El juicio de Richard Devon finalizó poco después de la medianoche del primero de julio. Tras deliberar no más de veinte minutos, el jurado pronunció un veredicto de no culpabilidad por causa de posesión demoníaca.

Los sucesos que habían tenido lugar en el último día del juicio (la plaga de insectos prehistóricos, la aparente supresión del tiempo en el interior del Palacio de Justicia) ya habían provocado una morbosa sensación, intensificada por el conocimiento del veredicto.

La noticia en sí fue difundida por los veinticinco periodistas que habían seguido el juicio desde el comienzo y por los que estuvieron presentes en la maratoniana sesión del último día. Informaron ante las cámaras de televisión o en sus respectivos periódicos de los hechos tal como los habían presenciado, en un tono y contenido tan similares que parecía que hubiesen adoptado una decisión común sobre qué debían decir y cómo debían decirlo. Ninguno hizo alusión a la aparición de Zarach Bal-Tagh en la sala del tribunal. El sustento diario de cada periodista dependía de su objetividad, criterio, moderación y obediencia a los hechos. Todos sabían muy bien qué habían visto. Pero experimentar la presencia de Zarach era una cosa, y describirle a él, otra muy distinta.

La mente humana está muy bien preparada para afrontar las irracionalidades y ordenar las incoherencias que la existencia diaria comporta. Y el comportamiento humano, incluso a un nivel mundano, es más lógico que inexplicable, perverso y aun extraño. Es el comportamiento dictado por las implicaciones de sobrevivir en un mundo en el que hay tanta competencia entre los presuntos supervivientes, tantas necesidades y tan pocas recompensas, y tantos sucesos de todo tipo, muchos de ellos morbosos, opresivos o amedrentadores. Maestros de parvulario implicados en el rodaje de películas pornográficas con niños. Un reputado tocólogo que posee una colección de más de mil fetos humanos en un tanque en el sótano de su casa. Necrófilos en un depósito de cadáveres californiano. Francotiradores nocturnos. El sádico que manipula envoltorios de medicamentos para la jaqueca en las farmacias. El religioso sin tacha que sacrifica niños en una guerra desierta y sin fin.

Del mismo modo que no había principio ni fin en los horrores de Zarach, no había tampoco ninguna forma de describir adecuadamente su manifestación con palabras. Algunos periodistas lo intentaron en secreto. Y acabaron por romper lo que habían escrito. Después de Chadbury, pocos informadores perseveraron en su profesión. No sin esperarlo, muchos vieron que habían llegado a una encrucijada en sus vidas, la cual les mostró que ocupaciones más sencillas (una relación menos comprometida con los seres humanos) se ajustarían mejor a su alma. Y, entonces, hallarían la paz del espíritu.

Los demás espectadores y participantes en los sucesos de Chadbury se mostraron reacios a responder a las infinitas preguntas que se les formuló sobre la última jornada del juicio. No hubo modo de conseguir que expresaran lo que sentían. Pero su silencio no era fruto de la histeria, sino de la meditación.

Thomas Horatio Harkrider regresó a Nueva York y difundió profecías terribles sobre el torbellino que iba a acontecer en los tribunales criminalistas de los Estados Unidos si el caso «Vermont contra Devon» no era impugnado por el Tribunal Supremo del Estado. Pero Gary Cleves no supo encontrar las mociones más apropiadas. Diez días después del veredicto en el tribunal del distrito, presentó su dimisión como fiscal del Estado por el condado de Haden. Se dedicó al ejercicio privado de la abogacía y prosperó. Al año siguiente serían presentados cinco alegatos de posesión demoníaca en casos capitales en otros tantos Estados; en cada caso, el jurado rechazó el alegato y emitió un veredicto de culpabilidad. El alegato de posesión demoníaca no suscitó el fervor que Tommie Harkrider había previsto. El viejo abogado murió en su cama, víctima de un paro cardiaco, casi un año después del día en que se había levantado para dirigirse a los aspirantes a miembros del jurado en el Palacio de Justicia de Chadbury.

Conor y Gina regresaron a su casa, e hicieron un alto en el camino para recoger a su hija en el convento de New Hampshire. Conor dejó la bebida y volvió a los cuadriláteros. Una lesión en la rodilla puso fin a su carrera pocos meses más tarde. Gina trasladó su tienda de modas a las galerías comerciales de Lowell, coincidiendo con una mejora en el ciclo económico de la zona. Sus vidas prosperaron. Ella soportó el peso de la familia hasta que Conor obtuvo el doctorado en literatura comparada y empezó a dar clases en una pequeña escuela próxima a Joshua.

Adam y Lindsay contrajeron matrimonio cuatro días antes de Navidad en la iglesia católica de Braxton. Aun antes del juicio, Lindsay había vuelto a asistir a misa, y su experiencia con Zarach Bal-Tagh supuso el impulso necesario para reconciliarle sólidamente con su fe. Su regalo de bodas para Adam fue un reloj de sol de oro macizo atado a una cadena con las fechas del juicio grabadas al dorso. El regalo de él consistió en su pleno reconocimiento como asociada en la firma Kurland Bates Harpold and Potter.

El padre James Merlo fue invitado a la boda, pero en esa fecha estaba ocupado con un caso de posesión en una remota misión en las montañas del Camerún y tuvo que excusar su ausencia.

