Capítulo 6

Cada cierto tiempo, los cristianos se descontrolaban un poco.

¿Se había parado a pensar alguno de ellos en quién era el principal beneficiario del crimen? ¿O a considerar la posibilidad de que alguien estuviera interesado en azuzar el odio y el caos por razones desconocidas? No, miraran donde miraran, sólo veían judíos sedientos de sangre. Veían lo que no había, y no lo que sí había. Y creían que todo lo que no eran capaces de explicar debía de ser intrínsecamente malo. Y eso es sólo cierto en parte.

El rabino de Slonim dice que pasamos todas las horas del día rodeados de espíritus malignos que nos atacan desde todos los flancos, como un ejército invisible, y que si no enloquecemos es porque casi nunca nos damos cuenta de que están ahí.

Pero existen otras fuerzas invisibles que acechan en los límites de nuestra experiencia. El rabino de Slonim también habla del tsadek nister, el sabio oculto que trabaja entre nosotros, tal vez alguien tan humilde como un zapatero, y cuyas sabiduría interior y fuerza permanecen invisibles al mundo. Los judíos creen que, en un momento dado, en el mundo, simultáneamente, operan treinta y seis de esos sabios, conocidos como lamed-vovniks, y que Dios mantiene íntegro el universo sólo por ellos. Su verdadero valor se mantiene tan oculto que es posible que ni ellos mismos sepan quiénes son.

Por esa razón, el gran ReMo, el rabino Moyshe Isserles de Cracovia, siempre nos animó a leer los jojmes jitsoyniyes, es decir, los «conocimientos externos», porque creía que todas las formas de conocimiento derivaban, en última instancia, de la Torá. Por eso leíamos a Pomponazzi, excomulgado por afirmar que no hay modo de demostrar que el alma es inmortal, y a Copérnico, que expulsó al ser humano de la posición de privilegio que ocupaba en el centro del universo, y a fray Bruno, tres veces excomulgado (lo que creo debe de constituir toda una marca), por no creer en el poder de los milagros, de la oración ni de la intervención divina en nuestras vidas cotidianas. ¿Y qué conseguimos con ello? ¿Les importa acaso a los cristianos que hayamos leído a sus herejes?

A ellos, no; pero a los demás rabinos, sí. Estos habían intentado silenciar al rabino Isserles y cerrarle la yeshiva. Nos acusaron de fraydenkers. Librepensadores. Y nos quedamos con la etiqueta.

Pero el rabino Isserles, que su recuerdo nos bendiga, falleció demasiado pronto, y yo abrí los ojos y descubrí que los librepensadores no eran bienvenidos en las otras yeshivas.

Y así, me vi de nuevo obligado a demostrar mi valía trabajando duro entre anaqueles de libros, sin aventurarme nunca más allá del Barrio Judío, sin llegar a la iglesia del Corpus Christi, sin cruzar nunca el Vístula ni llegar a la plaza del mercado central.

Pero nunca fui tan místico para satisfacer a los místicos, ni tan racional para satisfacer a los racionalistas, ni lo bastante sumiso para convertirme en seguidor de alguna de las escuelas de pensamiento ya establecidas. Por eso me hacían llevar la leña a las salas de estudio y cargar hasta el tejado pesados cubos llenos de tejas en pleno invierno, donde ayudaba a romper el hielo acumulado y a reparar los huecos.

Me asignaron clases sin calefacción y con más de cuarenta niños, algo que contravenía abiertamente las enseñanzas del Talmud, que estipula que un maestro no debe impartir clase a más de veinticinco pupilos (Bava Basra, 21a). Cuando se lo señalé a mis maestros, me contestaron que, si quería que mi petición fuera tomada en serio, debía rebuscar en los trescientos años de responsa rabínicas y encontrar citas que avalaran mi queja para exponer después el caso ante el Consejo de rabinos. Acepté el reto, y trabajé con tal ahínco que me gané el apoyo del rabino Ariyeh Lindermeyer, al que llamaban Ari der royter, por su barba pelirroja y porque se ponía colorado cuando defendía algún argumento con vehemencia.

Bajo sus auspicios, mi proyecto adquirió vida propia, y a juzgar por la reacción de la gente cualquiera habría dicho que nuestra intención era socavar la tradición milenaria de una educación impartida gracias a fondos públicos.

