Capítulo 22

La mazmorra no se encontraba en la parte nueva del castillo. La imponente torre redonda se alzaba en el extremo más alejado de la vieja fortaleza, al borde del foso. Tal vez lo llamaran así para confundir a los enemigos, pues en realidad se trataba de un precipicio natural de unos doscientos pies de profundidad. Yo no entendía gran cosa de técnicas bélicas antiguas, pero me parecía que el lado norte del castillo estaba muy bien defendido.

El asistente del emperador nos guiaba sin mirarnos siquiera. Nosotros lo seguíamos sin atrevernos a expresar nuestros pensamientos en voz alta en presencia de un sirviente cristiano, por más joven que fuera.

La de Daliborka era una torre de gruesos muros concebida para resistir un asedio. Allí no había arcos esbeltos, amplios ventanales ni detalles decorativos superfluos que entorpecieran su propósito principal, que no era otro que quebrantar la resistencia de todo aquel que entrara en ella.

El rabino Gans me contó que su residente más famoso había sido nada menos que el señor Dalibor de Kozojedy, un caballero que, a pesar de serlo, había luchado por los derechos de los campesinos. Pasó tanto tiempo encarcelado en la torre que había acabado por darle su nombre.

Debía de existir un modo menos doloroso de lograr que le pusieran tu nombre a algo, me dije.

La torre se alzaba al borde mismo del precipicio. Su puerta enrejada nos llamaba. Tuvimos que dar la espalda a la luz del día y bajar un tramo de escalones de piedra para alcanzar el nivel más alto de la cárcel. Una vez allí, dos guardias hicieron ademán de impedirnos el paso cruzando las lanzas (les encanta hacerlo), pero el asistente del emperador intercambió con ellos algunas palabras en dialecto de Silesia. El pesado portón de hierro se abrió con un chirrido de bisagras, y entramos.

La primera celda ocupaba toda la planta superior. Que fuera tan espaciosa indicaba que había sido pensada para alojar a algún aristócrata. También era muy fría, pues en aquel momento no se encontraba ocupada por ningún preso. Salvo por el suelo, que era de barro cocido rojo, todo era de piedra, con una gran chimenea vacía y unas ventanas grandes desde las que se divisaba la ciudad. Se trataba, de hecho, de una vista bastante bonita, pero el precio que había que pagar por admirarla era demasiado elevado para mí.

Un bardo, de paso por el lugar, había compuesto unos versos y los había colgado en una pared.

Hace ya mucho tiempo

cuando era joven,

los pájaros cantaban

en mi cabaña.

Ahora vivo en palacio

mas ninguna ave acude

a mi ventana.

Descendimos por una escalera estrecha, semejante a un túnel, y tuvimos que agachar la cabeza para no dar contra un arco bajo. Esa celda era mucho más oscura que la de la planta superior, tenía las ventanas pequeñas, empotradas al fondo, y unas pocas cenizas en la triste y diminuta chimenea, donde una vela solitaria había ardido hasta convertirse en un charco de cera solidificada. Un aro de hierro colgaba en medio del techo bajo, sobre una abertura en el suelo tapada por una reja, que debía conducir al nivel inferior de la prisión, una cámara oscura y sin ventanas ni puertas, sin escalones ni chimenea, llena de ratas, a juzgar por el rumor de centenares de patas que nos recibió a nuestra llegada. Los carceleros, probablemente, hacían descender al desesperado preso por el orificio valiéndose de una soga o de una cadena, cerraban la tapa todo lo que podían y se olvidaban de él. O de ella.

Sobre un plato de latón reposaba una rebanada de pan intacta. Jacob Federn había preferido pasar hambre a comer pan con levadura durante la Pesach.

Tenía los labios cortados, y azulados de frío, pero por el momento la intervención del emperador le había evitado sufrir torturas.

Se le iluminaron los ojos cuando nos vio, e intentó alzar los brazos para saludarnos, aunque su debilidad, manifiesta, le impidió levantar los grilletes.

—Amigos, ¿habéis venido a sacarme de aquí?

—Me temo que seguimos trabajando para solventar ese problema en concreto —le respondió el rabino Loew.

Federn, abatido, bajó los brazos.

—Pero sí nos han permitido traerte esto —dijo el rabino, alargándole el pequeño hatillo, que en realidad era un paño atado.

