Capítulo 32

Las salchichas chisporroteaban en la sartén, encogiéndose y dorándose por los bordes, mientras unas burbujas de grasa silbaban y reventaban cada vez que el vendedor de anguilas las pinchaba con un palo afilado.

El mercado del pescado estaba prácticamente vacío a esas horas, y la cruz que remataba el convento de Inés parecía suspendida sobre el espacio ancho y vacío que se extendía ante nosotros. Ya casi no recordaba qué sensación producían los espacios abiertos.

Todavía sentía frío en la cabeza.

Grupos de cristianos alegres se congregaban junto al río, y con gran algarabía se montaban en unas barcas que los llevaban a la otra orilla, donde los más madrugadores ya salpicaban los campos, aguardando ver el baile del sol el domingo de Pascua.

Y, por un momento, envidié la libertad de los cristianos para portarse mal sin pensar en las consecuencias, pues por terrible que fuera lo que hicieran, por más reglas que quebrantaran, despertarían a la mañana siguiente en un mundo sano y estable. Nosotros no contábamos con la misma certeza.

La fanfarria de trompetas había anunciado la llegada estruendosa de unas brigadas de guardias imperiales, escoltas de los enviados del Inquisidor que traían la orden de castigo. El polvo que levantaron no se había posado aún cuando las patrullas de infantería irrumpieron en el gueto y empezaron a acorralar a los judíos, mientras los guardias a caballo se repartían por el barrio y tomaban posiciones en el exterior de las puertas para «proteger las propiedades del emperador», como decían.

Había sólo tres guardias en la Puerta del Noroeste, montados sobre caballos imponentes, protegidos por armaduras. Con todo, aquella protección resultaba más simbólica que real contra el número creciente de rostros airados que los acusaban de ser peones de los judíos.

Y yo tenía que quedarme allí y observarlo todo a distancia. Lo más duro fue fingir que disfrutaba con el espectáculo.

El vendedor de anguilas soltó una risotada mientras pinchaba las salchichas.

—¿Puedes contarme, por favor, de qué te ríes? —le pedí.

—Esos idiotas no estarán contentos hasta que todos esos malditos judíos estén muertos, se hayan convertido o los expulsen a todos del reino —dijo—. Por desgracia, los judíos saben defenderse.

—Sí, se dice que ya son seis los reinos que han intentado destruirlos, y todavía siguen aquí —repliqué, intentando hablar checo con acento polaco—. Aunque sin duda no pueden ser rivales de un imperio tan poderoso como éste.

—¿De dónde has dicho que eres?

—De la noble ciudad de Czestochowa.

—¿Y eso dónde está?

—A una distancia de doscientas millas de Praga.

—Vaya, vaya. ¿Y eso no queda en Polonia?

—Sí, al oeste del país.

El cielo se iluminaba cada vez más, y unos músicos, vestidos con ropas rojas y amarillas, se dirigían apresuradamente a la plaza principal, mientras los guardias imperiales mantenían el orden pasando al trote junto al flujo constante de judíos ataviados con prendas oscuras, que avanzaban hacia el sur, desde las puertas. Parecía que hubieran detenido a la población entera del Barrio Judío y la estuvieran llevando, como quien lleva a un rebaño de ovejas, hasta una iglesia situada al sur del gueto.

Un par de niños vagabundos, sucios a más no poder, se dedicaban a perseguirlos y les arrojaban pedazos podridos de pescado, aunque no tardaron en quedarse sin munición.

—¿Y entonces? ¿Quieres comprar anguilas?

—No, gracias.

En ese momento pinchó una salchicha más de la cuenta, y la grasa que salió lo salpicó todo. El vendedor apartó la mano y soltó una maldición. Se lamió el lugar de la quemadura, y empezó a pinchar las salchichas con más cuidado, girándolas sólo un poco cada vez. Ahora ya estaban doradas de manera más uniforme.

—Eso quiere decir que estás aquí por otra cosa —dedujo.