Finalmente llegó el día. Me presenté ante los principales rabinos de Cracovia y defendí mi escandalosa propuesta de contar con unas aulas menos concurridas, así como con leche para los hijos de los trabajadores. También pedí poner fin a un sistema de privilegios que colocaba a alumnos mediocres de familias acomodadas en los mejores puestos, mientras otros estudiantes, más dotados pero de origen humilde, enseñaban a niñas de siete años a leer la Torá en yiddish en unas aulas atestadas. Había hecho todo lo que me habían pedido: había conseguido sustentar mis propuestas en pasajes de las responsa. Documenté todo lo que se hacía en el resto de yeshivas de la ciudad. Cité a Abayye, que asegura que «sólo es pobre quien carece de conocimientos» (Nedarim, 14a), y el Mishlei de Salomón, en el que está escrito que la sabiduría vale más que la plata y el oro {Proverbios, 3,13-14).

¿El resultado? Me pidieron que expusiera mis argumentos por escrito y presentara los documentos en los que me apoyaba, y que hiciera un número de copias suficiente para que pudieran leerlo y tomarlo en consideración los representantes de la corte rabínica y el Consejo de la Comunidad.

Así que me pasé seis meses investigando y escribiendo un libro que leyeron y rechazaron ocho personas.

Pero no fue ésa la razón de mi llegada a Praga.

El Talmud dice que muchas cosas en la vida no dependen del mérito, sino de la mazl. De la suerte. Del mero azar.

Y creedme si os digo que es cierto. Porque poco después de que empezáramos a trabajar juntos, el rabino Ari der royter murió, y una vez más me quedé sin nadie que apoyara mi causa. Dejó un despacho lleno de libros, que me había pedido que repartiera entre los alumnos más necesitados. De modo que después de respetar una semana de shiva, trasladé los libros a la yeshiva, los subí a la planta superior y los dejé sobre una mesa para que los pupilos pudieran echarles un vistazo y escoger los que les interesaran. Pero el rabino Ben-Roymish, jefe en funciones de la escuela, se quejó de que aquellos volúmenes, viejos y polvorientos, impidieran el paso por el pasillo, y me ordenó que los retirara de inmediato. Yo le rogué que permitiera que los libros se quedaran allí unos días más, para que los alumnos pobres tuvieran tiempo de revisarlos. Pero él respondió que no quería que éstos «se alimentaran de la carroña» de unas colecciones de libros viejos, y que en otras ocasiones los «restos» habían permanecido allí durante meses. Le di mi palabra de que los retiraría transcurridos dos días, y de que además barrería toda la sala, pero no sirvió de nada. Me hizo empaquetar los libros aquel mismo día y vendérselos a un trapero por casi nada.

Supongo que aquélla fue la gota que colmó el vaso. ¿Cómo iba a quedarme allí después de eso? ¿Cómo podía permanecer en un lugar donde mi solemne palabra de honor no valía nada?

El Talmud pregunta: «¿En qué se parece un estudiante a una nuez?» La respuesta es que aunque el exterior pueda verse sucio y rugoso, el interior sigue siendo valioso. A mí se me ocurrían otras razones por las que compararlos.

Mas no fue ésa la razón de mi llegada a Praga.

Yo me había mantenido alejado de Cracovia muchos años, pero cuando regresé, descubrí qué era lo que le faltaba a mi vida. El rabino Simeón ben Eleazar dice que el Ser Sagrado, bendito sea, dotó a la mujer de más entendimiento que al hombre. Y mi Reyzl era la prueba viviente de ello. Era fuerte y hermosa, y poseía un don natural para los negocios.

Yo nunca me cansaba de ella. Adoraba su esencia misma, que perduraba horas en mis labios, como señal de nuestro amor. Adoraba apretarme contra ella, intentando acercarme más de lo que era físicamente posible en este mundo, como si quisiera anular la distancia que existía entre los dos. Tal vez supiera a vientre materno, y despertara en mí un deseo profundo y olvidado de regresar a él, de flotar en su calor, protegido por todas partes, cuidado, amado. Y yo haría que ella me deseara, me necesitara y me quisiera antes de aceptarme en su seno. Lo único que yo buscaba era ser tan importante para ella como ella lo era para mí, en ese momento en que el resto del mundo desaparece y, para cada uno, una sola mujer se convierte en todas las mujeres.

Pero aquellos años de estudio rodeado de mentes lúcidas, en aulas polvorientas, no me habían enseñado qué era lo que debía decirle. Ni lo que estaba escrito en la Torá, ni los profetas, ni el estudio interminable de la lógica talmúdica conseguían ofrecerme las palabras que necesitaba para aclarar las cosas entre nosotros. Sólo el Zohar místico me había proporcionado una pista: «El hombre ideal posee la fuerza de un hombre y la compasión de una mujer.» Una proposición arriesgada. Pero yo ya estaba trabajando en ello. Aunque, al parecer, no tan deprisa como a algunos les habría gustado.