Federn tenía los dedos tan agarrotados de frío que el rabino Gans tuvo que ayudarle a deshacer el nudo y a sacar lo que contenía el paquete —un pedazo frío de pescado relleno con una pizca de maror, media docena de matzohs redondos, una botella de vino cerrada y un par de velas blancas y estrechas de las que se encendían durante el shabbes.

Federn señaló con la cabeza una taza de hojalata llena de agua, y yo fui a buscarla. Juntó las manos para lavárselas, y se las secó con el paño.

—Ni siquiera me han dejado cumplir con el Seder —dijo, como si le hiciera falta disculparse.

El rabino Loew santificó algo aquel lugar infecto entonando un verso de los salmos: «Ki mikol tsoroh hitsiloni uve'oyvay ro'asoh eyni.» «Porque me has librado de todos mis adversarios, y he visto la derrota de mis enemigos.»

Me pregunté por qué habría escogido ese pasaje, hasta que le oí añadir:

—Ahí tienes tu Seder. Y tu matzoh también.

Entonces me di cuenta de que el rabino había escogido un verso con tres palabras sucesivas que empezaban, respectivamente, por las letras mem, tsadek y hey, que a su vez formaban la palabra «matzoh», y de ese modo contenían la esencia del Seder en unas pocas palabras breves.

No podíamos encender las velas, y nos limitamos a pronunciar la bendición del shabbes.

A Federn le temblaban los labios cuando pronunció la brujes ante el matzoh y el vino. Mordió el pan ácimo, bebió un sorbo de vino, y cuando la pequeña ceremonia tocó a su fin, devoró el pescado con gran apetito. Entre bocado y bocado, me pidió que le sirviera algo más de vino en la copa.

—Aquí todavía queda un poco de agua —le advertí.

—Era del preso que estuvo aquí antes que yo —dijo él, con la boca llena de pescado.

Eso explicaba que no la hubiera ni probado. Era muy peligroso beber del vaso de otro, sobre todo en un lugar tan sucio como ése. Si la otra persona había contraído alguna fiebre, o alguna otra enfermedad, el espíritu maligno de la dolencia podía haber entrado en su boca y, posteriormente, en el agua.

Deseché el agua sobrante y llené de vino la copa.

¡Cuánto pueden alegrar el corazón de un hombre un mendrugo de pan y una copa de vino! Aguardé a que Federn hubiera empezado a dar cuenta de la segunda copa de vino, y estuviera ya mordisqueando su segundo matzoh, antes de abordar el asunto que nos había llevado hasta allí.

Reb Federn es muy formal —dije—. ¿Te molesta que te llame Jacob?

—¿Y por qué habría de molestarme?

—Escúchame, Jacob —proseguí—. Si quieres salir de aquí, deben retirar todas las acusaciones que pesan contra ti. Y para que eso ocurra, necesitamos que nos expliques, con tus propias palabras, lo que sucedió.

—Tú estabas ahí. Lo viste todo. ¿Qué más puedo decir?

—No, yo no lo vi todo —repliqué—. Por ejemplo, yo no vi qué sucedió allí hace tres días.

—¿Hace tres días? ¿Por qué dices eso?

—Lo digo porque lo que sucedió en tu tienda empezó hace tras días, si no más. —Y, sin dar tiempo a Federn a responder, añadí—: Por cierto, hemos encontrado un pedazo de hilo de plata en el suelo de tu establecimiento. ¿Tienes idea de cómo ha podido llegar hasta ahí?

—¿Y cómo voy a saberlo?

—¿Alguno de tus últimos clientes llevaba ropa con hilos de plata?

—¿Y cómo pretendes que recuerde algo así?

—De modo que podría haber sido de cualquiera.

Vey iz mir, yo aquí, muriéndome de frío, y él hablando en acertijos.

—¿Conoces a Viktor Janek, padre de la víctima?

—Eh… sólo un poco.

—Pero lo bastante como para enzarzarte en una discusión con él.

—¿De qué hablas? Yo no recuerdo ninguna discusión.

—¿No recuerdas haber hablado con él?

—¿Recuerdas tú todas las conversaciones que has mantenido en tu vida?

—Te vieron discutiendo con Viktor Janek frente a tu tienda. De eso hace tres días. Seguro que eres capaz de recordarlo, no hace tanto tiempo.

—¿Por qué me hablas como si yo fuera el culpable?