—Bien, en realidad, yo…

—Lo has dejado muy claro —añadió, ensartando una salchicha y dejándola sobre una bandeja de metal abollada—. Adelante, coge una.

—No, no, no puedo.

—Bah, cállate y cómetela ahora mismo —insistió, ensartando otra y soplándola—. Me las ha enviado mi madre. Las mejores de toda la ciudad, maldita sea.

«¿Y qué hago ahora?» ¿Debía fingir que mordía una, y escupirla luego al suelo, o guardármela en la manga cuando el tipo no me mirara? No. Estábamos demasiado cerca, y había pocas distracciones a nuestro alrededor. No funcionaría.

—Llevas mirándolas demasiado rato —insistió él, llenándose la boca de carne—. Sé que te apetece una.

Resolví que, en ese momento, lo más importante para mí era mantener intacta mi identidad cristiana, para no poner en peligro mi plan.

—Que Dios te lo pague con creces —le dije al fin, aceptando una de las salchichas.

Pronuncié una bruje para mis adentros, pero tuve que interrumpirme. «¿Qué bendición hay para el cerdo?» No la había, claro está. De modo que mordí la tripa tostada y mastiqué, y los jugos calientes se derramaron sobre mi lengua y descendieron por la garganta. En realidad, constaté que aquella salchicha sabía como cualquier otra hecha con cualquier otra carne.

Y allí me quedé, mordisqueando la salchicha de cerdo y observando que el flujo de gente que abandonaba el gueto menguaba por momentos, pues casi todos lo habían hecho ya. Los dos muchachos vagabundos se aburrieron de su jueguecito y regresaron a la plaza.

Mi interlocutor dio un trago a alguna bebida que guardaba en una jarra de barro cocido y se secó la boca con la manga, antes de ofrecérmela a mí.

—Toma, esto te quitará la cera de los oídos —me dijo.

Ne, dějuki. Es demasiado temprano para mí.

—¿Es que no celebran la Pascua en Polonia?

Tenía que guardar las apariencias, por lo que di un sorbo de aquel aguardiente tan fuerte, que disolvió la grasa de cerdo y descendió hasta el estómago quemándolo todo a su paso. Me estremecí un poco, para gran diversión del vendedor de anguilas.

—¿Qué pasa? ¿Es que nunca has tomado slivovice?

—El nuestro no es tan fuerte —respondí entre toses.

El hombre volvió a reírse y me dio una palmada en la espalda, exactamente a la altura del hombro amoratado. Me dolió tanto que se me saltaron las lágrimas. Supe que había llegado el momento de lanzarme al vacío con los pies por delante, antes de que empezara a sospechar algo.

—Entiéndelo, cuarenta días de cuaresma son muchos para privarse de ciertos placeres —le dije—. Y he venido buscando carne de primera calidad.

—¿Con qué dinero? —se sorprendió él—. Por tu aspecto no pareces tener ni medio penique. Pero si llevas los pantalones llenos de huecos…

Enterré la mano en el bolsillo, saqué uno de los táleros de plata que me había dado Meisel y lo eché sobre la bandeja metálica.

Él arqueó una ceja, levantó la moneda de la bandeja y se la metió en la boca para limpiarla de grasa. Cuando la sacó, la examinó por ambos lados, y sus labios dibujaron una sonrisa picara.

—Bueno, bueno, esto lo cambia todo —añadió—. ¿De cuánta carne estamos hablando?

—De un carro entero.

El vendedor entornó los ojos.

—¿Y para qué necesitas esa cantidad? —me preguntó.

—En realidad me interesan más los dos hombres que conducían el carro.

El tipo miró a un lado y a otro, y se mantuvo en silencio.

—¿Algún problema? —le pregunté.

—No —contestó él—. Pero los agentes del alguacil vinieron por aquí ayer y estuvieron husmeándolo todo y preguntando mucho sobre un carro lleno de carne.

