En mi cocina no, de ninguna manera —soltó la cocinera, levantando un cucharón.

La miré, en busca de alguna explicación, y ella dijo:

—El Papa ha prohibido estos matrimonios secretos.

—¿Desde cuándo nos importa lo más mínimo lo que piense el Papa?

—Desde que empezó a quemar libros judíos —respondió Yankev, que al momento pareció arrepentirse de haber hablado.

—Eso no importa, pues yo prefiero obedecer a Cristo que a la Iglesia —terció Anya—. ¿Y no se dice en el Talmud, no sé dónde, que las obras bondadosas son tan importantes como los mandamientos?

—Sí, se dice —corroboré yo, admirando su audacia—. A tu ingenio natural sólo le hace falta pulirse un poco. Y te digo que cualquier maestro de esta tierra se mostraría encantado de tener a una alumna con una mente tan aguda como la tuya.

No pude evitar rozarle el hombro para expresarle el afecto que sentía por ella.

—Y yo digo que en mi cocina, no —repitió la cocinera, dándome un golpe de cucharón en la mano para que la apartara del hombro de Anya.

—Está bien —dijo Anya—. Es sólo que estoy…

No terminó la frase, pero creo que la palabra que buscaba era «abrumada».

Moví la cabeza para señalar a Meisel, que jugaba con el cinturón de su batín de terciopelo. De no haberlo conocido mejor, habría dicho que empezaba a incomodarle la idea de ofrecer aquella muestra de absoluta generosidad en presencia de su propia criada y del grupo de ancianos, cada vez más estrecho de miras, que ella representaba. Apretó con tal fuerza el cinturón que el pulgar se le puso blanco, y admitió:

—Sí, tal vez sea mejor que lo hagamos fuera de mi casa.

Yankev no se atrevió a sostenerme la mirada cuando salimos al callejón.

Amanecía deprisa, y el cielo adquiría un resplandor peligroso. Para algunos sería un día hermoso, pero en aquel momento la luz de sol era nuestra enemiga, como si nosotros fuéramos demonios de la noche. Y lo único que me vino a la mente fue que, en muy poco tiempo, el Ser Supremo, boruj hu, abriría tres libros, y los nombres de los justos estarían escritos en el Libro de la Vida, y los nombres de los pecadores estarían escritos en el Libro de la Muerte, y las personas que se encontraran entre los dos grupos permanecerían inmersos en la incertidumbre durante diez días y diez noches, aguardando el Juicio Final de Dios. ¿Nos consideraría Dios merecedores de la vida o de la muerte? Pues si Él halla defectos en Sus propios ángeles, como afirma Rashi, ¿qué no va a encontrar en los simples mortales?

Coloqué a la joven pareja en la posición que exigía la ceremonia, aunque por todo palio dispusieran apenas de los ladrillos cubiertos de hollín que recorrían la callejuela.

—Un momento —dijo Anya—, ¿no tienes que ser rabino para poder hacer esto?

—Él es lo más parecido a un rabino que vamos a encontrar —le aclaró Yankev, levantando la mirada del suelo.

Su rostro era una máscara alargada y contrita.

La expresión de Anya resultaba más compleja. Había alegría en su rostro, pues todo matrimonio es un asunto alegre, pero también asomaba la angustia, como en el gesto de un muchacho de la jeyder que no se atreve a formular una pregunta en clase por temor a que le peguen en las yemas de los dedos con la regla de madera. O tal vez sólo yo veía la dulce tristeza de una mujer joven que sabía que nuestro destino nos llevaba a tomar caminos diferentes, y que lo más probable era que nosotros, que acabábamos de conocernos y nos habíamos hecho amigos, no volviéramos a vernos nunca más.

En ocasiones, el amor puede ser doloroso, pero a veces es todo lo que tenemos. De modo que di un paso al frente, le levanté la barbilla con la mano y le hablé con ternura, como un padre le habría hablado a su hija amada.

—El rabino Loew dice que el pueblo de Israel es muy dado a los grandes extremos: sus miembros son personas extraordinariamente justas o grandes pecadores —dije, haciendo lo posible por encajar el comportamiento de Yankev dentro del mapa del gran agrimensor que delimita los bordes de la experiencia humana.

»Y también dice que algún día, cuando el Mesías ben Dovid venga a establecer su reino y a traernos una era de dos mil años de paz, el mundo sabrá que desciende de una madre no judía por un lado, lo mismo que el rey David descendía de una moabita, y que el rey Salomón, de una amonita. Bendita sea vuestra unión.

El rabino Loew también afirma que el predecesor del Mesías, el Mesías ben Yoseph, será asesinado durante la última batalla que se librará entre las naciones del mundo para destruir Israel. Pero eso no lo dije.

Di un paso atrás y los contemplé a los dos.

Levanté la copa de vino. Era de un cristal muy fino, más adecuado para el comedor de un rico que para aquel callejón anodino, pero sus prismas atrapaban la luz y la transformaban, la replegaban incesantemente sobre sí misma e iluminaban un mundo interior maravilloso, como una lámpara de araña en algún salón de los espejos, antes de verse atrapada en los pasadizos de ángulos oblicuos de los que ninguna luz logra escapar jamás.

Proseguí.

—Nuestros maestros dicen que cuando un hombre y una mujer se unen en el espíritu de todo lo que es puro y sagrado, la presencia Divina está con ellos.

Y entonces pronuncié la bendición ante el vino.