—No lo sé. ¿Por qué reaccionas como si lo fueras?

—Todo el mundo es culpable de algo —dijo él, a la defensiva.

—Eso ya lo sé —añadí.

Pero algo en aquella celda había cambiado, y yo debía cambiar también.

—Debe de ser difícil llevar una tienda judía más allá de las murallas, con todos esos goyim que no dejan de mirarte como si tuvieras cuernos en el sombrero, con tu esposa regañándote por no ahorrar más, con tu hija preparándose para recibir a la casamentera. ¿Tenéis idea de lo que cuesta una boda decente hoy día? —pregunté, dirigiéndome a mis compañeros.

Ellos chasquearon las lenguas y condenaron la última moda entre los mercaderes ricos, que exigía unas celebraciones matrimoniales cada vez más ostentosas.

Continué:

—Y, por si fuera poco, los guardias municipales siempre te sacan algo a cambio de su «protección». No, no hace falta que me digas nada, ya he conocido a ese tal Kromy, y puedo hacerme una idea. Y, claro, uno llega a desesperarse, ¿verdad? Eso lo comprende cualquiera.

Federn me miró fijamente. En aquella penumbra, parecía un hombre con multitud de compartimentos secretos en su interior, guardados bajo llave. Y en ese momento intentaba decidir cuál le convenía abrir.

Transcurridos unos instantes, habló el rabino Loew.

—Supongo que te das cuenta de que, incluso sin respondernos, nos estás diciendo algo.

—Yo no puedo ayudarte si no me dices la verdad —insistí yo.

Federn, al fin, dio media vuelta a la llave de uno de aquellos diminutos compartimentos secretos.

—Discutíamos por dinero.

—Eso ya lo sabemos —le dije, como si fuera algo de lo que se hablara en todos los rincones de la ciudad. El rabino Loew me miró, escéptico, pero no dijo nada y me dejó seguir presionándolo—. Entre el kesef y el mammón, el dinero adopta toda clase de formas. ¿Qué problema de dinero teníais vosotros concretamente?

—Discutíamos porque él me debía dinero.

—Un momento. —Me acerqué más a él para que no le fuera tan fácil apartar la mirada—. ¿Me estás diciendo que te debía dinero?

—Bueno, según él, se lo debía yo. Y por eso discutimos.

—¿Cuánto dinero?

—Eso no importa.

—Entiendo. O sea que debía de tratarse de una cantidad insignificante. En ese caso, ¿por qué molestarse en discutir por ello?

—¿Acaso crees que a un mercader cristiano le hace falta alguna excusa para discutir?

—¿Y por qué te debía dinero? ¿De qué te lo debía?

—¿Quieres saber de qué me debía dinero?

—Eso es exactamente lo que acabo de preguntarte.

Lo hacía para ganar tiempo.

En algún punto, más allá de su celda, muy por encima de las nubes, el sol superaba el cénit de los cielos e iniciaba el camino hacia otro ocaso distante. Yo debía hacer acopio de toda mi paciencia para permanecer ahí sentado, hacer como si dispusiera de todo el tiempo del mundo a la espera de que él decidiera lo que quería decir.

Finalmente hablé y, citando el tratado del Bava Metziah, le advertí:

—Que tu sí sea sí y tu no sea no.

El Consejo de Ancianos dice que desdecirse de algo es uno de los siete pecados mortales que provoca mayor ira de Dios, y yo estaba bastante seguro de que Federn lo sabía.

El rabino Loew habló entonces en voz tan baja que me pareció que sus palabras, en realidad, procedían de mi mente.

—A veces, cuando rezamos por algunas cosas, las puertas de la oración pueden estar abiertas o cerradas. Pero cuando nos arrepentimos sinceramente de nuestras malas obras y suplicamos el perdón, esas puertas se abren siempre.

Una avanzadilla de roedores de ojos rojos ascendió trepando por el hueco que ocupaba la mitad de la celda. Debía de haberles llegado el olor de la comida.

—Es muy difícil evitar que estas pequeñas criaturas te muerdan —intervine yo—, sobre todo si no puedes hacer nada por defenderte. Y las llagas tardan sólo dos días en infectarse. Eso sólo ya basta para matar a cualquiera.

—Dios actúa de maneras misteriosas —sentenció el rabino Gans.

—No deberíais haber salido en mi defensa —confesó al fin Federn—. No soy digno de vuestra ayuda.