—Los guardias municipales y yo no somos amigos.

—Eso me lo creo. Pero nunca se puede estar seguro del todo.

—Tienes razón.

El vendedor de anguilas miró a lo lejos.

Yo seguía esperando su respuesta, y mi estómago gruñía, castigándome por haberme comido esa salchicha treyfene.

Finalmente llamó a uno de los niños vagabundos.

—¡Marko! Vigila el puesto hasta que regrese —le ordenó, arrojándole una minúscula moneda de cobre.

Los baños públicos que Mordecai Meisel había construido para la comunidad estaban vacíos, abandonados, y el bote de remos se inclinó hacia el muelle cuando embarcamos. Yo me agarré al bauprés, y al hacerlo me clavé varias astillas. Más allá de mi mano, un mascarón tallado representaba a una criatura con tres cabezas, orejas puntiagudas y lengua larga. Blandía una espada y un cuerno de beber, como un ídolo pagano.

—Ya veo que has conocido a Svantovit —dijo—. Nuestro protector desde muy antiguo. Tiene tres caras porque vigila el pasado, el presente y el futuro.

Desde donde me encontraba, el futuro no parecía demasiado halagüeño.

Me arranqué algunas astillas de la palma de la mano y me senté en el banco para observar mejor el ídolo tricéfalo. Estaba bien tallado, a pesar de que su autor no era un maestro.

—Lo he fabricado yo mismo —me explicó el vendedor.

—Pues está muy bien hecho. Deberías haber trabajado como aprendiz de algún carpintero.

—Mi viejo se aseguró de quitarme esa idea de la cabeza muy pronto —me contó, alargándome una tea encendida que sacó del fuego en el que cocinaba. Tenía la punta al rojo vivo.

—Es una lástima.

—¡Qué más da! —dijo, recogiendo la soga y zarpando al fin—. Cuidado con el viento. Que no se apague la brasa.

—Pues yo me habría puesto furioso con él.

—¿Cómo has dicho que te llamas?

—Vasil.

—Escúchame bien, Vasil. Yo podría enseñarte algunas cosas sobre la furia y la ira, y se te pondrían los pelos de punta —continuó, virando en dirección al viejo molino situado al otro lado del río.

El peñasco del castillo se erguía sobre nosotros, y proyectaba su sombra inmensa en el agua.

Más al este, entre el río y el cielo, un resplandor titilante se elevaba como un espejismo causado por el calor que surge de un horno; y de pronto, el primer gajo anaranjado del sol asomó con un destello y sangró en el horizonte como un fuego vivo. Desde los campos vecinos resonaron los vítores de los asistentes, a medida que el borde redondeado del sol se elevaba despacio, tras su errar nocturno bajo el manto de la tierra.

—Sí, yo también odiaba a mi viejo. ¿Hasta dónde vamos? —pregunté, escrutando aquel territorio que me resultaba desconocido.

La maqueta de Praga construida por Langweil no incluía el área que quedaba al norte del Vltava.

—No te preocupes, que volveremos con tiempo de sobra. ¿Qué prisa tienes, de todos modos?

—No, si prisa no tengo —admití, intentando que la conversación fluyera de modo natural. Pero el vaivén de la barca no me estaba sentando nada bien, y al eructar sentí el sabor de la salchicha prohibida—. Lo que yo necesito es un par de hombres que sepan mantener la boca cerrada sobre lo que transporta el carro de la carne. ¿Me entiendes?

El sol se elevó más. La mañana de Pascua iba a ser muy hermosa. El aire, limpio, fresco, intensificaba el brillo de los colores, y parecía acercar las rocas que resplandecían a lo lejos. Desde donde me encontraba distinguía incluso las cabezas cortadas sobre el puente de piedra, aunque estaba demasiado lejos para diferenciar cuáles correspondían a los rebeldes y cuáles a los delincuentes comunes.

—Esa clase de silencio no cuesta pocos táleros —dijo él.