Tal vez deba comentar que, entre judíos, es habitual que una mujer como Reyzl, cuya familia gozaba de cierta posición, se case con un estudioso pobre y viva algunos años de la caridad de sus padres. Aunque, claro, se da por supuesto que, después, ese estudioso ha de alcanzar una puesto de prestigio como rabino respetado, y construirse una casa propia, con cocineras, criados y colas de pupilos que lleguen hasta la puerta, y que personas influyentes le pidan consejos sobre dinero y otros asuntos importantes. Se da por supuesto que ese estudioso no debe dar media vuelta y dirigirse a otro lugar, más allá de las fronteras del imperio, a un erial cubierto de nieve cerca de los Pantanos de Pripet, para seguir estudiando con un rabino desconocido.

Y lo cierto es que no se me ocurrió consultarlo con Reyzl antes.

Aunque de haberlo hecho no le habría hecho caso. Por eso vine a Praga.

Había llegado el momento de hacerle caso.

Un silencio fantasmal parecía haberse apoderado de las murallas de la ciudad. Los pregoneros municipales mantenían la boca cerrada mientras los escribas formalizaban, redactaban y copiaban el horrible edicto. Así, mi amado pueblo realizaba los últimos preparativos para dar la bienvenida a la Pesach felizmente ignorantes del gran caldero de tribulaciones que se cocía más allá del gueto. En las puertas y ventanas de Breitgasse se extendían manteles y kittels, las amas de casa desempolvaban sus vestidos blancos y alzaban la vista al cielo gris, en busca de señales de lluvia.

Había hombres contratados por el Consejo de la Comunidad Judía que recorrían las calles recaudando la colecta del matzob, anunciando a gritos el Mundo Venidero, repitiendo su cantinela monocorde, prometiéndonos que «la candad nos salvaba de la muerte, la caridad nos salvaba de la muerte».

—¿Ya has ofrecido tu donativo? —me preguntó uno de ellos, acercándome al pecho una caja de latón con forma de casa de tejado puntiagudo y una ranura para las monedas que ocupaba el lugar de la chimenea. En la cara anterior, en hebreo, estaba escrito tseduke, «caridad», aunque los recaudadores pronunciaban «tsedoke».

Intenté pasar de largo, esquivándolo, pero el hombrecillo tenía patas de araña, y no tardó en impedirme el paso de nuevo alargándome la hucha.

—Escucha, amigo, todos los que no se benefician del fondo deben contribuir a él. Así funcionan las cosas. Y por tu aspecto diría que puedes permitirte entregar unos kreuzers para que los pobres y los desahuciados puedan comer pan ácimo en Pascua. Tal vez, incluso, un par de táleros.

Rebusqué en los bolsillos. Un peletero se había asomado desde su comercio para presenciar la escena, y no quedaría bien que el nuevo shammes se negara a entregar un donativo la víspera de la Pesach. Y encontré dos monedas de cobre, que se veían diminutas en mis manos repentinamente inmensas.

—Sólo tengo un par de grosbn.

—¿Un par de qué? —preguntó el hombrecillo, observando con desconcierto aquellas raras monedas polacas.

—Todavía no dispongo de dinero de Bohemia.

—¿Ni siquiera de unos pocos peniques? ¿Qué clase de miserable eres?

—Es todo lo que tengo. ¿Lo quieres o no?

—Escúchame bien, reb Ployne, don Quienquiera que Seas, ahora estás en Praga, y aquí se usan los peniques, y los táleros…

Alguien gritó entonces desde el otro lado de la calle.

—¡Eh, Meyer, tranquilo! ¡Es de los nuestros! ¡Es nuevo!

Quien había acudido en mi rescate se acercó y saludó al hombrecillo dándole una palmadita en el hombro. Tenía el pelo ondulado, rojizo, la sonrisa fácil y una nariz aplastada por un par de encuentros cercanos con los puños del destino.

—De modo que es de los vuestros, ¿eh? —dijo Meyer, mirándome de arriba abajo—. ¿De dónde eres?

—De Slonim.

—¿Y dónde diablos está eso?

—En el este de Polonia.

—No lo había oído nunca.

—Está bastante lejos de aquí. Antes formaba parte de Lituania.

—O sea, que eres litvak. ¡Eso lo explica todo!