Boruj atoh Adinoy, eloheynu meylej ha-oylem, boyrey pri bagofn.

Omeyn.

—Y ahora, repetid conmigo: «Te tomo a ti por esposa.»

—Te tomo a ti por esposa —dijo Yankev, con voz emocionada.

—Y tú, hazte eco de sus palabras. —Tuve que recordárselas—: «Te tomo a ti por esposo.»

—Te tomo a ti por esposo —repitió Anya, como si acabara de despertar de un sueño agradable para descubrir que el mundo real, comparado con aquél, resultaba frío e inhóspito.

—Y bien, no sé qué se hace aquí, en esta ciudad meshigene, pero en mi pueblo la novia protege al novio de los demonios de los celos caminando alrededor de él tres veces, aunque algunos repiten el paseo siete veces.

—En ese caso, mejor repetirlo siete veces.

Sus pies trazaron siete círculos alrededor de su ya esposo, mientras el cielo iba iluminándose cada vez más.

—¿Y eso es todo? —preguntó al terminar.

—Casi.

Pronuncié las siete bendiciones y acerqué la copa a los labios del novio, que dio un sorbo pequeñísimo. A continuación llevé la copa hasta los labios de Anya, que dio otro sorbo. Volví a colocar la copa sobre los labios de Yankev. Él la tomó entre sus manos, se volvió hacia el norte y estampó la copa contra los ladrillos ennegrecidos. Se rompió en mil pedazos y, al hacerlo, ahuyentó las hordas de espíritus malignos y les envió fragmentos de cristal empapados en vino a sus ojos verdosos.

Mazl tov! —exclamé.

Y ellos se besaron. Fue un beso rápido, apresurado, con los labios secos, pero ya tendrían tiempo para otros besos más profundos, más apasionados.

—Cuando lleguéis a donde sea que vayáis, tendréis que someteros a las formalidades legales y sumergiros en la mikveh —le expliqué a Anya.

Sólo entonces sería una judía de pleno derecho, y quedaría ritualmente limpia.

Ella parecía preocupada.

—Él te enseñará qué debes hacer —le dije, y al oírlo esbozó una sonrisa de alivio.

Conduje a los recién casados hasta el pasadizo que se abría por debajo del burdel, que serpenteaba en penumbra a través de los fantasmas hundidos de casas antiguas, a lo largo de media calle, antes de alcanzar una vivienda situada al otro lado del muro.

Empecé a subir la escalera, pero Yankev me tiró de la manga.

—No sigas —me advirtió—. Podría ser peligroso. Déjame ir a mí primero.

Acepté. Anya lo vio subir los peldaños, y admiró su valentía.

Rebuscó algo en la bolsa que llevaba, extrajo una anilla dorada, pequeña, reluciente, con un cierre en forma de pez, y me la sujetó a la oreja.

—¡Aah!

—Te diriges a los muelles —dijo—. Y todo marinero que se precie sabe que un aro de oro evita que un hombre se hunda con el barco.

—Bien pensado —le agradecí, intentando no demostrar el dolor que sentía.

Retomamos el ascenso de la escalera. Yankev levantó la trampilla y asomó la cabeza al exterior, antes de indicarnos que lo siguiéramos. Salimos, a través de una puerta sin ninguna marca, hasta la calle, donde el cielo, cada vez más claro, amenazaba con dejar al descubierto nuestras actividades.

Había llegado el momento. Debíamos separarnos. Pero Anya pareció recordar algo, y dijo que tenía otra cosa que darme. Se metió los dedos por debajo del cuello de la blusa, abrió un cierre y se quitó el medallón y la cadena fina que llevaba al cuello.

—Acércate más —me ordenó, y me pasó la cadena por la cabeza—. Con esto el disfraz está más completo.

La cadena todavía estaba tibia del contacto con su cuerpo.

Observé el medallón.

—Es san Judas —añadió—. El patrón de las causas perdidas.

Y entonces me dio un abrazo de despedida, y me apretó tanto que me impregnó de su perfume, que me recordó al de una flor temprana de primavera, muy distinto del de Reyzl, que siempre me hacía pensar en una rosa tardía de verano.

Me plantó un beso fugaz en la mejilla antes de dar un paso atrás.

Yankev se despidió con una leve inclinación de cabeza, pero no hizo ademán de estrecharme la mano, lo que me evitó tener que rechazársela.

Yo no sabía qué decir.

Pero cuando las palabras llegaron, lo hicieron directamente desde el corazón.

—Os deseo felicidad a los dos. Os la merecéis.

Y los vi partir, acariciando las sombras en su huida hacia el este, avanzando por la orilla del río como dos mendigos que abandonaran la ciudad.

Una parte de mí envidiaba a aquella joven pareja. Pues a pesar de todos los problemas a los que se enfrentaban, su vida en común acababa de empezar. Poseían bastantes dotes y conocimientos para abrirse paso en la vida; conservaban la esperanza en el futuro y, lo más importante de todo, se tenían el uno al otro.

No es bueno estar solo.

No pude evitar sucumbir a la tristeza de algo que ya no podría ser. Un tercer hijo con mi mujer. Uno que sobreviviera.

No me importaba que fuera niño o niña.

Porque el hombre vive a través de sus hijos.

El cuerpo muere en cualquier caso, pero sin hijos, sin un hijo varón que recite la kaddish por ti, no vives en el recuerdo. La muerte es el final verdadero.

Al menos Anya y Yankev se tenían el uno al otro, pensé.

Y entonces oí el sonido de las trompetas.