Capítulo 15

—¿Desde cuándo les importa lo más mínimo el calendario judío? —me susurró al oído, indignado, Yankev ben Jayim.

—Desde que les favorece.

—Alguien debe de haberse ido de la lengua.

—No empieces con tus acusaciones. Todos los goyim saben que nuestros días terminan con la puesta de sol.

En hebreo, la hora del ocaso se llama beyn ha-sh'moshes, «el momento entre dos soles».

—¡Silencio! —nos regañó alguien.

Iban a dar comienzo los servicios. Yo estaba apoyado en la columna occidental, encarado hacia el arca sagrada. Me incorporé cuando el shammes superior, Abraham Ben-Zajariah, se puso en pie sobre el bimeb y empezó a recitar la oración del Ashrey.

Ashrey yoysbvey veysejo… —«Dignos de alabanza son los que habitan en Tu casa…»

Me sumé a la oración, que por lo general nos insta a dejar de lado las preocupaciones terrenales durante las veinticuatro horas siguientes y a abrir nuestra alma a la inmensa majestad de Dios. Pero ese día celebrábamos también los primeros pasos de la Pesach. En cualquier caso, hice lo que pude. Pronuncié despacio las palabras en hebreo, no atropelladamente, como si fueran sílabas sin sentido de las que hay que desprenderse cuanto antes mejor, como en ocasiones hace la gente. Las palabras abandonaban mi boca con gran claridad, y dejaba que la cadencia de la lengua sagrada me aclarara los pensamientos, los limpiara del yiddish cotidiano que se oía en las calles.

Pero me resultaba difícil correr un velo entre el mundo diario y el reino espiritual. A menos que fueras un majer rico y consiguieras uno de los mejores asientos cerca del arca, en la sinagoga Vieja-Nueva sólo podías estar de pie. Detrás de mí, una masa de hombres que ocupaban diez filas se apretujaba a lo largo de la pared occidental. La fila salía por la puerta y ocupaba también el vestíbulo, y cada vez que alguien más intentaba incorporarse, un polvillo blanco, muy fino, descendía desde los andamios que cubrían la pared sur. Los codazos de los burgueses eran bastante evidentes, pues varias filas de ellos competían por obtener la mejor vista, lo que no se adecuaba precisamente al espíritu de la oración. Pero la sinagoga no disponía aún de galería para las mujeres, así, ¿qué esperaban? Los hombres tendían a comportarse mejor cuando ellas los observaban, aunque fuera desde las alturas de un palco, o tras las cortinas.

Mas lo que había atraído verdaderamente mi atención, antes del servicio, mientras retiraba la cera seca de los candelabros, fueron las preguntas de Yankev ben Jayim, que se me había acercado corriendo para interrogarme sobre mis conocimientos de la ley local.

¿Sabía yo que a los judíos de Praga los encarcelaban guardianes cristianos cuyos sueldos se veían obligados a costear?

No, no lo sabía, aunque no me sorprendía lo más mínimo.

¿Tenía la menor idea de lo absurdo que resultaba que los cristianos creyeran a pies juntillas que la muerte de Jesús había sido la voluntad de Dios y al mismo tiempo culparan de ella a los judíos?

Pues sí, en realidad sí la tenía.

¿Sabía que, según la ley alemana, cualquiera que contrajera una deuda privada de dinero sólo estaba obligado a devolverla a la persona que se lo hubiera prestado? En otras palabras, que si el prestamista moría, la deuda moría con él.

—¿Qué?

Yo le dije que si ése no era un buen motivo para librarse de alguien, cuál podría serlo, sobre todo en el caso de un mercader de productos caros de importación. Seguramente mucha gente debía dinero a los Federn, y una lista breve de sus principales acreedores constituiría un excelente punto de partida para mis investigaciones.

Si no fuera porque los saqueadores no eran tontos y los libros de asientos eran de las primeras cosas a las que se prendía fuego en aquellos tiempos.

Aun así, hay hombres dispuestos a borrar las cifras de los libros de los prestamistas con la sangre de sus compañeros. Y ahora que Federn y todos los miembros de su familia estaban detenidos, yo tendría que solicitar la autorización del emperador simplemente para hablar con ellos.