—¿Qué es lo que explica?

—Los judíos lituanos son tan listos que se arrepienten antes de pecar —respondió Meyer, haciéndose eco de lo que decía la sabiduría popular—. Muy bien, guárdate tus groschen, chico listo.

Sin darme tiempo a responder, Meyer se alejó a toda prisa, dando sus pasitos de araña, en busca de presas con los bolsillos más llenos que los míos, agitando la hucha y entonando: «La caridad nos salva de la muerte, la caridad nos salva de la muerte.»

—Gracias por rescatarme del valle de She'ol —dije.

—¿Te refieres a Meyer? Ese es más bien un bache en el camino. Además, debemos mantenernos unidos, ¿verdad, hermano?

El pelirrojo me dijo que se llamaba Markas Kral, y que era el shammes de la shul de Pinkas.

—Debería saber dónde está —comenté.

—En Kleine Pinkasgasse, al otro lado del cementerio de la shul de Klaus.

Asentí. Había visto el tejado puntiagudo de la sinagoga de Pinkas asomando como la proa de un buque sobre un mar de lápidas torcidas.

—¿Y qué tal es el rabino que te controla?

—¿El rabino Epstein? No está mal. A veces sigue el libro demasiado al pie de la letra, pero ¿qué se le va a hacer? Es su trabajo.

—Sí, ya sé a qué te refieres. ¿Y quiénes son los otros tres sacristanes, además de nosotros?

—Pues está Avrom Jayim, que lleva la shul de Klaus y además comparte funciones con Abraham Ben-Zajariah en la sinagoga Vieja-Nueva, y luego tenemos a Saúl Ungar, que se ocupa de la sinagoga Alta.

—¿Y hasta qué punto son de fiar en situaciones comprometidas?

—Vi a toytn bankes. Avrom Jayim es demasiado viejo para realizar cualquier esfuerzo físico, Ben-Zajariah actúa como un intelectual para el que fregar un suelo es rebajarse, y al húngaro se le va la fuerza por la boca. Es capaz de pasarse una semana hablando sin parar antes de levantar el culo para ayudarte. Por lo que se ve, hermano, soy tu única esperanza.

—Diría que tienes razón. Si me mostraras el sarrio, me ayudarías mucho. Conoces estas calles mejor que yo_ y si tengo que aprenderlo todo partiendo de cero, vamos a estar completamente farkakt.

—Espera un momento, por ahí va mi maestro —dijo Kral, que se alejó de mí y fue a saludar al rabino Epstein con el debido respeto.

Éste ordenó a Kral que se dejara de charlas y se ocupara de responder a las quejas de una mujer, que aseguraba que su espeso era cruel con ella.

—Qué asco, no soporto las disputas domésticas —me confió el sacristán.

—Espera un momento…

—Lo siento, tengo que irme ahora mismo. No te olvides de recordar a todos que quemen sus jumets. Nos vemos luego —dijo y, situándose detrás de su rabino, se encaminó hacia Pinkasgasse.

Los vi alejarse y cerré los puños. Cuando por fin encontraba a alguien dispuesto a ayudarme a recorrer las intrincadas callejuelas del gueto, lo veía desaparecer ante mis propios ojos, fundirse con las multitudes que entretejían el vasto tapiz del barrio.

Al infierno mis deberes cotidianos. Debía advertir al rabino Loew que los judíos se enfrentaban al exilio, la aniquilación o ambas cosas.

Al llegar bajo el león de piedra esperé a que una de las doncellas echara a la calle, de un escobazo, las migas de pan de la casa, para no pisar y llevar conmigo los jumets prohibidos y no meterlos en el vestíbulo recién barrido. Las muchachas cristianas del zaguán se apartaron a mi paso, formando una especie de torbellino perfumado y, por un momento, temí que mis pesadas botas fueran lo único que me mantuviera anclado al mundo, mientras pasaba junto a ellas. Ay, si supieran lo que pendía sobre sus cabezas, pensé, aunque en realidad no iban a ser sus cabezas las que iban a terminar rodando por el suelo. ¿O sí? Eran todas shiksehs.

En ese momento, un hombre surgió de entre las sombras, detrás de una hilera de capas largas de invierno que colgaban de unos ganchos. Lo reconocí: era uno de los jóvenes místicos que formaban parte del círculo más íntimo del rabino Loew. Se llamaba Yankev ben Jayim, y llevaba la sencilla túnica negra que lo identificaba como estudiante.