—Puedo conseguir el dinero.

—¿De dónde?

—Eso depende.

—¿Depende de qué?

—De si encuentro a los dos hombres que transportaron el cargamento de carne desde el matadero de Kopecky hasta la Kreuzgasse ayer por la mañana, muy temprano.

—Ah. A ésos. Seguro que los encontrarás. Yo los vi. ¿Qué quieres saber sobre ellos?

Las olas levantaban la pequeña embarcación, y yo me preguntaba si la corriente, en aquel punto, sería muy profunda y rápida. La combinación de la salchicha de cerdo, el oleaje y el trago de aguardiente empezaban a hacer mella en mí.

—¿Adónde nos dirigimos? —le pregunté.

—¿Ves eso?

Señaló una gran brecha negra que se extendía en la otra orilla.

—Tiene seis pies de altura, y una longitud de media milla —me explicó—. Llevan once años excavándolo, y casi está terminado. Suministrará el agua que necesitan los jardines del emperador.

—¿De modo que conduce directamente al Coto de Caza Real?

—Casi. Pero cuéntame, ¿qué tienen de especial esos dos carreteros? —insistió.

—Me han dicho que saben mantener la boca cerrada.

El sabor no kosher de aquella salchicha volvió a subirme por la garganta.

—No sé, a mí siempre me había parecido que el lugar más seguro para deshacerse de un cuerpo era el río —comenté, agarrándome al borde del bote y haciendo esfuerzos por no vomitar el desayuno.

—Pues no. Los cuerpos pueden flotar, volver a la superficie.

—Y eso no estaría nada bien.

—Pues claro que no. ¿Y para eso necesitas a dos hombres mudos? —me preguntó.

No respondí.

—Quiero decir, ¿quién lo paga?

—Eso no tienes por qué saberlo.

Sentí la llegada de otra arcada, y apreté las mandíbulas con fuerza. No dije nada hasta que hubo pasado.

—¿Podrías decirme qué aspecto tenían?

—¿Es eso lo que buscas? —me preguntó, acercándose más a la orilla.

—A menos que sepas cómo se llaman, y dónde viven. —Mucho mejor aún. Puedo llevarte directamente a su escondrijo.

Saltó a la orilla y sujetó la barca. Yo hice lo mismo y pisé tierra, o más bien barro, pues mis pies se hundieron apenas entraron en contacto con él. Juntos arrastramos el bote hacia arriba.

Yo todavía me sentía bastante mareado.

La boca del túnel alcanzaba fácilmente los seis pies de altura, y su anchura era de diez. Había sujeciones de madera cada pocas yardas que lo mantenían en pie. Yo no era capaz de imaginar siquiera la cantidad de mano de obra que se había empleado para excavar un túnel de ese tamaño en la ladera de una montaña, hasta media milla de distancia. Y sólo para suministrar agua al lago artificial del emperador.

El agua tenía, al principio, apenas un pie de profundidad, pero no había dado ni tres pasos cuando descubrí que cubría mucho más, que se me metía por las botas. Estaba tan fría que dolía. Avancé un poco más, y noté que me llegaba a la rodilla.

—Hay un rincón seco aquí mismo —dijo el barquero, subiéndose a un saliente de la roca—. Ahí es donde guardan las antorchas. —Me arrebató la tea encendida de la mano, y la usó para encender una de ellas, empapada en brea.

La cueva se iluminó, y yo retrocedí ante la visión inesperada de unos huesos blancos y un pellejo seco que se amontonaban en el otro extremo de la roca. Sin embargo, no tardé en descubrir que se trataba del esqueleto de un zorro, o de un tejón.

El vendedor de anguilas me mostraba el camino, y yo me guié por el olor penetrante de la brea durante unas cincuenta yardas, hasta que oí que me preguntaba:

—¿Y a qué negocios te dedicas?

—Ah, a un poco de todo.

—Vamos, hombre. Yo también sé mantener la boca cerrada. Pregunta a quien quieras.