La oración seguía:

«Tsadek Adinoy b'jol d'rojov.» El Señor es Justo en todos Sus caminos.

Las primeras verduras de la temporada nos ofrecían un anticipo del Jardín del Paraíso, o al menos un cambio bienvenido respecto de aquel engrudo incoloro que llevábamos comiendo todo el invierno. Sin embargo, yo estaba impaciente por llegar al final del Seder y salir una vez más a llamar a algunas puertas. Imaginaba que ya no me tratarían como a un desconocido, pues la de la Pesach es la noche en la que los judíos abren sus puertas a todo el mundo, incluso a los pobres, a los desheredados, para celebrar el tiempo de nuestra liberación y recordarnos que fuimos forasteros en la tierra de Egipto.

Pero antes debíamos recitar cuatro páginas de oraciones, más una que el rabino Loew había escogido para pedir por el bienestar de nuestros gobernantes cristianos.

La gran familia se había congregado en torno a la mesa, en la que apenas había espacio para la copa de Elias, pero me resultaba casi agradable verme apretujado entre todos ellos. Me proporcionaba una sensación de pertenencia.

La nieta del rabino, Eva, mantenía en su sitio a los más pequeños alternando sus muestras de ternura infantil con la firmeza que caracterizaba a los miembros de la familia. El joven Lipmann observaba todos sus gestos. Se diría que se habría mostrado dispuesto a resistir sentado una plaga de granizo si ella se lo hubiera pedido.

El rabino Loew bendijo la primera copa de vino, nos echamos un poco hacia la izquierda y bebimos.

Nos lavamos y secamos las manos, hundimos las verduras en agua salada y entonces el rabino Loew levantó el matzoh del centro y lo partió por la mitad con un chasquido que pareció hacer temblar las paredes, y durante un segundo lo sobrenatural se apoderó de nuestras mentes, como si las aguas del mar Rojo atronaran en su avance por las calles del gueto. A continuación el sonido se oyó de nuevo, aunque más leve esta vez, sin duda, alguien aporreaba la puerta.

Eran los guardias municipales, que venían a realizar el inventario y registrar la casa en busca de artículos de contrabando. Los acompañaba un funcionario, puesto que para hacer un inventario alguien debía saber leer y escribir.

El rabino Loew pidió a una de las criadas judías que mostrara la casa a los guardias, y él reanudó la ceremonia.

Los guardias entraron de cualquier manera en todas las habitaciones, gritando cosas como «artículo, un aparador», y repitiendo las palabras al funcionario para que éste las catalogara.

Ajeno al estrépito que lo rodeaba, el rabino Loew levantó el primer matzoh y dijo:

—Éste es el pan de los pobres que nuestros antepasados comieron en la tierra de Egipto. Quien esté hambriento, que entre y lo comparta con nosotros. Este año, aquí. El año que viene, en la tierra de Israel. Este año, esclavos. El año próximo, hombres libres.

Volvimos la página de la gran Haggadah, y la primera palabra de la sección siguiente apareció destacada, en gruesas letras negras de un dedo de altura: Avodim.

Esclavos fuimos del faraón de Egipto.

En el margen derecho, un grabado mostraba a un hombre moviendo una hoz afilada. Iba vestido con la túnica y los bombachos propios del campesino bohemio.

Uno de los guardias dijo:

—Artículo, un candelabro de plata.

Otro precisó:

—Eso no es plata, es estaño.

«En el principio, nuestros padres eran idólatras.»

Cuando llegamos a la parte que dice «Pero yo llevé a vuestro padre Abraham…», oí que los guardias se preguntaban unos a otros dónde se escondían todas las riquezas fabulosas de los judíos.

«Bendito sea Él, que ha mantenido Su promesa de Israel.»

El grabado que acompañaba aquellas palabras mostraba a un shammes con capa y capucha tocando un shofar, aunque las burbujas de aire que salían de la trompeta parecían más bien de fuego y humo.

«Sabed que, con certeza, vuestros descendientes serán extranjeros en alguna tierra.»

Desde la cocina nos llegaron las voces de dos mujeres, que rompieron el misticismo del momento. Hanneh, la cocinera, se lamentaba de lo difícil que le resultaba tener lista la cena sin la ayuda de la gentil del shabbes. Yankev ben Jayim me pareció el más alterado por aquella interrupción.