Vaya, entras sin llamar —dijo—. Ello indica que te interesa más el Mundo por Venir que éste.

Yo ya había entrado y salido varias veces aquella mañana, y había besado el mezuzá cada vez que lo hacía. Pero no me pareció que importara llamar a una puerta que a fin de cuentas estaba abierta.

¿Eres tan santurrón como el tsadek que ni siquiera advirtió que a su mujer le faltaba un pulgar? ¿Ignoras el sentido místico de tu gesto?

—Sí, será eso —me limité a responder.

—Vaya, admites tu ignorancia. Es un buen comienzo. Enseña a tu lengua a decir «no lo sé» en lugar de inventar falsedades.

—Brujes, folio cuatro A. Me alegro de encontrarme con otro estudioso del Talmud, aunque en este momento debo hablar con el rabino.

—¿Brujes? Ah, quieres decir Brojes. Cuesta entenderte, con ese acento polaco. Tu falta de convicción intelectual me indica que necesitas estudiar la sabiduría del Jojmas Hanister con nosotros.

Se refería a la Cábala. Yo debía empezar a forjar algunas alianzas contra las fuerzas que se cernían sobre nosotros, de modo que escogí con sumo cuidado mis palabras.

—En eso tienes razón, amigo. No siempre obtengo las respuestas que busco en el Talmud. Y también es cierto que no debo desaprovechar la excepcional ocasión de estudiar la sabiduría oculta con el gran Maharal. Pero ahora tengo que hablar con el rabino de una situación completamente distinta.

—¿Algo más importante que sanar la creación de Dios a través de la comunión mística con Su espíritu infinito?

—Esto pertenece más al ámbito práctico de la Cábala.

—Razón de más para que nunca actúes sin pensar.

—Así es. En ocasiones actúo sin pensar. Por eso necesito hablar con el rabino.

Estaba a punto de empujar la puerta del estudio del rabino cuando recordé que la gente de ciudad y los judíos de los shtetls son muy distintos. En Slonim, las casas diminutas se apretujaban bajo un cielo inmenso, vacío, en su intento desesperado de ahuyentar la soledad. En Praga, en cambio, cinco familias podían compartir una vivienda de dos estancias y, sin embargo, los límites de las propiedades estaban perfectamente marcados. Si era imprescindible para que la mayor concentración de judíos de la diáspora europea viviera junta, sin pisotearse, bien estaría. Allí el espacio tenía otro significado.

De modo que llamé a la puerta.

—¿Quién es? —preguntaron desde el otro lado, en tono seco.

—Benyamin Ben-Akiva.

—¿Quién?

La tensión de la voz no se había suavizado.

—Soy el shammes ayudante de la sinagoga de Klaus.

—¿Qué quieres?

Hice girar el tirador de hierro y abrí la puerta.

Había tres hombres sentados en torno a la mesa del rabino, cotejando un mismo pasaje en varios libros hebreos encuadernados con gran sencillez, en piel marrón. Reconocí a Isaac Ha-Kohen, el yerno del rabino, pero no a los otros dos, un hombre orondo que sin duda era otro rabino y un alumno joven que parecía tener unos trece años. Otras dos sillas estaban vacías.

—¿Dónde está el rabino Loew?

—Cierra la puerta —ordenó Isaac Ha-Kohen.

—Sí, las mujeres están limpiando, y levantan mucho polvo.

Entré en el estudio y cerré la puerta.

Dos aposentos más allá, Hanneh, la cocinera, pedía agua del pozo. Por el corredor trasero que conducía al patio resonaron los pasitos de una niña.

Isaac Ha-Kohen acercó la mano a una taza de agua y golpeó el borde con una uña para ahuyentar a los espíritus invisibles allí congregados y no tragárselos cuando bebiera, Dios no lo quisiera. Esperé a que hubiera dado un sorbo y se hubiera secado la boca con una servilleta blanca antes de insistir.

—Discúlpame, oh, estimado rabino Ha-Kohen. ¿Podrías indicarme, por favor, dónde se encuentra nuestro maestro el rabino Loew?

—Al gran rabino no puede interrumpírselo —respondió Isaac.

Dos preguntas sin respuesta seguidas. Me esforcé una vez más por mostrarme amable.

—¿Cuándo podría hablar con él?

—El rabino Loew no concede audiencia durante las sesiones de estudio de la mañana.

—Tal vez debería decidirlo él.

Isaac Ha-Kohen alzó la vista del libro como si yo acabara de entrar en la sala con una recua de muías apestosas e incontinentes. Me miró de arriba abajo, calibró en un instante mi valía y mis méritos, y volvió a concentrarse en el texto que estaba estudiando.