—Un solo hombre vale lo mismo que toda la creación. —Discrepó el rabino Loew.

Aunque aquéllas eran unas palabras pronunciadas también por el rabino Nathan, que había muerto hacía ya muchos siglos, a nosotros nos enseñan que cada vez que citamos las enseñanzas de los sabios que las pronunciaron o escribieron, los labios de los maestros vuelven a susurrarlas desde sus tumbas.

Del hueco del suelo nos llegó un lamento acallado, pero no tenía tiempo para pensar en quién había gemido.

—Escúchame —dije—. Todos nos saltamos las normas de vez en cuando. Es la única manera de sobrevivir en una sociedad represiva como ésta, ¿no es así?

—Así es —corroboró el rabino Gans.

—Y todos cometemos errores. Es imposible recordar todas las leyes que los cristianos nos imponen. Siempre estamos contraviniendo una u otra ordenanza, y en nuestra comunidad nadie te reprocharía que tú lo hubieras hecho. Lo único que importa es saber si vas a admitir tus faltas y piensas hacer algo por repararlas. Para que sirva de algo, tienes que hacerlo ahora, ahora que todavía estamos a tiempo de solucionar las cosas.

Federn soltó una risotada llena de amargura.

—¿De verdad crees que las cosas pueden solucionarse? Creía que vosotros, los racionalistas, no creíais en milagros.

Seguí fingiendo un rato más que disponía de todo el día.

—Cuanto más nos hagas esperar, más nos llevarás a creer que tus acciones han sido, ciertamente, de extrema gravedad —intervino el rabino Gans, representando muy bien su papel.

—Óyeme, Jacob, sé por lo que estás pasando —aduje—. Yo mismo me he visto inmerso en situaciones difíciles a lo largo de mi vida. Estoy seguro de que no pretendías que las cosas terminaran así. Tú sólo querías proporcionar lo mejor a tu familia. Pero no pudiste solucionarlas antes de que todo esto sucediera.

—Sí, así fue, exactamente.

—Háblame de ello.

Federn dejó de mirarme y clavó la vista en los rabinos.

Pero el rabino Loew se anticipó a su respuesta:

—Cuando los israelitas llegaron al desierto de Sin, entre Elim y el Sinaí, el Ser Sagrado, bendito sea, nos envió el maná de los cielos. Y al sexto día nos envió doble ración, pues era shabbes. ¿Sabes qué significa eso, Jacob? Significa que incluso cuando alguien no tiene dinero para el challah y el vino, debe prepararse para el shabbes lo mejor que puede, y tener fe en que Dios se los proporcionará.

Federn no dijo nada.

Yo le di otro «empujón».

—Mira, la verdad acabará sabiéndose. Pero si tú nos la cuentas ahora, tal vez podamos evitar que los demás se enteren por boca de las personas menos indicadas. ¿Es eso lo que quieres?

Tal vez fuera por las cualidades redentoras del pan de la aflicción —el pan seco y sin levadura que apenas lograba tragar—, o por el hecho de que la Pesach se conozca también como Celebración de la Libertad, ese ideal frágil ante el que se sentía especialmente receptivo en ese momento, el caso es que Jacob, finalmente, decidió hablar.

—Empezamos fabricando táleros —dijo.

Yo intenté no mostrar sorpresa alguna.

—Janek conocía a un par de forjadores que fundían virutas de metal y las convertían en monedas —siguió.

¿Cómo había sido capaz? Después de las acusaciones de crímenes rituales para conseguir sangre, que nos acusaran de defraudar el sistema monetario falsificando moneda era la peor imputación que los cristianos podían esgrimir contra nosotros, acusaciones que sostenían con gran entusiasmo cada cierto tiempo. Cuando el archiduque Fernando intentó expulsar a los judíos de Bohemia entre 1540 y 1550, lo hizo alegando la falsificación de moneda como una de las razones principales que avalaban su decisión. Pero ningún judío creía de veras que nosotros cometiéramos semejante delito.

Sentí deseos de escupirle a la cara por ser uno de los responsables de que aquellas acusaciones que se vertían contra nosotros tuvieran fundamento.

—Pero no duró mucho —dije.

—No, era demasiado arriesgado.

Eso seguro, la pena por falsificación era la muerte en la «doncella de hierro». Incluso con las lanzas clavadas; si se hacían las cosas bien, el torturado podía tardar tres días en morir.