«Porque no sólo uno se ha levantado contra nosotros para destruirnos. Todas las generaciones se han levantado para destruirnos.»

Jacob huyó a Egipto con sólo setenta miembros de su tribu, pero Dios alimentó a su pueblo hasta que éste creció y se hizo fuerte —el texto se hace interesante, llegados a este punto—, como una «belleza de senos turgentes y cabellera suelta».

Aquí los ilustradores habían incluido la imagen de una joven con una aureola de pelo rubio, ataviada con un discreto paño que le cubría el torso. Se suponía que la imagen debía ser alegórica, pero a mí, en ese caso, no me lo parecía.

«Y los egipcios nos trataron con maldad.»

«Nos pusieron capataces.»

Y así fue que construimos las ciudades de Pitón y Ramesés. Y como los artistas que la familia Kohen había contratado cuando imprimió aquella primera edición de la Haggadab de Praga no tenían ni idea del aspecto real de aquellas dos ciudades, en uno de los grabados aparecía una clásica ciudad europea amurallada de hacía un par de siglos, mientras que en el otro se representaba una torre idéntica a la de la iglesia de San Andrés de Cracovia.

«Pero nosotros llamamos al Señor nuestro Dios.»

Los guardias de la ciudad acababan de encontrar la horma de su zapato en Hanneh, la cocinera, que los amenazaba con su completo arsenal de utensilios afilados si se atrevían a meter sus sucios dedos en su delicioso pescado relleno.

«Y el Señor atendió nuestra voz y recordó Su alianza con Abraham.»

Y Él aplastó a los primogénitos de Egipto.

Aquí las ilustraciones se descontrolaban por completo, y representaban a un grupo de hombres vestidos con ropas modernas que desgarraban y atravesaban a unos recién nacidos hasta que corría la sangre. Y a un lado alguien que parecía una reina se bañaba desnuda en una tina llena de esa sangre.

Y el faraón ordenó:

Arrojad al río a todos los varones que nazcan.

En la página contigua aparecían hombres y mujeres arrojando a unos recién nacidos desde un puente de piedra con torres de vigía en ambos extremos, como el que todavía se alza en el centro de Praga.

La siguiente página mostraba a un ángel con una espada, a pesar de que Dios decía:

Yo pasaré por la tierra de Egipto.

Decía «yo», no un ángel.

Pero Dios no se puede representar.

Y golpearé a los recién nacidos.

Con gran terror.

Con señales y maravillas.

Aunque existe otra interpretación de este pasaje en relación con las plagas.

Los niños, asombrados, abrieron mucho los ojos cuando hundimos los dedos en las copas y derramamos diez gotas de vino tinto, espeso, uno por cada plaga, para aplacar a los malos espíritus mientras recitábamos los nombres de las plagas al unísono como si del tañido de una campana se tratara.

Pero la discusión entre los rabinos que siguió —sobre cómo puede deducirse de las Escrituras que los egipcios sufrieran, en realidad, trescientas plagas— dejó a los niños de nuevo inquietos, y terminamos justo a tiempo para el brioso cántico colectivo con el que profesábamos nuestra gratitud por todo lo que Dios nos había dado, cuando con uno solo de sus presentes «ya nos habría bastado».

«Dayenu.»

Porque Dios pasaba sobre nuestras casas cuando golpeaba a los egipcios.

Le dirás a tu hijo ese día…

Que el Santísimo, bendito sea Él, nos redimió a todos. Pero yo no tengo ningún hijo.

El rabino Loew bendijo la segunda copa de vino, y nos echamos hacia delante y bebimos.

Se supone que debemos apurar la copa, pero yo llevaba todo el día ayunando, y empezaba a desfallecer de hambre. Finalmente llegamos al matzoh y al maror, el pan de la libertad y las hierbas amargas de la esclavitud. Una pareja de opuestos. De modo que, claro está, los mezclamos. ¡Toma ya, Faraón! ¿Ves qué sucede cuando te metes con el Pueblo Elegido?

El rabino Loew bendijo el tercer matzoh, lo partió y fue pasando los pedazos para que todos pudiéramos probarlo.