Yo me acerqué más y me fijé en aquellas páginas. Se trataba de los Gvuroys Hashem, Los Poderes del Nombre Sagrado, el comentario del rabino Loew sobre la Haggadah, publicado de forma anónima en Polonia para evitar represalias de los rabinos de la vieja shul, pues en él vertía duros ataques a su rango y sus privilegios. Las copias ya se veían gastadas y descoloridas, como si las hubieran entrado furtivamente en el país metidas en un tonel de castañas.

Leí por encima la discusión sobre los Shmoys, los Nombres, el Libro de Moisés que los cristianos llaman Éxodo, hasta que mis ojos se toparon con el análisis que el rabino hacía de dos frases bíblicas fundamentales. Según el Maharal, la primera frase, «usaron a los hijos de Israel con dureza», se refiere sólo a la esclavitud física, pero la segunda: «amargaron su vida con dura servidumbre», sugiere un significado completamente distinto, según el cual la esclavitud se les metió en el alma hasta que los israelitas terminaron asumiendo su condición y creyendo que «merecían» serlo, lo que constituía una forma mucho más insidiosa de servidumbre, que pasaba de generación en generación como un caso serio de viruela.

Aquellas palabras alcanzaron mi fibra sensible, como si el rabino Loew hubiera escrutado mi alma y la hubiera hecho sonar como una cuerda. En cierto modo, siempre había sabido que era cierto, pues yo mismo podía aplicarme la lección. También yo había creído en algún momento que mi posición en el peldaño más bajo de la escala social era inevitable, pero nadie me lo había explicado jamás de modo tan sucinto. Y eso que se trataba de algo que jugaba un papel esencial en la Pesach, la idea de que todos los judíos, de todas las generaciones, deben considerar que ellos también han emprendido, en persona, el éxodo desde Egipto. La parte más dura consistía en librarse de aquella mentalidad esclava tan enraizada.

De acuerdo. Luego viene la parte «fácil»: vagar por el desierto durante cuarenta años, en busca de un sitio que se convierta en tu hogar.

En cualquier caso, un rabino dotado de tal capacidad intelectual merecía la reputación que lo precedía.

Y yo, claro está, me sentí como un necio al comprender por fin por qué nadie me decía dónde se encontraba Loew. El rabino estaba, perdón por la expresión, en el beys ha-kises. En la «casa de los tronos».

No sabía cuánto tiempo debería esperar al gran rabino. Los sabios del Talmud afirman: «Quien prolonga su estancia en el retrete prolonga sus días y sus años.» Pero el rabino Loew no era un talmudista acérrimo, y yo no estaba seguro de cuál era la postura de los cabalistas al respecto.

—¿Serías tan amable de informarme de algo? —le pregunté al muchacho—. ¿Qué es exactamente un tálero?

—¿Te refieres a un Reichsthaler? Es una moneda de plata muy grande. El salario semanal de un artesano con experiencia.

—O la mensualidad de un shleper como tú —intervino Isaac Ha-Kohen sin levantar la vista del libro.

El rabino sentado junto a Ha-Kohen meneó la cabeza y chasqueó la lengua ante el comentario innecesario de su vecino, y nos dijo que los mejores artistas y científicos de la corte del keyser Rodolfo llegaban a cobrar hasta tres mil táleros al año. Me fijé mejor en aquel hombre y recordé ese rostro más delgado, con la barba más corta, más oscura.

—¿Rabino Dovid Gans?

—¿Os conocéis? —preguntó el rabino Ha-Kohen.

—Estudiamos juntos con el rabino Moyshe Isserles, que su nombre ilumine las naciones.

El rabino Gans apartó su libro, y para mirarme mejor entrecerró los ojos, que brillaron en cuanto me reconoció.

—Dios mío, eres tú. Veo que te han salido algunas canas desde tus días de fraydenker.

«Y tú has engordado unos veinte kilos», pensé.

—¿Qué quieres que te diga? Éramos unos niños en aquella época.

—Como nuestro joven prodigio, el maestro Yontef Lipmann, que tenemos aquí mismo. Miré al muchacho de trece años.

—No, yo era más como él —le corregí, señalándole a Yankev ben Jayim, que estaba sentado frente a un libro abierto, atusándose distraído su escasa barba adolescente.

—Si fuiste alumno de Isserles debiste revelarte prometedor —comentó Isaac Ha-Kohen—. ¿Cómo es que no he oído hablar de ti?