—De modo que optasteis por otra cosa.

—Sí. Janek me dijo que conocía a un mercader en la costa del mar de Alemania que había ideado un sistema para enviar especias raras y costosas remontando el río Elba, para ahorrarse los impuestos aduaneros y las tasas, y aumentar los beneficios.

—Gracias por la lección de economía. No sé si lo sabes, pero no pagarle al emperador lo que reclama es, tal vez, la única actividad mercantil que se considera más grave que falsificar moneda.

—Ése fue el error. Deberíamos haber dado «al César lo que es del César», como dice el refrán.

—Sí, pero ¿cómo habrías ganado dinero si lo hubierais hecho?

—Ah, yo… —Pero se interrumpió.

Y allí nos encontramos con otro muro. Justo cuando empezábamos a llegar a alguna parte.

—Tú ¿qué? ¿Algo peor de lo que ya nos has contado? Debe de ser horrible, si ni siquiera te atreves a decirlo.

Una vez más, nuestro escasísimo tiempo se malgastaba en esperas, para no regresar jamás.

—Estamos perdiendo el tiempo —declaró entonces el rabino Gans, haciendo ademán de levantarse, fingiendo hartazgo—. Vámonos.

—Todavía no —le pedí yo, como si ostentara alguna autoridad para indicar a un rabino instruido lo que debía hacer—. Todavía no he oído nada por lo que merezca la pena matar a nadie.

—Cierto, pues incluso los ladrones, entre ellos, deben demostrarse cierto respeto. De otro modo, su confederación no se sostendría —razonó el rabino Loew citando una frase del Kuzari, de Halevi.

Federn dio un respingo al oír la palabra «ladrones».

—Eso éramos, exactamente —añadió moviendo las manos, y las cadenas que se las sujetaban tintinearon con énfasis—. Acordamos compartir los costes de una caja de hierbas y especias muy caras, pero cuando llegó el momento de repartir la mercancía, Janek me engañó y me dio menos de lo que me correspondía. Yo me enfadé mucho. Dejé de hablarle. ¿Qué otra cosa podía hacer? El nuestro era un acuerdo verbal, por lo que no podía demostrar que lo que yo reclamaba me pertenecía legítimamente. ¿Acaso no es motivo de querer vengarse de alguien?

—No suficiente para matar a nadie —insistí.

—¿Y qué sabes tú de esas cosas? Yo… —Se sumió en otro largo silencio—. No puedo hablar de ello.

—Debes contárnoslo —intervino el rabino Loew, intentando pronunciar las palabras con voz severa, propia de día del Juicio Final.

—¿Sabes? —proseguí—. He venido hasta aquí para ayudarte a descubrir pruebas que demuestren tu inocencia y, en cambio, descubro pruebas de tu culpabilidad.

—Discutimos —dijo Federn—. Janek me insultó del modo más odioso, y yo me enfadé tanto que le dije que…

—Sí, sigue.

—Le dije que lamentaría lo que me había hecho.

—¿Cómo pudiste decir algo así? —se horrorizó el rabino Loew—. Esas maldiciones bastan muchas veces para acusar de brujería a quien las pronuncia, y a toda la comunidad.

—Estaba furioso. Habría querido aplastarle la cabeza contra el suelo, pero en vez de hacerlo dejé que fuera mi lengua la que ejerciera la violencia contra él.

Sí, yo sabía muy bien qué sentía uno en esos momentos.

Oy vey iz mir —intervino el rabino Gans—. La verdad es que lo estropeaste todo.

—Pero no podemos permitir que mueras sólo porque hablaste de más —admití—. El Talmud establece con gran claridad que «ningún hombre debe ser considerado responsable de las palabras que pronuncia estando airado».

El rabino Loew me miró fijamente. Sabía que yo estaba tramando algo, pues había modificado una parte crucial de la frase.

Pero funcionó. Federn me miró esperanzado, como si yo acabara de invocar algún precedente legal poco conocido que hubiera de permitirle salir de aquel atolladero.

—Pero todavía no has contado cómo conseguiste obtener beneficios a pesar de que tus socios te engañaran.

Él adoptó entonces el gesto típico del tendero desconfiado que lo revisa todo dos veces para asegurarse de que sus cajas fuertes están bien cerradas y camufladas.

Y yo perdí el sentido del decoro.