Hice que pareciera que me lo sonsacaba casi en contra de mi voluntad.

—Alimento los hábitos de los melancólicos —dije al fin.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que existen muchas hierbas importadas, difíciles de conseguir, que logran elevarles el ánimo, y se puede ganar mucho dinero suministrándoselas a los melancólicos.

—Será a los melancólicos ricos.

—Mi mercancía no se vende barata.

—Vosotros, los boticarios, sí habéis sabido hacerlo bien. —Meneó la cabeza y soltó una risita—. Vender sueños de pipa a los ricos, perseguir a hombres raros por túneles oscuros…

Presentí lo que iba suceder antes de que blandiera la antorcha hacia mí. Retrocedí en el agua, que me llegaba a la rodilla, mientras él seguía describiendo arcos furiosos con la antorcha, que hacían que los dos lados de su rostro se tiñeran de un tono anaranjado, alternativamente. Retrocedí más, hasta tocar con la espalda la pared del túnel, y cuando ya no pude retroceder más, comprendí que lo único que podía hacer era abalanzarme sobre él, que intentaba prender fuego a mis ropas. Pero la túnica se me había empapado tanto que le costaba arder. Con todo, en un instante, noté una quemazón aguda en el hombro y me aparté, perdiendo el equilibrio. Él me embistió entonces, y caí hacia atrás. Los dos terminamos en el agua helada, que me salpicó en la cara, cortante, como el filo de una espada. Afortunadamente, la antorcha se apagó entre chisporroteos.

Me sumergí. Él soltó su arma improvisada y trató de retenerme. El gélido elemento me agarrotaba las venas y nublaba mis sentidos. Pero a lo largo de mi vida había aprendido algunas cosas sobre el frío severo, que aunque entorpecía el movimiento de mis miembros no logró paralizarme del todo, y me permitió apartar aquellos dedos que me apretaban con fuerza el pescuezo.

Salimos a la superficie. Forcejeamos, pataleamos, nos agarramos y nos golpeamos, chapoteando como un cazo de agua hirviendo, hasta que él soltó un gruñido que resonó en el túnel, e intentó morderme el cuello. Durante un instante vislumbré el centelleo de sus dientes en la penumbra. Mi mano palpaba en el agua, hasta que encontró la antorcha apagada. La levanté e intenté metérsela en la boca. Él movía los brazos, desesperado por agarrarla, pero yo la hice girar y le di con ella en el costado. Cuando cayó de bruces, me coloqué detrás de él, le hundí la rodilla entre los hombros y lo inmovilicé apretándole la tráquea con la antorcha.

—Será mejor que digas tus oraciones —le susurré al oído.

Habría querido golpearle el cráneo contra las rocas hasta que de él no quedara más que piel mojada y algún mechón de pelo.

Pero no lo hice, y me limité a esperar hasta que la cabeza se ladeó, inerte, y él se desplomó. Entonces me quité la cuerda que llevaba atada a la cintura y le até las manos a la espalda. Cuando lo hube hecho, le salpiqué la cara con agua, lo puse en pie y lo conduje por donde habíamos venido.

—Por suerte para ti, soy un hombre temeroso de Dios —le dije—. ¿Cómo te llamas, por cierto?

—Tomás —respondió con voz ronca.

—Nombre completo.

—Kromy. Tomás Kromy.

—Muy bien, Tomás, acabas de hacerme lo peor que podías hacerme.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es?

—Me has hecho perder el tiempo.

—Pues denúnciame por ello.

Genial. Ahora tendría que regresar al gueto a toda prisa sin haber descubierto nada importante sobre los dos hombres que conducían el carro del carnicero.

Pero cuando llegamos al exterior del túnel vi que habían logrado abatir las puertas del Yidnshtot, y el humo y las llamas se elevaban ya por el cielo.

A Tomás le encantó verlo. Llegó incluso a esbozar una sonrisa.