—Porque los ángeles que cantan mis excelencias lo hacen rebasando el umbral de la audición normal.

Ha-Kohen permaneció un instante inmóvil, paralizado, mientras la puerta trasera se entreabría y unos pasos comedidos recorrían el corredor. Unos dedos atravesados por venas azuladas retiraron la cortina y el gran rabino Loew hizo su entrada en la sala haciendo sonar un tarro de almendras que llevaba en la mano izquierda. Tenía setenta y muchos años (más de ochenta, según algunos), y lucía una larga barba blanca. Bajo la toga académica asomaban dos capas de pesadas túnicas negras, rematadas por un cuello de piel de conejo, también negro, e iba tocado con un sombrero octogonal, blando, de cuyo centro irradiaban unos cordones plateados que lo dividían en ocho partes, como si de una tarta de terciopelo se tratara. Sus manos temblorosas mostraban la fragilidad propia de su edad, pero su mirada escrutadora proclamaba ante todos los presentes que conservaba sus ojos de lince y la mente ágil. Todos los judíos de la ciudad sabían de su imponente presencia, de su yijes, su reputación. Incluso sus enemigos respetaban sus opiniones, temían su lengua y lo llamaban el MaHaRal mi-Prag, es decir, Nuestro Maestro y Señor rabino Loew de Praga. Se decía que descendía del rey David.

—Veneradísimo y altísimo rabino Yehudah ben Betzalel… —dije yo.

—Llámame rabino, nada más —me pidió el maestro.

—Sí, por supuesto, rabino…

—¿Dónde estabas durante el Amidah, Benyamin Ben-Akiva? El pobre Avrom Jayim ha tenido que cubrir los dos servicios, corriendo entre las shuls de Klaus y la Vieja-Nueva. Y ya no está para esos trotes.

Hice lo posible por exponerle la situación sin que me faltara el aire.

En la cocina se oía el entrechocar de platos, pues habían empezado a retirar los de diario y a traer los kosher, que se usaban sólo en Pesach.

El rabino Gans masculló:

Oy gvalt! —Se cubrió las orejas, y empezó a moverse de un lado a otro, como si estuviera inmerso en un terremoto, una inundación, un aluvión castigador de fuego y granizo.

El rabino Isaac se encorvó, como si un pedazo de cielo hubiera caído sobre ellos.

El rabino Loew retorció la túnica con el puño cerrado y tiró con fuerza hasta soltar la costura un palmo.

Yankev ben Jayim hizo lo mismo, y tiró hasta arrancar un trozo.

El rabino Loew bajó la cabeza y dijo:

—Boruj dayan ha-emes. Bendito sea el verdadero Juez.

Yankev ben Jayim hizo lo mismo, imitando a su maestro en todos los detalles, como un auténtico discípulo.

—Escúchame, rabino Gans —dijo el rabino Loew—. Necesito que vayas a por hojas de pergamino, tomes tu pluma y empieces a escribir la crónica de estos sucesos.

—¿Por qué es tan importante hacerlo ahora, rabino? —preguntó el joven Lipmann.

—¿Quién quieres que escriba esta historia? —contestó Loew—. ¿Los cristianos?

Gans afiló la punta de la pluma con un cuchillo corto.

Yankev ben Jayim encendió dos velas y se sentó junto a Isaac Ha-Kohen. Los dos empezaron a mecerse rítmicamente, hacia delante y hacia atrás, y a murmurar oraciones antiguas con las que emprendían un viaje largo y lento hacia un estado cercano al éxtasis, que les permitiría recibir la energía que fluía desde las emanaciones divinas del bien y la piedad.

—Sí, vosotros, hombres, iniciad el tfiles —ordenó el rabino Loew—. Si asaltamos las puertas del cielo con nuestras lágrimas, Dios mediante, tal vez se nos abran. Entretanto, tal vez podamos comprar a los goyim antes de que todo esto se convierta en otro espantoso baño de san…

El rabino Loew se interrumpió súbitamente. Yo seguí el curso de su mirada. Eva, su nieta, estaba junto a la puerta, con una pluma larga en la mano. Tendría unos doce años. No mucho mayor que la víctima.

—He venido a quitarle el polvo a los libros, zeyde.

—Tú ya eres mayor —dijo el rabino—. Pero todavía necesitas que alguien te ayude a quitar el polvo de todos estos libros.

—Puedo hacerlo sola, abuelo.