—Si vuelves a representar una vez más la comedia esa de que te da vergüenza decirlo, te juro que te ahogo en ese cubo de rancho inmundo —le advertí—. Fuiste lo bastante listo para cometer el pecado, o sea que sé al menos lo bastante hombre para decirnos cuál fue.

Ahora le tocaba al rabino Loew hablar en nombre de la razón.

—Lo más grave de todo es que la Inquisición ha detenido a tu esposa y a tu hija. Si sientes algo por ellas, debes contárnoslo todo.

Aquellas palabras lograron abrir una brecha en el muro de sus mentiras y sus reservas. Federn clavó la vista en los grilletes que le atenazaban los pies, incapaz de mirarnos a la cara, mientras confesaba en voz baja y sosegada que había «compensado las pérdidas» vendiendo hierbas medicinales a cristianos y judíos a unos precios muy elevados, algo prohibido expresamente por la Shuljan Orej con el argumento de que al hacerlo se violaba la santidad de Dios, y por el Talmud, que especifica que «para un judío, estafar a un gentil es peor que estafar a otro judío, pues además de contravenir la ley moral, concita el desprecio hacia los de su raza».

Lo único bueno del caso era que su confesión contribuía en gran medida a mostrar que carecía de motivos para ser el autor del asesinato, lo que no implicaba que su persona no siguiera causándonos una gran decepción.

Una vez que las palabras de Federn se hubieron aposentado como el polvo en la cripta, el rabino Loew rompió el silencio y comentó que lo oído ilustraba a la perfección la verdad de las enseñanzas del rabino Assi: la inclinación al mal empieza siendo fina como una telaraña, pero termina mostrándose gruesa como la soga de una carreta. Pues quien codicia los bienes del prójimo no tardará en levantar falsos testimonios contra éste, y seguirá subiendo los peldaños de la escalera hasta acabar robándole y derramando su sangre.

Federn seguía allí sentado, aturdido, mientras yo intentaba predecir adonde nos conduciría aquella nueva vía. Al menos uno o dos guardias municipales debían de estar al corriente de esos apaños ilegales, y aquel tipo, Kromy, me parecía a mí un auténtico gabenfresser, palabra con la que nombrábamos a los oficiales corruptos con tendencia a aceptar sobornos, la clase de hombre con las habilidades y la motivación necesarias para llevar a cabo planes de extorsión y asesinato. Y yo sabía qué clase de mujer era la ideal para tirarle de la lengua. Sólo me faltaba encontrar la manera de hacerle llegar un mensaje.

Pero, buen Dios, ¿cómo iba a hacerle llegar ningún mensaje si no me estaba permitido escribir? Al diablo. La Torá nos enseña que debemos anteponer la vida a los mandamientos (con tres excepciones: y yo no tenía intención de caer en la idolatría, en el adulterio ni en el asesinato en las inmediatas horas).

—Una pregunta más —dije—. ¿Cuántas personas te deben dinero?

—¡Ja! Medio barrio.

—Pero ¿quiénes son los que te deben más? ¿O a quién te cuesta más cobrar?

—Tendría que mirarlo en mi libro de asientos.

«Qué bien. ¿Cómo se te da leer las señales de humo?»

—¿No se te ocurre nadie, así, de entrada? —insistí.

—Lo cierto es que no. Las cantidades son triviales.

Por supuesto. Un hombre como Federn no podía permitirse que nadie acumulara una gran deuda con él. Sólo un puñado de mercaderes del Barrio Judío eran lo bastante ricos para entrar en esa clase de préstamos. Pero, que yo supiera, sólo uno de ellos había solicitado al emperador un trato de protección especial.

—Tenemos que irnos —dije—. Si el motivo ha sido borrar una deuda pendiente, hemos estado hablando con la persona equivocada.

—¿Y ahora? ¿Qué planeas hacer? —me preguntó el rabino Gans.

—Tenemos que liberar al reb Federn, a pesar de lo que ha hecho —respondí.

El rabino Loew me puso a prueba.

—¿Qué dice la Mishnah en relación con la libertad del hombre?

—Que el único hombre libre es el que estudia la Torá.

—Correcto.

—¿Y eso qué significa en este contexto?