—Permitidme que os diga que, después de recitar todas las oraciones del rito mientras los deliciosos aromas del banquete del sacrificio inundan la estancia, el primer bocado de ese pan ácimo y seco te hace saber y sentir lo milagroso que resulta que Dios haga crecer, para nosotros, el trigo de la tierra. Lo único que hay que hacer es mezclar harina con agua y —con tal de que dispongamos de tiempo para cocerlo—, obtenemos pan, razón por la que siempre pronunciamos una bendición sobre ese alimento.

Un hombre llamado Yeshua Ha-Notzri, mejor conocido como Jesús de Nazaret, hizo exactamente eso durante su último Seder y, no se sabe bien por qué, los cristianos elevaron su acción a misterio divino.

Pero incluso en mi pueblo, un shammes es capaz de pronunciar una bendición sobre el pan y el vino.

Al fin, dos criadas trajeron el primer plato, huevos duros cocidos en agua salada. Pero no se nos permitió tocar nada hasta que el rabino Loew hubo preguntado a los niños por que se comen huevos durante las celebraciones de primavera (simbolizan el luto y el renacimiento). El joven Lipmann sabía la respuesta, de eso no había duda, pero a él ya no lo consideraban niño, pues ya había cumplido trece años.

—Porque representan al pueblo judío —dijo Eva.

Su respuesta me pilló por sorpresa.

¿A quién, si no a la nieta del Maharal, podía ocurrírsele una interpretación que yo no había oído nunca hasta entonces?

—¿Y cómo es eso?

—Porque cuanto más tiempo pasan los huevos en agua hirviendo, más duros se vuelven. Y lo mismo sucede con los judíos.

Si ése era el caso, más duros no podían ser.

Los guardias se fueron por fin a fastidiar el Seder de otra familia.

Nosotros terminamos la comida y bendijimos a Aquél de cuya abundancia habíamos comido, y bebimos la tercera copa de vino, y pronunciamos el «Esparce Tu Ira», y enviamos a los niños a abrir la puerta, por si tras ella aparecía el profeta Elias, que todavía tenía su copa de vino sobre nuestra mesa. E invocamos al Señor desde aquel lugar estrecho:

Todas las naciones me han cercado.

Sálvanos, Oh, Señor, te lo rogamos.

Pues Tu amor dura por siempre.

Le rogamos que nos salvara de la espada de nuestros enemigos, y le pedimos que reconstruyera Su casa, y bebimos la cuarta copa de vino, y nos pasamos al yiddish, para que incluso las mujeres pudieran unirse a nosotros cuando alzamos las voces en cánticos y le pedimos a Dios Todopoderoso, al Dios justo, potente, eterno, amable, lenitivo y amoroso que construyera Su templo pronto, y que nosotros lo viéramos. Pronto, pronto. Amén y amén, selah. Omeyn, selob.

—¿Puedo irme ya, rabino?

—No —se adelantó Avrom Jayim—. Lo necesitamos para que nos ayude a recoger todo lo que han desordenado los guardias.

—A él lo libero de esos deberes —sentenció el rabino Loew—. Pero mantén los oídos bien abiertos, Ben-Akiva. Recuerda que cuando el rey Antíoco nos prohibió leer la Tora, leímos a los Profetas.

Lo que quería decirme era que debía estar dispuesto a adaptarme a todo. No creía que aquello fuera a costarme demasiado.

—Y recuerda que debes confiar en Dios incluso cuando todo parece ir en tu contra, porque Sus planes van más allá de tu comprensión. Sin ir más lejos, si Jonás no hubiera pasado tres días en el vientre de una ballena, se habría ahogado.

De modo que ser tragado por un pez enorme era, en definitiva, algo beneficioso. Seguro que nunca lo habíais visto desde esa perspectiva.

—Y recuerda también que debes confiar en ti mismo.

Ahí sí que no las tenía todas conmigo.

Pero me había llegado el momento de seguir el consejo de Acosta e ir en busca de aquel cazador de ratas que, según decía, sabía bastante de cerrojos.

Me volví hacia Avrom Jayim y le dije:

—Y dime, anciano, ¿dónde está el burdel?