Eva Kohen tenía el pelo negro y rizado, los ojos brillantes, y algo recorrió el rostro del joven Lipmann cuando la muchacha entró en la sala; tal vez ella no se diera cuenta.

—Muy bien, mi tesoro —aceptó el rabino Loew, que prosiguió con el discurso interrumpido, aunque renunciando a las referencias sangrientas—. Como iba diciendo, nos enfrentamos a una gente que no sólo miente, sino que miente tanto que construye un mundo paralelo con sus mentiras y, en ese mundo, esas mentiras son verdades. Para esas personas, no se trata de lo que es, sino de lo que ellos deciden creer que es. Y sin duda hemos aprendido que aunque no todas las calumnias que levantan contra nosotros se aceptan como ciertas, al menos la mitad de ellas sí lo son.

Se volvió entonces a preguntar a su nieta.

—Eva, ¿sabes de dónde es esa cita?

La muchacha repitió las palabras para sus adentros y dijo:

—¿Es del Breyshis Raboh?

El gran comentario acerca del Breyshis, En el Principio, que los cristianos llaman el Génesis.

—Esa es mi pequeña —dijo, dándole un abrazo afectuoso. Sí, era una chica lista.

El rabino Gans abrió el tintero, hundió en él la punta de la pluma y empezó a ungir las páginas en blanco con las majestuosas letras mayúsculas del alef-beys hebreo.

Isaac Ha-Kohen y Yankev ben Jayim seguían entonando sus cánticos en voz baja, pero hacían falta más voces, más oraciones que llamaran a las cerradas puertas de los cielos.

El rabino Loew se acarició la barba y permaneció unos instantes pensativo, antes de formular una pregunta.

—Benyamin ben Akiva, ¿estás instruido en la Cábala?

—Mis conocimientos sobre la Cábala son como una página caída de un libro viejo. Pero algo sé de la ley.

—Muy bien. Ven conmigo entonces. Tenemos que construir una defensa legal que convenza al emperador para que interceda por nosotros, y debemos hacerlo antes de que Federn confiese.

—¿Confesar? Pero si él no ha hecho nada.

Isaac Ha-Kohen meneó la cabeza y, sin perder el ritmo de sus oraciones, me dedicó una mirada que significaba algo así como: «Pero qué ingenuo eres.»

—Después de tres días de torturas, un hombre acaba confesando cualquier cosa.

La idea me provocó escalofríos. A mí me habían hecho mantenerme de pie con la nieve a la altura de los muslos, hasta sentir que unas agujas heladas me desgarraban la piel; me habían golpeado con una vara, un látigo, una mano encallecida; me habían obligado a dormir en establos, sin comida y sin mantas; me habían llamado necio, vago y miles de insultos más. Con el tiempo, las piernas se me entumecieron, los moratones desaparecieron, y aprendí a soportar el hambre, el frío y las acusaciones más despiadadas. Pero nunca confesé nada que no hubiera hecho.

Eva repasaba los libros de los anaqueles con la pluma, en busca de alguna miga extraviada que pudiera haber quedado entre las páginas. El rabino Loew le dio una palmadita en el hombro mientras yo lo seguía hacia la puerta.

Nos detuvimos a inspeccionar lo que había escrito el rabino Gans. Tras las primeras palabras, había pasado de las ornamentadas mayúsculas hebreas a un yiddish en letra corrida.

El viernes 14 de Nisan de 5352, o 27 de marzo del año cristiano de 1592, en el decimosexto año del reinado del emperador Rodolfo II, sea alabada su gloria, tuvo lugar una nueva persecución basada en la mentira antigua, la falsa acusación de crimen ritual.

—Buen principio —dijo el rabino—. Y ahora añade que lo primero que hicieron el rabino Loew y su shammes asistente fue acudir al kehileh a presentar una petición formal para que el acusado, Jacob Federn, fuera trasladado de la prisión municipal a la imperial. Allí estará más seguro.

—¿Y por qué perdemos el tiempo yendo al Ayuntamiento? —pregunté—. ¿Por qué no acudimos directamente al keyser?

—Es más probable que el caso llegue a oídos del emperador si la comunidad en pleno hace la petición.

Asentí.

—De acuerdo —accedió el rabino—. Entonces, kum aseh. De pie y en marcha.

Ayudé al rabino Loew a ponerse su abrigo de invierno, y juntos salimos a la calle sin más arma que nuestra voluntad de realizar una mitsveh o buena obra, casi un acto sagrado, pues está escrito que quien salva una sola vida es visto desde las alturas como si hubiera salvado al mundo entero.