El gran protagonista del juicio pudo haber sido objeto de tanta publicidad especulativa como cualquier personalidad del siglo veinte. Porque hubo muchas más preguntas acerca de Richard Devon que respuestas. Pero dieciséis horas después de su absolución, Richard Devon, acompañado por su hermano y dos de sus abogados, eludió las legiones de informadores y desapareció.

Y Edith, quien declinó conceder entrevistas, regresó a Heraclio tras una breve escala en Londres.

Cuando oyó el ruido del motor del Land Rover junto a la doble pared que rodeaba la casa, Sigrid Torgeson se incorporó del suelo de la terraza, donde había estado meditando, y anunció al hombre sentado en silencio junto a ella: «Edith ha vuelto». Vio una contracción en los músculos faciales del hombre que, no mucho tiempo atrás, se habría resuelto en una sonrisa. Pero las sombras del crepúsculo eran traicioneras y quizá la habían inducido a creer que Philip había reaccionado. Se puso las sandalias y salió a abrir las puertas.

Edith se había apeado del Land Rover y estaba recogiendo su equipaje de la parte trasera. Actuaba de un modo espasmódico e impaciente. A la luz del sol su rostro aparecía blanquecino, salvo por la viveza de sus ojos. Tenía las cejas enmarañadas. Una vena palpitaba en una de sus sienes hundidas, y finos mechones de cabello gris le ocultaban parcialmente la frente. Estaba tan pálida y delgada que Sigrid se alarmó. Pero mientras Sigrid la observaba, la piel del rostro de Edith empezó a perder su coloración gris mortecina, como si en aquellos primeros instantes de vuelta al hogar hubiera procedido a quitarse velos.

Sigrid dio a Edith un emocionado beso de bienvenida y le cogió el equipaje. Edith sacudió la cabeza por un momento, luego se encogió de hombros y señaló al joven que conducía el Land Rover, quien miraba con expresión ausente a través del sucio parabrisas. La había llevado todo el trayecto desde el aeródromo de Los Arroyos. Ahora estaba sentado al volante, y contemplaba el panorama desde la accidentada ladera de la Montaña del Fuego hasta la verde superficie de la laguna que se extendía al pie del risco.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Sigrid a Edith en voz baja.

—En ese triste estado de transición. Va perdiendo gradualmente su odio y piedad por sí mismo, pero todavía no parece dispuesto a aceptarse como un ser humano útil. Está convencido de que la muerte de Karyn ha arrebatado todo el sentido a su vida. Se trata de la actitud de siempre, pero yo ya soy demasiado vieja y poco paciente como para ocuparme de él:

—Yo no. Pero ¿qué le digo?

Edith, con una sonrisa burlona, la miró durante unos instantes.

—Me sorprendería que tuvieras mucho que decir de algo.

Y entró en la casa, llamando a su marido con jovialidad.

Sigrid miró pensativa a Rich, quien aún no había advertido su presencia. Al cabo de unos momentos, se encaminó hacia el Land Rover e irrumpió en el ángulo de visión del joven. La fría sombra de su cabeza eclipsó el rostro acalorado de Rich. Este pareció sobresaltarse. Los ojos azules de Sigrid eran grandes y serenos, pero había un asomo de duda en su mirada.

—Soy Sigrid. Bienvenido a Sundial.

Él asintió y se humedeció sus resecos labios. Presentaba un profundo frunce entre los ojos. Desvió la vista hacia la montaña, como si hubiese emprendido el vuelo para encontrarse en una cárcel etérea.

Ella sabía muy bien lo que debía de sentir. Sigrid no había matado a nadie en su cautividad; pero durante el año que siguió a su exorcismo se había sentido tan humillada y derrotada que le había resultado muy difícil mirar a los demás a los ojos. El tiempo transcurrido en ese lugar, la camaradería de los habitantes de Sundial, la habían curado. Y Richard no sería una excepción, estaba segura de ello. Tenía que curarse. Porque lo necesitaban imperiosamente.

—Estoy segura de que no habrá inconveniente en que te quedes aquí todo el día. Pero ¿no estás cansado? ¿No te gustaría entrar?

Rich se agitó y echó la cabeza hacia atrás cuando el sol poniente incidió en sus ojos como la punta de una lanza. Miró a su alrededor en busca de una sombra, de una brizna de hierba.

—Yo nunca… he visto nada como esto —dijo en un tono de voz desconcertado—. No sé qué pensar.

—¿Quién podría decirlo? —replicó Sigrid.

La muchacha puso una mano sobre su antebrazo derecho, duro como una piedra. Rich todavía aferraba el volante con fuerza. Ella se le acercó. El viento levantaba sus rubios cabellos, que oscilaban sobre sus mejillas sonrosadas por el sol. Su mirada volvió a sorprender la de él, que esta vez no se retiró. La expresión de Rich no se alteró, pero sus labios se entreabrieron. Ella detectó una respiración acelerada en el aliento de él, y, bajo la piel, el único impulso vital que escapa al control de la voluntad de cualquier hombre: el anhelo, la necesidad de otro ser humano.

Sigrid asintió, sólo un poco, y le sonrió.

—Quizá sea tu casa, Richard.

El hijo de la noche infinita
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