El rabino Loew alzó la mano para pedirme silencio, al tiempo que el asistente del emperador nos alargaba una copia del decreto real, firmado y sellado, con el que se nos autorizaba a examinar el cadáver de la joven víctima, aunque sin tocarlo. A continuación, el empleado real nos condujo hasta la puerta más cercana, a la sombra de una imponente torre cuadrada de tejado puntiagudo, en la que una sola ventana, diminuta, se destacaba sobre la superficie lisa de la piedra. Se conocía como la Torre Negra, nombre que describía a la perfección el espíritu del lugar, pues se encontraba en lo alto de un pasadizo oscuro que conectaba dos arcos cerrados por puertas. Una brisa potente soplaba sobre la ladera de la colina, agitaba los faldones de nuestras capas y levantaba polvo, que se nos metía en los ojos. Recorrimos a toda prisa el túnel ventoso y volvimos a salir a la luz, donde la brisa seguía soplando, pero al menos no hacía tanto frío.

Un parterre verde se veía salpicado por capullos de flores amarillas, resplandecientes. Aminoré el paso un instante, impresionado por la belleza natural de las flores, presa del asombro al pensar que el sencillo milagro de la naturaleza siguiera su curso, ajeno a las cuitas de la humanidad, y que el renacimiento y la juventud pudieran florecer en medio de aquel caos.

El dicho es bien conocido, aunque no por ello menos cierto: «La vida no se aprecia plenamente hasta que uno le ve el rostro a la muerte.»

Cuando miras a tu alrededor y ves que han brotado flores, te das cuenta de que todos los instantes de la vida son un milagro valioso. Que estemos aquí y podamos oler las primeras flores de la primavera constituye un milagro bendito.

—Sigamos —dijo el rabino Loew, tirándome de la manga—. El día es breve, el trabajo, mucho, y los obreros, lentos. La recompensa es grande, y el Maestro está impaciente.

De nuevo una cita del Pirkey Avos, tan acertado como siempre.

—Sí, rabino.

Pero desde donde me encontraba, en aquel lugar elevado, sobre el río crecido por las lluvias, el sabor a néctar que traía el viento y la visión maravillosa de la madre de las ciudades alimentando a sus hijos me inundó durante un instante breve de una necesidad poética, sublime, de comulgar con el mundo frenético que me rodeaba.

—Por lo menos, nosotros respiramos el aire de la libertad, a diferencia de nuestro hermano Jacob —comenté.

—¿Eso crees, sinceramente? —me preguntó el rabino Loew, alzando la voz.

Según parecía, Nuestro Señor y Maestro volvía a desafiar mis ideas preconcebidas.

—Lo que quiero decir —respondí— es que antes de que todo esto sucediera, Jacob ya vivía en una cárcel que se había construido él mismo, y tal vez ahora, al haberse visto obligado a enfrentarse a sus propios errores, sea capaz de liberar su mente de la Inclinación Maligna, y su cuerpo y alma sigan el mismo camino.

—Déjame que te explique algo —insistió él—. Mientras sigamos siendo súbditos de la corona imperial y del sistema mercantil que reduce todo lo que es humano a objetos materiales que pueden comprarse y venderse en el mercado, ninguno de nosotros será más libre que el prisionero olvidado que malgasta sus días en la más oscura de las celdas.

—Metafóricamente hablando, quieres decir…

—En absoluto. Hoy todos nosotros hemos visto con gran claridad que el emperador no es, en modo alguno, intrínsecamente superior a los demás hombres. Y si cualquier hombre es capaz de ser emperador, ello implica que el estado imperial no es una creación divina, sino humana y, por tanto, llena de defectos humanos Así pues, nuestra única esperanza es que algún día, cuando la humanidad haya dejado atrás su infancia ignominiosa, el estado monárquico se marchite y muera, dado que una de sus metas primordiales pasa por limitar con restricciones antinaturales la libertad de hombres como nosotros.

Aquéllas eran, ciertamente, palabras muy serias, que no debían ser pronunciadas en público en ninguna lengua cristiana.

—De modo que, una vez más, yo pregunto: «¿Adónde vamos ahora?» —insistió el rabino Gans, impaciente por cambiar de tema.

—Primero debemos ejecutar el decreto del emperador —respondió el rabino Loew.

—Eso sí va a ser divertido.

—Y después, ¿qué?

—Una de las pistas que hemos descubierto hoy es un hilo —dijo el rabino Loew—. Y los hilos siempre se encuentran en las sastrerías.

Metafóricamente hablando.